Capítulo VII

El señor Waterhouse, deteniéndose inseguro en las escaleras de la casa número 18 de Wilbraham Crescent, volvió la cabeza, nervioso, mirando a su hermana.

—¿De veras que te encuentras bien? —inquirió. La señorita Waterhouse respondió algo irritada.

—No te comprendo, James.

El señora Waterhouse era un hombre de tímidos modales, una de esas personas que parecen estar pidiendo perdón, excusándose, por cuanto hacen.

—Es que… considerando lo ocurrido en la casa vecina, querida…

El señor Waterhouse se disponía a partir, en dirección a la oficina de unos abogados, para quienes trabajaba. Era un hombre de aspecto pulcro, ligeramente encorvado, de cabellos grisáceos. Su rostro ofrecía un matiz débilmente sonrosado, pero denotador de una buena salud en su dueño.

La señorita Waterhouse era alta y huesuda. Pertenecía al tipo femenino clásico carente de sentido común que se muestra intolerante con la gente de su misma clase.

—Debo entender, seguramente, que por el hecho de haber habido un crimen en la casa de al lado lo más probable es que hoy sea yo quien muera asesinada, ¿no es así?

—Bueno, Edith… Eso depende de quien sea el autor del crimen.

—Tú, por lo que veo, estás convencido de que hay alguien que anda de un lado para otro de Wilbraham Crescent seleccionado una víctima en cada vivienda. Esto es una blasfemia, casi, James.

—¿Una blasfemia, Edith? —preguntó el señor Waterhouse, muy sorprendido.

En ningún momento se le hubiera ocurrido pensar a aquél en tal aspecto de su observación.

—Se trata de una reminiscencia de la Pascua hebrea —manifestó su hermana—. Estoy hablando, permíteme que te lo recuerde, de la Sagrada Escritura.

—A mí me parece, Edith, que eso encaja aquí de una manera muy forzada.

—No sabes lo que me gustaría ver llegar a alguien a nuestra puerta con la intención de acabar conmigo —dijo la señorita Waterhouse, decidida.

Su hermano se dijo que aquello parecía bastante improbable. Colocándose en el lugar del asesino pensó que la última persona que hubiera escogido habría sido Edith… De intentar alguien atacar a ésta lo más seguro era que el criminal recibiese un buen golpe, propinado con el primer instrumento contundente que su hermana encontrase a mano. Sangrante y humillado, el desventurado agresor iría a parar, inevitablemente, a manos de la policía.

—He querido referirme a que… —su aire de hombre que desea a toda costa que le dispensen lo que va a decir se acentuó ahora—, bueno, tú lo sabes: en esta calle hay algunas personas indeseables.

—Aún no sabemos muchas cosas acerca de lo sucedido. Circulan rumores muy diversos por ahí. La señora Head contaba esta mañana una historia verdaderamente extraordinaria.

El señor Waterhouse consultó su reloj. No tenía el menor interés por oír de labios de su hermana aquélla. Edith no se molestaba en razonar, desbaratando las enmarañadas trampas tejidas por las comadres de la vecindad. Antes bien, gozaba estando al corriente de las mismas, dándolas por buenas.

—Hay gente que afirma que ese hombre era el tesorero o administrador del «Aaronberg Institute». Parece ser que las cuentas de esta entidad no se hallan muy claras y el individuo en cuestión visitó a la señorita Pebmarsh con objeto de hacerle unas preguntas.

—¿Y que entonces la señorita Pebmarsh le asesinó? —inquirió el señor Waterhouse, muy divertido—. ¿Una ciega? Seguramente…

—Echándole un alambre alrededor del cuello no le hubiera sido difícil estrangularle —opinó Edith—. Podía haberle cogido desprevenido. ¿Quién se va a mostrar receloso de una ciega? No es que yo piense mal de ella… Considero a la señorita Pebmarsh una persona dotada de un carácter excelente. Desde luego hay cosas en las que no estamos de acuerdo, en modo alguno, pero no por eso voy a acusarla de poseer tendencias criminales. Simplemente: juzgo muchos de sus puntos de vista propios de una mujer fanática y extravagante. Al fin y al cabo hay otras escuelas de primera enseñanza que se están levantando por todas partes. Todas ellas de cristal, prácticamente. Fachadas y tejados, por lo menos. Le dan a una la impresión de unos invernaderos, destinados al cultivo de los tomates o las lechugas. Estimo tales construcciones perjudiciales para los pequeños, sobre todo en los meses de verano. La señora Head me ha comunicado que a su hija Susan no le agradan las nuevas aulas en que se ve obligada a trabajar actualmente. Sostiene que es imposible concentrarse en la tarea cotidiana. Con tantas ventanas alrededor resulta difícil resistirse a la tentación de echar un vistazo al paisaje.

—Bien… —dijo el señor Waterhouse, consultando de nuevo su reloj—. Hoy creo que voy a llegar tarde a la oficina. Adiós, querida. Cuídate. Será mejor que cierres la puerta con llave… También sería preferible que echases la cadena.

La señorita Waterhouse dio otro expresivo resoplido. Habiendo cerrado la puerta, nada más irse su hermano, estaba a punto de subir las escaleras, camino de la planta superior, cuando se detuvo, pensativa. Acercóse a su saco de golf y sacó del mismo un stick, que colocó estratégicamente, junto a la entrada. Edith esbozó una sonrisa de satisfacción. Desde luego, lo que había dicho James era una pura tontería. Pero no estaba de más prepararse… Los establecimientos en que eran recluidos los enfermos mentales dejaban a éstos en libertad muy fácilmente, en su afán de incorporarles a la vida normal. Sin embargo, este proceder exponía a muchos seres inocentes a ciertos peligros.

Edith Waterhouse se hallaba en su dormitorio cuando la señora Head subió apresuradamente las escaleras. Era esta última una mujer menuda y gruesa. Parecía una pelotita de goma. Gozaba de veras estando al corriente de todos los sucesos ocurridos en la vecindad de su casa.

—Dos caballeros quieren verla —dijo la recién llegada, con avidez—. No se trata de dos gentlemen, en realidad… Es la policía.

La señorita Waterhouse cogió la tarjeta que le mostró la mujer.

—«Detective Inspector Hardcastle» —leyó—. ¿Le ha hecho pasar a la sala?

—No. Les llevé al comedor. Había quitado de allí el servicio del desayuno y me figuré que el sitio era indicado para tales visitantes. Quiero decir que después de todo no se trata más que de la policía…

La señorita Waterhouse no acertaba a comprender tal tipo de razonamientos. No obstante, contestó únicamente:

—Bajaré.

—Me imagino que le preguntarán cosas relacionadas con la señorita Pebmarsh —manifestó la señora Head—. Querrán saber si ha observado usted algunos detalles raros en su forma de vivir y conducirse. La gente sufre obsesiones, manías, que surgen de pronto sin haber existido manifestaciones previas. De todos modos se dan en esos casos determinados indicios los cuales según se afirma aparecen en los ojos de las personas afectadas. Claro que eso, ¿en qué puede afectar a una ciega? ¡Oh! —exclamó al final de su discurso la señora Head, moviendo dubitativamente la cabeza.

La señorita Waterhouse bajó las escaleras, penetrando luego en el comedor poseída de una complacida curiosidad que disimulaba con su habitual aire de beligerancia.

—¿Detective Inspector Hardcastle?

—Buenos días, señorita Waterhouse.

El inspector se puso en pie. Le acompañaba un joven alto y moreno a quien la dueña de la casa no se molestó en saludar. No prestó ninguna atención a un leve susurro del que sólo entendió estas dos palabras: «Sargento Lamb».

—Confío en que no estime impertinente mi visita a tan temprana hora —manifestó Hardcastle—. Me figuro que ya conoce lo sucedido en la casa de al lado ayer…

—No es corriente que un crimen ocurrido en la vivienda vecina pase desapercibido —repuso la señorita Waterhouse—. Me he visto obligada incluso a rechazar a uno o dos reporteros que se empeñaron en que les dijera si yo había visto algo.

—¿Les rechazó?

—Naturalmente.

—Obró usted bien —opinó Hardcastle—. Por supuesto, ellos tienen su normas, pero creo que usted, señorita Waterhouse reúne las condiciones precisas para que al tratar con gente así le acompañe el éxito.

Edith se permitió exteriorizar parte de su disimulada complacencia a manera de reacción por el cumplido.

—Espero que no le moleste que ahora nosotros pasemos a hacerle precisamente ese género de preguntas que anteriormente eludió. En efecto, es del máximo interés para nosotros que nos diga si llegó a ver algo en particular ayer alrededor de su casa, por lo cual le quedaremos sumamente reconocidos… ¿Se encontraba usted en esta casa a la hora en que ocurrió todo?

—Yo no sé cuándo se cometió el crimen —objetó la señorita Waterhouse.

—Estimamos que fue entre la 1:30 y 2:30.

—Sí. Me encontraba aquí, desde luego.

—¿Y su hermano?

—Nunca viene a casa a comer. Exactamente, ¿quién fue asesinado? El breve relato que publicó el periódico por la mañana no especificaba nada…

—Todavía ignoramos la identidad de la víctima.

—¿Es un extranjero?

—Eso parece.

—Esa persona, ¿era también desconocida para la señorita Pebmarsh?

—La señorita Pebmarsh nos ha asegurado que no esperaba la visita de nadie. Tampoco tiene la menor idea sobre la identidad del hombre asesinado.

—Debe estar muy segura de lo que dice, por la sencilla razón de que no ve.

—Le hemos facilitado una detallada descripción.

—¿Qué aspecto ofrecía la víctima?

Hardcastle sacó de un bolsillo un sobre y de éste una fotografía.

—He aquí a nuestro hombre. ¿Tiene usted alguna idea sobre quién pueda ser?

La señorita Waterhouse contempló atentamente la fina cartulina.

—No. No… Estoy segura de no haberle visto nunca antes de ahora. ¡Oh, Dios mío! Parece un señor respetable.

—En cuanto a su apariencia no se le puede oponer reparos, efectivamente —comentó el inspector—. Uno diría que aquélla corresponde a la de un abogado u hombre de negocios de cierta posición.

—Así es. Esa fotografía no impone… Diríase que está durmiendo.

Hardcastle no le explicó que aquélla había sido elegida por tal circunstancia de entre las varias que habían sido tomadas del cadáver.

—La muerte puede significar la paz —declaró—. No creo que este hombre sospechara su acercamiento minutos antes de ser asesinado.

—¿Qué ha dicho la señorita Pebmarsh de todo esto? —inquirió Edith Waterhouse.

—Su desconcierto no puede ser mayor.

—Es extraordinario —juzgó la señorita Waterhouse.

—¿No podría usted ayudarnos de alguna manera, señorita? Veamos… Piense en el día de ayer. Usted se encontraba, por ejemplo, asomada a la ventana… O quizá se hallase en el jardín, entre las dos y media y las tres de la tarde.

La señorita Waterhouse reflexionó un momento.

—Sí, yo estaba en el jardín… Déjeme pensar. Debió ser antes de la una. Entré en la casa, aproximadamente a la una menos diez, me lavé las manos y me senté para comer.

—¿Vio usted a la señorita Pebmarsh entrar en su casa, o salir de ella?

—Me parece que entró… Oí el chirrido de la puerta de hierro… Sí. Eso sucedió dadas ya las doce y media.

—¿No habló con ella?

—¡Oh, no! Fue ese chirrido lo que me hizo levantar la cabeza. Es su hora acostumbrada de volver a la casa. Creo que es por entonces cuando termina sus clases. Probablemente se ha enterado usted ya de que se dedica a la enseñanza en un centro que recoge a niños invidentes.

—De acuerdo con lo declarado por ella, la señorita Pebmarsh volvió a salir a la una y media, aproximadamente. ¿Está usted conforme con sus manifestaciones?

—Pues… No podría decirle la hora exacta, pero… Sí. Recuerdo haberla visto cruzar la entrada de fuera y luego la calle.

—Un momento, señorita Waterhouse. ¿Cruzó la calle de verás la señorita Pebmarsh?

—Ciertamente. Yo me encontraba en mi cuarto de estar. La ventana del mismo da a la calle en tanto que la del comedor, en el que ahora nos hallamos, se asoma, como puede usted observar, al jardín posterior. Pero es que yo tomé el café en la primera de estas piezas, sentándome en un sillón, junto a la ventana. Me entretenía leyendo el The Times y creo que fue al volver una de las hojas del diario cuando advertí la figura de la señorita Pebmarsh en el instante de cruzar la calle. ¿Hay algo extraordinario en eso, inspector?

—No, verdaderamente no hay nada de extraordinario en ello —replicó Hardcastle sonriendo—. Es que yo tengo entendido que la señorita Pebmarsh pretendía entonces tan sólo adquirir unas menudencias que necesitaba de momento y acercarse a la estafeta de Correos, todo lo cual podía hacerlo avanzando a lo largo de la vía simplemente.

—Eso depende de las tiendas que se quieran visitar —declaró la señorita Waterhouse—. Por supuesto, la mayor parte de los establecimientos quedan más cerca así y en Albany Road se encuentra una oficina de Correos…

—Tal vez la señorita Pebmarsh tuviera la costumbre de salir todos los días, a la hora señalada…

—Pues la verdad es que no sé si salía o no y mucho menos cuál era la dirección preferida por esa mujer. No soy de esas personas que se dedican a espiar a sus vecinos, inspector. Soy una mujer muy ocupada y bastante tengo yo con mis cosas. Ya sé que hay gente que pasa el día asomada a las ventanas, observando al que transita por la calle, fijándose además en cuáles son los vecinos que reciben visitas o viven desconectados del mundo. Ese es un hábito propio de inválidos más bien o de personas desocupadas, a quienes no se les ocurre otra cosa que especular con los asuntos de sus vecinos, que no poseen otro afán que el del chismorreo…

La señorita Waterhouse hablaba con tal acritud que el inspector pensó que lo hacía impulsada por alguna razón especial.

—Es cierto, es cierto… —se apresuró a responder.

Seguidamente añadió:

—Apoyándonos en sus manifestaciones, de acuerdo con la dirección tomada por la señorita Pebmarsh, podemos pensar que ésta fue a telefonear… ¿No hay por allí una cabina de teléfono público?

—Sí. Enfrente de la casa que tiene el número 15.

—He aquí la más importante de las preguntas que deseaba hacerle, señorita Waterhouse: ¿presenció usted la llegada del hombre, del hombre misterioso, como creo que han comenzado a llamar los periódicos a la víctima?

La señorita Edith Waterhouse hizo un movimiento denegatorio de cabeza.

—No, no le vi. No vi tampoco a ningún otro visitante.

—¿Qué hizo usted entre la una y media y las tres de la tarde?

—Pasé media hora aproximadamente, llenando el crucigrama de The Times, que no sé si logré completar. Luego me fui a la cocina, a fregar los platos de la comida. Veamos… ¿Qué más? ¡Ah! Escribí un par de cartas, extendí varios cheques para pagar unas facturas, subí a las habitaciones superiores para apartar unas prendas que proyectaba enviar a la tintorería… Creo que fue estando en mi dormitorio cuando advertí cierta conmoción en la casa vecina. Oí que alguien gritaba, por lo cual, naturalmente, me acerqué a la ventana. En la puerta exterior había un joven y una chica. El parecía estar abrazándola…

El sargento Lamb, en un gesto completamente involuntario, frunció el ceño. Pero la señorita Waterhouse no llegó ni a reparar en aquél, por la sencilla razón de que no le estaba mirando. Evidentemente, no se le ocurrió ni por un momento relacionar a Colin con el joven a que acababa de aludir.

—Vi a aquel desconocido de espalda. Parecía estar discutiendo con la chica. Finalmente, la dejó sentada junto a la verja. Una decisión extraña… A continuación se apresuró a entrar en la casa.

—¿No vio usted a la señorita Pebmarsh regresar a la misma poco tiempo antes?

La señorita Waterhouse movió la cabeza.

—No. No me asomé a la ventana hasta el instante de oír aquel griterío. Con todo, no presté mucha atención. Las parejas jóvenes suelen hacer cosas raras. Cuando no cantan o chillan se empujan mutuamente bromeando, ríen, corren o dan voces… No pensé en que pudiera tratarse de nada serio. Unicamente cuando se presentaron aquí los coches de la policía comprendí que había sucedido algo que se apartaba de lo normal.

—¿Qué hizo usted entonces?

—Como es lógico, abandoné la casa, plantándome en la escalinata, llegando después al jardín posterior. Me pregunté qué habría ocurrido. Pero desde aquel sitio poco era lo que podía ver… Al volver sobre mis pasos observé que se había congregado frente a las casas una pequeña multitud. Alguien me notificó que habían asesinado a una persona en la vivienda vecina. Se me antojó sorprendente, ¡muy sorprendente! —exclamó Edith Waterhouse, haciendo elocuentes gestos de desaprobación.

—¿No reparó usted en ninguna otra cosa que pueda ahora confiarnos?

—No, temo que no…

—¿Ha recibido usted últimamente algún escrito proponiéndole asegurarse? ¿Existe alguna persona que le haya anunciado su visita?

—No, nada de eso… Tanto James como yo poseemos pólizas suscritas con la «Mutual Help Assurance Society». Desde luego, una siempre está recibiendo cartas que en realidad son circulares o anuncios de un tipo u otro. Sin embargo, últimamente no ha llegado a nuestro poder nada de eso.

—¿No ha recibido nunca ninguna carta firmada por un tal Curry?

—¿Curry? No.

—Y este apellido, ¿no le dice a usted nada en ningún aspecto?

—No. ¿Debiera decirme algo, quizás? Hardcastle sonrió.

—No, me parece que no, en realidad. Ese era el apellido de la víctima.

—¿El suyo, el auténtico?

—Tenemos razones para dudar de eso.

—¿Se trataría, tal vez, de algún estafador? —quiso saber la señorita Waterhouse.

—No podemos afirmar tal cosa hasta disponer de las pruebas necesarias.

—Claro, claro. Tienen que andarse con cuidado. Sé muy bien lo que es eso… No se puede ser como mucha gente de por aquí, capaz de decir lo primero que se les pasa por la cabeza. Hay personas, por lo visto, que dedican todo su tiempo libre a la difamación…

—A la calumnia —apuntó el sargento Lamb, quien hablaba por vez primera desde el comienzo de la entrevista.

La señorita Waterhouse dirigió a Colin una mirada de extrañeza, como si hasta aquel momento hubiera considerado al falso sargento una simple prolongación del inspector Hardcastle, carente de personalidad propia.

—Lamento mucho no haberle podido servir de más en sus indagaciones, inspector.

—Yo también lo siento. Una persona de su talento y buen juicio, dotada además de excelentes facultades como observadora, habría sido para mí un testigo de gran valor.

—¡Ojalá hubiese visto algo! —exclamó Edith.

Esta se expresó con la vehemencia de una joven.

—¿Su hermano James no se encuentra aquí?

—James no sabe ni media palabra de todo esto —declaró Edith, un tanto desdeñosa—. En general no se entera nunca de nada. Además, a la hora en que sucedían los hechos que he mencionado se hallaba en Higt Street, trabajando en las oficinas de «Gainsford & Swettensham». ¡Oh, no! James no le podrá prestar la menor ayuda. Ya le he dicho que él no come nunca aquí.

—¿Adónde va habitualmente?

—Suelen prepararle unos bocadillos y una taza de café en «Three Feathers», un establecimiento muy serio. Se halla especializado en comidas rápidas para los que hacen un breve paréntesis al mediodía en su trabajo.

—Gracias, señorita Waterhouse. No podemos entretenerla más tiempo.

Hardcastle se puso en pie, encaminándose al vestíbulo. Lamb cogió el palo de golf que aquélla depositara junto a la puerta.

—Muy bueno —comentó elogiosamente Lamb—. Una cabeza que pesa lo suyo. —Colin tanteó el palo—. Ya veo, señorita Waterhouse, que está usted preparada para cualquier eventualidad. Edith se quedó algo perpleja.

—La verdad es que no acierto a comprender cómo ese palo de golf ha podido llegar hasta aquí.

La mujer tomó el stick de manos de Colin Lamb, depositándolo en el cesto, junto con los otros.

—Una sabia precaución —opinó Hardcastle.

La señorita Waterhouse les abrió la puerta. Poco después los dos amigos avanzaban por la calle.

—Poco es lo que has podido sacarle a esa mujer pese a no haber desaprovechado ninguna ocasión para adularla —dijo Colin Lamb, con un suspiro—. ¿Utilizas siempre el mismo método?

—El método da con frecuencia resultado aplicado a las personas de su tipo. Las gentes ásperas siempre responden favorablemente al cumplido, al halago.

—Ronroneaba como una gatita a la que se hubiese ofrecido un plato de crema —manifestó Colin—. Desgraciadamente, no reveló nada de interés.

—¿No? —requirió Hardcastle.

Colin dirigió a su amigo una rápida mirada.

—¿En qué piensas?

—En un detalle leve, posiblemente sin importancia. La señorita Pebmarsh se marchó de compras y a la oficina de Correos. Pero luego torció a la izquierda en lugar de a la derecha, y la llamada telefónica, de acuerdo con lo declarado por la señorita Martindale, tuvo lugar a las dos menos diez minutos.

Colin Lamb escrutó el rostro del inspector.

—¿Crees aún que ella pueda ser la autora del crimen pese a su falta de visión? La señorita Pebmarsh rebosaba en todo momento naturalidad.

Hardcastle contestó, adoptando un tono de reserva:

—En efecto, rebosaba naturalidad.

—Pero, de ser así, ¿por qué lo hizo?

—¡Oh! Todo es un puro porqué —repuso el inspector, impaciente—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Dónde radica el porqué de este galimatías? De haber sido la señorita Pebmarsh quien llamara por teléfono, ¿por qué deseaba que la chica se presentara en su casa? De ser otra la persona autora de esa llamada, ¿por qué quería complicar a la señorita Pebmarsh en el asunto? No sabemos nada de nada, todavía. Si la Martindale hubiese conocido a la señorita Pebmarsh habría sido capaz de reconocer su voz por teléfono o no… Cuando menos hubiera podido decirnos que era muy semejante. Bueno, poco es lo que hemos obtenido en el número 18. Veamos si en el 20 nos tratan mejor.

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