Capítulo XII
Después de separarse de Colin Lamb, Hardcastle echó un vistazo a una dirección escrita en su agenda con todo cuidado, haciendo un gesto de asentimiento. En cuanto hubo devuelto a uno de sus bolsillos aquélla pasó a ocuparse de los papeles que se habían ido acumulando sobre su mesa de trabajo, los documentos de todos los días.
La jornada fue bastante ajetreada para él. Mandó a por café y bocadillos y escuchó los informes del sargento Cray… No se había logrado nada positivo. Tanto en la estación de ferrocarril como en la de autobuses no había surgido nadie que fuera capaz de identificar al señor Curry. El estudio de las ropas de la víctima por los técnicos no había dado resultados especialmente alentadores, ni mucho menos. El traje había sido confeccionado por un buen sastre, pero la etiqueta con el nombre del mismo había sido arrancada de las prendas. ¿Un deseo de permanecer en el anonimato por parte del señor Curry? Obra, inspiración, del asesino, indudablemente… Esperábase obtener una excelente pista cuando los médicos estomatólogos de la localidad respondieran a la consulta que se les había hecho en relación con determinado trabajo de prótesis dental a que se había sometido el finado. Pero esto requeriría algún tiempo. ¿Y si el señor Curry procedía de cualquier país extranjero? Hardcastle consideró detenidamente tal posibilidad. Quizá se tratase de un francés. Sus prendas, el corte de las mismas, no apoyaba esa suposición. Tampoco había hallado en ellas etiquetas de establecimientos públicos, una lavandería, por ejemplo, que certificase un dato de ese tipo, que hubiera sido un excelente punto de arranque para las indagaciones en curso.
Hardcastle no era hombre impaciente. La labor de identificación era siempre una tarea lenta. Pero al final siempre surgiría alguien que la facilitase. El dueño o el empleado de una lavandería, un dentista, un pariente —habitualmente una esposa o una madre—, la patrona de una pensión… La fotografía de la víctima circularía por todas las comisarías de policía, aparecería en los periódicos. Tarde o temprano llegarían a conocer la verdadera identidad del señor Curry.
Entretanto había muchas cosas que hacer. El caso Curry no era el único que el inspector tenía entre manos. Hardcastle trabajó sin interrupción hasta las cinco y media. Entonces consultó su reloj de pulsera y se dijo que había sonado la hora de realizar la visita que planeara antes de separarse de su amigo Colin Lamb.
El sargento Cray le había dicho que Sheila Webb acababa de reanudar su labor en el «Cavendish Bureau» y que a las cinco se hallaría a las órdenes del profesor Purdy en el «Curlew Hotel», de donde no saldría probablemente hasta mucho después de las seis.
¿Cuál era el apellido de su tía? Lawton… La señora Lawton. Vivía en el número 14 de Palmerston Road. Decidió recorrer a pie la escasa distancia que le separaba de aquel punto.
Palmerston Road era una lúgubre calle que había conocido, no obstante, mejores días. Hardcastle advirtió que las casas habían sido divididas para proceder seguramente luego a su venta por pisos. Al doblar una esquina observó que una muchacha que se deslizaba a lo largo de la acera en sentido contrario vaciló un instante. El inspector, distraído con sus pensamientos, se imaginó que se disponía a preguntarle alguna dirección. De ser así la chica debió renunciar a su propósito, continuando su camino. ¿Por qué se acordó Hardcastle en aquel instante de ciertos zapatos femeninos? ¿Qué significaba esta idea? Zapatos… No. Uno solo. El rostro de la joven le era vagamente familiar. ¿Quién era? Ultimamente, quizás, había visto aquella cara. ¿Es que ella le había reconocido y abrigado el propósito de hablarle?
Detúvose unos segundos volviendo la cabeza para mirarla. La muchacha había apretado el paso. Lo malo era que el rostro de ella era de rasgos corrientes, uno de esos rostros que solamente se recuerdan bien cuando existe un motivo especial. Ojos azules, complexión regular, una boca ligeramente entreabierta. Una boca. Esta le recordó algo también ¿Qué había hecho aquella boca ante él? ¿Hablarle? ¿Habría visto correr sobra sus labios una barra de carmín? No. Hardcastle reprimió una exclamación de enfado. Se preciaba de ser un buen fisonomista. Cuando veía una cara en el banquillo de los acusados o en la tribuna de los testigos jamás la olvidaba. Claro que el contacto podía haber tenido lugar en otros sitios… Era imposible que recordara, por ejemplo, las caras de todas las patronas que había visto. El inspector hizo un esfuerzo para desterrar de su mente aquellas divagaciones.
Ya había llegado al número 14 de la calle. La puerta de la entrada de la casa estaba abierta y en el vestíbulo vio cuatro botones correspondientes a otros tantos timbres, debajo de los cuales se leían unos nombres. La señora Lawton habitaba en la planta baja, según pudo comprobar. Oprimió el botón del timbre que había junto a otra puerta a la izquierda del pasillo de la entrada. Transcurrieron unos segundos antes de que le contestaran. Finalmente oyó un rumor de pasos. Poco después aparecía ante él una mujer alta y delgada, de oscuros cabellos, despeinados en aquellos instantes. Por sus ropas se veía que la había sorprendido cuando se encontraba dedicada a sus tareas domésticas. La recién llegada respiraba agitadamente. De la cocina, situada al fondo del piso, salía un fuerte olor a cebollas cocidas.
—¿La señora Lawton?
—Yo soy. ¿Qué deseaba?
La mujer frunció el ceño. El inspector juzgó que debía estar rondando los cuarenta y cinco años. Había una nota ligeramente «gigantesca» en su aspecto.
—¿Qué deseaba? —repitió la señora Lawton, impaciente.
—Le agradecería que me concediera unos minutos de atención.
—¿Para qué? Tengo mucho que hacer en estos instantes. —La mujer añadió, incisiva—. No será usted un reportero, ¿verdad?
—Naturalmente que no —declaró Hardcastle, expresándose en un tono afectuoso—. Ya me figuro que los periodistas deben haberla importunado bastante.
—Pues sí. No han parado de llamar a la puerta, de tocar el timbre y de hacer todo género de preguntas estúpidas.
—Muy enojoso todo eso, lo sé —manifestó el inspector—. Ojalá estuviera en mi mano evitarle tantas molestias. Soy el detective inspector Hardcastle, encargado del caso que ha dado lugar a la presencia de los periodistas en su casa, con las contrariedades consiguientes. De sernos posible, cortaríamos esto por lo sano, pero, desgraciadamente, no podemos hacer nada. La prensa tiene sus derechos.
—Es una vergüenza importunar a la gente como ellos vienen haciéndolo —declaró la señora Lawton—. Insisten tercamente en que tienen que recoger noticias para el público. Lo único que he podido observar acerca de aquéllas es que vienen a ser un tejido de mentiras, desde el principio al fin. Suelen aprovecharlo todo y dar a sus informaciones la orientación que les parece mejor. Pero… entre, inspector.
La señora Lawton cerró la puerta una vez Hardcastle hubo cruzado el umbral. Sobre la alfombra descubrió el inspector un par de sobres que debían habérsele caído a la dueña de la casa. La mujer se inclinó para cogerlos, pero el policía se le adelantó cortésmente. Por una fracción de segundo su mirada se posó en las direcciones…
—Muchas gracias.
La señora Lawton depositó las cartas en la mesita del pasillo.
—Pase usted al cuarto de estar, ¿quiere? Por aquí… Dispénseme un momento. Tengo la comida en el fuego.
Después de pronunciar estas palabras la mujer se retiró apresuradamente hacia la cocina. Hardcastle aprovechó aquella ocasión que se le presentaba de examinar atentamente los sobres que acababa de recoger del suelo. Una de las cartas estaba dirigida a la señora Lawton y la otra a la señorita R. S. Webb.
El cuarto de estar era una pieza de pequeñas dimensiones, bastante desordenada, mal amueblada también. Sin embargo, aquí y allá se descubría de vez en cuando algún detalle de buen gusto, algún objeto nada corriente: un jarrón de vidrio veneciano de corte abstracto, dos cojines de terciopelo, unos caparazones de loza, de procedencia extranjera quizás… Una de las dos o las dos a un tiempo, tía y sobrina, debían tener ideas originales en materia de decoración.
La señora Lawton regresó en seguida. Ahora respiraba con más dificultad que al principio.
—Creo que ya podremos hablar con tranquilidad —dijo vacilante.
El inspector se excusó de nuevo.
—Lamento haber llegado en un momento tan inoportuno, pero la verdad es que me encontraba no muy lejos de aquí hace unos minutos y he querido aprovechar la ocasión para ocuparme de determinados puntos relativos al caso que tan desafortunadamente afecta a su sobrina. Confío en que se habrá recuperado del susto… Debe haber experimentado una impresión tremenda esa muchacha.
—Pues si. Sheila llegó a esta casa materialmente deshecha. Hoy, por suerte, se hallaba ya bien, habiendo reanudado su trabajo.
—Lo sé. Me enteré de que había salido para atender a un cliente no recuerdo dónde. De todos modos, no me hubiera atrevido a interrumpirla… Luego me dije que lo más sensato era presentarme en su casa, con objeto de charlar sin prisas. Sospecho que todavía no ha regresado. ¿Es así?
—Esta tarde tardará algún tiempo en volver. Le tocaba trabajar para el profesor Purdy y según afirma mi sobrina éste es un hombre que no posee la más remota idea acerca de lo que es el tiempo. Suele decirle: «Esto no le ocupará más de diez minutos, de manera que estimo que lo mejor es que lo termine». Naturalmente, diez minutos se convierten siempre en tres cuartos de hora. Es un caballero. Se muestra cortés, atento… En una o dos ocasiones en que la ha obligado, amablemente, a estar más tiempo del debido con él la ha invitado a comer, a todo esto verdaderamente apesadumbrado por la libertad que se tomaba, según él, de forzarla a alargar su jornada laboral, su cotidiana tarea. Por supuesto, he de confesar que tales tardanzas son un auténtico trastorno para los dos. Bien, inspector. Si yo puedo adelantarle algo mientras viene Sheila… No seria raro que tardara un poco todavía.
—¿Qué podría usted decirme? —inquirió el inspector, sonriendo—. Hasta ahora he tomado nota de los hechos escuetos, pero hasta éstos tengo necesidad de someter a comprobación. —Hardcastle hizo como si consultara su agenda—. Veamos… La señorita Sheila Webb. ¿Es éste su nombre completo o tiene otro nombre de pila además? Hemos de conocer estas cosas con exactitud, para presentarlas el día en que se celebre la encuesta judicial.
—Pasado mañana, ¿no? Mi sobrina recibió una comunicación en tal sentido.
—Que no se preocupe lo más mínimo por eso, ¿eh? —recomendó Hardcastle—. Lo único que tiene que hacer es, sencillamente, referir cómo dio con el cadáver.
—¿No saben ustedes aún quién es la víctima?
—No. Todavía transcurrirán unos días… En sus bolsillos hallamos una tarjeta. Al principio pensamos que se trataría de algún agente de seguros. Ahora nos inclinamos a sospechar que la tarjeta aludida fue introducida en aquéllos por otra persona, tal vez una que estuviese proyectando hacerse una póliza…
—Le entiendo —la señora Lawton pareció escasamente interesada por las palabras del inspector.
—Veamos la cuestión del nombre de Sheila… Yo creo haberlo anotado así: R. Sheila Webb o Sheila R. Webb. No recuerdo cuál va detrás de Sheila. ¿Sería Rosalie, acaso?
—Rosemary —aclaró la señora Lawton—. La chica fue bautizada con los nombres de Rosemary Sheila. Ahora bien, mi sobrina siempre consideró el primero demasiado novelesco o romántico y prefirió usar el segundo.
—De acuerdo.
Nada había en el tono con que hablara que hiciese pensar en que Hardcastle se sentía complacido. Anotó otro detalle. El nombre de Rosemary no había producido la menor turbación en su interlocutora. Para ella por lo visto, aquél era, simplemente, lo que había dado a entender: un nombre más.
El inspector sonrió.
—Sé que su sobrina procede de Londres y que hace diez meses que trabaja en el «Cavendish Bureau». ¿Conoce usted la fecha exacta de ingreso de la joven en esta firma?
—No podría decírsela ahora. Me parece que fue en los últimos días de noviembre… Sí, sí, eso es.
—En realidad éste es un detalle que carece de importancia. ¿Vivía aquí Sheila antes de encontrar ese empleo?
—No. Vivía en Londres.
—¿Cuáles eran sus señas allí?
—Debo tenerlas por aquí —la señora Lawton miró a su alrededor con la expresión característica de las personas desordenadas—. ¡Tengo tan mala memoria de poco tiempo a esta parte! La dirección era algo así como Allington Grove y caía por Fulham. Habitaba en un piso con otras dos chicas. Esas casas en Londres son carísimas.
—¿Recuerda el nombre de la firma que la empleó en esa ciudad?
—Sí: «Hopgood and Trent». Se trataba de unos agentes de la propiedad inmobiliaria establecidos en Fulham Road.
—Gracias. Todo parece aclararse… La señorita Webb es huérfana, ¿verdad?
—Sí —respondió la señora Lawton, agitándose inquieta. Sus ojos se posaron en la puerta del cuarto. Volviendo la cabeza de nuevo hacia el inspector inquirió—: ¿me permite que me acerque unos segundos a dar un repaso a la cocina?
—Por Dios, señora, ¡no faltaba más!
Hardcastle se levantó para abrirle la puerta. La mujer salió. El inspector se preguntó si estaba equivocado o no al pensar que su última pregunta había trastornado a la tía de Sheila. Sus réplicas hasta aquel momento habían sido fluídas… Estuvo pensando en esto hasta que ella regresó.
—Lo siento —dijo la mujer—, pero ya se dará una idea de lo que es atender a la comida… Ya he terminado. ¿Deseaba usted preguntarme algo más? ¡Ah! He recordado entretanto la dirección de Londres. No era Allington Grove sino Carrington Grove, número 17.
—Gracias. Creo haberle preguntado si la señorita Webb es huérfana.
—En efecto. Sus padres murieron.
—¿Hace mucho tiempo?
—Siendo ella una niña…
Hardcastle observó un acento de reserva en aquellas palabras.
—¿Sheila es hija de un hermano o hermana…?
—Hermana.
—¿Y qué profesión tenía el señor Webb?
La señora Lawton hizo una pausa antes de contestar. Mordióse los labios también.
—Lo ignoro.
—¿Ignora usted…?
—Quiero decir que no recuerdo. Ha pasado ya mucho tiempo…
Hardcastle esperó, consciente de que continuaría hablando, como así fue.
—¿Puedo preguntarle a mi vez qué tiene que ver todo esto con…? ¿Qué más da que su padre y su madre fueran esto o lo otro o que ella viniera de Londres o…?
El inspector se apresuró a interrumpirla con un gesto afable.
—Me imagino, señora Lawton, que da igual…, examinándolo todo desde el punto de vista. Compréndalo: se ha creado una situación rodeada de circunstancias extraordinarias.
—Explíquese, por favor.
—Tenemos razones para creer que la señorita Webb fue atraída al lugar del crimen mediante una hábil maniobra: una llamada telefónica al «Cavendish Bureau». Se interesaron por ella especialmente. Alguien anda por ahí que la quiere mal. Es posible… —añadió Hardcastle, vacilando.
—No creo que exista una persona capaz de odiar a Sheila. Es una muchacha buena, cordial, cariñosa…
—Sí, tal es la opinión que yo he formado de ella.
—Y no me agrada oír a nadie sugiriendo lo contrario —agregó la señora Lawton, adoptando una actitud retadora.
—Es natural —repuso Hardcastle sonriendo, apaciguador—, pero tiene usted que comprender, señora, que todo ha sido montado para que parezca que su sobrina es la autora del crimen. La colocaron hábilmente en el lugar preciso. Alguien había tomado las medidas pertinentes para que se adentrara en una casa dentro de la cual había un hombre muerto una hora atrás, tal vez. No cabe duda: es una maniobra que denota una intención perversa.
—¿Alguien que deseaba que Sheila fuese detenida como una vulgar criminal? ¡Oh, no! Me cuesta mucho trabajo creer en la existencia de una persona así, sobre todo conociendo a mi sobrina.
—Comprendo su actitud —manifestó el inspector—. El caso es que, pese a todo, nosotros hemos de esforzarnos por aclarar los hechos. ¿No habrá por ahí algún joven que, enamorado de su sobrina, se haya visto rechazado? Los jóvenes son capaces de tomar venganzas canallescas, de hacer cosas verdaderamente censurables, sobre todo cuando la idea anida en un cerebro desequilibrado.
—No creo tampoco que haya ocurrido nada de eso —declaró la señora Lawton entornando los ojos y frunciendo el ceño, como si reflexionara intensamente—. Sheila ha estado saliendo con uno o dos muchachos, pero de estas amistades no se ha derivado nada serio.
—Pudo haberle sucedido estando en Londres —sugirió Hardcastle—. En fin de cuentas, usted no sabrá mucho acerca de los amigos que tenía allí.
—Quizá tenga usted razón, sí… En ese aspecto, será mejor que le pregunte a ella, inspector Hardcastle. Ahora bien, debo decirle que jamás tuve noticia de un tropiezo de ese tipo por su parte.
—Tal vez la persona que no la quería bien fuese otra chica. Existe la posibilidad de que una de las que compartían con ella el piso de Londres la envidiase…
—Sí, eso es inevitable —concedió la señora Lawton—, pero cuesta trabajo creer que un motivo así lleve a alguien a planear una jugada cuyo fin es complicar a una persona en un crimen.
Era ésta una apreciación inteligente y Hardcastle se dijo que la señora Lawton no tenía nada de tonta, en modo alguno. Rápidamente respondió:
—En este asunto todo parece improbable…
—Ese crimen debe ser obra de un loco —opinó la mujer.
—El cerebro del loco actúa impulsado por una idea definida, el móvil de las acciones de aquél. —Hardcastle hizo una pausa, agregando a continuación—: ¿quiere saber por qué le he preguntado por los padres de Sheila? Pues porque muchas decisiones en casos como éste arrancan del pasado, tienen sus raíces sepultadas en él. Como los padres de su sobrina murieron siendo ella una niña, lógicamente, no se encontrará en condiciones de referirme nada sobre ellos. Por tal razón he tenido que recurrir a usted.
—Si, pero… Bueno, es que…
El inspector la noto vacilante de nuevo.
—¿Murieron los dos al mismo tiempo, en un accidente, por ejemplo?
—No, no hubo ningún accidente.
—¿Entonces morirían de muerte natural?
—Yo… sí… Quiero decir que… No lo sé.
—Me parece señora Lawton que usted sabe más de lo que da a entender, que es bien poco —el inspector aventuró una suposición—. ¿Se divorciaron quizá? ¿Vivieron separados?
—No, no eran divorciados.
—Vamos, vamos señora Lawton. Usted tiene que saber forzosamente de que murió su hermana.
—No comprendo qué… Esto es, no puedo decir… ¡Oh! ¡Resulta todo tan penoso! Hay recuerdos que dan la impresión de gravitar sobre nosotros con un peso material. Es mejor no resucitar aquéllos.
La señora Lawton miró al inspector apurada, perpleja.
Hardcastle escrutó serenamente su rostro. Luego dijo, bajando la voz:
—¿Es Sheila hija natural de su hermana?
Inmediatamente. Hardcastle apreció en la faz de su interlocutora una mezcla de consternación y alivio. Volvió a repetir pacientemente la pregunta.
—Sí, pero ella no lo sabe. Jamás se lo dije. Le hice saber, cuando tuvo uso de razón, que sus padres habían muerto muy jóvenes. Por eso… Bueno, usted se hará cargo…
—La comprendo, no se preocupe. Y le prometo guardar su secreto siempre y cuando de este aspecto de la vida de su sobrina no se deriven detalles decisivos para la buena marcha de nuestras indagaciones. Así pues, eludiré el tema ante Sheila.
—¿Quiere usted decir que no necesitará revelarle nada?
—No, mientras no sea absolutamente necesario, como ya le he indicado. Lo más probable es que esta faceta de nuestra conversación no trascienda. Ahora bien, me es preciso ponerme al corriente de los hechos restantes que usted conoce de índole familiar.
—Le agradezco mucho su actitud. Este asunto me traía desvelada, más que ninguna otra cosa. Verá usted… Mi hermana fue la hermana más inteligente de la familia. Era profesora. Dotada de una gran vocación, gozaba de gran prestigio entre sus compañeras. La respetaban mucho. Era la última persona en quien pudiera pensarse que…
El inspector hábilmente interrumpió a la señora Lawton.
—La comprendo. Suele suceder todo así, a veces. Entonces conoció a ese hombre, al señor Webb…
—No supe su apellido nunca. Jamás crucé una palabra con él. No llegué a conocerle. Pero mi hermana fue en busca mía, explicándome lo que había ocurrido. Esperaba un hijo y el individuo en cuestión no podía o no quería —siempre ignoré el porqué—, casarse con ella. Mi hermana era ambiciosa… De haberse divulgado la historia hubiera tenido que renunciar a su empleo. Naturalmente, yo le contesté que estaba dispuesta a ayudarla.
—¿Dónde se encuentra su hermana en la actualidad, señora Lawton?
—No lo sé. No tengo la menor idea.
—Pero vive, ¿verdad?
—Eso supongo.
—¿Y no se ha mantenido en contacto con ella?
—Así lo quiso… Mi hermana pensó que lo más conveniente para ella y para la criatura era desaparecer. Tal fue el acuerdo que tomamos. Las dos contábamos con una pequeña renta que nuestra madre nos dejó. Ann me cedió su parte, con objeto de que la dedicara a la crianza y educación de su hija. Me anunció que continuaría ejerciendo su profesión, aunque pensaba ofrecer sus servicios a otra entidad. Creo que abrigaba el proyecto de marcharse al extranjero, cambiando su puesto por el de otra compañera. Quería irse a Australia… Le he contado todo lo que sé sobre el particular, inspector.
Hardcastle miró pensativamente a la señora Lawton. ¿Era realmente esto todo lo que sabía? No podía formularse a sí mismo una respuesta cierta a tal pregunta. Daba la impresión, eso sí, de haberse expresado con sinceridad. Pese a la brevedad de las alusiones a su hermana, el inspector creía ver detrás de aquellas palabras una fuerte personalidad, una mujer llena de energía y amargura. Tratábase de un ser que no estaba dispuesto a malograr su vida por haber cometido un error. Ciñéndose a lo práctico exclusivamente, había facilitado los medios para el mantenimiento y formación de su hija. Desde aquel momento había cortado radicalmente toda relación con el pasado, iniciando una nueva existencia.
Semejante actitud con respecto a la criatura era explicable en cierto modo, pero, ¿qué había pensado en relación con su hermana? Hardcastle declaró:
—Parece extraño que su hermana no procurara mantener contacto con usted. A este fin, con una carta de vez en cuando hubiera tenido bastante. Por tan sencillo procedimiento se hubiera enterado de los progresos de su hija.
La señora Lawton movió la cabeza, sonriendo débilmente.
—De haber conocido usted a Ann no diría eso. Cuando tomaba una decisión ésta tenía siempre el carácter de irrevocable. Y pasaba también que nosotras nos hallábamos algo distanciadas. Yo era mucho más joven que ella… Doce años me llevaba.
—¿Su esposo qué dijo ante la forzada adopción de Sheila?
—Por entonces yo había enviudado ya. Me casé muy joven y mi marido murió en la guerra. En aquella época nosotros teníamos un pequeño negocio, una pastelería.
—¿Dónde? No sería aquí, en Crowdean, supongo.
—No. Vivíamos por aquellas fechas en Lincolnshire. En el transcurso de unas vacaciones vine aquí una vez. Me gustó esto tanto que vendí la tienda para venirme a vivir a Crowdean. Más adelante, cuando Sheila entró ya en edad escolar, me coloqué en «Roscoe & West», los famosos comerciantes de tejidos. Aún trabajo para ellos. Son una gente muy agradable.
Hardcastle se puso en pie.
—Muchísimas gracias, señora Lawton, por su atención, por haberme hablado también con tanta franqueza.
—De esto no dirá usted ni una sola palabra a Sheila, ¿verdad, inspector?
—En efecto, a menos que sea absolutamente necesario, lo cual ocurrirá sólo en el caso de que determinados detalles pertenecientes al pasado tengan relación con el crimen cometido en la casa número diecinueve de Wilbraham Crescent, cosa bastante improbable —Hardcastle sacó la fotografía que había estado mostrando a todos aquellos con quienes iba hablando, enseñándosela ahora a su interlocutora—. ¿Tiene usted idea de quién puede ser este hombre?
La mujer cogió la cartulina, examinando atentamente el rostro de la víctima.
—Estoy segura de no haber visto jamás a este hombre. No creo que viviera por este distrito. De haber sido así le reconocería. Le habría visto alguna vez en la calle, en el autobús, en cualquier sitio por el estilo… Desde luego… —La señora Lawton volvió a estudiar la fotografía. Guardó silencio un instante, para decir a continuación—: A mi juicio es un hombre de irreprochable aspecto. Un caballero es lo que a mí me parece. ¿No opina usted igual?
El vocablo, algo en desuso, un poco pasado de moda, sonaba con extraordinaria naturalidad en los labios de la señora Lawton. «Una mujer educada en el campo —pensó Hardcastle—. En ese ambiente todavía acostumbran a expresarse así». Miró la foto de nuevo, diciéndose muy sorprendido que no había llegado a formularse una idea semejante a la de la tía de Sheila. ¿Tan irreprochable era su aspecto, como para llamar la atención de aquélla? En esta línea de pensamientos, él precisamente había seguido una dirección contraria. Sus suposiciones podían ser inconscientes, sí, pero también cabía la posibilidad de que hubiesen sido influidas por la tarjeta descubierta en el bolsillo de la víctima, en la que figuraba un nombre, unas señas, una actividad profesional, todo ello, evidentemente, falso. Existía otra explicación: la tarjeta podía ser de un fingido agente de seguros. Quizás éste la hubiese introducido entre las ropas del cadáver. Tal giro tornaba el problema más difícil. Hardcastle consultó su reloj nuevamente.
—No está bien que la entretenga más tiempo y puesto que su sobrina no ha vuelto todavía…
La señora Lawton, a su vez, echó un vistazo al reloj de la chimenea. «Gracias a Dios, en este cuarto no hay más que un reloj», pensó el inspector involuntariamente.
—Si, es tarde —observó—. Me sorprende un poco esto… Menos mal que Edna decidió marcharse en lugar de esperarla.
Viendo una expresión de extrañeza en el rostro de Hardcastle, la mujer agregó:
—Estoy hablando de una de las compañeras de Sheila. Vino aquí para verla esta tarde. Después de esperarla un poco decidió irse. No podía aguardar aquí más tiempo. Estaba citada con no sé quién. Dijo que volvería mañana o cualquier otro día.
De pronto el inspector se acordó. ¡La chica que viera en la calle! Ya sabia por qué razón había pensado en seguida en unos zapatos femeninos, una idea, a primera vista, absurda. Sí, no cabía duda alguna. Era la joven que le había recibido en el «Cavendish Bureau», la muchacha que en el instante de salir del local sostenía entre sus manos un zapato con el largo tacón desprendido, aquélla que, apurada, había preguntado a sus compañeras cómo se las arreglaría para regresar a su casa. Era una joven de aspecto corriente, escasamente atractiva, que hablaba paseándose continuamente un caramelo de un lado a otro de la boca. Ella le había reconocido al pasar a su lado. Había vacilado un momento, como si hubiera pensado por un segundo hablarle…
Hardcastle se preguntó qué tendría que decirle. ¿Deseaba explicarle acaso por qué visitaba a Sheila Webb? ¿Habría pensado la chica que él esperaba que le contase alguna cosa? El inspector preguntó a la señora Lawton:
—Esa muchacha, ¿es muy amiga de su sobrina?
—No mucho, realmente —contestó la tía de Sheila—. Trabajaban en el mismo sitio y mantienen las relaciones normales propias en tal caso. Edna es una joven sin personalidad. Nada brillante, creo que son escasos los puntos de contacto que puede haber entre las dos. Pues sí… Yo me pregunté por qué tendría tanto interés por ver a Sheila esta noche. Me dijo que era algo que ella no acertaba a comprender y deseaba que mi sobrina se lo explicara.
—¿No concretó más?
—No. Manifestó que a su parecer no tenía mucha importancia.
—Bien, señora Lawton. Debo irme ya.
La mujer frunció el ceño, preocupada:
—Es raro que Sheila no haya telefoneado. Siempre lo hace cuando se entretiene más de la cuenta, frecuentemente el profesor la obliga a que se quede a comer. Bueno… Lo más seguro es que llegue de un momento a otro. La gente forma colas interminables en las paradas de autobuses, y el «Curlew Hotel» queda a bastante distancia de aquí. ¿No quiere dejar ningún recado para Sheila?
—No, no, gracias —repuso el inspector. Al salir del piso, éste inquirió:
—¿Quién escogió los nombres de Rosemary y Sheila que lleva su sobrina? ¿Usted o su hermana?
—Nuestra madre se llamaba Sheila. El nombre de Rosemary fue escogido por mi hermana. Un nombre, este último, de novela rosa o de cuento infantil, fantástico… Sin embargo, Ann no era propensa a las fantasías ni a los sentimentalismos.
—Bien. Adiós, señora Lawton.
Cuando Hardcastle dejaba la entrada de la casa, pensó: «Rosemary…, ¿por qué? ¿Quería fijar así un recuerdo esa mujer? ¿Un recuerdo romántico? ¿Algo… completamente distinto?»