Capítulo III

Hardcastle se quedó con la vista fija en la señorita Pebmarsh, absorto.

—Vamos, vamos, señorita Pebmarsh. ¿Qué me dice de ese bonito reloj de porcelana de Dresden que se encuentra sobre la repisa de su chimenea? ¿Y el otro, el francés de dorados metales? Hay que mencionar, además el de plata y… ¡Oh, sí!, aquel que lleva la inscripción «Rosemary» en uno de sus cantos.

En la faz de la ciega se reflejó el más profundo asombro.

—Uno de los dos debe estar loco, inspector. Le aseguro que no poseo ningún reloj de porcelana, que no sé absolutamente nada acerca del de la inscripción, ni del francés, ni… ¿Cuál era el otro?

—El de plata —respondió Hardcastle mecánicamente.

—No. Tampoco éste me dice nada. Si no me cree pregunte a la mujer que viene a casa a limpiar, la señora Curtin.

El detective inspector Hardcastle se hallaba en verdad desconcertado. Había en las palabras de su interlocutora una seguridad positiva, una viveza que invitaba al convencimiento. Hubo una pausa en la conversación. Hardcastle reflexionaba. Finalmente se puso en pie.

—¿Quiere usted acompañarme a la otra habitación, señorita Pebmarsh?

—No tengo inconveniente, desde luego. Con franqueza, me gustaría ver esos relojes.

—¿Ver?

Hardcastle se había apresurado a subrayar la palabra.

—Hablaría con más propiedad si dijera examinar —señaló Millicent Pebmarsh—. Tenga en cuenta, inspector que hasta los ciegos se expresan a veces de un modo convencional, no adaptándose siempre sus frases a sus especiales facultades. Al decir que me gustaría ver esos relojes quiero especificar que desearía examinarlos, pasear mis dedos por ellos, reconocerlos por medio del tacto.

Seguido por la señorita Pebmarsh, Hardcastle abandonó la cocina. Cruzó el pequeño vestíbulo y penetró en el cuarto de estar. El especialista en huellas dactilares que trabajaba allí le miró.

—Estoy a punto de terminar, señor —manifestó—. Puede tocar lo que le parezca.

El inspector asintió, cogiendo el menudo reloj de viaje que ostentaba la inscripción mencionada por él antes en uno de sus bordes, colocándolo después en las manos de la dueña de la casa. Esta paseó las yemas de sus dedos por él cuidadosamente.

—Se trata, sin duda, de un reloj de viaje corriente —manifestó la señorita Pebmarsh—, de los que se acomodan en un estuche de cuero, una simple caja que se cierra y que cuando está abierta le sirve de pie. No es mío, inspector, y no se encontraba en este cuarto cuando salí de la casa a la una y media. Estoy absolutamente segura de ello.

—Gracias.

El inspector recogió el reloj de sus manos. Después le entregó el de porcelana de Dresden que presidía la habitación desde la repisa de la chimenea.

—Cuidado con éste… Podría romperse fácilmente.

Millicent Pebmarsh repitió la operación de minutos antes. Delicadamente, sus finos dedos fueron recorriendo todos los contornos de aquella linda pieza. Después hizo un movimiento denegatorio con la cabeza.

—El reloj debe ser precioso —declaró—, pero tampoco es mío. ¿Dónde lo encontraron?

—Hacia la derecha de la repisa de la chimenea.

—Ahí habría uno de los dos candelabros de porcelana que poseo.

—Sí, en efecto, y aquí sigue, sólo que unos centímetros más cerca del final de la repisa.

—Me dijo usted que aún había otro reloj.

—Dos más.

Después de colocar el de porcelana en su sitio, el inspector puso en manos de la ciega el modelo francés. La señorita Pebmarsh lo tanteó rápidamente, devolviéndoselo.

—No. Tampoco es mío.

Su reacción ante el de plata fue similar.

—Los únicos relojes que ha habido siempre en esta habitación han sido el de la caja, en el rincón…

—De acuerdo.

—…y el de cuclillo, que se encuentra colgado en la pared y cerca de la puerta.

Hardcastle ya no supo qué decir después. Una vez más escrutó el rostro de la mujer que tenía delante, con la serenidad del que se sabe no observado por nadie. La arruga de su frente denotaba su perplejidad. Limitóse luego a manifestar:

—Simplemente: no acierto a comprenderlo.

La señorita Pebmarsh extendió una mano. Su gesto denotaba que sabía exactamente en qué parte del cuarto de estar se hallaba en aquellos instantes. Cogió una silla y se sentó. El inspector miró al especialista en huellas digitales, que se había quedado junto a la puerta.

—¿Ha terminado con esos relojes, no? —inquirió.

—Y con todo lo demás, señor. En ese reloj de dorados metales no he descubierto absolutamente nada. Sus finas superficies no son las más idóneas desde el punto de vista de mi trabajo. Lo mismo ocurre con el de porcelana y los restantes… Ahora bien, esto no es normal. En el de plata y en el del estuche de cuero debiera haber ciertas señales. A propósito: a ninguno de ellos se les ha dado cuerda y todos marcan la misma hora: las cuatro y trece minutos.

—¿Tiene algo que decirme con respecto a las otras cosas de la habitación?

—He descubierto tres o cuatro juegos de huellas dactilares en distintos sitios, yo creo que todas pertenecientes a dedos femeninos. Sobre la mesa verá los efectos que contenían los bolsillos de la víctima.

El hombre hizo un expresivo movimiento de cabeza. Hardcastle se acercó a la mesa. Encima de ésta había un billetero con siete libras y algunas monedas pequeñas, un pañuelo de seda sin marcar, una cajita de píldoras digestivas y una tarjeta. El inspector se inclinó, a fin de poder leer el texto.


R. H. CURRY

Metrópolis & Provincial Insurance Co. Ltd.

7, Denvers Street — Londres, W. 2


Hardcastle se aproximó a la señorita Pebmarsh.

—¿Esperaba usted acaso la visita de algún agente de una Compañía de Seguros?

—¿La visita de…? No, desde luego que no.

—«Metrópolis & Provincial Insurance Company…» ¿No le dice nada esta razón social?

La señorita Pebmarsh hizo un gesto de negación.

—Nunca oí hablar de esa firma.

—¿No proyectó nunca hacerse un seguro de una clase u otra?

—No. Tengo una póliza de incendio y robo suscrita con la «Jove Insurance Company», una de cuyas sucursales se encuentra en este distrito. No he contratado con nadie ningún seguro personal. Carezco de familia, de parientes cercanos incluso, de manera que, ¿qué lograría contratando, por ejemplo, una póliza de vida?

—Comprendido. ¿Le dice algo el apellido Curry? El nombre completo es R. H. Curry.

Hardcastle no perdía ni uno solo de los gestos de Millicent Pebmarsh pero no observó la menor reacción en su faz.

—Curry, Curry… —repitió la ciega. Después movió la cabeza—. Ese apellido es poco corriente, ¿no le parece? No creo haberlo oído nunca antes… ¿Se trata del nombre de la víctima?

—Es posible.

La señorita Pebmarsh vaciló un momento. Luego preguntó:

—¿Quiere usted que… toque…?

El inspector entendió en seguida sus palabras.

—¿Lo desea usted, señorita Pebmarsh? Por mi parte no hay inconveniente, si bien se me figura que es pedirle mucho. No entiendo mucho de estas cosas, pero es lo más probable que sus dedos le hablen del aspecto de la víctima con mayor elocuencia que la más detallada de las descripciones.

—Exacto. Eso para mí supone una experiencia verdaderamente desagradable, pero lo haré si estima que tal cosa puede servirle de ayuda.

—Muy agradecido —contestó Hardcastle—. Si me permite la guiare hasta…

El inspector colocó a la señorita Pebmarsh tras el sofá, señalándole cuando debía arrodillarse. A continuación puso sus manos sobre el rostro del cadáver. Ella se encontraba muy tranquila, no revelando la menor emoción. Sus dedos recorrieron los cabellos, las orejas de la víctima, deteniéndose un instante tras la izquierda, la línea de la nariz, de la boca y la barbilla… Después hizo un movimiento de cabeza y se incorporó.

—He adquirido una clara idea sobre su aspecto y ahora puedo afirmar aún con más seguridad que antes que no he conocido ni visto jamás a este hombre.

Entre tanto el agente encargado de las huellas dactilares habíase guardado su equipo, abandonando la habitación. Unos minutos después asomaba la cabeza…

—Han venido a por él —dijo, indicando el cadáver—. ¿Pueden llevárselo ya?

—Si. ¿Me hace el favor, señorita Pebmarsh? ¿Quiere sentarse aquí?

El inspector la acomodó en una silla que había en un rincón. Dos hombres penetraron en el cuarto. En un santiamén, merced a la destreza profesional que sólo da una dilatada experiencia, se llevaron al señor Curry. Hardcastle salió a la puerta un momento, regresando a continuación al cuarto de estar. Sentóse al lado de la ciega.

—Nos encontramos ante un asunto auténticamente extraordinario, señorita Pebmarsh. Me agradaría volver sobre los principales puntos de aquél en su compañía, para comprobar si lo he interpretado todo bien. Corríjame si ve que me equivoco. Usted hoy no esperaba a nadie, no ha hecho ninguna consulta relativa a seguros de una clase u otra y no ha recibido ningún aviso anunciándole la visita de un agente… ¿Es así?

—En todos sus extremos.

—Usted no necesitó los servicios de una taquígrafa o mecanógrafa y no llamó al «Cavendish Bureau» por teléfono para solicitar la presencia de una empleada a las tres de la tarde.

—También es correcto.

—Cuando usted abandonó esta casa, a la una y media, aproximadamente, no había en esta habitación más que dos relojes, el de cuclillo y el de caja.

La señorita Pebmarsh meditó su respuesta.

—Yo no podría declarar eso que acaba de decir bajo juramento. Por mi estado no me es posible afirmar la presencia o la falta de elementos ajenos a este cuarto, así, de buenas a primeras. Hubo un momento del día en que supe con plena certeza, sin la más leve vacilación, cuáles eran exactamente las cosas que esta habitación contenía: esta mañana, a primera hora, cuando yo limpiaba la misma, todo se hallaba en su sitio. Suelo ocuparme yo del aseo de este cuartito. Las mujeres que ayudan a las amas de casa son, casi siempre, descuidadas con los objetos de adorno.

—¿Salió de su casa esta mañana?

—Sí. A las diez fui como de costumbre, al «Aaronberg Institute». Aquí doy clases hasta las doce y cuarto. Regresé a la una menos cuarto quizás. Entré en la cocina y me hice unos huevos revueltos y una taza de té tornando a salir, como ya le notifiqué antes, para comprar unas cosas, a la una y media. A propósito, comí en la cocina, no entrando para nada en esta habitación.

—Así pues, aun cuando usted puede afirmar categóricamente que a las diez de la mañana de hoy no se encontraban aquí esos relojes, existe la posibilidad de que los mismos fuesen introducidos a partir de dicha hora y la de su regreso.

—Con relación a tal extremo debiera usted interrogar a la mujer que viene a limpiar aquí, la señora Curtin. Suele llegar a las diez y se marcha alrededor de las doce. Vive en el número diecisiete de Dipper Street.

—Gracias, señorita Pebmarsh. Ocupémonos de ciertos hechos acerca de los cuales le agradecería me diese a conocer sus ideas o sugerencias, las que se le ocurran. Esta mañana, a una hora que todavía desconocemos, fueron introducidos aquí cuatro relojes. Las manecillas de éstos marcan las cuatro y trece minutos. ¿Le sugiere algo dicha hora a usted?

—Las cuatro y trece minutos… —repitió Millicent Pebmarsh, moviendo la cabeza—. No, no me dice nada, en absoluto.

—Pasemos ahora de los relojes al cadáver, al hombre que fue hallado aquí dentro. Parece improbable que la señora Curtin le abriera la puerta, dejándole entrar en la casa. Para eso hubiera tenido usted que decirle que le esperaba. Bueno, ya veremos lo que nos cuenta aquélla. Ese individuo vino a verla por alguna razón de carácter privado u oficial. Entre la una y media y las dos menos cuarto fue apuñalado. Hay que pensar que estaba relacionado con el negocio de los seguros… Sin embargo, ¿de qué nos puede servir tal dato? La puerta no había sido cerrada con llave. Pudo, por tanto, haber entrado, esperándola a usted… Ahora bien, ¿por qué? ¿Con qué fin?

—Aquí no hay nada que tenga sentido, al parecer —dijo Millicent con un gesto de impaciencia—. De manera que usted cree que este hombre… como se llame… Curry… fue quien trajo los relojes…

—No ha sido descubierto ningún embalaje en el interior de la casa —manifestó Hardcastle—. No cabe pensar que llevara aquéllos distribuidos por los bolsillos. Ahora, señorita Pebmarsh, le ruego que reflexione antes de contestar… ¿Podría relacionar de algún modo esos relojes con algo, con cualquier cosa? ¿Le dice a usted algo la hora que marcan sus manecillas, esto es, las cuatro y trece minutos?

Millicent Pebmarsh hizo un movimiento denegatorio de cabeza.

—He estado pensando que todo esto pudiera ser obra de un loco o de una persona que se hubiese equivocado de casa. Pero ni eso siquiera explica lo ocurrido. No, inspector, no me es posible serle útil.

Entró un joven agente. Hardcastle le salió al encuentro y los dos pasaron al vestíbulo y de aquí a la puerta exterior. El inspector habló durante unos instantes con sus hombres.

—Ya puede usted llevarse a esa chica —le dijo a uno— la dirección es la siguiente: Palmerston Road, número catorce.

Hardcastle regresó al comedor. La puerta que daba a la cocina se hallaba abierta y la señorita Pebmarsh se movía afanosa frente al fregadero. El inspector se quedó plantado en el umbral.

—He de llevarme esos relojes, señorita. Le entregaré el correspondiente recibo.

—Perfectamente, inspector… No son míos…

Hardcastle miró a Sheila Webb.

—Ya puede irse, señorita Webb. Uno de nuestros coches la llevará a su casa.

Sheila y Colin se pusieron en pie.

—Acompáñala hasta el coche, ¿quieres, Colin? —dijo Hardcastle al mismo tiempo que acercaba una silla a la mesa, comenzando a extender un recibo.

Colin y Sheila salieron del comedor. Unos segundos después avanzaban por el sendero de la entrada. La joven, de pronto, se detuvo.

—Mis guantes… Los dejé…

—Yo iré a por ellos.

—No… Sé dónde los puse. No me importa volver a entrar en esa casa. Ya se lo han llevado…

La chica se alejó de Colin Lamb a toda prisa, regresando poco después.

—Siento haberme dejado llevar de los nervios antes…

—A cualquiera le hubiera pasado lo mismo —señaló Colin.

Hardcastle se unió a la pareja en el instante en que Sheila penetraba en el coche. Al alejarse éste, el inspector se volvió hacia el joven agente.

—Quiero que embale usted esos relojes del cuarto de estar cuidadosamente. Todos ellos excepto el de cuclillo y el de caja que hay en un rincón.

Dio algunas instrucciones a sus subordinados y luego miró a su amigo.

—Voy a ir de visiteo. ¿Quieres acompañarme?

—No hay inconveniente —repuso Colin.

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