7

Dutton, Georgia,

lunes, 15 de enero, 13:15 horas

Daniel se encontraba sentado en la cama de sus padres. Llevaba una hora mirando al suelo, convenciéndose de que debía levantar la tabla que ocultaba la caja fuerte de su padre. El día anterior no lo había hecho. No quería que Frank descubriera la caja, y mucho menos su contenido.

No sabía muy bien qué encontraría dentro; y, de hecho, no quería saberlo. Pero ya había postergado el asunto durante demasiado tiempo. Su padre creía que ningún miembro de la familia conocía la existencia de aquella caja fuerte. Su esposa, seguro que no; y sus hijos, menos.

No obstante, Daniel sí lo sabía. En una familia como la suya, le había tocado pagar por ser el único que sabía dónde se escondían los secretos. Y dónde se guardaban las pistolas. Su padre tenía muchas vitrinas con pistolas y muchas cajas fuertes, pero esa era la única caja fuerte que contenía pistolas. Era el lugar donde guardaba las armas a las que Daniel sospechaba que había borrado el número de serie. Lo único que tenía claro era que no estaban registradas.

Las pistolas sin registrar de Arthur no tenían nada que ver con el motivo por el cual se habían mudado a Filadelfia o con adónde hubieran ido una vez allí. Sin embargo, Daniel no había encontrado pista alguna en ningún otro lugar donde había buscado, así que allí estaba, sentado en la cama.

«Hazlo y punto.»

Retiró la tabla y miró la caja fuerte. Había encontrado la combinación en la Rolodex de su padre, sabiamente anotada como la fecha de cumpleaños de una tía muerta hacía tiempo. Daniel recordaba a la tía y la verdadera fecha del cumpleaños porque era próxima a la del suyo.

Marcó la combinación y en recompensa oyó saltar la cerradura. Vía libre.

Sin embargo, las pistolas no estaban dentro. El único contenido de la caja era la matriz de un talonario y una memoria USB. El talonario no era del banco que había servido a los Vartanian durante generaciones. Antes de abrirlo, Daniel ya sabía lo que iba a encontrar.

Había una serie de retiradas regulares de dinero, todas del puño y letra de su padre. En todas las operaciones se indicaba «En efectivo» y una cantidad fija de cinco mil dólares.

Lo más probable era que se tratara de un chantaje. Sin embargo, a Daniel no le extrañó.

Se preguntó qué parte del pasado de Arthur era la que había vuelto para perseguirlos a todos. Se preguntó qué era lo que había en la memoria USB y que su padre no quería que nadie más viera. Se preguntó cuándo partiría el siguiente vuelo hacia Filadelfia.


Lunes, 15 de enero, 13:40 horas

Sophie tiró del velcro que mantenía unida la armadura.

– Por tercera vez, Ted: no sé por qué quieren hablar conmigo -le espetó. El abuelo de Ted Albright era un legendario arqueólogo, pero por algún motivo él no había heredado ni uno solo de sus brillantes genes-. Esto es un museo de historia, así que tal vez tengan alguna pregunta relacionada con la historia, ¿no te parece? ¿Puedes dejar el interrogatorio y ayudarme a quitarme esto? Pesa una tonelada, maldita sea.

Ted levantó el pesado peto y lo pasó por la cabeza de Sophie.

– Podrían haberme preguntado a mí.

«Si ni siquiera distingues a Napoleón de Lincoln.»

Pero Sophie guardó las apariencias y respondió tranquilamente:

– Mira, Ted, hablaré con ellos y veré qué es lo que quieren, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Ted ayudó a Sophie a quitarse las grebas de las canillas y luego ella se sentó para quitarse las botas que llevaba encima de sus zapatos.

Vito Ciccotelli, alias el Cerdo, la esperaba fuera. Sophie tenía menos ganas de hablar con él que con Ted Albright; con eso estaba todo dicho. Y para colmo, la había visto vestida de época. Qué humillación.

– La próxima vez que organices una visita del caballero, asegúrate de que venga Theo. No exagero cuando te digo que esa armadura pesa una tonelada. -Se levantó y se estiró-. Y da mucho calor.

– La verdad es que para ser una amante de la autenticidad te quejas bastante -protestó Ted-. Menuda historiadora.

Sophie se mordió la lengua para no soltar un comentario grosero.

– Volveré después de comer, Ted.

– No tardes mucho -le gritó él-. A las tres te toca hacer de vikinga.

– Por mí puedes coger el disfraz y… -masculló, y alzó los ojos en señal de exasperación al ver a Patty Ann inclinada sobre el mostrador coqueteando descaradamente con los detectives.

Tenía que reconocer que eran dos hombres bien parecidos. Ambos eran altos y anchos de espaldas, y guapos a ojos de cualquiera. Nick Lawrence, con su pelo rojizo y su semblante formal, tenía cierto encanto rural; claro que Vito Ciccotelli… «Admítelo, Sophie. Lo estás pensando.» Soltó un suspiro de hastío. «Vale, está bueno. Está bueno y es un cerdo. Como todos.»

Se detuvo junto al mostrador.

– Caballeros. ¿En qué puedo ayudarles hoy?

Nick le dirigió una mirada de alivio.

– Doctora Johannsen.

La mirada de Patty Ann se tornó mucho más peligrosa cuando la chica arqueó una de sus cejas depiladas en exceso.

– Son detectives, Sophie -dijo, y Sophie ahogó un suspiro. Parecía que Patty Ann había decidido adoptar un aire británico ese día. Ahora entendía la formalidad del traje azul marino-. Detectives de homicidios -añadió en tono amenazador-. Y quieren interrogarte.

Nick sacudió la cabeza.

– Solo queremos hablar con usted, doctora Johannsen.

Como Nick no era un cerdo, Sophie le dirigió una sonrisa.

– Estaba a punto de salir a comer. Puedo dedicarles media hora.

Vito le sujetó la puerta. No había pronunciado palabra pero tampoco había apartado sus penetrantes ojos del rostro de Sophie, quien a su vez le dedicó una mirada que esperaba resultara tan amenazadora como la que Patty Ann le había dirigido a ella. Cuando él frunció el entrecejo, Sophie se dio por satisfecha.

Le resultó muy agradable percibir el contacto del aire libre en el rostro.

– Si acabamos con esto pronto, se lo agradeceré. Ted tiene programada otra visita guiada y tengo que vestirme. -Se detuvo en el borde de la acera-. Así que disparen.

Vito miró hacia ambos lados de la calle. Era mediodía y había mucho movimiento de coches y de peatones.

– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar en privado? -El ceño de su rostro le había teñido la voz-. No queremos que nos oigan.

– ¿Qué tal mi coche? -preguntó Nick. Los condujo hasta el vehículo y abrió la puerta del acompañante-. No querría que nadie se confundiera si la ve en el asiento de atrás -dijo con una sonrisa espontánea, y se coló en la parte trasera sin dilación.

Sophie observó que Vito le dirigía a Nick una mirada asesina antes de sentarse junto a ella en el lugar del conductor. En respuesta, Nick se limitó a arquear una ceja y Sophie se dio cuenta de que la estaban manipulando.

Ella, molesta, aferró el tirador de la puerta.

– Lo siento, caballeros, no tengo tiempo para juegos.

Vito la asió por el hombro con un gesto suave pero firme que la mantuvo en su sitio.

– No es ningún juego -dijo en tono grave-. Por favor, Sophie.

Ella soltó el tirador de mala gana y Vito la soltó a ella.

– ¿De qué va todo esto?

– En primer lugar, queremos agradecerle la ayuda de ayer -empezó Nick-. Pero al examinar los cadáveres que hemos desenterrado hasta el momento han surgido más preguntas. -Apoyó un hombro en el asiento del conductor y bajó la voz-. Hemos encontrado una extraña serie de perforaciones en una de las víctimas. Katherine cree que lo que las han producido son clavos o algún tipo de pinchos afilados. Las perforaciones empiezan en el cuello y bajan por la espalda y las piernas hasta media pantorrilla. La parte posterior de los brazos muestra perforaciones similares. Creemos que obligaron a la víctima a sentarse en una silla de clavos.

Ella negó con la cabeza mientras reflexionaba.

– Están de broma, ¿no? Por favor, díganme que es una broma. -Pero el recuerdo del rostro del cadáver destripado y con las manos atadas disipó sus dudas-. Hablan en serio.

Vito asintió una vez.

– Muy en serio.

Un escalofrío sacudió el cuerpo de Sophie.

– La silla inquisitorial -dijo con un hilo de voz.

– Nick encontró una foto en la página web de un museo -explicó Vito-. Por lo visto, esas sillas existían de verdad.

Ella asintió, en su mente se plasmaban imágenes horrendas.

– Ya lo creo que existían.

– Háblenos de ellas -le pidió Vito-. Por favor.

Ella respiró hondo con la esperanza de que su estómago se asentara.

– A ver… Bueno, en primer lugar, la silla era uno de los muchos instrumentos utilizados por los inquisidores.

– Hoy en día nadie espera topar con la Inquisición española -masculló Nick con gravedad.

– El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición es la más conocida, pero hubo muchas inquisiciones. -Resultaba más fácil instruirlos sobre el tema que pensar en las víctimas-. La primera fue la Inquisición medieval. Esa silla existió en los últimos tiempos del Tribunal del Santo Oficio, y tal vez existiera ya durante la Inquisición medieval, pero eso aún es tema de debate entre los historiadores. Si la usaban, no lo hacían tanto como la mayoría de los otros métodos e instrumentos de tortura.

Nick levantó la cabeza del cuaderno en el que estaba tomando notas.

– ¿Por qué no?

– Según las fuentes originales, los inquisidores obtenían mucho provecho con solo mostrarle la silla al acusado. Verla resulta aterrador, y mucho más al natural que en foto.

– ¿Usted ha visto alguna? -quiso saber Nick.

– ¿Dónde? -añadió Vito cuando ella asintió.

– En los museos. En Europa hay muchos con buenos ejemplares.

– ¿Y dónde podría obtenerse una de esas sillas en la actualidad? -la apremió Vito.

– No tiene que ser muy difícil fabricar una sencilla si alguien se lo propone en serio. Claro que las había más sofisticadas, incluso tratándose de la Edad Media. La mayoría tenían simples correas, pero otras contaban con una manivela que servía para tensar las correas y clavar más los pinchos. Y… -suspiró- algunas también tenían una chapa metálica que podía calentarse para quemar al acusado al mismo tiempo que se le clavaban los pinchos. -Vito y Nick intercambiaron una mirada y ella, horrorizada, se llevó la mano a la boca-. No.

– ¿Dónde podría obtenerse una silla así? -repitió Vito-. Por favor, Sophie.

Sophie empezó a hacerse cargo del verdadero significado de la pregunta, y una oleada de pánico apartó el horror que sentía. Dependían de sus conocimientos para atrapar a un asesino. De pronto, se sintió como una completa inepta.

– Miren, señores, mi especialidad son las fortificaciones medievales y las artes militares. Mis conocimientos sobre los instrumentos utilizados por la Inquisición son, en el mejor de los casos, muy básicos. ¿Por qué no me permiten que llame a un experto? El doctor Fournier, de la Sorbona, tiene renombre mundial.

Los dos hombres negaron con la cabeza.

– Tal vez acabemos haciéndolo si es absolutamente necesario, pero de entrada queremos que el asunto quede entre el mínimo número de personas posible -dijo Vito-. De momento nos basta con sus conocimientos. -Clavó sus ojos en los de Sophie, y la agitación que esta sentía en su interior empezó a calmarse-. Díganos lo que sepa.

Ella asintió y se estrujó los sesos para recordar más allá de la información básica que podía extraerse de cualquier página web. Se presionó las sienes con los dedos.

– Muy bien, déjenme pensar. O fabrica él mismo los instrumentos o los compra hechos. Si los compra hechos, podrían ser desde burdas imitaciones hasta los propios instrumentos originales. ¿Qué les parece?

– No lo sabemos -respondió Nick-. Siga hablando.

– ¿La distribución de las heridas es regular?

– Mucho -respondió Vito con tristeza.

– O sea que es meticuloso. Si ha fabricado él la silla, se ha fijado en los detalles. A lo mejor tenía algún dibujo o incluso un proyecto.

El rostro de Nick reflejaba toda la repugnancia que sentía.

– ¿Existen proyectos?

Vito se inclinó hacia delante con las cejas fruncidas.

– ¿De dónde podría haber sacado un proyecto?

Estaba tan cerca que Sophie percibió la fragancia de su aftershave y vio las gruesas pestañas negras que bordeaban sus ojos. Estos se entrecerraron y su mirada se tornó más intensa, y Sophie se dio cuenta de que ella también se le había acercado, como una mariposa nocturna atraída por la luz. Violenta y molesta consigo misma, se echó hacia atrás para dejar más espacio entre ambos.

– Me han pedido que siga hablando, pero no les he asegurado que fuera a decir nada interesante.

– Lo siento -masculló Vito, y se echó hacia atrás-. ¿De dónde podría haber sacado un proyecto?

Sophie se esforzó por respirar.

– De internet, tal vez. No lo he mirado nunca. En los museos donde están las sillas deben de tener algún documento de su diseño. O… supongo que ha podido utilizar textos antiguos. Existen unos cuantos diarios de inquisidores. Es posible que contengan dibujos. Claro que tendría que tener acceso a textos antiguos.

– ¿Y cómo podría acceder a ellos? -preguntó Nick.

– A través de colecciones de libros raros. Y también tendría que saber leerlos. La mayoría están escritos en latín medieval. Hay unos cuantos en francés y occitano.

Nick anotó eso en su cuaderno.

– ¿Usted conoce esos idiomas?

– Sí, claro.

Vito seguía observándola, aún con más intensidad que antes.

– ¿Y si ha comprado los instrumentos?

– Si los ha comprado, puede que sean reproducciones o tal vez se trate de instrumentos originales. Continuamente se ven reproducciones de armaduras y armas a la venta en páginas de recreación. En las ferias medievales suele haber puestos donde se venden armas de diversas calidades. Unas están hechas a mano y otras se fabrican en cadena, pero todas son reproducciones.

– ¿Qué tipo de armas? -quiso saber Nick.

– Dagas, espadas, manguales y hachas. Claro que nunca he visto que vendieran instrumentos de tortura. Si se trata de instrumentos originales… -Se encogió de hombros-. Tendrían que hablar con coleccionistas particulares.

Nick asintió.

– ¿Qué sabe de ellos?

– Como en todo, los hay buenos y malos. Los auténticos coleccionistas compran las piezas en privado a otros coleccionistas o en casas de subastas como Christie's. Alguna vez aparece una pieza antigua en el mercado regular, pero es muy raro.

– ¿Por ejemplo? -la pinchó Nick.

– Por ejemplo, las espadas del Dordoña. En 1977, seis espadas del siglo xv cuya existencia hasta entonces se desconocía fueron subastados en Christie's. Al parecer, provenían de un hallazgo fortuito: a mediados de los setenta aparecieron ochenta espadas de esa época en el fondo del río Dordoña, en Francia. Estaban en una barcaza e iban destinadas a los soldados que luchaban en la guerra de los Cien Años. La barcaza se hundió y las espadas quedaron sepultadas en el limo durante cinco siglos. Pero esto es algo excepcional; por lo general, las piezas catalogadas suelen cambiar de manos. La mayoría de nuestras exposiciones proceden de la colección particular de Theodore Albright Primero.

Nick frunció el entrecejo.

– ¿El padre del chico con el que hemos hablado ahí dentro?

– El abuelo. Ted Primero fue uno de los arqueólogos más famosos del siglo xx. Muchas de sus piezas se las compró a otros coleccionistas, aunque… -Alzó un hombro-. Ted Primero trabajó en excavaciones cuando era adolescente, hasta los veintipocos años. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero yo diría que algunas de las piezas de su colección las descubrió en las excavaciones. Si eso se demostrara, los Albright se verían obligados a devolverlas.

Nick volvió a menear la cabeza.

– Así que no siempre fue un coleccionista legal.

– No. Albright Primero era un buen tipo. Tenéis que entender que así es como se hacían las cosas entonces. Uno llegaba, excavaba y se llevaba a casa el botín. De hecho, si en los museos hay piezas es porque algún día alguien se las llevó a casa… en aquella época.

– ¿Y ahora? -la pinchó Nick.

– Hoy en día la mayoría de los gobiernos toman medidas enérgicas si se sacan piezas del país. Se considera un robo y se inicia una acción judicial.

– O sea que las piezas se venden en el mercado negro -dedujo Vito.

– El mercado negro ha existido siempre, solo que los precios han aumentado desde que empezaron a tomarse medidas. He oído hablar de coleccionistas particulares que han comprado obras de arte, piezas de cerámica y documentos; incluso mosaicos romanos. Pero instrumentos de tortura, no.

– Sin embargo, podría estar pasando -la presionó Vito.

– Claro que podría estar pasando. Yo no me muevo en esos círculos, así que no lo sé. -Pensó en los arqueólogos más sospechosos que conocía-. Ya lo preguntaré.

Vito negó con la cabeza.

– Las preguntas las haremos nosotros -dijo con decisión, y levantó la mano cuando ella irguió la cabeza de golpe-. Son las normas, Sophie -añadió en tono cansino-. Igual que lo de no contarle ayer nada de las tumbas antes de que las descubriera.

– Eso fue para no influenciarme -observó ella-. Ahora ya sé de qué va.

– Esto es para no ponerla en riesgo -repuso Vito-. No estamos haciendo un trabajito para una tesis. Estamos investigando un homicidio múltiple, y el asesino ha cavado siete tumbas que aún están vacías. No me gustaría que una acabara ocupándola usted.

Sophie exhaló un trémulo suspiro.

– Usted gana. Les haré una lista.

Vito esbozó una sonrisa ladeada y sus oscuros ojos adquirieron calidez.

– Gracias.

Ella le devolvió la sonrisa antes de darse cuenta de que había vuelto a caer en el anzuelo. «Menuda besuga estás hecha.» Dejó de sonreír y miró su reloj.

– Tengo que marcharme.

Tras apearse del vehículo introdujo la cabeza por la puerta, aún abierta. Vito la estaba observando otra vez, su mirada era intensa y… denotaba dolor. Notó que le remordía la conciencia pero se hizo fuerte y, expresamente, se volvió hacia Nick.

– Les enviaré por e-mail una lista de todas las personas que se me ocurran. Buena suerte.

Estaba a medio camino de la puerta del museo cuando oyó que la puerta del coche se cerraba de golpe y que Vito la llamaba. Siguió caminando con la esperanza de que hubiera captado la indirecta y la dejara en paz, pero sus pasos se hacían más audibles a medida que se reducía la distancia entre ambos.

– Sophie, espere. -La aferró del brazo y tiró de ella hasta que se detuvo.

– ¿Qué más quiere, detective?

Él siguió tirándole del brazo.

– Quiero que se dé la vuelta y me mire.

Ella lo complació. Su rostro estaba a tan solo unos centímetros y un gesto de perplejidad fruncía sus cejas. Con el rabillo del ojo vio a Nick apoyado en el coche con expresión igualmente perpleja y vaciló un instante. Sin embargo, las palabras escritas en la tarjeta que acompañaba las rosas resonaron en su mente: «A.: Te amaré siempre. V.»

– Suélteme el brazo.

Él la soltó pero no retrocedió, así que lo hizo ella.

– ¿Qué quiere de mí, detective?

– ¿Qué ha ocurrido? Anoche estuvimos hablando, y usted sonreía. De repente, cuando le pregunté si le apetecía una pizza, se puso frenética. Quiero saber por qué.

– Y si no me apetecía cenar con usted, ¿qué?

– No fue por eso. Si las miradas matasen yo habría caído fulminado en el acto. Me gustaría saber por qué. Y también me gustaría saber por qué hoy me llama detective si ayer me llamaba Vito.

Ella forzó una carcajada. Cómo se hacía la víctima.

– Los tíos sois todos iguales, ¿verdad? Mira, Vito, siento haber herido tu ego pero ya es hora de que aprendas que no todas las mujeres van a caer rendidas a tus pies. Os enviaré la información tan pronto como pueda, pero no porque seas tú; más vale que te quede claro desde ahora mismo.

Se dispuso a marcharse pero se detuvo. Él seguía allí plantado, con los oscuros ojos llenos de cólera, y de pronto Sophie sintió que todas las preguntas que se había hecho a sí misma tantas veces exigían una respuesta.

– Dime, Vito. Cuando estás haciéndolo, ¿piensas en la mujer que te espera en casa?

– ¿De qué me estás hablando? -preguntó él con lentitud deliberada.

– Deduzco que la respuesta es «no». Y ¿qué hay de la víctima? ¿Te crees que es estúpida, que nunca descubrirá que es una simple conquista? ¿Te crees que la mujer que te espera en casa nunca descubrirá que la estás engañando?

– No sé de dónde has sacado todo eso, pero a mí no me espera ninguna mujer en casa.

Ella estampó el pie en el suelo.

– Es una forma de hablar. Me refiero a que estás comprometido.

El semblante de él no se alteró.

– No estoy con nadie, Sophie.

Ella le sostuvo la mirada.

– ¿Y las rosas de la camioneta? ¿No son tuyas?

La mirada de él se tornó llameante. Abrió la boca para hablar pero de ella no salió palabra alguna.

Ella sonrió, pero no de forma amable. Se dio media vuelta y siguió su camino hasta el museo sin detenerse. Sin embargo, cuando llegó a la puerta vio la imagen de él reflejada en el cristal. Estaba plantado en el mismo sitio, siguiéndola con la mirada. Exactamente igual que la noche anterior.


Lunes, 15 de enero, 14:15 horas

Vito cerró de golpe la puerta del acompañante e ignoró la mirada de curiosidad de Nick.

– Limítate a conducir.

Nick se incorporó a la circulación.

– ¿Adónde vamos?

– Al depósito de cadáveres. A estas horas Jen ya debe de haber enviado alguno más.

– Viva la alegría -musitó Nick.

Guardó silencio durante unos minutos mientras Vito miraba por la ventanilla y pensaba en caballeros, instrumentos de tortura… y rosas.

– Podemos buscar a otro experto -propuso Nick al fin en tono prudente-. Hay otras universidades que ofrecen estudios de arqueología, estuve buscándolo anoche en internet.

– Muchas cosas buscaste tú ayer en internet -le espetó Vito, y él mismo captó la hostilidad en su voz-. Lo siento.

– No pasa nada. En casa hay demasiada tranquilidad -masculló Nick-. Detestaba que Josie se pasara las noches despierta con la música a tope, pero ahora que se ha ido… lo echo de menos.

Vito volvió la cabeza para examinar a su compañero.

– ¿La echas de menos?

– Sé que me engañaba, y que soy un estúpido por echarla de menos, pero la verdad es que sí.

Vito sabía que Nick estaba dando pie a la conversación. A su compañero no le gustaba hablar de su vida privada y que su esposa lo hubiera estado engañando durante tanto tiempo era un tema especialmente escabroso. Sin embargo, había dado pie a la conversación para que Vito pudiera descargarse.

– Vio las rosas.

Nick hizo una mueca.

– Qué mierda.

– Sí. Supongo que eso lo explica todo.

– ¿Le has explicado para quién eran?

– Habría sido lo lógico. -Vito dio un resoplido de indignación-. No, no lo he hecho. No he podido. Y se ha imaginado lo peor. Supongo que no tiene que ser para mí.

– Deja de decir gilipolleces, Vito. ¿Te gusta?

– ¿A ti no?

– Sí, claro. Incluso aunque hable occitano o como demonios se llame eso. Es divertida y guapa y… -Se encogió de hombros con una sonrisa de arrepentimiento.

– Y está buena -terminó él en tono morboso.

– Más o menos eso es. Pero lo más importante es que puede ayudarnos a resolver el caso. -Nick miró a su compañero; se había puesto serio de nuevo-. Así que aunque no te interese conocerla íntimamente, dile la verdad para que podamos contar con sus «conocimientos básicos».

– No quiero decirle la verdad. -«No quiero decírsela a nadie.»

– Pues ya estás ideando una buena mentira, porque si al final tenemos que contratar a una experta Liz querrá saber por qué. Y yo no pienso sacarte las castañas del fuego, Chick.

Vito apretó los dientes. Nick tenía razón, por supuesto. Un servicio gratuito era demasiado valioso para dejarlo perder por motivos personales.

– Muy bien. Mañana me acercaré al museo.

– Es mejor que te pases esta noche. Mañana tengo que ir al juzgado y estarás solo.

Vito pestañeó, perplejo.

– Yo no sabía nada de eso, ¿no?

– Te lo he dicho dos veces y te he enviado un mensaje para recordártelo. Esta semana estás muy despistado.

Era por Andrea. Vito exhaló un suspiro.

– Lo siento. ¿Por qué tienes que ir al juzgado?

Nick tensó la mandíbula.

– Por Diane Siever.

Vito hizo una mueca de disgusto. Diane era una niña de trece años que vivía en Delaware y que había desaparecido hacía tres. Nick era el desafortunado policía que había descubierto su cadáver durante una redada contra una red de traficantes de heroína, cuando todavía pertenecía a la brigada antivicio.

– ¿Sigues recibiendo cartas de sus padres?

Nick tragó saliva.

– Todas las Navidades. Ojalá no fueran tan cumplidos.

– Tú les permitiste dar el asunto por concluido. Por lo menos ya lo saben. No me imagino qué debe de suponer no saberlo.

– Pues yo no me imagino qué debe de suponer permanecer sentado en una sala contemplando cómo el desgraciado cabrón que asesinó a tu hija sube al estrado pavoneándose. -Los nudillos de Nick blanquearon de la fuerza con que agarró el volante-. A la mierda con los fiscales. Siempre que pienso que están de nuestra parte, van y defienden a un asesino. Me ponen enfermo.

El «desgraciado cabrón», un yonqui más que buscado, había tomado el relevo a su compañero, el jefe de una prometedora red de traficantes. La fiscal había preferido al jefe en lugar de al yonqui y había acordado intercambiarlos.

– ¿Qué fiscal cerró el acuerdo?

– López.

Nick casi escupió el nombre.

Vito frunció el entrecejo.

– ¿Maggy López? ¿Nuestra Maggy López?

– La misma.

Maggy López era el último fichaje de Liz Sawyer para el equipo de homicidios, pero cada vez que trabajaban juntos en algún caso, Nick dejaba que fuera Vito quien se las entendiera con ella. Ahora lo comprendía.

– Nunca me habías dicho ni una palabra al respecto.

Nick se limitó a encogerse de hombros, enojado.

– Tampoco tendría que haberte dicho nada esta vez. Llama al laboratorio, a ver si han encontrado algo en el ordenador de Keyes.

– De acuerdo.

Jeff Rosenburg fue quien respondió a la llamada de Vito.

– ¿Habéis podido echarle un vistazo al ordenador que nos hemos llevado de casa de Warren Keyes esta mañana?

– Tú sueñas despierto, Chick. La fila de ordenadores que tenemos por examinar llega hasta el pasillo.

Jeff siempre decía lo mismo.

– ¿Podéis mirarlo? Es importante.

– Importante, importante… -dijo Jeff con ironía-. ¿Y qué no lo es? No cuelgues. -Un minuto más tarde estaba de vuelta-. Estás de suerte, Chick. -Siempre le decía lo mismo-. Lo hemos investigado, pero solo porque uno de los técnicos está trabajando en un proyecto especial sobre discos borrados.

– ¿Quieres decir que han borrado el disco duro de Keyes?

– No del todo. Se tarda mucho tiempo en borrar un disco entero; pero con los archivos que faltan, la cosa pinta bastante difícil. Han sido muy refinados. -Jeff parecía impresionado-. Lo han hecho mediante un virus enviado por e-mail a la víctima. Pero estaba programado.

– ¿Como un despertador?

– Exacto. El técnico todavía está intentando reconstruir el código para saber cuánto tiempo permaneció latente el virus antes de entrar en actividad y destruir los archivos de la víctima. Si encontramos algo más, os llamaremos.

Vito cerró de golpe el teléfono con aire pensativo.

– Han borrado el disco duro -dijo-. Con refinamiento. -Le explicó a Nick lo que le había contado Jeff-. O sea que nos las vemos con un asesino sádico y obsesivo compulsivo que cava tumbas con precisión militar, siente una pasión enfermiza por la Edad Media y es un genio de la informática.

– O tiene contacto con un genio de la informática -observó Nick-. Incluso puede que se trate de más de un asesino.

– Es posible. A ver qué más descubre Jen.


Lunes, 15 de enero, 15:00 horas

Encontraron a Katherine examinando unas radiografías. Vito se apostó tras ella, no tenía problemas para ver por encima de su cabeza. Andrea también era bajita; había veces en que Vito tenía miedo de hacerle daño. En cambio a Sophie Johannsen… le llevaba pocos centímetros. Al enfrentarse a él por lo de las rosas había observado que los carnosos labios de la chica quedaban a la altura de su barbilla. No era fácil hacerle daño físicamente, pero su vulnerabilidad interna lo conmovía. «Los tíos sois todos iguales.» Alguien la había herido. Y mucho. «Y cree que yo también soy de esos.»

Eso le había molestado. Y mucho. Tenía que hacerle saber que él no era de esos, aunque solo fuera por su propia tranquilidad.

– ¿Quién es ese tipo? -preguntó Nick con mala cara, y Vito centró de golpe su atención en la radiografía que miraba totalmente distraído-. ¿Es más importante que nuestras víctimas?

Vito escrutó el cráneo iluminado por la plancha.

– No es de los nuestros. No hay muestras de tortura. Este recibió un balazo entre los ojos.

– Es cierto, no hay muestras de tortura y recibió un disparo -convino Katherine-. Sin embargo, sí que es una de vuestras víctimas, chicos. -Alargó el brazo-. El cadáver corresponde a la uno-tres.

– ¿Qué?

– ¿Es nuestro? -preguntó Nick al mismo tiempo.

– ¿Qué quiere decir «la uno-tres»? -añadió Vito.

– Sí, es vuestro. La uno-tres es la tercera tumba de la primera fila. Era joven, de unos veinte años. La causa de la muerte fue la bala del cráneo. Lleva muerto un año, más o menos. Sabré más cosas en cuanto le practique unas cuantas pruebas.

Se dirigió al mostrador y tomó una hoja de papel. En ella había dibujado una tabla rectangular de cuatro filas y cuatro columnas, y había incluido anotaciones en todas las casillas excepto en tres.

– Esto es cuanto tenemos por el momento. Siete fosas vacías y nueve ocupadas. Jen ha desenterrado seis de los nueve cadáveres. Está cavando para sacar a la séptima víctima de la cuarta tumba de la primera fila, o sea la uno-cuatro.

– La cuarta fila está vacía -masculló Nick-. El tres-uno es un hombre de raza blanca, de unos veinticinco años, con traumatismos en la cabeza y el torso ocasionados con un objeto contundente. Traumatismos en la cabeza y el brazo derecho ocasionados con un objeto dentado. Brazo derecho casi cercenado. Muerto hace por lo menos dos meses. Contusiones en el torso y la parte superior de los brazos, de forma circular y de un diámetro aproximado de medio centímetro. -Alzó la vista-. Ese es el tercer cadáver desenterrado anoche.

– Exacto. El tres-dos es el de la mujer con las manos atadas juntas.

– Sophie nos ha hablado de la silla inquisitorial -dijo Nick con áspera voz de indignación-. Nuestro hombre utiliza un modelo de gama alta. Con clavos y planchas metálicas que se calientan al fuego.

Katherine suspiró.

– La cosa se pone cada vez mejor. El tres-tres es el Caballero.

– Warren Keyes -aclaró Vito-. Era actor.

– Me lo imaginaba. Por cierto, he terminado la autopsia. -Tendió el informe a Vito-. La causa de la muerte fue un paro cardíaco ocasionado por la pérdida de sangre. Su cavidad abdominal está vacía. No hay signos de heridas en la cabeza, pero tiene todos los huesos de los brazos y las piernas dislocados. La fuerza es vertical, no radial.

– Lo que indica que lo que hicieron fue estirárselos, no retorcérselos -concluyó Vito examinando el informe.

– Sí.

– Lo tumbaron sobre un potro -masculló Nick.

– Me parece una deducción lógica. Sin duda, estaba drogado.

– Según su madre, ya no consumía nada. Había estado en rehabilitación -explicó Vito.

– Eso es completamente plausible. Tiene las membranas nasales dañadas por la coca. Por cierto, he encontrado más sustancia blanca en su cavidad nasal.

– ¿Era grasa de silicona? -preguntó Nick.

– Lubricante de silicona, sí. En el laboratorio tratarán de averiguar la marca. No obstante, con la silicona había mezclada escayola. Le tapaba los senos paranasales.

Nick frunció el entrecejo.

– ¿Lubricante y escayola? ¿Para qué?

Un recuerdo empezó a aflorar en la mente de Vito.

– Una vez por Halloween, cuando era niño, en mi grupo de boy scouts hicimos máscaras de nuestras caras con escayola. Primero nos aplicamos crema hidratante para que la escayola se desprendiera mejor. El asesino hizo máscaras mortuorias de Warren Keyes y la mujer de las manos atadas.

– Luego aplicó la escayola sobre la mayor parte de su cuerpo -añadió Katherine-. Pero ¿por qué?

– Algo tiene que ver con las efigies medievales. -Vito sacudió la cabeza-. Quizá haya construido un sepulcro. No lo sé. Nada de todo esto tiene sentido todavía.

Nick se había vuelto hacia el plano que mostraba las tumbas.

– ¿Qué hay del anciano que han traído esta mañana?

– Ah, ese. -Katherine señaló con el dedo la segunda fila empezando por arriba-. En la segunda fila había dos cadáveres y dos tumbas vacías. Los cadáveres son de dos ancianos, un hombre y una mujer. -Arqueó una ceja-. La mujer está calva.

Vito pestañeó perplejo.

– ¿Le ha afeitado la cabeza? -preguntó, pero Katherine hizo un gesto negativo.

– Se sometió a una mastectomía.

– ¿Ha asesinado a una mujer con cáncer de mama? -Nick sacudió la cabeza-. ¿Qué clase de hijo de puta es capaz de asesinar a una mujer con cáncer?

– El mismo que es capaz de torturar y mutilar a sus otras víctimas -observó Katherine-. Aunque a la anciana no la torturó. Tiene el cuello roto, pero no presenta ninguna agresión más. Sin embargo el hombre es harina de otro costal.

– Está claro que a él sí lo torturó -masculló Vito mientras observaba a contraluz otras tres radiografías.

– El anciano de la dos-dos tiene la mandíbula rota y muchos traumatismos en la cara y el torso. Recibió golpes a mansalva; puñetazos, deduzco. Tiene la mandíbula dislocada y los pómulos machacados. Lo atacaron de forma despiadada, y con muchísima fuerza.

– Unas manos muy grandes -murmuró Vito-. El asesino es un tipo grandote, por fuerza tiene que serlo para mover a Warren Keyes, por muy drogado que estuviera.

– Estoy de acuerdo. El hombre tiene seis costillas rotas. Las fracturas del fémur fueron producidas por algo más grande y más duro. Tiene roto el fémur de las dos piernas. -Se dio media vuelta y los miró con las cejas arqueadas-. Ahora viene el plato fuerte.

– Mierda. -Nick suspiró-. ¿Qué?

– Le han cortado las puntas de los dedos. Por completo.

Vito y Nick se miraron.

– Alguien quiere que el anciano permanezca en el anonimato -concluyó Vito, y Nick asintió.

– Probablemente tuviera algo que ver con la ley. ¿Cuándo se los cortaron? ¿Antes o después de muerto, Katherine?

– Antes.

– Cómo no -masculló Vito-. ¿Cuánto tiempo lleva muerto?

– Diría que dos meses, tal vez más. Los cadáveres de los ancianos están en un estadio de descomposición parecido al de la víctima tres-uno, el hombre al que casi le arrancan un brazo.

– El que tiene los cardenales de forma circular -murmuró Vito-. ¿Alguna idea sobre lo que son?

– Todavía no, aunque no los he examinado con detenimiento. Uno de mis ayudantes descubrió los cardenales y tomó nota.

Nick se frotó la nuca con aire cansino.

– Y ahora tenemos al uno-tres con una bala en la cabeza. Sin duda de la era posmoderna.

– Lleva muerto un año, no unas semanas o pocos meses como los demás -añadió Vito-. Esto no tiene ningún sentido.

– De momento, no -convino Nick-. No conseguiremos encontrárselo hasta que identifiquemos a más víctimas. Hemos tenido suerte con Warren Keyes. ¿Has descubierto algo a simple vista que pueda servir para identificar a los otros?

Katherine negó con la cabeza.

– Mierda -musitó Nick-. O sea que de momento tenemos seis cadáveres y solo hemos identificado a uno. Cuatro son de jóvenes y dos de ancianos. Hay un actor, una enferma de cáncer y uno al que podríamos identificar si le tomáramos las huellas dactilares.

– A quien el asesino odiaba -añadió Vito-. Eso rompe con el perfil.

Nick arqueó una ceja.

– Sigue.

– Cavó las tumbas a la perfección, todas exactamente iguales. Es obsesivo compulsivo. Las víctimas de la tercera fila fueron torturadas, pero con instrumentos, no con las manos. Luego tenemos al chico de la bala; otro instrumento. Las heridas del anciano indican que perdió los estribos por completo. La furia y la pasión no forman parte del modus operandi de un obsesivo compulsivo.

– Era algo personal -convino Nick, pensativo-. Si conocía al anciano, hay bastantes posibilidades de que también conociera a su mujer. Sin embargo con ella sí que utilizó las manos. Le rompió el cuello.

– Pero no le pegó.

Katherine se aclaró la garganta.

– Chicos, todo esto es fascinante pero llevo todo el día de pie y me gustaría salir de aquí antes de medianoche, así que marchaos.

– Nooo, por favooor; nos gusta mucho estar en el depósito -gimoteó Nick, y Katherine lo echó entre risas.

– Si queréis las autopsias tendréis que marcharos. Más tarde os llamaré. Ahora, fuera.

Загрузка...