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Domingo, 14 de enero, 23:55 horas

El sonido de su móvil lo despertó de un sueño profundo. Lo asió con un gruñido y echó un vistazo a la pantalla para identificar la llamada. Era Harrington. Aquel mojigato caduco.

– ¿Diga?

– Soy Harrington.

Se sentó.

– Ya lo sé. Pero ¿qué haces llamándome a medianoche?

– Aún no es medianoche. Además, tú sueles pasarte la noche trabajando.

Era verdad, pero no pensaba darle la razón a Harrington. No sentía más que desprecio por aquel hombre que veía el mundo de color de rosa. Tenía ganas de estrangular a aquel cabrón, igual que había estrangulado a Claire Reynolds. Y cada vez que oía su voz quejumbrosa le entraban más ganas aún.

Harrington había tratado de impedir el desarrollo de su obra a cada paso, desde que creara La muerte de Claire un año atrás. La consideraba demasiado oscura, demasiado violenta. «Demasiado real.» Por suerte Van Zandt sabía de negocios y qué era lo que vendía. El estrangulamiento de «Clothilde» siguió formando parte de Tras las líneas enemigas a pesar de que Harrington protestó y lo criticó. No protestaría ni criticaría mucho más.

Van Zandt estaba echando a Harrington a patadas y el muy idiota no se daba ni cuenta.

– Mierda, Harrington, estaba soñando. -Con Gregory Sanders, su próxima víctima-. Dime qué es tan importante y déjame seguir.

Hubo una larga pausa.

– ¿Hola? ¿Sigues ahí? Te juro por Dios que si me has despertado para nada…

– Estoy aquí -dijo Harrington-. Jager quiere que te des prisa con las escenas de lucha.

Así que por fin Van Zandt le había dicho a Harrington que estaba acabado. «Era solo cuestión de tiempo.»

– Las quiere para el martes -añadió Harrington-. A las nueve de la mañana.

El placer se desvaneció como la niebla.

– ¿Para el martes? ¿Qué narices se ha fumado?

– Jager habla muy en serio. -Harrington también se mostraba muy serio, parecía que tuvieran que arrancarle las palabras de la boca-. Dice que llevas un mes de retraso.

– No se puede apremiar a la genialidad.

Hubo otra pausa, y le pareció oír que a Harrington le rechinaban los dientes. Siempre resultaba divertidísimo tirar de la cuerda con aquel hombre.

– Quiere dos escenas de El inquisidor, una de lucha y otra de una herida, para mostrarlas en Pinnacle. -Otra pausa, más ardua-. Nos han ofrecido un stand.

– ¿En Pinnacle? -Un stand en Pinnacle significaba prestigio en el mundo de los videojuegos. Y respeto. En el terreno práctico, significaba distribución a escala nacional, lo cual implicaba que su clientela ascendería a millones de personas. De repente, entrecerró los ojos. Eso cambiaba las cosas. Pinnacle no podía esperar, la entrega era improrrogable-. Mira, Harrington, si me estás tomando el pelo…

– Es cierto. -Harrington casi parecía ofendido-. Jager ha recibido la invitación esta noche. Me ha pedido que te diga que tengas las escenas listas para el martes.

Las tendría, aunque apenas había empezado con las escenas de lucha. Había estado ocupado con las de la mazmorra.

– Pues ya me lo has dicho. Ahora déjame dormir.

– ¿Tendrás listas las escenas para Jager? -lo presionó Harrington.

– Esto es algo entre Van Zandt y yo. Pero puedes decirle que se las entregaré el martes -añadió con el tono más condescendiente que fue capaz de impostar; y colgó. Harrington se merecía una patada en el culo. Estaba anquilosado y se había quedado más que anticuado.

Apartó a Harrington de su mente y dejó colgar la pierna por un lado de la cama. Se frotó el muñón con lubricante; luego asió la pierna y la colocó en su sitio con los movimientos maquinales fruto de muchos años de práctica. La reunión con Van Zandt le complicaba un poco los planes. Tendría que cambiar lo de Greg Sanders del martes por la mañana a última hora del lunes, pero tendría listo su próximo grito para el martes a medianoche.

Se sentó frente al ordenador y escribió un e-mail para Gregory Sanders; cambió la hora y al pie firmó: «Atentamente, E. Munch».

Era consciente de que no podía poner a prueba la paciencia de Van Zandt tratándose de Pinnacle. El hombre reconocía su genio, pero incluso él sería capaz de sacrificar el verdadero arte por un tráiler terminado a tiempo para mostrarlo en Pinnacle. Necesitaba tener algo que enseñarle el martes, aunque estuviera a medias. Van Zandt se sentiría satisfecho porque, aun sin terminar, había un abismo entre las creaciones de Frasier Lewis y cualquier cosa que Harrington hiciera.

Meditó sobre las imágenes que había filmado de Warren Keyes empuñando la espada y las de Bill Melville blandiendo el mangual. Por mucho que asegurara ser un experto en artes marciales, Bill no había conseguido adaptarse al ritmo del mangual, y al final había tenido que hacerle una demostración. El contacto del mangual con una cabeza humana resultaba muy distinto al de la cabeza de cerdo con la que había practicado. El cerdo ya estaba muerto, pero Bill… Tomó el vídeo de la ordenada colección de la estantería con una sonrisa. A Bill le había saltado la tapa de los sesos. Tendría una gran aceptación en el mercado del «ocio».

Comería un poco, desconectaría el teléfono e internet para evitar distracciones y se pondría a trabajar en la escena de lucha que satisfaría a Van Zandt y dejaría a Harrington a la altura del betún, tal como se merecía.


Lunes, 15 de enero, 00:35 horas

Cansadísimo, muerto de hambre y todavía perplejo por la reacción de Sophie en el aparcamiento, Vito cruzó la puerta de entrada de su casa y se encontró en plena zona de guerra. Se quedó plantado unos instantes mirando el aluvión de bolas de papel que inundaba su sala de estar. Un jarrón más bien caro se encontraba peligrosamente cerca del borde de una mesa auxiliar y a punto de caer al suelo a causa de la nueva ubicación del sofá. No necesitaba más pistas para saber que lo habían invadido.

Entonces una de las bolas de papel le golpeó de lleno la sien y Vito pestañeó, perplejo. Tomó el arma ofensiva y frunció el entrecejo al encontrar dentro del rebujo una de sus pesas de pesca. Era obvio que los muchachos habían mejorado sus municiones últimamente.

– Chicos. -Las bolas continuaron volando por la habitación-. ¡Connor! ¡Dante! Haced el favor de parar, ahora mismo.

– ¡Anda! -La exclamación procedía de la cocina, y de ella salió también Connor, su sobrino de once años, que parecía enfadado y algo asustado-. Has vuelto.

– Lo hago casi todas las noches -respondió Vito con ironía, e hizo una mueca de dolor cuando una nebulosa de franela azul se arrojó contra sus piernas-. Ten cuidado. -Era el pequeño Pierce, de cinco años. Se inclinó para arrancarlo de sus rodillas y lo aupó con cara de desconcierto-. ¿Qué tienes en la cara, Pierce?

– Cobertura de chocolate -dijo Pierce con orgullo, y Vito se echó a reír. Gran parte de su cansancio se disipó. Colocó a Pierce sobre su cadera y lo abrazó fuerte.

Connor sacudió la cabeza.

– Le he dicho que no se la comiera pero ya sabes cómo son los niños.

Vito asintió.

– Sí, sé cómo son los niños. Tienes chocolate en la barbilla, Connor.

Connor se sonrojó.

– Hemos hecho un pastel.

– ¿Me habéis guardado un poco?

Pierce hizo una mueca.

– No mucho.

– Pues muy mal; tengo tanta hambre que me comería una vaca entera. -Vito miró a Pierce-. O a un niño. Tienes pinta de estar la mar de rico.

Pierce soltó una risita, estaba acostumbrado a aquel juego.

– Yo soy todo huesos, pero Dante sí que tiene chicha.

Dante apareció de detrás del sofá y mostró sus bíceps.

– Es músculo, nada de chicha.

– Me parece que tiene unos buenos jamones -dijo Vito en voz alta, y Pierce se echó a reír de nuevo-. Se acabó la batalla por hoy, Dante. Tenéis que acostaros, chicos.

– ¿Por qué? -protestó el chico-. Nos lo estábamos pasando bien. -Estaba muy desarrollado para sus nueve años, casi abultaba más que Connor. Se lanzó rodando por encima del respaldo del sofá y Vito se horrorizó al ver que el jarrón se tambaleaba. Dante rodeó corriendo el sofá y aferró el jarrón como si fuera una pelota de fútbol.

¡Touchdown de Ciccotelli, y la multitud enloquece! -gritó orgulloso.

– La multitud se va a la cama -saltó Vito-. Y no creas que voy a concederos ninguna prórroga.

Dante depositó el jarrón en el centro de la mesa con una sonrisa que revelaba que justo estaba pensando en eso.

– Relájate, tío Vito -se quejó-. Estás muy tenso.

Pierce lo olfateó.

– Y hueles muy mal. Como nuestro perro cuando se revuelve sobre un animal muerto. Mamá siempre nos hace bañarlo en el jardín cuando pasa eso.

A Vito le vinieron a la cabeza imágenes de los cadáveres y las apartó de sí.

– Pues ahora voy a bañarme yo. Pero lo haré dentro porque fuera hace mucho frío. Por cierto, ¿qué estáis haciendo aquí?

– Papá ha acompañado a mamá al hospital -dijo Connor poniéndose muy serio de repente-. Tino nos ha traído aquí. Tenemos los sacos de dormir.

– Pero… -Vito captó la mirada de advertencia de Connor en dirección a sus hermanos y omitió la pregunta. Tendría que enterarse de los detalles más tarde-. ¿Mañana tenéis colegio?

– No, es festivo, el día de Martin Luther King -le informó Pierce-. El tío Tino nos ha dicho que podemos quedarnos despiertos toda la noche.

– Mmm… No, no podéis. -Vito acarició el moreno cabello del chico-. Mañana tengo que levantarme temprano y necesito dormir. Y vosotros también.

– Tino no ha dicho toda la noche -terció Connor-. Ha dicho hasta medianoche.

– Pues ya es más de medianoche -dijo Vito-. Id a lavaros los dientes y colocad los sacos de dormir en el suelo de la sala. Mañana recoged todas esas balas de cañón y guardad las pesas de pesca en la cesta, ¿de acuerdo?

Dante hizo una mueca.

– De acuerdo, pero piensa que nos han servido para mejorar las balas.

Vito se frotó la sien, que todavía le dolía.

– Ya lo sé. ¿Dónde está Tino?

– Abajo, intentando que Gus se duerma -le informó Connor mientras apremiaba a Pierce para que se limpiara los dientes-. Ha colocado la cuna en su sala de estar. Y Dominic también está abajo, estudiando para un examen de matemáticas. Dice que dormirá en el sofá de Tino para cuidar de Gus.

Dominic era el hijo mayor de Dino, un chico muy responsable. Al menos, lo era mucho más que Vito a su edad.

– Voy a darme una ducha y cuando salga quiero veros a los tres acurrucados en los sacos de dormir, y quiero oíros roncar, ¿queda claro?

– No hablaremos -dijo Dante cabizbajo, haciéndose la víctima-. Te lo prometo.

Vito sabía que lo intentarían, pero había cuidado de sus sobrinos las suficientes veces como para saber que sus buenas intenciones no duraban mucho. Volvió la cabeza hacia su hombro y lo olfateó con mala cara. Olía a rayos. Si no se duchaba el hedor lo mantendría en vela toda la noche.

Y aunque la necesidad de pedirle a Sophie que cenara con él le había quitado por completo las ganas de dormir, debía hacerlo. En menos de siete horas tenía que encontrarse de nuevo junto a las tumbas.


Lunes, 15 de enero, 00:45 horas

Sophie entró en casa de su tío Harry y cerró la puerta sin hacer ruido. El televisor de la sala de estar estaba encendido a bajo volumen, tal como esperaba.

– Hay chocolate caliente en la cocina, Soph.

Sophie se sentó en el brazo del sillón reclinable con una sonrisa, se inclinó y besó la calva de Harry.

– ¿Cómo es que siempre sabes cuándo prepararlo? No te he avisado de que iba a venir.

No lo había planeado. Pensaba darse una ducha, cenar y caer rendida en la cama. Pero en casa de Anna reinaba un silencio excesivo y los fantasmas, tanto del pasado como del presente, la acechaban demasiado para sentirse relajada.

– Podría decirte que tengo telepatía -repuso Harry sin apartar los ojos del parpadeo del televisor-, pero lo cierto es que oigo tu moto en cuanto tomas el desvío de Mulberry.

Sophie se estremeció.

– Seguro que la señorita Sparks está que trina.

– Seguro. Pero me parece que si dejara de quejarse se moriría, así que tómatelo como la buena acción del día.

Sophie se rió discretamente.

– Me gusta tu forma de pensar, tío Harry.

Él ahogó una risita y la miró con el entrecejo fruncido.

– ¿Llevas perfume?

– El de la abuela. Me he puesto demasiado, ¿verdad? -preguntó, y él asintió.

– Además hueles como si tuvieras ochenta años. ¿Por qué usas el perfume de Anna?

– Digamos que he estado en contacto con algo que huele fatal. El pelo me olía incluso después de lavármelo. Y eso que me lo he enjuagado hasta cuatro veces. Estaba desesperada. -Se encogió de hombros-. Lo siento; pero, créeme, es mejor esto.

Él tomó la mata de pelo que Sophie llevaba recogida en la nuca y la estrujó.

– Sophie, aún llevas el pelo chorreando. Vas a pillar una pulmonía triple.

Ella sonrió.

– Puede que yo huela como la abuela pero tú hablas igual que ella.

Harry pareció contrariado, pero de pronto se echó a reír.

– Tienes razón. Dime, ¿por qué has venido hasta aquí con el pelo chorreando, Sophie? ¿No podías dormir?

– Exacto. Tenía la esperanza de encontrarte despierto.

– Aquí estoy, con Bette Davis. La extraña pasajera. Buenísima. Ya no se hacen…

– Películas así. -Sophie terminó la frase en tono cariñoso. La había oído cientos de veces durante su vida. Siendo niña supo que su tío era un insomne crónico que dormitaba en su sillón mientras por el televisor pasaban películas antiguas. Siempre le había resultado muy tranquilizador saber que, si alguna noche lo necesitaba, lo encontraría en su sillón dispuesto a escucharla y ofrecerle consejo. O, a veces, su mera presencia.

Siempre lo había tenido allí; siempre.

– La primera vez que bajé y te encontré aquí sentado estabas viendo una película de Bette Davis. Esa vez era Jezabel. Buenísima -bromeó, pero el semblante de Harry había cambiado, se había puesto serio.

– Ya me acuerdo -dijo en tono quedo-. Tenías cuatro años y habías tenido una pesadilla. Estabas muy graciosa bajando la escalera con los patucos del pijama.

Sophie recordaba muy bien ese sueño, recordaba el terror que le producía despertarse en una cama extraña. En esa etapa de su vida las camas siempre eran extrañas. Harry, la abuela y Katherine habían hecho que las cosas cambiaran. Les debía mucho.

– Me encantaba ese pijama con patucos. -Lo había heredado de su prima Nina, que a su vez lo había heredado de su prima Paula. La prenda de franela había sido lavada cientos de veces, y los patucos llevaban cientos de remiendos, pero Sophie lo consideraba lo más valioso que había tenido jamás-. Era muy suave, nunca he tenido otro tan calentito.

Los ojos de Harry emitieron un destello y su mandíbula se tensó, y Sophie supo que estaba recordando el raído pijama de algodón que llevaba la vez que, sin explicación alguna, la encontró plantada en la puerta de su casa. Era una noche igual de fría que la presente y Harry se puso muy furioso. Años después, Sophie comprendió que con quien estaba furioso era con su madre.

– Al principio ni siquiera me di cuenta de que estabas llorando. No me di cuenta hasta que vi tu cara.

Sophie recordaba la primera noche en que bajó la escalera; estaba aterrorizada y temblando a causa de la pesadilla, pero más le aterrorizaba hacer ruido.

– Tenía miedo de despertar a alguien. -Había aprendido que no debía molestar a su madre por las noches-. Tenía miedo de que te pusieras furioso y me echaras de tu casa. -Frotó la frente de Harry con el pulgar para hacer desaparecer su ceño-. Pero no lo hiciste. Me tomaste en brazos y me sentaste en tu regazo, y juntos vimos Jezabel. -De ese modo Sophie encontró un lugar seguro por primera vez en su vida.

– ¿A qué vienen tantos recuerdos, Sophie? ¿Qué te ha ocurrido hoy?

«¿Por dónde empiezo?»

– He estado todo el día ayudando a Katherine. No puedo contarte gran cosa, pero digamos que he estado en una «excavación».

Sophie dibujó las comillas en el aire.

– Has visto un cadáver. -El tono de Harry se endureció-. Eso explica lo del perfume. Es una irresponsabilidad enorme por parte de Katherine. No me extraña que no puedas dormir.

– Soy adulta, tío Harry. Puedo soportar ver un cadáver. Además, Katherine no creía que fuera a verlo. Se ha sentido fatal. -Sophie se volvió para mirar a Harry a los ojos y dio un hondo suspiro-. Pero se ha sentido mucho peor cuando la he visto cerrar la cremallera de la bolsa.

Harry dejó caer los hombros y sus ojos se llenaron de pesar.

– Vaya. Lo siento mucho, cariño.

Ella forzó una sonrisa.

– Estoy bien, solo que no podía quedarme en esa casa esta noche.

– Pues dormirás aquí, en tu antigua habitación. Mañana tengo el día libre, te prepararé gofres.

Ahora era Harry quien parecía un niño. Sophie esbozó una sonrisa, esta vez auténtica.

– Se me hace la boca agua, tío Harry; lástima que deba marcharme muy temprano. Tengo que volver a casa de la abuela y sacar a las perras, y luego tengo que trabajar en el museo todo el día. ¿Qué tal si quedamos para cenar?

– No deberías cenar con un viejo como yo. Tendrías que salir con algún hombre de tu edad, Sophie. Llevas seis meses aquí, ¿no has conocido a nadie que te guste?

El atractivo rostro de Vito Ciccotelli asaltó su mente y Sophie frunció el entrecejo. Mierda; él le gustaba. Y además de gustarle, lo admiraba. Y lo que era peor aún, lo deseaba, incluso sabiendo que no podía ser suyo. El hecho de pensar en él le dejaba casi tan mal sabor de boca como los cadáveres.

– No. Todos los hombres que he conocido están casados, tienen novia o son unos cerdos. -Entornó los ojos-. A veces se hacen los decentes e incluso a una le da por ofrecerles cecina de ternera.

Él pareció alarmarse.

– Por favor, no me digas que ahora se llama «cecina de ternera» al sexo.

Ella lo miró desconcertada y al momento soltó tal carcajada que estuvo a punto de caerse del brazo del sillón. Se llevó la mano a la boca rápidamente para no despertar a su tía Freya.

– No, tío Harry. Que yo sepa la cecina de ternera es solo eso, cecina de ternera.

– La que habla idiomas eres tú, tú sabrás.

Sophie se puso en pie.

– ¿Qué dices a lo de la cena? Te invito a ir a Lou's.

– ¿A Lou's? -Arqueó los labios, pensativo-. ¿Podré pedir un sándwich de ternera con queso?

– No, solo puedes comer trigo germinado. -Ella alzó los ojos en señal de exasperación-. Pues claro que podrás pedir un sándwich de ternera con queso.

Él la miró con ojos chispeantes.

– ¿Con queso fundido?

Ella lo besó en la coronilla.

– Como siempre. Te espero allí a las siete. Sé puntual.

Estaba a media escalera, camino de su habitación, cuando oyó crujir el sillón.

– Sophie.

Ella se volvió y lo encontró mirándola con expresión triste.

– No todos los hombres son unos cerdos. Encontrarás a alguien que valga la pena. Te mereces lo mejor.

A Sophie se le hizo un nudo en la garganta y tragó saliva con decisión.

– Es demasiado tarde, tío Harry. Lo mejor se lo llevó tía Freya. Las demás tenemos que conformarnos con lo que queda. Nos vemos mañana por la noche.


Lunes, 15 de enero, 00:55 horas

Tino se encontraba sentado ante la mesa de la cocina cuando Vito salió de la ducha. Su hermano señaló un plato lleno de linguini con salsa de pollo de la abuela.

– Lo he calentado en el microondas.

Vito suspiró y se dejó caer en una silla.

– Gracias, no he tenido tiempo de cenar.

Tino entrecerró los ojos, preocupado.

– ¿Has ido al cementerio?

Aparte de Nick, Tino era la única persona que sabía lo que significaba ese día y cómo había muerto Andrea. Nick lo sabía porque estaba presente cuando ocurrió; Tino porque Vito había bebido demasiado y se desahogó con él. Pero su secreto se encontraba a salvo tanto con Tino como con Nick.

– Sí, pero no al que te imaginas.

El terreno plagado de tumbas donde había pasado el día era muy distinto al cuidado cementerio en el que dos años atrás había enterrado a Andrea junto a su hermano de meses.

Tino arqueó las cejas.

– ¿Qué quieres decir? ¿Has encontrado tumbas?

Vito volvió la cabeza hacia el rincón de la sala donde los niños dormían.

– ¡Chis!

Tino hizo una mueca.

– Lo siento. ¿Un caso difícil?

– Sí.

Vito devoró dos raciones sin pronunciar palabra. A continuación se sirvió la tercera.

Tino lo observó algo asombrado.

– ¿Cuánto hace que no comes, tío?

– Desde el desayuno. -Una imagen asaltó su mente: Sophie Johannsen, con el rostro surcado de lágrimas, le ofrecía chocolate con leche, cecina de ternera y pastelitos de crema-. Bueno, no es del todo cierto. Hace una hora más o menos he comido un poco de cecina de ternera.

Tino soltó una carcajada.

– ¿Cecina de ternera? ¿Tú, que eres tan tiquismiquis?

– Tenía hambre.

Además, el hecho de tomar el tentempié de la mano de Sophie lo había convertido en mucho más apetitoso de lo que imaginaba. Se había pasado todo el camino dándole vueltas a la cabeza, pero ahora tenía asuntos más urgentes que tratar. Bajó la voz.

– He llamado a Dino al móvil, pero me salta el buzón de voz. ¿Qué ha ocurrido?

Tino se inclinó hacia él.

– Ha telefoneado sobre las seis -susurró-. Molly llevaba todo el día mareada y acababa de perder el conocimiento. Creen que ha sido un principio de derrame cerebral.

Vito se lo quedó mirando anonadado.

– Solo tiene treinta y siete años.

– Ya lo sé. -Tino se le acercó un poco más-. Dino ha enviado a Dominic y a los niños a casa de unos vecinos para que no vieran cómo se la llevaban en ambulancia. Luego ha llamado para que fuéramos a recogerlos. Estaba aterrorizado. Yo he ido a por ellos.

Vito retiró el plato; se le había pasado el hambre.

– ¿Cómo está Molly?

– Papá ha llamado hace dos horas. Está estable.

– ¿Y papá?

Michael Ciccotelli tenía problemas cardíacos. Esos sustos no le hacían ningún bien.

– Se ha emocionado mucho al saber que Molly está bien y mamá ha procurado que se calmara. -Tino se quedó mirando a Vito un momento-. Así que no te ha dado tiempo de ir al cementerio.

– No, pero estoy bien. Es distinto del año pasado -añadió-. Estoy bien, de verdad.

– Claro que estás bien, por eso llevas una semana entera paseándote de noche por la habitación. -Arqueó una ceja cuando Vito abrió la boca para protestar-. Tu dormitorio está justo encima del mío. Oigo crujir el parquet.

– Pues entonces estamos en paz. Yo oigo todos los gemidos: «Oh, Tino».

Tino tuvo el detalle de fingir que se avergonzaba.

– Hace semanas que no me acuesto con nadie, y no parece que vaya a volver a suceder pronto. Pero en parte es una suerte. Tenía que terminar el retrato que me habían encargado. Gracias a tus paseos nocturnos he acabado el cuadro de la señora Sorrell antes de lo previsto. -Alzó las cejas-. Ya sabes a qué cuadro me refiero.

– Sí -dijo Vito en tono de guasa. La mujer le había encargado a Tino un retrato a partir de una fotografía íntima para regalárselo a su marido-. La que tiene unas bonitas… -Oyó un ruido procedente de la sala-. Camisetas -soltó con decisión, y Tino sonrió con gesto burlón.

– Por cierto, me alegro de haberlo terminado antes de que llegaran los chicos. Ese cuadro no es apto para menores. El señor Sorrell es un hombre afortunado.

Vito sacudió la cabeza, sobre todo para borrar de su mente la imagen de Sophie Johannsen con su ceñida camiseta que acababa de asaltarlo.

– Tino, un día de estos vas a meterte en algún lío por culpa de andar pintando retratos indecentes de mujeres casadas.

Tino se echó a reír.

– Dante tiene razón, estás demasiado tenso. La señora Sorrell tiene una hermana.

Vito volvió a sacudir la cabeza.

– No, gracias.

De repente, Tino se puso serio.

– Hace dos años que murió Andrea -dijo en tono amable.

«Que murió Andrea» era una manera muy diplomática de decirlo, pero esa noche Vito no tenía ánimos para discutir.

– Sé muy bien el tiempo que hace. Cuento los minutos.

Tino se quedó callado un buen rato.

– Entonces sabes que ya has pagado suficiente por ello.

Vito se lo quedó mirando.

– ¿Cuánto tiempo es «suficiente», Tino?

– ¿Para guardar un duelo? No lo sé. Pero para culparte… Cinco minutos eran demasiado tiempo. Déjalo ya, Vito. Ocurrió así, fue un accidente. Claro que no lo aceptarás hasta que no estés preparado para ello. Solo espero que sea pronto, de lo contrario acabarás muy solo.

Vito no tenía nada que objetar y Tino se levantó y sacó un plato de la nevera.

– Te he guardado un trozo del pastel de los chicos. Los he vigilado mientras lo cocían, así que puedes comértelo tranquilo.

Vito se quedó mirando el plato con el entrecejo fruncido.

– Todo es cobertura de chocolate. ¿Dónde está el pastel?

A Tino se le escapaba la risa.

– No cayó mucha masa dentro del molde. -Se encogió de hombros-. Al llegar estaban muy asustados por Molly. No vi que tuviera nada de malo dejarlos cocinar.

Sorprendido de notar que se le empañaban los ojos, Vito bajó la mirada al pastel y se concentró en quitarle el envoltorio de plástico. Se aclaró la garganta.

– Has sido muy amable, Tino.

Tino volvió a encogerse de hombros, azorado ante el cumplido.

– Son nuestros sobrinos. La familia es la familia.

Vito pensó en el sencillo y sincero cumplido que le había dirigido Sophie. Él no se había sentido violento. Al contrario, no se había sentido tan cómodo y complacido en mucho tiempo. Con el rabillo del ojo vio que Tino se ponía en pie.

– Me voy a la cama. Mañana el día será mejor, mucho mejor.

De pronto, Vito sintió una imperiosa necesidad de hablar. Sin apartar la mirada del plato lleno de cobertura de chocolate, se esforzó por hacer salir las palabras.

– He conocido a alguien.

Vito vio que su hermano volvía a sentarse.

– ¿Otra policía?

– No, nada de policías. No quiero saber nada de ninguna en un millón de años. Es arqueóloga.

Tino parpadeó, perplejo.

– ¿Arqueóloga? ¿Como… Indiana Jones?

Vito no pudo evitar soltar una risita al imaginarse a Sophie Johannsen abriéndose paso a machetazos por la selva cubierta con un polvoriento sombrero de lona.

– No. Más bien como… -Se percató de que no resultaba fácil establecer una comparación-. Hasta ahora se dedicaba a desenterrar castillos en Francia. Conoce diez lenguas. -«Y tres están más muertas que la persona cuyo cadáver acaban de descubrir.» Ella se había avergonzado ante su propia falta de sensibilidad, pero luego había demostrado con creces que la tenía. ¿Qué había ocurrido en el último momento?

– O sea que es inteligente. ¿Tiene otras cualidades?

– Mide casi un metro ochenta. Tiene los labios de Angelina Jolie y una melena rubia que le llega hasta el trasero.

– Creo que me estoy enamorando -bromeó Tino-. Y, ¿qué tal las camisetas?

Sus labios esbozaron una discreta sonrisa.

– Le sientan estupendamente. -Vito se puso serio-. Y ella también es estupenda.

– Es curioso lo de la fecha -dijo Tino como quien no quiere la cosa-. Me refiero a que justo has tenido que conocerla hoy.

Vito apartó la mirada.

– Me preocupaba haberme fijado en ella solo por ser el día que es. He tratado de convencerme de que hoy no me convenía precipitarme, que podía tratarse de melancolía, o despecho.

– Vito, nadie hace algo así por despecho después de dos años.

Vito se encogió de hombros.

– He pensado que iría a visitarla dentro de unas semanas para ver si sigo sintiendo lo mismo. Pero luego… -Sacudió la cabeza.

– Luego, ¿qué?

Vito suspiró.

– La he acompañado al aparcamiento. Joder, Tino, tiene una moto enorme. Una BMW que se pone a doscientos en menos de diez segundos.

Tino frunció los labios.

– Una tía buena que va en moto. Ahora sí que me estoy enamorando.

– Ha sido una tontería precipitarme por eso -dijo Vito, enfadado consigo mismo.

Tino abrió los ojos como platos.

– ¿La has invitado a salir contigo? Qué interesante.

Vito frunció el entrecejo.

– Lo he intentado, pero no debo de haberlo hecho muy bien.

– Se ha negado en redondo, ¿no?

– Sí, y luego se ha marchado en su moto como alma que lleva el diablo.

Tino se inclinó sobre la mesa y olió a Vito con una mueca.

– A lo mejor ha sido tu exclusivo perfume. Hueles como si hubieras estado desenterrando cadáveres.

– De hecho, así es. Y mañana me toca el segundo asalto.

Tino dejó los platos en el fregadero.

– Pues entonces deberías irte a dormir.

– Ya me voy. -Pero no hizo el mínimo intento de ponerse en pie-. Enseguida. Antes necesito relajarme un poco. Gracias por calentar la cena.

Cuando Tino se hubo marchado, Vito recostó la cabeza en la pared, cerró los ojos y dejó que su mente repasara los últimos momentos con Sophie. No creía que se le hubiera olvidado cómo se invitaba a cenar a una mujer, y la verdad era que nunca antes le habían dado calabazas. Por lo menos no de ese modo. No tenía más remedio que reconocer que había herido un poco su orgullo.

Resultaba más fácil de aceptar si lo consideraba una rareza femenina, solo que Sophie no parecía el tipo de mujer que cambiaba de humor según de dónde soplaba el viento. Se la veía demasiado sensata para eso. O sea que algo le había hecho cambiar de opinión. Tal vez algo de lo que él había dicho o hecho… En esos momentos se encontraba demasiado cansado para pensar. Al día siguiente se lo preguntaría directamente. Le parecía más acertado que tratar de adivinar lo que pasaba por la mente de una mujer, por muy sensata que pareciera.

Acababa de levantarse para apagar la luz cuando oyó un pequeño ruido, como un gimoteo. Procedía del saco de dormir de Pierce. A Vito se le encogió el corazón. Los niños eran, en realidad, muy pequeños. Debían de haberse asustado mucho al ver que su madre se desmayaba. Se agachó junto a Pierce y le pasó la mano por la espalda.

Cuando Vito abrió el saco de dormir descubrió que Pierce tenía el rostro surcado de churretes.

– ¿Tienes miedo?

Pierce sacudió la cabeza con fuerza en señal negativa, pero Vito aguardó un poco y al cabo de diez segundos el chico asintió.

Connor se incorporó.

– Es solo un niño. Ya sabes cómo son los niños.

Vito asintió sabiamente; Connor también tenía los ojos algo hinchados.

– Sí que lo sé. ¿Dante también está despierto? -Apartó un poco el saco de Dante para mirar dentro y el chico le guiñó el ojo-. Así que nadie duerme, ¿eh? ¿Cómo puedo ayudaros? ¿Queréis un vaso de leche caliente?

Connor puso cara de asco.

– ¿Estás de broma?

– Es lo que siempre hacen en la tele. -Se sentó en el suelo entre Pierce y Dante-. Pues decidme qué queréis que haga porque no puedo pasarme toda la noche despierto haciéndoos compañía. Dentro de pocas horas tengo que marcharme a trabajar y no podré dormir si los tres estáis despiertos. Acabaréis por pelearos y me despertaréis. ¿Cómo lo solucionamos?

– Mamá canta -masculló Dante-. Le canta a Pierce.

Pierce le dirigió a Vito una mirada de asentimiento.

– Nos canta a los tres.

Molly tenía una bonita voz de soprano, limpia y perfecta para cantar nanas.

– ¿Qué os canta?

– La canción de los catorce ángeles -dijo Connor en voz baja, y Vito se percató de que no se trataba de una simple nana. Sería como si Molly estuviera allí.

– De Hansel y Gretel. -Siempre había sido una de sus óperas favoritas, y también de su abuelo-. Bueno, yo no soy vuestra madre pero si os ponéis cómodos lo haré lo mejor que pueda. -Aguardó a que los tres se acurrucaran-. El abuelo Chick solía cantarnos la canción de los catorce ángeles a vuestro padre y a mí cuando teníamos vuestra misma edad -susurró con una mano en la espalda de Dante y la otra en la de Pierce. La canción le traía agradables recuerdos del abuelo a quien tanto cariño profesaba, el abuelo que había fomentado su amor por todo tipo de música desde una edad muy temprana.


Cuando de noche me voy a dormir,

catorce ángeles velan por mí,

dos mi almohada guardan,

dos mis pies encauzan,

dos están a mi derecha,

dos están a mi izquierda,

dos cobijo me dan,

dos me ven despertar,

dos me muestran el camino

hacia el Paraíso.


– Cantas muy bien -musitó Pierce cuando hubo completado la primera estrofa.

Vito sonrió.

– Gracias -musitó a su vez.

– Cantó en la boda de la tía Tess y en tu bautizo -susurró Connor. Tragó saliva-. Hizo llorar a mamá.

– No lo hice tan mal -bromeó Vito, y le alivió ver que los labios de Connor se curvaban ligeramente-. Seguro que en estos momentos vuestra madre está pensando en vosotros y le gustaría que estuvierais durmiendo.

Cantó la segunda estrofa en voz más baja porque Dante ya se había dormido. Cuando terminó, Connor había sucumbido también. Solo quedaba Pierce; se le veía muy pequeño en el gran saco de dormir. Vito suspiró.

– ¿Quieres dormir conmigo?

Pierce asintió sin dilación.

– No daré patadas ni tiraré de las sábanas, te lo prometo.

Vito lo aupó con saco incluido.

– ¿Ni te harás pis?

Pierce vaciló.

– Últimamente no me pasa.

Vito se echó a reír.

– Está bien saberlo.


Lunes, 15 de enero, 7:45 horas

El timbrazo del teléfono junto a su cama hizo que Greg Sanders se despertara de golpe del profundo sueño inducido por el whisky. Aún atontado, no acertó por dos veces a ponérselo en la oreja.

– ¿Diga?

– Señor Sanders. -La voz resultaba inquietante de tan pausada-. ¿Sabe quién soy?

Greg se colocó boca arriba y ahogó un grito cuando todo en la habitación empezó a darle vueltas. Mierda de resaca. Había evitado aquello tanto tiempo como había podido, pero había llegado el momento de saldar su deuda con el diablo. Greg no quería ni pensar en qué consistiría la deuda, pero estaba seguro de que implicaría mucho dolor. Tragó saliva; tenía la boca seca.

– Sí.

– Nos ha estado evitando, señor Sanders.

Greg trató de incorporarse y apoyar en la pared la cabeza, que no paraba de darle vueltas.

– Lo siento, yo…

– ¿Usted qué? -Ahora la voz se burlaba de él-. ¿Tiene el dinero?

– No, no todo.

– Eso no está bien, señor Sanders.

Greg se presionó las palpitantes sienes con los dedos, la desesperación le aceleraba más el pulso.

«Espera.»

– Mire, he encontrado trabajo y mañana me pagarán quinientos dólares. Se lo daré todo.

– Por favor, señor Sanders. No mee fuera del tiesto. Eso es una ridiculez. Es muy poco dinero y demasiado tarde. Lo queremos esta tarde, a las cinco. Nos da igual lo que haga para conseguirlo. Y lo queremos todo. De lo contrario no volverá a mear en ninguna parte porque… digamos que no tendrá lo necesario para hacerlo. ¿Entendido?

A Greg se le revolvió el estómago. Asintió, lleno de repugnancia.

– Sss… Sí. Sí, señor.

– Muy bien. Que tenga un buen día, señor Sanders.

Greg hundió la cabeza en la almohada, luego volvió a incorporarse y estampó el teléfono contra la pared. Se oyó un fuerte ruido metálico, trozos de pintura salieron volando y el cristal de un cuadro se hizo añicos al caer al suelo.

La puerta del dormitorio se abrió de golpe.

– ¿Pero qué…?

– Vete -gruñó Greg contra la almohada. Pero notó un tirón en la espalda y se estremeció cuando una mano golpeó en su mejilla. Se sentía como si le hubiera explotado la cabeza. «Esta tarde, a las cinco. Ojalá pudiera», pensó.

– Abre los ojos, cabrón.

Greg obedeció con esfuerzo. Jill lo miraba con ojos furibundos. Una mano lo aferraba por la camiseta y la otra amenazaba con darle un manotazo.

– No me pegues más. -Las palabras sonaron casi como un lloriqueo.

– Eres… -Jill sacudió la cabeza, indignada y perpleja-. He dejado que te quedaras aquí sabiendo que cometía un error y solo porque un día fui lo bastante estúpida para amarte. Pero ya no eres el mismo de antes. Era él, ¿verdad? El tipo de voz horripilante que no para de llamar preguntando por ti. Le debes dinero, ¿no?

– Sí -respondió con un hilo de voz-. Le debo dinero. Y a ti también. Y a mis padres. -Cerró los ojos-. Debo dinero a varios bancos y oficinas de crédito.

– Antes eras alguien importante. -Jill, indignada, lo soltó con un empujón que hizo que a Greg volviera a darle vueltas la cabeza-. Ahora no eres más que un borracho asqueroso. Llevas un año entero sin trabajar.

Él se tapó los ojos con las manos.

– Eso mismo me dice mi agente.

– No te pases de listo conmigo. Habías hecho carrera. Mierda, Greg, tu rostro se encontraba en prácticamente todos los hogares de la ciudad. Pero lo echaste todo a perder por culpa del juego.

– Qué asco de vida, Greg Sanders -repuso él con desprecio.

Jill soltó algo parecido a un sollozo. Greg abrió los ojos y vio que los de ella estaban llenos de lágrimas.

– Te van a partir las piernas, Greg -musitó.

– Eso solo pasa en las películas. En la vida real es mucho peor.

Ella dio un paso atrás.

– Pues esta vez no pienso quedarme a recoger tus pedazos, y no quiero que vuelvan a destrozarme el piso. -Se dio media vuelta y se alejó, pero se detuvo en la puerta-. Te quiero fuera de aquí antes del viernes, ¿está claro? -Luego desapareció.

«Tendría que estar furioso -pensó Greg. Pero no lo estaba. Jill tenía razón-. Lo tenía todo y lo he echado a perder. Tengo que recuperar mi vida. Tengo que pagar mis deudas y empezar de cero.» No le quedaba un céntimo, pero seguía contando con su rostro. Si una vez le sirvió para ganarse la vida, bien podía volver a servirle.

Se levantó de la cama con cuidado y se deslizó en la silla frente a su ordenador. Al día siguiente le pagarían quinientos dólares. Claro que eso no era ni la décima parte del capital que debía. Si además añadía los intereses… Necesitaba más dinero y rápido. Pero ¿cómo lo conseguiría? ¿De quién? Abrió mecánicamente el correo electrónico y frunció el entrecejo al ver el mensaje de E. Munch.

Por lo menos la oferta seguía en pie, solo habían cambiado el horario. «Podría esconderme hasta entonces.» Pero ¿para qué molestarse? Quinientos dólares eran una ridiculez. Lo mejor que podía hacer era marcharse a Canadá sin perder tiempo, teñirse el pelo y cambiar de identidad.

O… Se le ocurrió otra idea. Munch estaba dispuesto a pagarle quinientos dólares en metálico y en su primer e-mail le había dicho que tenía diez papeles para asignar. Incluso con resaca Greg era capaz de efectuar la operación. En la reseña de Munch ponía que el hombre llevaba más de cuarenta años haciendo películas, o sea que era un anciano. Y los ancianos escondían dinero por todas partes. Además, los ancianos eran fáciles de manejar.

«No.» No podía hacer eso. Entonces pensó en la amenaza de… no volver a mear. Sí, sí que podía. Y si Munch no tenía dinero suficiente… Bueno, ya se lo plantearía cuando llegara el momento.

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