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Filadelfia,

domingo, 14 de enero, 14:30 horas

Vito detuvo su camioneta detrás del vehículo de la policía científica.

– Este es el lugar.

– Ya lo había adivinado -masculló-. Las primeras pistas han sido la cinta amarilla y la furgoneta de la policía científica.

Antes de que él pudiera pronunciar una palabra abrió la puerta y saltó de la camioneta. A continuación, hizo una mueca de disgusto y tragó saliva.

– Es muy fuerte -dijo él en tono comprensivo-. Eau de… ¿Cómo lo ha llamado?

L'odeur de la mort -respondió ella con voz queda-. ¿Sigue aquí el cadáver?

– No, pero el olor no siempre desaparece de inmediato. Puedo conseguirle una mascarilla, pero no creo que le sirva de mucho.

Ella negó con la cabeza y los grandes aros que adornaban sus orejas se balancearon.

– Solo me ha pillado desprevenida, no pasa nada. -Con aire resuelto, tomó las dos maletas más pequeñas-. Estoy lista.

Pronunció las últimas palabras con un breve y decidido gesto de asentimiento, más para convencerse a sí misma que a los demás.

Nick se bajó de la furgoneta de la policía científica y Vito tuvo la satisfacción de ver que su compañero se quedaba blanco como el papel. La reacción de Jen McFain fue idéntica. Claro que el efecto no era completo, puesto que Johannsen se había recogido el pelo que antes le colgaba hasta más abajo de las nalgas.

– Jen, Nick, esta es la doctora Johannsen.

Jen se acercó corriendo, sonriente, y estiró el cuello para mirar a Johannsen a la cara. La diferencia de estatura entre las dos mujeres resultaba cómica.

– Soy Jennifer McFain, de la policía científica. Muchas gracias por venir a ayudarnos a pesar de que le hemos avisado con tan poco tiempo, doctora Johannsen.

– No hay de qué. Y, por favor, llámeme Sophie -respondió ella.

– Entonces yo soy Jen.

Jen examinó las dos maletas.

– Siempre he querido tener entre manos uno de esos trastos. Si no le importa, ¿podría quitarse los pendientes?

Johannsen guardó inmediatamente los pendientes en un bolsillo de la chaqueta.

– Lo siento, había olvidado que los llevaba puestos. -Miró a Nick por encima del hombro de Jen-. ¿Y usted es…?

– Soy Nick Lawrence -respondió él-. El compañero de Vito. Gracias por venir.

– Es un placer. Si me dicen por dónde quieren que empiece, lo prepararé todo.

Anduvieron campo a través. Jen y Johannsen iban delante y Vito y Nick guardaron la suficiente distancia para que ellas no pudieran oírlos.

– No es… como esperaba -susurró Nick.

Vito ahogó una risita. Se estaba comportando con calma y serenidad, y así continuaría haciéndolo.

– Por no decir otra cosa, ¿verdad?

– ¿Estás seguro de que es la amiga de Katherine? Parece muy joven.

– Al final he conseguido hablar con Katherine. Es la auténtica doctora Johannsen.

– ¿Y estás seguro de que tendrá la boca cerrada?

Vito se acordó del comentario del dispositivo para borrar la memoria y no pudo evitar sonreír.

– Sí.

Llegaron a la tumba y Vito se puso serio. Por fin sabrían si la desconocida era la única víctima o una de muchas.

Johannsen se quedó mirando la tumba, cabizbaja, y Vito recordó que también había bajado la cabeza al avergonzarse de la crudeza con la que se había referido al cadáver. Vito sabía que no lo había hecho a propósito. El hecho de que se hubiera disculpado tan rápido era digno de tener en cuenta. Sophie se volvió y lo miró a los ojos.

– ¿Aquí es donde encontraron a la mujer?

– Sí.

– El terreno es muy extenso. ¿Por dónde quieren que empiece? ¿Tienen alguna preferencia?

– La doctora Johannsen cree que le llevará cuatro o cinco horas sondear todo el campo -explicó Vito-. Será mejor que primero registremos la zona más cercana a la tumba por ambos lados, a ver qué encontramos.

– Me parece una buena idea -observó Jen-. ¿Cuánto tiempo le llevará prepararlo todo?

– No mucho. -Sophie se arrodilló en la nieve, abrió las maletas y se dispuso a hacer una demostración del montaje del equipo ante Jen, que parecía una niña con zapatos nuevos-. A través de una conexión inalámbrica, la unidad envía datos al portátil, donde quedan almacenados. -Colocó el portátil sobre una de las maletas, lo encendió y se puso en pie con el radar en la mano.

Nick se inclinó para examinarlo.

– Parece una escoba mecánica -observó.

– Sí, una escoba de quince mil dólares -repuso Johannsen, y Vito dio un silbido.

– ¿Este trasto cuesta quince mil dólares? Ha dicho que era uno de los menos potentes.

– Así es. Los más baratos de los grandes valen cincuenta mil. ¿Todos ustedes conocen cómo funciona un radar de penetración terrestre?

– Jen sí -respondió Vito-. Nosotros habíamos pensado en utilizar perros sabuesos.

– No está mal la idea, pero un radar de penetración terrestre ofrece una imagen de lo que hay bajo tierra. No es tan clara como una radiografía, pero define dónde se encuentran los objetos y a qué profundidad. Los colores de la pantalla representan la amplitud del objeto. Cuanto más vivo es el color, mayor es la amplitud.

Jen asintió.

– Cuanto más vivo es el color, mayor es la amplitud y mayor es el objeto.

– O mejor es la calidad de la imagen -prosiguió Sophie-. Los metales suelen reflejarse muy bien, y las bolsas de aire aún mejor. La calidad de la imagen obtenida depende de lo que se está buscando.

– ¿Qué hay de los huesos? -preguntó Nick.

– No se reflejan tan bien, pero por lo menos se ven. Cuanto más antiguos son, más cuesta verlos. Al descomponerse, se mezclan con la tierra y la imagen no destaca tanto.

– ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que no puedan verse? -quiso saber Jen.

– Uno de mis colegas descubrió los restos de un indígena de dos mil quinientos años de antigüedad bajo un túmulo funerario en Kentucky. -Levantó la cabeza-. No creo que tengan que preocuparse por eso. -Se puso en pie y se limpió las manos en la chaqueta. Llevaba los vaqueros empapados pero ni siquiera parecía darse cuenta. Le había confesado a Vito que estaba entusiasmada y él, en efecto, captaba la emoción en sus ojos verde claro-. Vamos allá.

Sophie se puso a trabajar. Empezó examinando la pared vertical de la primera tumba con lentitud y precisión. Vito comprendió por qué hacía falta tanto tiempo para sondear todo el campo. Claro que si encontraban algo, las horas que tendrían que invertir sus hombres serían muchas más.

Jen guardaba silencio.

– Sophie -dijo de pronto con apremio en la voz.

Johannsen se detuvo para examinar la pantalla.

– Es el borde de algo. Hay un cambio repentino en el terreno, el suelo baja unos diez metros. Dejen que sondee un trozo más.

Lo hizo y frunció el entrecejo.

– Aquí hay algo, pero parece que sea de metal. Es parecido a lo que encontramos en los cementerios antiguos, donde los ataúdes están revestidos de plomo. Por la forma no parece un ataúd, pero lo que está claro es que contiene metal. -Levantó la cabeza y los miró con gesto interrogativo-. ¿Tiene sentido?

Vito recordó las manos de la desconocida.

– Sí -respondió con gravedad-. Tiene sentido.

Johannsen asintió al darse cuenta de que esa sería la única respuesta que obtendría.

– Muy bien. -Marcó las esquinas con los clavos de señalización-. Mide ciento noventa y ocho por noventa y un centímetros.

– Igual que la primera -dijo Jen.

– Ojalá estemos equivocados, Vito. -Nick sacudió la cabeza-. Mierda.

Jen se puso en pie.

– Voy a por las herramientas y la cámara, y también les pediré a mis hombres que vuelvan e instalar los focos. Échame una mano con las herramientas, Nick. Vito, tú llama a Katherine.

– Ahora mismo, y también llamaré a Liz.

A la teniente Liz Sawyer no le había gustado en absoluto enterarse de la existencia del primer cadáver. Lo que menos desearía oír era que había más tumbas anónimas.

Nick siguió a Jen y dejó a Vito a solas con Johannsen.

– Lo siento -fue todo cuanto ella dijo con la mirada llena de tristeza.

Él asintió.

– Sí, yo también. Vayamos a examinar el otro lado.

Mientras Johannsen proseguía, Vito marcó en su móvil el número de Liz.

– Liz, soy Vito. Tenemos a una arqueóloga. Hay otro.

– Vaya -se limitó a responder Liz-. ¿Otro u otros?

– Por lo menos uno. Acaba de empezar y le llevará un buen rato. Jen ha ido a avisar a su equipo. Trataremos de avanzar cuanto podamos esta noche.

– Mantenme informada -ordenó-. Llamaré al comisario para alertarlo.

– Muy bien.

Vito guardó el móvil en el bolsillo.

Jen y Nick regresaron con las herramientas para cavar y la cámara justo cuando Johannsen daba con el límite de la siguiente tumba.

– Tiene la misma longitud y profundidad.

Pasaron veinte minutos antes de que levantara la cabeza.

– Otro cadáver, pero en este no hay nada metálico.

– Aquí no habíamos encontrado nada con el detector de metales -dijo Nick.

Vito recorrió el campo con la mirada.

– Ya lo sé. Eso quiere decir que puede que haya incluso más.

Jen estaba colocando una capa de material plástico alrededor de la nueva tumba.

– Coged una pala, chicos.

Así lo hicieron, y durante un rato los cuatro trabajaron en silencio. Johannsen señalizó el segundo recuadro y se desplazó hacia la izquierda para empezar de nuevo. Mientras, Nick, Vito y Jen cavaban. Nick fue el primero en topar con el cadáver. Jen se inclinó hacia delante y con su pincel retiró la tierra que cubría el rostro de la víctima.

Era un hombre, joven y rubio. El cuerpo apenas había empezado a descomponerse. Era guapo.

– No lleva mucho tiempo muerto -observó Nick-. Tal vez una semana.

– Como mucho -dijo Vito-. Deja a la vista sus manos, Jen.

Ella lo hizo y Vito se acercó para ver mejor algo que no comprendía.

– ¿Qué demonios significa esto?

– No está rezando. -Nick frunció el entrecejo-. ¿Qué está haciendo?

– Haga lo que haga, tiene las manos atadas con alambre, igual que la desconocida -observó Jen.

La víctima tenía los puños cerrados; ambos estaban apoyados en su torso desnudo, el derecho por encima del izquierdo. La mano derecha se encontraba a la altura del corazón y los codos, doblados, apuntaban hacia abajo. Las manos formaban sendas «o».

– Estaba sujetando algo -dedujo Vito.

– Una espada. -Las palabras, pronunciadas en un susurro, procedían de Sophie Johannsen, quien permanecía de pie con el rostro de un blanco fantasmal bajo el pañuelo rojo. Miraba fijamente a la víctima, con ojos desorbitados, horrorizada. Vito sintió el repentino impulso de abrazarla y ocultarle el rostro contra su pecho, para protegerla de la imagen del cadáver en descomposición.

Pero en vez de eso se levantó y posó las manos en sus hombros.

– ¿Qué ha dicho?

Sophie permaneció inmóvil, con los ojos aún fijos en el muerto.

Él la agitó ligeramente y la asió por la barbilla obligándola a mirarlo.

– Doctora Johannsen, ¿qué ha dicho?

Ella tragó saliva y luego alzó los ojos, que habían dejado de brillar.

– Parece una efigie.

– ¿Una efigie? -repitió Vito-. ¿Qué es eso, un monigote?

Ella cerró los ojos. Era obvio que trataba de recobrar el ánimo. Vito recordó que los cadáveres que Sophie solía descubrir llevaban muertos cientos de años.

– No -respondió ella con voz afectada-. Es una escultura. En muchas tumbas hay una imagen del muerto esculpida en piedra o mármol, una especie de estatua tumbada de espaldas sobre el sepulcro. Se llama efigie.

Sophie se había tranquilizado; ahora hablaba como una profesora dando una clase. Vito imaginó que esa era su forma de afrontar la situación.

– Las mujeres suelen tener las manos juntas, así. -Sophie unió las manos y las colocó apuntando a su barbilla, en la misma postura que la desconocida.

Vito se volvió bruscamente hacia Nick y este asintió.

– Siga, Sophie -la animó Nick con voz queda-. Lo está haciendo muy bien.

– Pero… a veces tienen los brazos cruzados sobre el pecho.

Volvió a hacer una demostración de la postura, colocando las manos estiradas sobre su pecho.

– En ocasiones los hombres también posan con las manos juntas, como si rezaran, pero otras veces se les representa vestidos con la armadura y sosteniendo su espada. Suelen tenerla a un lado, pero hay efigies que están esculpidas así.

Sophie cerró sus trémulas manos y las colocó sobre el pecho del mismo modo que las de la víctima.

– El hombre sujeta la espada por la empuñadura y la hoja queda plana sobre su torso, justo en el centro y apuntando hacia abajo. No es una postura muy frecuente. Significa que murió en combate. ¿Saben quién es?

Vito negó con la cabeza.

– Todavía no.

– Alguien que tenía padres y tal vez esposa -masculló ella.

– ¿Desea ir a sentarse un rato en mi camioneta? Aquí tiene las llaves.

Ella lo miró, sus ojos aparecían empañados por las lágrimas contenidas.

– No, estoy bien. Solo me había acercado para decirles que no he encontrado nada más hacia la izquierda. Voy a retroceder hacía donde están los árboles. -Se enjugó los ojos con su guante multicolor-. No pasa nada.

Nick se puso en pie.

– Sophie, ahora que lo dice, recuerdo haber visto imágenes parecidas en un viejo libro de historia. Esculpir una efigie en la tumba es una costumbre medieval, ¿verdad?

Ella asintió con el rostro aún muy pálido.

– Sí. Las más antiguas datan del 1100, y siguieron siendo muy frecuentes durante el Renacimiento.

– ¡Chicos! -Jen estaba arrodillada junto a la tumba-. Tenemos problemas más graves que la espada de ese tipo. -Se puso en pie y se sacudió la tierra de los pantalones.

Vito y Nick bajaron la cabeza para mirar en el interior de la tumba pero Johannsen se quedó donde estaba. Vito no podía culparla; lo que vio hizo que le entraran ganas de volver la cabeza, pero no lo hizo. Jen había desenterrado a la víctima hasta las ingles y en su abdomen se observaba un gran agujero.

– Qué hijo de puta -masculló Vito.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Johannsen desde un metro y medio de distancia.

Jen suspiró.

– A este hombre le han arrancado las tripas.

– Lo han destripado -confirmó Johannsen-. Es una tortura que se ha practicado a lo largo de la historia, principalmente se utilizaba en la Edad Media.

– Una tortura -susurró Nick-. Joder, Vito, ¿qué clase de enfermo mental es capaz de hacer una cosa así?

Vito recorrió el campo con la mirada.

– ¿Y a cuántos más habrá enterrado aquí?


Nueva York,

domingo, 14 de enero, 17:00 horas

El corcho que saltó de la botella de champán hizo que el ruido de fondo se redujera a un quedo rumor. Desde el otro extremo de la sala, Derek Harrington observaba cómo Jager Van Zandt sostenía la burbujeante botella alejada de su carísimo traje entre los rostros de aprobación de un gran grupo de jóvenes expectantes.

– Antes solíamos conformarnos con un pack de seis botellas de cerveza, siempre que estuvieran frías.

Derek levantó la cabeza para mirar a Tony England y esbozó una sonrisa melancólica.

– Ah, los viejos tiempos.

Sin embargo, Tony no sonreía.

– Echo de menos esos tiempos, Derek. Echo de menos tu antiguo sótano y las noches en vela, trabajando, y… las camisetas y los vaqueros. La época en la que solo éramos Jager, tú y yo.

– Ya lo sé. Estamos creciendo muy deprisa… Ni siquiera conozco a la mitad de esos chicos.

Pero, por encima de todo, echaba de menos a su amigo. La fama y el ansia de ganar dinero habían convertido a Jager Van Zandt en un hombre a quien ya no estaba seguro de conocer.

– Supongo que el éxito tiene su precio.

Tony guardó silencio un momento.

– Derek, ¿es cierto que habrá una oferta pública de venta?

– He oído rumores.

Tony frunció el entrecejo.

– ¿Rumores? Mierda, Derek, eres el vicepresidente. ¿No crees que deberías disponer de información más fiable que simples rumores?

Debería, pero no disponía de ella. Jager le ahorró tener que responder. Se había puesto en pie sobre una silla y sostenía en alto su esbelta copa de champán.

– Señores, señoras. Estamos aquí para celebrar algo. Sé que después de este largo congreso están todos cansados. No obstante, el congreso ha terminado y todo ha salido bien. Toda nuestra producción de Tras las líneas enemigas está más que vendida. Tenemos encargos para todos y cada uno de los videojuegos que consigamos fabricar. Hemos agotado las existencias. ¡Lo hemos conseguido una vez más!

Los jóvenes lo vitorearon, pero Derek permaneció callado.

– Ha vendido todas las existencias, qué bien -masculló Tony.

– Tony -susurró Derek-. Aquí no. No es ni el lugar ni el momento.

– ¿Cuándo será el momento, Derek? -preguntó Tony-. ¿Cuando nosotros también digamos a todo amén? ¿O es a mí al único que eso le preocupa?

Tony sacudió la cabeza y tras abrirse paso a través de la multitud salió a la calle.

Tony siempre había sido un exagerado y Derek lo sabía. La pasión y la genialidad solían ir de la mano. Sin embargo él ya no estaba seguro de sentir pasión. Ni de ser un genio. Ni siquiera de tener dotes artísticas.

– Por supuesto, todos gozarán de jugosos dividendos por esas ventas -estaba diciendo Jager, y se oyeron más vítores-. Pero de momento vamos a saborear un delicioso pastel.

Dos camareros entraron en la sala con una larga mesa rectangular. Sobre ella había un pastel de casi dos metros de largo por uno de ancho, decorado con el logotipo de oRo: Un dragón dorado con una «R» gigantesca en el pecho. El dragón aferraba dos «o», una con cada pata.

Jager y él habían elegido el logotipo con gran esmero. Derek había diseñado el dragón dorado y Jager había decidido el nombre de la compañía. Las letras «o», «R», «o» tenían un valor simbólico relacionado con el origen holandés de Jager. A Derek nunca le había importado que la «R» fuera cinco veces más grande que las «o». Sin embargo, ahora sí que le importaba. Ahora había muchas cosas que le molestaban. No obstante, al oír que se mencionaban los beneficios de los empleados, se obligó a sonreír y aceptó una copa de champán.

– La expansión de oRo está entrando en una nueva etapa -prosiguió Jager-. Y con ese fin, debemos anunciar algunos cambios. Derek Harrington ha sido ascendido.

Derek, atónito, se puso tieso y se quedó mirando al sonriente Jager. Rápidamente volvió a forzar una sonrisa; no quería que se notara que lo habían pillado por sorpresa.

– Derek pasa a ser el director artístico ejecutivo.

Se oyeron más vítores y Derek asintió; la sonrisa se le heló en el rostro. Ahora comprendía lo que Jager había hecho, y las siguientes palabras de este confirmaron sus sospechas.

– Y, en reconocimiento a su enorme contribución al éxito de Tras las líneas enemigas, Frasier Lewis pasa a ser el director artístico.

Los empleados aplaudieron mientras a Derek se le caía el alma a los pies.

– Frasier no ha podido estar aquí esta noche, pero les envía saludos y sus mejores deseos para la próxima campaña. Me ha pedido que proponga un brindis en su nombre; cito sus palabras textuales: «Tras las líneas enemigas nos ha puesto en órbita. Ojalá El inquisidor haga llegar a oRo hasta la luna.»

Jager alzó su copa.

– ¡Por oRo y por el éxito!

Con las manos temblorosas, Derek se escabulló de la sala. Había tanto jolgorio que nadie notaría que se había marchado. Una vez en el vestíbulo, se apoyó en la pared. Tenía el estómago revuelto. El ascenso era una patraña: a Derek no lo habían ascendido; en realidad lo habían quitado de en medio. Frasier Lewis había aportado riqueza y éxito a oRo, pero sus métodos poco claros asustaban a Derek. Él había tratado de detener a Jager, de mantener a oRo en el buen camino.

Pero ya era demasiado tarde. Jager acababa de sustituirlo por alguien que le decía amén a todo.


Filadelfia,

domingo, 14 de enero, 17:00 horas

Aquello estaba resultando peor de lo que ella nunca habría imaginado. La emoción ante la perspectiva de la búsqueda se había convertido de súbito en un miedo glacial al mirar el rostro del muerto. Y el miedo se intensificaba a medida que caía la tarde. Sophie continuó sondeando el terreno y trató de dejar de pensar en los clavos de señalización que había colocado. Y en el cadáver que habían encontrado. Alguien había torturado y asesinado a aquel hombre, y también a otras personas. ¿Cuántos cadáveres más habría allí enterrados?

Katherine había regresado para examinar a la víctima y ella y Sophie se habían saludado con la cabeza, pero no habían intercambiado palabra alguna. En el lugar reinaba un silencio extraño; el pequeño batallón de policías realizaba su trabajo con eficiencia aunque con sigilo.

Sophie trató de concentrarse en captar los objetos enterrados. Aunque no eran objetos; eran personas. Y estaban muertas. Intentó no pensar en ello y refugiarse en la rutina del sondeo, en situar cada uno de los clavos en el lugar exacto en el que debía estar.

Hasta que introdujo la mano en el bolsillo y lo notó vacío. Había cogido dos paquetes de clavos de la sala de material antes de encontrarse con Vito. «Y cada paquete contiene doce clavos.» En total eran veinticuatro. «Seis tumbas.» Ya habían localizado seis tumbas. Con la que la policía había encontrado antes de que ella llegara sumaban siete. «Y todavía no he terminado. ¡Santo Dios, siete personas!»

Notó que se le nublaba la vista y, enfadada, se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. Probablemente la policía científica dispondría de algo que pudiera utilizar para señalar las tumbas. Alzó la cabeza en busca de Jen McFain, pero un sonido a su espalda la dejó petrificada. Era el ruido de una cremallera, amplificado en aquel extraño silencio. Poco a poco, levantó la cabeza para mirar a Katherine Bauer por encima de la bolsa en la que acababa de encerrar el cadáver, y de pronto retrocedió dieciséis años. Entonces, Katherine tenía el pelo más oscuro y un poco más largo.

Y la bolsa del cadáver cuya cremallera cerraba era mucho más pequeña.

El silencio se desvaneció. Todo cuanto Sophie podía oír era el golpeteo de su pulso. Katherine abrió los ojos como platos al comprender con horror lo que ocurría. Tenía exactamente el mismo aspecto que entonces.

Sophie había oído su nombre, pero todo cuanto podía ver era el cadáver tendido en la camilla, igual que aquel día. «Era tan pequeña…» Aquel día llegó demasiado tarde; todo cuanto pudo hacer fue observar conmocionada cómo se la llevaban. Una intensa y repentina oleada de dolor la invadió. Y el dolor dio paso a la rabia; una rabia absoluta teñida de amargura. Elle los había dejado y nada podría devolvérsela.

– Sophie.

Sophie pestañeó ante el inesperado pellizco en la barbilla. Se fijó en el rostro de Katherine, en las líneas de expresión que los dieciséis años transcurridos habían trazado en él, y exhaló un trémulo suspiro. Recordó dónde estaba y cerró los ojos, avergonzada.

– Lo siento -masculló.

La presión de la barbilla era cada vez mayor, hasta que abrió los ojos. Katherine la miraba con el entrecejo fruncido.

– Entra en mi coche, Sophie. Estás más blanca que el papel.

Pero Sophie se apartó.

– Estoy bien.

Levantó la cabeza y vio que Vito Ciccotelli, de pie junto a la gran bolsa que contenía el cadáver, la observaba con los ojos entrecerrados. Antes, la había tachado de grosera e insensible. Probablemente ahora la consideraría emocionalmente inestable o, aún peor, una debilucha. Sophie alzó la barbilla, irguió la espalda y respondió a la fija atención de él lanzándole una mirada desafiante. Prefería que la considerara grosera.

Sin embargo, él no apartó la vista, mantuvo sus oscuros ojos fijos en los de ella. Sophie, desconcertada, dejó de mirar a Vito y dio un paso atrás.

– Estoy bien, de verdad.

– No -susurró Katherine-. No estás bien. Ya has hecho bastante por hoy. Le pediré a uno de los agentes que te acompañe a casa.

Sophie tensó la mandíbula.

– Cuando empiezo algo, lo termino. -Se agachó para recoger la barra del radar, que se le había escapado de las manos al dejarse llevar momentáneamente por los recuerdos-. No como otros.

Se dispuso a volverse, pero Katherine la aferró por el brazo.

– Fue un accidente -susurró Katherine. Sophie estaba segura de que la mujer lo creía de veras-. Pensaba que después de tanto tiempo ya lo habrías aceptado.

Sophie negó con la cabeza. Seguía estando furiosa y la rabia le hervía por dentro. Por eso cuando habló, su tono fue frío.

– Siempre fuiste demasiado blanda con ella. Yo no soy tan…

– ¿Benévola? -la atajó Katherine con acritud.

Sophie soltó una risita llena de amargura.

– Ingenua. Ahora tengo que acabar el trabajo que me has pedido que haga.

Se apartó de Katherine e introdujo la mano en el bolsillo. Entonces recordó que le faltaban clavos. Buscó a Jen con la mirada y reparó en que hacía rato que el pequeño batallón de agentes se había quedado mudo, observando con descarada curiosidad la escena entre Katherine y ella.

Le entraron ganas de gritarles que se metieran en sus asuntos, pero se controló. Buscó a Jen con la mirada, pero de nuevo se encontró con los oscuros ojos de Vito Ciccotelli. No los había apartado de ella ni un momento.

– Me he quedado sin clavos. ¿Tienen algo para señalar el terreno?

– Algo encontraré.

Vito le dirigió otra larga mirada interrogativa antes de volverse hacia la furgoneta de la policía científica. Cuando ya no la miraba, Sophie notó que sus pulmones se vaciaban al exhalar un hondo suspiro y reparó en que llevaba mucho rato conteniendo la respiración. Junto con el aire también la ira abandonó su cuerpo. Todo cuanto ahora sentía era pesar y vergüenza.

– Lo siento, Katherine. No tendría que haber perdido los estribos. -Se interrumpió justo antes de decir que estaba equivocada. Nunca le había mentido a Katherine y no tenía sentido empezar a hacerlo en ese momento.

Las comisuras de los labios de Katherine se curvaron en un gesto de aceptación al comprender lo que Sophie había omitido.

– No tiene importancia. Ha sido muy desagradable ver a la víctima, y eso te ha alterado. No creía que llegaras a ver ningún cadáver; pensaba que harías el sondeo y te marcharías. Supongo que no he planeado las cosas con el debido cuidado.

– No te preocupes. Me alegro de que me pidieras ayuda.

Sophie estrechó el brazo de Katherine, segura de que, como siempre, entre ellas no había rencillas. «Es una suerte que Katherine sea más benévola que yo», pensó arrepentida. Claro que era más fácil ser benévolo cuando las desgracias no te tocaban tan de cerca. Elle no era hija de Katherine. «Era hija mía.» Sophie se aclaró la garganta y al hablar su voz sonó áspera.

– Ahora deja que siga trabajando, a ver si de ese modo los policías dejan de mirarnos.

Katherine se volvió para mirar atrás, como si hasta ese momento no hubiera reparado en que estaban montando una escena. Con solo arquear una ceja la menuda mujer puso a todo el mundo en su sitio.

– Los policías son unos chismosos -susurró-. Para que luego digan de las mujeres.

– Eso es mentira.

Sophie levantó la cabeza y vio a Vito tras ellas con un manojo de banderines de colores en la mano como si fuera un ramo de flores.

Katherine le sonrió.

– No, es verdad y lo sabes.

Él esbozó una sonrisa ladeada.

– Cambia «chismosos» por «observadores» y estaré conforme. -Sus palabras iban dirigidas a Katherine, pero miraba a Sophie con la misma fijeza que antes. Le tendió los banderines-. Aquí tiene esto para señalizar el terreno.

Ella vaciló antes de cogerlos, la simple idea de tocarle la mano la ponía nerviosa. Qué ridículo. Era una profesional y acabaría el trabajo que había ido a hacer.

Tomó los banderines y se los guardó en el bolsillo.

– Espero que no me hagan falta tantos.

La débil sonrisa de Vito se desvaneció mientras repasaba el terreno con la mirada.

– Pues ya somos dos.

Katherine suspiró.

– Amén.


Dutton, Georgia,

domingo, 14 de enero, 21:40 horas

Daniel Vartanian estaba sentado en la cama de su habitación del hotel y se masajeaba la frente ante la inminente amenaza de un ataque de migraña.

– Así están las cosas -dijo para acabar, y aguardó a que su jefe se pronunciara.

Chase Wharton suspiró.

– Tu familia es un asco. Lo sabes, ¿verdad?

– Lo sé, créeme. Bueno, ¿puedo tomarme unos días de permiso o no?

– ¿Estás seguro de que se han ido de viaje? ¿Para qué tantas mentiras?

– Mis padres son de los que guardan las apariencias, da igual el motivo. -Sus padres habían ocultado muchos secretos para preservar el buen nombre de la familia. «Si la gente supiera la verdad…»-. El hecho de que no hayan querido que nadie se entere de la enfermedad de mi madre es de lo más normal.

– Pero se trata de cáncer, Daniel, no de un delito de pederastia o algo por el estilo.

«O algo por el estilo», pensó Daniel.

– El cáncer es motivo suficiente para dar que hablar, cosa que mi padre no tolera, y menos ahora que acaba de presentarse a congresista.

– No me habías contado que tu padre se dedicara a la política.

– Mi padre se dedica a la política desde el día en que nació -dijo Daniel con amargura-. Sabía que militaba, pero no creía que fuera a presentar su candidatura para el Congreso. Parece que lo decidió justo antes de marcharse.

Se lo había contado Tawny Howard, que era quien les había tomado nota de la cena a Frank y a él. Y a Tawny se lo había contado la secretaria de Carl Sargent, el hombre a quien su padre había visitado la última vez que había estado en la ciudad.

– Estoy seguro de que cree que el cáncer de mi madre podría ser utilizado por la oposición. Y mi madre siempre hace lo que él dice.

Chase guardó silencio y Daniel imaginó su cara de preocupación.

– Escucha, Chase, solo quiero encontrar a mis padres. Mi madre está enferma. Necesito… -Daniel dio un resoplido-. Necesito verla. Tengo que decirle algo y no quiero que muera sin haberlo hecho. Tuvimos una pelea y le dije cosas horribles. -De hecho, era a su padre a quien se las había dicho, pero la ira y la indignación que sentía… y la vergüenza… incluían a su madre.

– ¿Crees que no tenías razón? -preguntó Chase con voz queda.

– Sí que tenía razón, pero… No tendría que haber dejado que eso se interpusiera entre nosotros durante tantos años.

– Pues tómate unos días de permiso. Pero a la menor sospecha de que no se trata de unas simples vacaciones quiero que vuelvas y pondremos en marcha una investigación en toda regla. No quiero que me den una patada en el culo porque un juez retirado ha desaparecido y me he saltado el procedimiento. -Chase vaciló-. Ten cuidado, Daniel. Y siento lo de tu madre.

– Gracias.

Daniel no sabía muy bien por dónde empezar, pero estaba seguro de que en el ordenador de su padre encontraría algunas pistas. Al día siguiente, un compañero del GBI lo ayudaría a examinar los registros. Daniel rezaba por ser capaz de enfrentarse a lo que encontraran.


Nueva York,

domingo, 14 de enero, 22:00 horas

Sentado a oscuras en el salón de la suite del hotel, Derek observó cómo Jager cruzaba la puerta tambaleándose.

– Estás borracho -dijo Derek con repugnancia.

Jager se incorporó de golpe.

– Joder, Derek. Me has dado un susto de muerte.

– Entonces estamos en paz -respondió Derek con acritud-. ¿Puedes explicarme de qué demonios va todo esto?

– ¿El qué? -Jager formuló la pregunta con desdén y la indignación de Derek aumentó.

– Ya lo sabes. ¿Quién narices te ha autorizado a nombrar a Lewis director artístico?

– No es más que una forma de llamarlo, Derek. -Jager le lanzó una mirada mordaz mientras se despojaba de la corbata-. Si te hubieras quedado en el bar celebrándolo con nosotros en vez de permanecer aquí a oscuras enfurruñado como un niño, habrías oído la noticia de primera mano. Hemos conseguido un stand en Pinnacle.

– ¿En Pinnacle?

Se trataba de una feria anual dedicada a los videojuegos, a escala mundial. Era muy importante. Pinnacle significaba para los diseñadores de videojuegos lo que Cannes para los directores de cine. Era el acontecimiento principal para ver y ser visto, para que el sector en pleno tuviera ocasión de apreciar su arte. El público hacía cola durante días para conseguir una entrada. Los stands se asignaban únicamente por invitación. Pinnacle era… el pináculo. Exhaló un lento suspiro, costaba creer que fuera cierto. Ni siquiera en sus sueños más atrevidos habría ocurrido.

– Estás bromeando.

Jager se echó a reír, pero el sonido resultó inquietante.

– Nunca bromeo con estas cosas.

Se dirigió al mueble bar y se sirvió otra copa.

– Ya está bien, Jager -espetó Derek, pero Jager le lanzó una mirada furibunda.

– Cállate. Cállate de una vez. Estoy hasta los huevos de ti y de tu cantinela: «No hagas esto, no hagas lo otro.» -Echó la cabeza hacia atrás para tomar un trago-. Estaremos en Pinnacle porque yo me he arriesgado, porque yo he tenido cojones para enviar la carta, porque yo tengo lo que hace falta para triunfar.

Derek torció el gesto, furioso por lo que Jager no había acabado de decir.

– Y yo no.

Jager abrió los brazos.

– Tú lo has dicho. -Apartó la mirada y masculló-: Socio.

– Lo soy, y lo sabes -dijo Derek con voz queda.

– ¿El qué?

– Tu socio.

– Pues entonces empieza a comportarte como tal -dijo Jager con rotundidad-. Deja ya de actuar como un fanático religioso. La obra de Frasier Lewis es una forma de ocio, Derek. Y punto.

Derek sacudió la cabeza cuando Jager se dispuso a dirigirse a su habitación.

– Es indecente. Y punto.

Jager se detuvo con la mano en el tirador de la puerta.

– Pero es lo que vende.

– No está bien, Jager.

– No he visto que hicieras ascos a ninguna paga. Actúas como si la violencia fuera contra tus principios éticos pero, a la hora de cobrar, el dinero te va tan bien como a mí. Y si no es así, puedes irte.

– ¿Es una amenaza? -preguntó Derek en tono tranquilo.

– No. Es una realidad. Ponte en contacto con Frasier y pídele que se dé prisa con las escenas de lucha que lleva prometiéndome desde hace un mes. Las quiero el martes a las nueve. Necesito las escenas de lucha de El inquisidor para mostrarlas en Pinnacle, así que ya puede mover el culo.

Derek, anonadado, no podía apartar los ojos de él.

– Le has encargado a él el nuevo juego.

Jager se volvió, su mirada era glacial.

– Esta es una empresa que se dedica al ocio -dijo entre dientes-. Y sí, hace meses que le encargué a Frasier el diseño de El inquisidor. Si te lo hubiera encargado a ti, habríamos acabado con las penosas imágenes desvaídas de todos los años. Él ha estado investigando y trabajando en el diseño durante meses mientras tú te dedicabas a hacer dibujitos.

Pronunció las últimas palabras con desdén.

– Asúmelo, Derek. Yo he colocado a oRo un escalón más arriba de donde estaba. Ponte al nivel o abandona.

Y se marchó dando un portazo.

Derek permaneció un rato inmóvil, mirando la puerta. «Ponte al nivel o abandona.» No podía abandonar así como así. ¿Adónde iría? Había puesto en oRo todo su talento, había puesto el alma. No podía macharse. Le hacía falta el sueldo. El colegio de su hija no era barato. «Soy un hipócrita.» Se había mostrado en desacuerdo con utilizar las escenas de Frasier Lewis, porque los asesinatos resultaban escalofriantes de tan reales como parecían. Pero Jager tenía razón. «Es cierto que acepto el dinero. Me gusta el dinero.»

Tenía que tomar una decisión. Si quería continuar en oRo, debía superar su aversión por «el arte» de Frasier Lewis. «Tanto si va en contra de mis principios éticos como si no.»

Exhaló un suspiro. En otras palabras, tenía que decidir si Jager le había dicho la verdad, por mucho que le costara aceptarlo. «Las penosas imágenes desvaídas de todos los años.» Eso le había dolido. «¿Estoy celoso? ¿Es Lewis mejor artista que yo?» Si era cierto, ¿sería capaz de aceptarlo? Y, lo más importante, ¿sería capaz de trabajar con él?

Derek se levantó, paseó a lo largo de la habitación y se detuvo frente al mueble bar. Se sirvió una bebida y volvió a sentarse en la penumbra para sopesar sus opciones.

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