Filadelfia,
sábado, 6 de enero
Lo primero que le impactó a Warren Keyes fue el olor. Amoníaco, desinfectante… y algo más. ¿Qué más? «Abre los ojos, Keyes.» Oía el eco de su propia voz en la cabeza y se esforzó por levantar los párpados. «Cómo pesan.» Le pesaban mucho, pero luchó hasta conseguir abrirlos. Estaba oscuro. No, había un poco de luz. Warren parpadeó, y volvió a hacerlo con más fuerza hasta que vio con claridad una luz oscilante.
Era una antorcha, colgada en la pared. El corazón empezó a aporrearle el pecho. La pared era de piedra. «Estoy en una cueva.» Su corazón se aceleró. «¿Qué demonios es todo esto?» Quiso incorporarse, pero un dolor rugiente le recorrió los brazos y la espalda. Soltó un grito ahogado y cayó de espaldas sobre una superficie lisa y dura.
Lo habían atado. «Dios.» Lo habían atado de pies y manos. Y estaba desnudo. «Estoy atrapado.» El miedo empezó a subirle desde el vientre y fue atenazándolo. Se retorció como un animal salvaje y luego volvió a caer de espaldas resollando; notaba el sabor del desinfectante al tomar aire. Desinfectante y…
Se le cortó la respiración al reconocer el olor que tapaba el desinfectante. Olía a muerto. A corrupto. «Alguien ha muerto aquí.» Cerró los ojos, forzándose a no dejarse llevar por el pánico. «Esto no está ocurriendo. Es solo un sueño, una pesadilla. Dentro de un instante me despertaré.»
Pero no estaba soñando. Aquello, fuera lo que fuese, era real. Se encontraba tendido sobre un tablón ligeramente inclinado, con las manos atadas por las muñecas y los brazos estirados por encima de la cabeza. «¿Por qué?» Trató de pensar, de recordar. Le venía algo a la mente… una imagen que no alcanzaba a evocar del todo. Al esforzarse por traerla a la memoria se dio cuenta de que le dolía la cabeza. Se estremeció cuando el dolor hizo danzar ante sus ojos pequeños puntos negros. Santo Dios, menuda resaca. Aunque… no recordaba haber bebido.
«Café.» Recordaba haber tomado café; había rodeado la taza con las manos para entrar en calor. Tenía frío. Estaba al aire libre. «Estaba corriendo.» ¿Por qué corría? Giró las muñecas y sintió un gran escozor en la carne viva. Luego estiró los dedos hasta que notó el tacto de una cuerda.
– Así que al final te has despertado.
La voz procedía de detrás, así que estiró el cuello para mirar. Entonces recordó algo y la opresión que sentía en el pecho disminuyó un poco. Era una película. «Soy actor y estábamos rodando una película.» Un documental histórico, en realidad. Corría, y en la mano llevaba… ¿Qué llevaba? Hizo una mueca al concentrarse. «Una espada; eso es.» Vestía indumentaria medieval; era un caballero con yelmo, escudo… y hasta cota de malla, por el amor de Dios. Ahora lo recordaba todo. Se había cambiado, quitándose incluso la ropa interior, y se había puesto aquel saco de arpillera áspero e informe que le irritaba la entrepierna. Empuñaba una espada mientras corría por el bosque que rodeaba el estudio de Munch gritando a voz en cuello. Se sentía como un perfecto idiota, pero lo había hecho porque así lo indicaba el maldito guión.
«Pero esto… -volvió a tirar de la cuerda sin éxito- esto no aparecía en el guión.»
– Munch. -La voz de Warren sonó ronca y le raspó en la garganta seca-. ¿Qué demonios significa esto?
Ed Munch apareció a su izquierda.
– No creía que llegaras a despertarte.
Warren pestañeó cuando la tenue y oscilante luz de la antorcha iluminó el rostro del hombre. Por un instante, su corazón dejó de latir. Munch había cambiado. Antes era un anciano cargado de espaldas, con el pelo cano y un cuidado bigote. Warren tragó saliva; le costaba respirar. Ahora Munch estaba totalmente erguido, y no tenía bigote. Ni pelo. Llevaba la cabeza afeitada y su calva relucía como una bola de billar.
«Munch no es ningún anciano.» El miedo clavó sus garras en sus entrañas. Le había ofrecido quinientos dólares por el documental, en efectivo si se presentaba ese mismo día. A Warren le extrañó; era mucho dinero por un documental que, con suerte, emitirían por la PBS. No obstante, accedió. Aquel extraño anciano no representaba ninguna amenaza.
«Pero Munch no es ningún anciano.» La cólera aumentaba y le producía una sensación de ahogo. «¿Qué he hecho?» Inmediatamente después de esa pregunta se formuló la siguiente, más aterradora: «¿Qué me hará?»
– ¿Quién eres? -gruñó Warren, y Munch le colocó una botella de agua contra los labios. Warren quiso apartarla, pero Munch le aferró la barbilla con una fuerza inesperada. Sus oscuros ojos se entrecerraron y el miedo paralizó a Warren.
– No es más que agua esta vez -masculló Munch-. Bebe.
Warren escupió el sorbo de agua en el rostro del hombre y se puso rígido al ver que este alzaba el puño. Pero el hombre bajó el brazo y se encogió de hombros.
– Tarde o temprano beberás. Necesito que tengas la garganta húmeda.
Warren se pasó la lengua por los labios.
– ¿Por qué?
Munch volvió a desaparecer tras él y Warren oyó que arrastraba algo. Cuando pasó por su lado, vio que se trataba de una cámara de vídeo. Se detuvo a un metro y medio de distancia y le enfocó directamente el rostro.
– ¿Por qué? -repitió Warren en voz más alta.
Munch miró por el objetivo y luego retrocedió.
– Porque necesito que grites. -Alzó una ceja y su expresión se tornó extrañamente anodina-. Todos los demás gritaron. Tú también lo harás.
Su horror aumentaba, pero Warren se esforzó por mantenerlo a raya. «Conserva la calma. Sé amable y tal vez consigas convencerlo para que te deje marchar.» Logró esbozar una sonrisa.
– Mira, Munch, deja que me vaya y quedamos en paz. Puedes utilizar las escenas de la espada sin pagarme.
Munch se limitó a mirarlo con aquella expresión anodina.
– Tampoco pensaba hacerlo. -Desapareció de nuevo y volvió empujando otra cámara.
Warren se acordó del café, y de lo mucho que había insistido Munch en que se lo tomara. «No es más que agua esta vez.» La rabia brotó con fuerza y eclipsó momentáneamente el miedo.
– Me has drogado -espetó, y llenó los pulmones de aire-. ¡Que alguien me ayude! -gritó tan fuerte como pudo, pero el opaco sonido emitido por su garganta resultó patéticamente inútil.
Munch no dijo nada. Se limitó a colocar una tercera cámara en un soporte de forma que enfocara hacia abajo. Todos sus movimientos eran metódicos, precisos. Pausados. Indiferentes. Decididos.
Entonces Warren supo que nadie podría oírlo. La ardiente ira fue remitiendo y lo dejó solo con el miedo, un miedo glacial y absoluto. Tenía que haber algo… alguna forma de escapar. Algo que pudiera decir, hacer, ofrecer o suplicar. Sí; suplicaría. A Warren empezó a temblarle la voz.
– Por favor, Munch, haré lo que sea… -Sus palabras se fueron apagando a medida que recordaba las de Munch.
«"Todos los demás gritaron". Ed Munch.» Warren notó una opresión en el pecho, la desesperación le impedía respirar.
– Munch no es tu verdadero nombre. Te haces llamar así por Edvard Munch, el pintor.
A su mente acudió el cuadro en el que una figura, presa de angustia, se aprieta el rostro con las manos. «El grito.»
– En realidad se pronuncia «Munj», no «Munch», pero nadie lo dice bien. Nadie se fija en los detalles -le respondió con voz indignada.
«Los detalles.» El hombre había insistido mucho en cuidar todos los detalles y puso mala cara cuando Warren se resistió a ponerse la ropa interior de arpillera. La espada también era de verdad. «Tendría que haberla usado contra este cabrón cuando tuve la oportunidad.»
– Realismo -musitó Warren, repitiendo lo que en su momento le habían parecido los desvaríos de un viejo que chocheaba.
Munch asintió.
– Ahora lo entiendes.
– ¿Qué piensas hacer? -Su voz sonaba extrañamente tranquila.
Una de las comisuras de los labios de Munch se arqueó.
– Muy pronto lo verás.
Warren luchaba por cada bocanada de aire.
– Por favor, por favor. Haré lo que sea, pero deja que me marche.
Munch no dijo nada. Empujó un carrito con un televisor hasta colocarlo justo detrás de la cámara situada a los pies de Warren y luego comprobó el enfoque de todas las cámaras con calma y precisión.
– No te saldrás con la tuya -soltó Warren, desesperado, mientras volvía a tirar de las cuerdas y se esforzaba por liberarse, hasta que notó la quemazón en las muñecas y los brazos a punto de desencajarse. Las cuerdas eran muy gruesas y los nudos no cedían. No conseguiría liberarse.
– Es lo mismo que dijeron los demás. Pero sí que me salí con la mía, y continuaré haciéndolo.
«Los demás.» Había habido otras personas. El olor a muerto estaba por todas partes, burlándose de él. Otras personas habían muerto allí mismo. Y él también moriría. Hizo acopio de todo el valor que quedaba en lo más recóndito de su ser.
– Mis amigos vendrán a buscarme -dijo alzando la barbilla-. Le he contado a mi novia que había quedado contigo.
Cuando terminó con las cámaras, Munch se volvió. El desprecio de su mirada revelaba que sabía que se trataba de un último y desesperado intento de engañarlo.
– No, no se lo has contado. Le has dicho que ibas a ver a un amigo para ayudarle a aprenderse el papel. Me lo has contado cuando nos hemos encontrado esta tarde. Me has dicho que con ese dinero le comprarías un regalo sorpresa por su cumpleaños, que querías mantenerlo en secreto. Por eso, y por el tatuaje, te he elegido a ti. -Alzó un hombro-. Además, te quedaba bien el traje; no todo el mundo sabe llevar una cota de malla. Así que nadie saldrá a buscarte. Y aunque te busquen, no te encontrarán. Asúmelo: eres mío.
Warren se quedó sumido en un silencio sepulcral. Era cierto; le había dicho a Munch que con el dinero le compraría una sorpresa a Sherry. Nadie sabía dónde estaba. Nadie acudiría a salvarlo. Pensó en Sherry, en sus padres y en todas las personas que le importaban; todos se preguntarían dónde se había metido. De su garganta surgió un sollozo.
– Eres un cabrón -musitó-. Te odio.
Munch esbozó una sonrisa ladeada, pero el regocijo que iluminó sus ojos resultaba más aterrador aún.
– Lo mismo dijeron los demás.
Volvió a empujar la botella de agua contra los labios de Warren y le tapó la nariz con los dedos hasta que este tuvo que abrir la boca para respirar. Warren se resistió con todas sus fuerzas, pero Munch lo obligó a tragar.
– Muy bien, señor Keyes, empecemos. No olvides gritar.