Viernes, 19 de enero, 9:30 horas
– Sophie.
Sophie levantó la cabeza del ordenador y vio a Ted Tercero plantado en la puerta de su despacho con expresión furiosa.
– Ted.
– No me vengas con familiaridades. ¿De qué va todo esto? -exigió saber Ted-. Una cosa es que la policía te acompañe al trabajo, pero resulta que me han invadido el museo. ¿Qué narices está pasando?
Sophie suspiró.
– Lo siento, Ted. Yo tampoco lo he sabido hasta hace media hora. Estoy colaborando con la policía en un caso.
– Sí, resuelves sus dudas históricas. Ya me acuerdo.
– Bueno, parece que a alguien no le ha gustado nada que los ayude y creen que podría correr peligro. Por eso han enviado agentes para vigilar que no me ocurra nada. Es una medida temporal.
La expresión airada de Ted se tornó preocupada.
– Dios mío, por eso llevan toda la semana acompañándote. No tienes ningún problema con la moto ni con el coche.
– Bueno, con la moto sí. Me han llenado el depósito de azúcar. -Pero Amanda Brewster había actuado con inteligencia y se había puesto guantes. La policía no había encontrado ni una sola huella.
– Sophie, no intentes desviar mi atención. ¿Qué aspecto tiene esa persona?
– No lo sé.
– Sophie. -Ted la miró con el ceño fruncido-. Si alguien supone un peligro para ti, todo el museo está en riesgo. Dime cómo es.
Sophie sacudió la cabeza.
– Si lo supiera, te lo diría. Pero no lo sé, de verdad. -Podía ser joven o viejo. Podía ser cualquier persona de cualquier grupo. Se había pasado un año entero acechando a su propia hermana y ella no lo había reconocido. Un escalofrío recorrió la espalda de Sophie. Podría tenerlo justo enfrente y ni siquiera sospecharlo-. Si quieres, me marcharé.
Ted soltó un resoplido.
– No, no quiero que te marches. Tenemos cuatro visitas programadas para hoy. -Se la quedó mirando con expresión cariñosa e irónica a la vez-. No será todo una treta para no tener que hacer de Juana de Arco, ¿verdad?
Sophie se echó a reír.
– Ojalá se me hubiera ocurrido una cosa así. No, no es ninguna treta.
Ted se puso serio.
– Si en algún momento corres peligro, ponte a gritar.
Sophie sintió otro escalofrío en la espalda, esta vez más intenso, y su sonrisa desapareció al instante.
– De acuerdo, eso haré.
Ted miró el reloj.
– Por desgracia, la fiesta continúa. A las diez te toca hacer de vikinga. Será mejor que empieces a maquillarte.
Atlanta, Georgia,
viernes, 19 de enero, 10:30 horas
Frank Loomis los esperaba en el aeropuerto.
– Siento lo de vuestros padres.
– Gracias, Frank -dijo Daniel. Susannah apenas habló, se fe veía débil. Tras enterarse de que Simon llevaba un año acechándola, ambos tenían los nervios de punta.
– Tengo que decirte una cosa, Daniel; de todos modos no tardará mucho en correr la voz. Vamos a exhumar la tumba de Simon. Tenéis que estar preparados para véroslas con unos cuantos periodistas.
Daniel ayudó a Susannah a subir al coche de Frank.
– ¿Cuándo empezarán a cavar?
– A partir de las dos, lo más probable.
Daniel ocupó el asiento del acompañante y se volvió para comprobar cómo estaba Susannah. En ese momento ella destapaba una caja de papel para impresora.
– ¿Qué es eso?
– El correo de vuestros padres -respondió Frank-. He pasado a recogerlo por la oficina de correos esta mañana. En el maletero hay tres cajas más. Le he pedido a Wanda que hiciera una primera selección; casi todo lo que no es propaganda está en esa caja, Suze.
– Gracias. -Susannah tragó saliva-. Menuda vuelta a casa.
Filadelfia,
viernes, 19 de enero, 10:45 horas
Vito se apoyó en el mostrador de recepción.
– Señorita Savard.
– Detective. -La recepcionista de Pfeiffer miró a Nick con atención-. ¿Quién es este?
– Soy el detective Lawrence -respondió Nick-. ¿Podemos hablar con el doctor Pfeiffer?
– En estos momentos está con un paciente, pero le diré que están aquí.
Pfeiffer salió a recibirlos a la sala de espera.
– Detectives. -Los llevó a su despacho y cerró la puerta-. ¿Han encontrado a la persona que mató a Claire Reynolds?
– Todavía no -respondió Vito-. Pero en el curso de la investigación ha salido a relucir otro de sus pacientes. -Los tres se sentaron y Pfeiffer suspiró.
– No puedo revelar datos de mis pacientes si están vivos, detective. Crea que me encantaría poder ayudarles.
– Lo sabemos -dijo Nick-. Por eso hemos venido con una orden judicial.
Pfeiffer arqueó las cejas. Luego extendió la mano.
– Muy bien, traiga.
De pronto Vito se sintió curiosamente reacio a entregarle la orden.
– Confiamos en su discreción.
Pfeiffer se limitó a asentir.
– Ya conozco las reglas del juego, detective.
Vito notó que Nick se ponía tenso y supo que habían tenido la misma impresión. No obstante, necesitaban el historial, así que le entregó la orden judicial al doctor.
Pfeiffer se quedó mirando un buen rato los nombres que aparecían; su expresión resultaba indescifrable. Luego asintió.
– Enseguida vuelvo.
Cuando se hubo marchado, Nick se cruzó de brazos.
– ¿Las reglas del juego?
– Sí -dijo Vito-. Cuando volvamos a la comisaría lo investigaremos.
Al cabo de un minuto Pfeiffer regresó.
– Aquí tienen el historial del señor Lewis. Cuando llevamos a cabo un estudio, siempre tomamos una fotografía de los pacientes. He incluido la suya en la carpeta.
Vito abrió la carpeta y vio a Simon Vartanian con un aspecto muy distinto. Era una instantánea tomada mientras Simon aguardaba en la sala de espera de Pfeiffer. Su mandíbula parecía más redondeada y su nariz mucho menos afilada que en el retrato que Tino había hecho de Frasier Lewis. Le pasó la carpeta a Nick.
– No parece haberse sorprendido, doctor -dijo Vito como quien no quiere la cosa.
– ¿Saben cuando alguien mata a su familia y todos los vecinos dicen: «Nos hemos quedado muy sorprendidos, parecía tan buena persona»? Pues Frasier no parecía una buena persona. Su frialdad me ponía nervioso. Siempre que entraba en la consulta tenía la impresión de estar encerrado en una jaula con una cobra. Además, llevaba peluquín.
Vito pestañeó.
– ¿De verdad?
– Sí. Una vez entré en la consulta después de haberle practicado una prueba y vi que llevaba la peluca ladeada. Volví a salir, llamé a la puerta y esperé hasta que él me indicó que entrara. Se había colocado la peluca en su sitio.
– ¿De qué color es su pelo verdadero? -quiso saber Nick.
– Entonces llevaba la cabeza rapada. De hecho, no tenía pelo en ninguna parte.
– ¿No le pareció extraño? -preguntó Nick.
– No especialmente. Frasier era deportista, y muchos se depilan.
Nick cerró la carpeta.
– Gracias, doctor Pfeiffer. Ya sabemos salir.
Se encontraban en el coche de Nick cuando sonó el móvil de Vito. Era Liz.
– Volved aquí -los instó Liz, nerviosa-. Otra vez es Navidad.
Viernes, 19 de enero, 13:35 horas
Habían dado con Van Zandt gracias a un delator «anónimo». Vito y Nick se tomaron un poco de tiempo para actualizar la información de que disponían acompañados por Jen antes de reunirse con Liz en la sala de interrogatorios. La encontraron examinando a Van Zandt a través del cristal de efecto espejo.
Vito esbozó una sonrisa llena de hostilidad al mirar a Van Zandt a través de la luna. Al hombre se lo veía enfadado, pero tenía un aspecto impecable con su traje de tres piezas. El abogado era un hombre delgado; se lo veía igual de enfadado que a Van Zandt pero ni de lejos estaba tan elegante.
– No veo el momento de entrar en acción.
Una de las comisuras de los labios de Liz se arqueó.
– Yo tampoco. Alguien ha llamado al 911 desde un móvil imposible de localizar. El soplón nos ha dicho que encontraríamos a Van Zandt en un hotel y nos ha dado el número de habitación. Cuando lo hemos detenido ha vuelto a llamar, pero esa vez ha telefoneado directamente a mi extensión.
– Estaba observando para asegurarse de que lo detuviéramos -dedujo Nick-. Simon sigue en Filadelfia.
– Sí. Su voz sonaba igual que en la cinta. Me han entrado unos escalofríos tremendos.
– ¿Qué le has dicho? -preguntó Vito.
– Le he preguntado quién era y él se ha echado a reír. Cuando han detenido a Van Zandt, su coche no se encontraba en el aparcamiento del hotel. Van Zandt asegura que esta mañana, cuando se disponía a marcharse, el coche no estaba donde él lo había aparcado. -Le mostró una hoja de papel-. Cuando Simon me ha llamado, me ha dicho dónde podríamos encontrar el coche y me ha sugerido que miráramos dentro del maletero. También me ha pedido que le comunicara eso a «VZ». -Dibujó las comillas en el aire-. No suelo prestarme a hacer recaditos a los asesinos, pero dadas las circunstancias…
Vito ya sabía qué había encontrado el equipo de Jen en el maletero de Van Zandt, de modo que Nick y él iban bien armados, por así decirlo. Vito tomó el papel que Liz le tendía y rió con ironía.
– Van Zandt no sabía con quién se la estaba jugando.
– Simon Vartanian tampoco lo sabe -dijo Liz en tono igualmente irónico-. Vamos a entrar y a decirle a ese arrogante que la ha pifiado bien.
Van Zandt levantó la cabeza cuando Vito y Nick entraron en la sala de interrogatorios. Su mirada era fría y su boca dibujaba una fina línea. Se quedó sentado sin decir nada.
El abogado se puso en pie.
– Soy Doug Musgrove. No tienen pruebas que les permitan retener a mi cliente. Dejen que se marche o presentaré oficialmente cargos contra el Departamento de Policía de Filadelfia.
– Hágalo -dijo Vito-. Jager, si es este el leguleyo que se encarga de contratar al personal en su empresa, más vale que busque la agenda y avise a un buen defensor.
Van Zandt lo miró de hito en hito.
Musgrove se erizó.
– Deténganlo o dejen que se marche -dijo, y Vito se encogió de hombros.
– Muy bien. Van Zandt, queda usted detenido por el asesinato de Derek Harrington.
Van Zandt se puso en pie de inmediato, ciego de ira.
– ¿Qué? -Miró a su abogado-. ¿Qué significa esto?
– Déjeme terminar -le espetó Vito-. Si no, no quedaría arrestado oficialmente. -Recitó el resto de la perorata. Luego se sentó y estiró las piernas-. Ya he terminado. Es su turno.
– Yo no he matado a nadie -masculló Van Zandt-. Musgrove, sácame de aquí.
Musgrove se sentó.
– Estás arrestado, Van Zandt. Pediremos que te pongan en libertad bajo fianza.
Jager habló con desdén.
– Yo no he matado a Derek. No tienen nada contra mí.
– Tenemos su coche -dijo Nick, y Van Zandt pestañeó.
– Me lo robaron -respondió él con tirantez-. Por eso me han encontrado aún en el hotel.
Vito se acarició la barbilla.
– Ya. ¿Ha denunciado el robo?
– No.
– Su Porsche solo tenía tres meses. Yo habría denunciado el robo al instante.
– Bueno, ya sabes lo que dicen de los ricos y sus juguetitos -intervino Nick.
Van Zandt dio una palmada en la mesa.
– ¡Yo no he matado a Derek! Ni siquiera sé dónde está.
– No se preocupe, nosotros sí -le espetó Vito-. Está en el maletero de su Porsche. Bueno, ya no. Ahora está en el depósito de cadáveres.
Los ojos de Van Zandt emitieron un centelleo.
– ¿Está muerto? ¿De verdad está muerto?
– Un disparo de una Luger de 1943 entre los ojos suele tener ese efecto. -Nick le habló con voz áspera-. Justo la pistola que encontramos oculta entre las herramientas de su coche. La misma que mató a Zachary Webber.
– Ah, y también a Kyle Lombard y a Clint Shafer -añadió Vito-. No se olvide de ellos.
Disfrutaron del placer de ver palidecer a Van Zandt.
– Alguien debió de poner allí la pistola -masculló furioso-. Y en cuanto a esos otros dos hombres, nunca he oído hablar de ellos.
– Jager, cállate -le aconsejó Musgrove.
Van Zandt le dirigió una mirada desdeñosa.
– Búscame un abogado criminalista. Yo no he matado a Derek ni a nadie. Ni siquiera sabía que Derek hubiera desaparecido.
– Claro que siempre puede contarle al jurado que le disparó para terminar con su sufrimiento -dijo Nick con semblante impertérrito-. Pero la verdad es que debió de hacerlo sufrir bastante al quemarle los pies y arrancarle las tripas.
Van Zandt se puso tenso.
– ¿Qué?
– Y al romperle las manos, y al cortarle la lengua. -Nick se recostó en el asiento-. No concibo que ningún jurado pudiera considerarlo compasivo, señor Van Zandt.
El movimiento de la nuez de Van Zandt al tragar saliva fue lo único que indicó que se sentía afectado al saber que el hombre a quien un día consideró su amigo había sido torturado.
– Yo no he hecho nada de eso.
– Esto estaba junto con la pistola -dijo Vito. Depositó una fotografía sobre la mesa y disfrutó del placer adicional de ver estremecerse a Van Zandt-. Ese es el coche de Derek Harrington y su responsable de seguridad asomado a la ventanilla. En el cristal se ve lo usted reflejado. Estaba detrás. -Vito volvió a recostarse en la silla-. Ayer, cuando nos dio la dirección de Derek, ya sabía que había desaparecido.
– No. -Van Zandt escupió la palabra entre sus apretadísimos dientes.
– Derek se encaró con usted y le mostró fotografías de Zachary Webber -prosiguió Nick-. Es el chico al que en su… juego le disparan con una pistola Luger. Usted hizo que siguieran a Derek y luego lo secuestró, lo mató y lo escondió en el maletero de su coche, y abandonó el vehículo en un área de servicio.
– No pueden saber cuándo fue tomada esa fotografía -se mofó Musgrove.
– Sí que lo sabemos. El fotógrafo es bastante listo -dijo Nick.
Vito deslizó otra fotografía sobre la mesa.
– Esta es una ampliación del rótulo del banco que hay detrás del coche de Harrington. Indica la temperatura, la hora y la fecha.
Van Zandt se puso más tieso que el palo de una escoba, pero seguía teniendo un color ceniciento.
– Cualquier chaval de diez años podría haber retocado esas fotos con el Photoshop. No quieren decir nada.
De hecho Jen creía que las fotos habían sido retocadas, pero no pensaba decírselo a Van Zandt.
– A lo mejor tiene razón, pero su secretaria ya lo ha delatado -dijo Nick.
Vito asintió.
– Sí, es cierto. El Departamento de Policía de Nueva York le ha tomado declaración esta misma mañana. Al correr el riesgo de que se la acusara de obstrucción a la justicia, confesó que Harrington y usted discutieron hace tres días y que él se marchó de la empresa. Y que usted avisó enseguida al responsable de seguridad.
– Eso son pruebas circunstanciales -dijo Musgrove, pero su tono revelaba que no estaba convencido.
Vito se encogió de hombros.
– Tal vez, pero hay más. Junto con la pistola también encontramos recibos bancarios que demuestran que le entregó dinero a Zachary Webber, Brittany Bellamy y Warren Keyes. -Vito colocó las fotografías de las víctimas sobre la mesa-. Los reconoce, ¿no?
– Hemos encontrado sus CD -dijo Nick, esta vez con suavidad-. Es un hijo de la gran puta, Van Zandt. ¿Cómo ha podido idear semejante mierda?
Van Zandt ladeó la mandíbula.
– No es más que un montaje.
– Lo hemos encontrado gracias a un delator… VZ -explicó Nick, y los ojos de Van Zandt centellearon-. Nos pidió que le dijéramos una cosa. ¿Cómo era, Chick?
– Jaque mate -dijo Vito, y la cara que se le quedó a Van Zandt fue indescriptible.
– Ha jugado con fuego, Jager -prosiguió Nick-, y se ha quemado. Ahora está acusado de asesinato.
Van Zandt se quedó mirando la mesa, uno de los músculos de su mandíbula temblaba de vez en cuando. Cuando levantó la cabeza, Vito supo que se habían salido con la suya.
– ¿Qué quieren? -preguntó Van Zandt.
– Jager -empezó Musgrove, y Van Zandt lo miró con mala cara.
– Haz el favor de callarte y traerme a un abogado de verdad -gruñó-. Repito, detectives, ¿qué quieren?
– A Frasier Lewis -dijo Vito-. Queremos al hombre a quien llama Frasier Lewis.
Dutton, Georgia,
viernes, 19 de enero, 14:45 horas
De no ser porque casi le estaba rompiendo la mano, Daniel habría dicho que Susannah estaba muy tranquila. Su expresión era circunspecta y sus gestos, relajados; se la veía igual que si estuviera trabajando en el juzgado. Pero aquello no era ningún juicio. Tras ellos se apostaba un muro de cámaras que no paraban de emitir destellos; daba la impresión de que prácticamente la provincia en pleno había salido a la calle para ver qué había en la tumba de Simon. Daniel estaba convencido de que no era su hermano.
– Daniel -musitó Susannah-. He estado pensando en lo que dijo la arqueóloga, que papá no quería que mamá supiera que había encontrado a Simon.
– Yo también lo he pensado. Papá tenía que saber que Simon estaba vivo, y no debía de querer que mamá supiera lo que había hecho. Me pregunto por qué se llevaría los dibujos a Filadelfia.
Susannah dejó escapar una triste risita.
– Papá estaba chantajeando a Simon. Piénsalo bien. Si sabía que Simon estaba vivo, ¿para qué todo esto? -Señaló con la cabeza la grúa que se estaba situando para empezar-. Y si todo esto fue un montaje, ¿cómo podía estar seguro de que Simon no volvería?
– Se guardó los dibujos como garantía -dijo Daniel con hastío-. Pero ¿por qué tuvo que hacer todo esto? Suze, si sabes algo, dímelo; por favor.
Susannah guardó silencio tanto rato que Daniel creyó que no iba a contestar. Entonces suspiró.
– En casa las cosas ya iban mal cuando tú vivías con nosotros, Daniel, pero cuando te marchaste a la universidad empeoraron mucho. Papá y Simon discutían todo el tiempo. Y mamá siempre se metía por medio. Era espantoso.
– ¿Y tú? -Daniel le habló en tono amable-. ¿Tú qué hacías cuando discutían?
Ella tragó saliva.
– Me apunté a todas las actividades extraescolares que pude, y cuando volvía a casa me encerraba en mi habitación. Era lo más sencillo. Pero justo al día siguiente de que Simon terminara el instituto, la situación llegó a un punto crítico. Era miércoles y mamá tenía cita en la peluquería. Yo estaba en mi habitación y oí a papá abrir de golpe la puerta de la de Simon. Se armó.
Cerró los ojos.
– Empezaron a hablar de unos dibujos. En ese momento pensé que se referían a los que guardaba debajo de la cama, pero ahora creo que lo más probable es que fueran los que tú dices. A papá tenían que reelegirlo juez y le dijo a Simon que le estaba arruinando la carrera con tanta mierda, que ya le había pasado por alto muchas cosas pero que esa vez se había pasado de la raya. Y todo quedó en silencio.
– ¿Qué más pasó?
Susannah abrió los ojos y miró la grúa.
– Siguieron discutiendo, pero hablaban demasiado bajo y yo no podía oírlos. De repente Simon gritó: «Antes de que tú me metas en la cárcel, yo te mandaré al infierno, carcamal.» Y papá respondió: «En el infierno es donde tendrías que estar tú.» Y Simon le contestó: «La culpa es tuya. Llevamos la misma sangre.» Luego añadió: «Algún día tendré una pistola más grande que la tuya.»
Daniel soltó el aire que había estado reteniendo.
– Santo Dios.
Ella asintió.
– Se oyó un portazo y… no sé por qué, pero algo hizo que me escondiera. Me metí en el armario. Al cabo de un minuto, la puerta de mi habitación se abrió y volvió a cerrarse. Supongo que papá quería saber si los había oído.
Daniel sacudió la cabeza, pero eso no lo sacó de su perplejidad.
– Dios mío, Suze.
– Nunca he estado segura de qué habría hecho de haberme encontrado. Esa noche Simon no volvió a casa a la hora de cenar. Mamá estaba consternada. Papá le dijo que seguramente habría salido con sus amigos, que no se preocupara. Al cabo de unos días, nos anunció que había recibido una llamada y que Simon estaba muerto.
Lo miró llena de pesar.
– Durante todos estos años he pensado que papá lo había matado.
– ¿Por qué no dijiste nada?
– Por el mismo motivo que no lo dijiste tú cuando papá quemó los dibujos. Era mi palabra contra la suya. Yo solo tenía dieciséis años y él era todo un señor juez. Además, como ya dije, en algún momento tenía que dormir.
Daniel notó el estómago revuelto.
– Y yo te dejé allí. Dios mío, Suze. Lo siento. Si hubiera sabido que corrías peligro… o que tenías miedo, te habría llevado conmigo. Por favor, créeme.
Ella volvió a mirar la grúa.
– Lo hecho, hecho está. Anoche reparé en que seguramente papá encontró los dibujos y creyó que si alguien los veía su carrera estaba lista. Probablemente echó a Simon de casa y le amenazó con denunciarlo si volvía. Sabía que mamá no pararía de buscarlo mientras hubiera alguna esperanza de que siguiera con vida, así que…
– Le hizo creer que había muerto.
– Solo así le encuentro sentido. -Se mordió el labio-. Anoche estuve pensando en ellos dos. A papá lo torturó, Daniel.
– Ya lo sé. -También a él ese pensamiento lo había mantenido en vela.
– ¿Crees que lo torturó para que le dijera dónde estaba mamá?
– Yo también me lo he planteado -confesó Daniel-. Creo que Simon es perfectamente capaz.
– A mí me lo vas a contar.
– Suze… ¿Qué ocurrió? ¿Qué te hizo?
Ella negó con la cabeza.
– No es el momento. Algún día te lo contaré, pero ahora no.
– Cuando lo creas conveniente, solo tienes que llamarme.
Ella le apretó más la mano.
– Lo haré.
– Quiero creer que papá habría muerto antes de dejar que Simon le pusiera la mano encima a mamá -dijo él.
– A mí también me gustaría creerlo -respondió ella en tono cansino, lo cual lo decía todo.
– Ya sabes que Simon no está ahí dentro -dijo Daniel cuando la grúa elevó el ataúd.
– Ya lo sé.
Filadelfia,
viernes, 19 de enero, 16:20 horas
– Sophie.
A Sophie el corazón le dio un vuelco cuando vio a Harry atravesar a toda prisa el vestíbulo del museo y pasar por delante del agente Lyons sin siquiera mirarlo.
– ¡Harry! ¿Qué le ha pasado a la abuela?
Él miró con recelo el hacha que Sophie llevaba al hombro.
– Nada, Anna está bien. ¿Puedes bajar eso? Me pone nervioso.
Ella, aliviada, depositó el hacha en el suelo.
– Dentro de pocos minutos tengo programada una visita, Harry.
– Tengo que decirte una cosa y quería que fuera personalmente. No es nada bueno. Freya me ha dicho que habías llamado preguntado si nosotros habíamos guardado la colección de discos de Anna. Pues no, nosotros no la hemos guardado. He hecho unas cuantas comprobaciones y… mmm… se la han llevado.
Ella entornó los ojos.
– ¿Quién? -Aunque ya sabía la respuesta.
– Lena. Se presentó en casa cuando Anna tuvo el derrame, pero yo la eché. Entonces fue a casa de Anna y se llevó los discos y otras cosas de valor. He visto algunos anunciados en eBay. El vendedor creía que pertenecían a Lena. Lo siento.
Sophie emitió un lento suspiro. Notaba los latidos de su corazón en la cabeza.
– ¿Hay más cosas?
– Sí. Cuando descubrí que los discos habían desaparecido, hablé con el abogado de Anna. Al parecer, tenía invertido mucho dinero en bonos del tesoro, y yo no sabía nada. A su muerte, su abogado nos lo hubiera dicho. Como si… -Suspiró-. El abogado ha comprobado los números de serie de los bonos, y los han canjeado. Lo siento, Sophie. Una buena parte de lo que habría sido tu herencia… y la de Freya, se ha evaporado.
Sophie asintió, atontada.
– Gracias por decírmelo personalmente. Ahora tengo que trabajar.
Harry frunció el entrecejo.
– Tenemos que llamar a la policía y denunciarla.
Ella agitó con fuerza el hacha por encima del hombro.
– Encárgate tú. Si la denuncio yo, tendré que verla y prefiero no tener que hacerlo nunca más.
– Sophie, espera. -Harry había reparado en el agente Lyons-. ¿Por qué hay un policía en el museo?
– Normas de seguridad. -Era más verdad que mentira-. Harry, hay un grupo esperándome en la sala. Tengo que marcharme. Haz lo que quieras con Lena, a mí me da igual.
Viernes, 19 de enero, 17:00 horas
Vito se dejó caer en su silla de la sala de reuniones y se frotó la nuca con cansancio y frustración.
– Mierda.
Tras interrogar a Van Zandt durante tres horas habían conseguido ver algunas cosas desde otros ángulos, pero, en definitiva, no habían obtenido la información que tanto deseaban.
Liz se sentó a su lado.
– Es posible que Van Zandt no sepa dónde está Simon, Vito.
– Podrías intentarlo sometiéndolo a tortura -masculló Jen, y se encogió de hombros cuando Liz arqueó las cejas-. Es una idea.
– Una idea fantástica -comentó Katherine, y por las miradas que observó alrededor de la mesa, daba la impresión de que todo el mundo compartía su opinión.
Se habían reunido para celebrar la sesión informativa de última hora de la tarde. Estaban Nick y Jen, Katherine y Thomas, Liz y Brent, todos con expresión sombría. Se les había añadido una cara nueva, la ayudante del fiscal del distrito, Magdalena López, que junto con Thomas y Liz había observado el interrogatorio de Van Zandt. Maggy era una mujer delicada de ojos castaño oscuro que ahora entornaba al hablar.
– Puede que lo sepa y puede que no, pero no estoy dispuesta a darle más de lo que yo tengo, y menos la plena inmunidad.
Maggy le había ofrecido reducir la acusación de asesinato a homicidio involuntario si le decía dónde podían encontrar a Frasier Lewis, o sea a Simon, pero el arrogante de Van Zandt había solicitado la plena inmunidad.
– No queremos que le concedas la inmunidad, Maggy -dijo Vito-. Es posible que él no haya matado a nadie, pero está más claro que el agua que pensaba aprovecharse de ello.
– Además -añadió Nick-, si Simon creyera que Van Zandt posee información útil, no nos lo habría entregado así como así. Has hecho lo correcto, Maggy. -Pronunció la última frase con admiración, aunque no sin cierta reticencia; Vito pensó que era probable que se debiera al veredicto de culpabilidad que Maggy había obtenido en el caso Siever. Por fin Nick se sentiría merecedor de las postales navideñas que los padres de la chica asesinada le enviaban cada año.
– Nos ha dado el número de móvil de Simon -dijo Vito.
– El mismo desde el que me ha llamado a mí -aclaró Liz-. No tiene GPS; no podemos localizarlo.
– La reacción de Van Zandt al saber que por culpa de ese videojuego habían muerto personas de carne y hueso me ha parecido de lo más contundente -musitó Thomas-. «Para salvar un árbol hace falta cortar las ramas podridas» -dijo, imitando el marcado acento de Van Zandt-. «A veces sin querer se corta alguna rama sana.»
– Menuda filosofía barata -convino Nick-. Qué falso es ese tipo.
– Sophie nos explicó que la «R» de oRo correspondía a una palabra holandesa que significa riqueza -reveló Vito-. Me parece que Van Zandt nunca ha ocultado que lo único que le interesa es el dinero.
Thomas sacudió la cabeza.
– Es posible que Van Zandt sea un sociópata aún peor que Simon Vartanian. Por lo menos a Simon lo mueve el arte.
– Van Zandt nos ha dicho que todavía no le ha pagado a Simon -le explicó Vito a Katherine, Brent y Jen-. Su forma de pago se basa en los derechos de autor, y se hace efectiva a los noventa días.
– Además el porcentaje de los derechos es una miseria -añadió Nick-. Simon no ha hecho todo esto por dinero.
– ¿Cómo entró Simon en contacto con Van Zandt? -quiso saber Jen.
– Van Zandt se encontraba en un bar cerca de su casa, en el Soho -respondió Vito, y sacudió la cabeza-. El bar está justo enfrente del parque donde Susannah Vartanian pasea a su perro. Creemos que Simon conoció a Van Zandt uno de los días en que vigilaba a Susannah. La cuestión es que hace un año Simon se acerco a Van Zandt en el bar, lo invitó a unas cuantas copas y le enseñó una demo.
– Era el estrangulamiento de Clothilde -explicó Nick-, solo que en un escenario moderno. Van Zandt le vio futuro y le prometió a Simon que si situaba la escena en la Segunda Guerra Mundial, la incluiría en su siguiente videojuego. Simon lo hizo y Van Zandt le pidió más. Entonces Simon creó las escenas de la Luger y la granada. Fue todo cuanto Van Zandt pudo incluir en Tras las líneas enemigas porque se le echaba encima la fecha del lanzamiento.
– Derek protestó -dijo Thomas, y frunció el entrecejo-, «porque era un debilucho».
Maggy López suspiró.
– Van Zandt está hecho un buen elemento.
– Espero que se pudra en el infierno -soltó Nick-. Pero lo fundamental es que Van Zandt dice no saber de dónde procede Lewis, ni dónde vive, ni quién es el tipo a quien mató con la granada.
– Bueno, yo sí que tengo información de Frasier Lewis -terció Katherine-. Del verdadero.
Vito pestañeó, perplejo.
– ¿Existe de veras?
– Ya lo creo. Es un granjero cuarentón de Iowa. Simon se ha estado aprovechando de su cobertura médica durante un tiempo. La póliza del auténtico Frasier tiene un límite de cobertura vitalicio de un millón de dólares. Si sufriera alguna enfermedad grave, se vería en problemas porque gran parte de ese dinero ya se ha gastado. Me preguntaba cómo se las había arreglado Simon para costearse las caras prótesis que constan en el historial del doctor Pfeiffer. Las pagó gracias a la cobertura médica de otra persona.
– El auténtico Frasier Lewis, ¿tiene dos piernas? -preguntó Nick.
– Sí -respondió Katherine.
Nick fruncía el entrecejo.
– ¿Y no se dio cuenta Pfeiffer de que no constaba la amputación en el historial?
– No tenía por qué -dijo Brent, pensativo-. A Simon se le da muy bien la informática. Igual que nos planteamos que podría haber entrado en cuentas corrientes ajenas, puede que entrara en una base de datos médica. A lo mejor fue por eso por lo que eligió hacerse pasar por Lewis, porque tenía acceso a su historial y podía cambiar los datos. Es lo que se me ocurre.
– Bien pensado -lo alabó Vito-. Haz una búsqueda, a ver qué encuentras.
– Estoy contento de poder ayudar, porque en cuanto al ordenador del padre de Daniel no he averiguado nada. Por lo menos nada que tenga que ver directamente con Simon. Alguien instaló un programa para acceder al ordenador de forma remota, pero no es nada sofisticado. Es una aplicación UNIX corriente, cualquiera podría haberla instalado.
– Pareces decepcionado -dijo Nick, y Brent soltó una risita.
– Tal vez un poco. Esperaba algo mucho más importante, como el troyano con temporizador que hizo llegar a los ordenadores de los modelos. Pero esa vez utilizó una opción sencilla y elegante, imposible de rastrear. A lo mejor con las bases de datos médicas tengo más suerte. Ah -exclamó Brent lanzándole una foto enmarcada a Vito-, el sheriff de Dutton ha enviado esto junto con el ordenador. Dice que Daniel y Susannah le han pedido que nos lo hiciera llegar.
– Es Simon -dijo Vito-. Más joven. Tiene la misma cara que en la foto de Pfeiffer. Supongo que incluso a Simon le resultaba difícil acudir a un examen médico disfrazado con algo más que una peluca. Ya tenemos otra pieza del puzle.
Nick fruncía el entrecejo.
– ¿Sabrías decirnos cuándo instalaron ese programa de control remoto?
– Claro -respondió Brent-. Unos días después de Acción de Gracias.
– Y para eso, ¿Simon tendría que haber estado en la casa? -preguntó Nick.
– No conozco ninguna forma de hacerlo a distancia.
Liz seguía el razonamiento llena de desazón.
– El señor y la señora Vartanian vinieron a Filadelfia a buscar a la chantajista y, en teoría, a Simon. En algún momento encontraron a Simon, o más bien él los encontró a ellos, porque acabaron muertos y enterrados en su cementerio. Entonces Simon volvió a Georgia e instaló un programa de control remoto en el ordenador de su padre, dejó a la vista la información turística e hizo que pareciera que se habían marchado de vacaciones. Incluso siguió pagando las facturas. ¿Por qué?
– No quería que nadie supiera que sus padres habían muerto -dedujo Jen-. Arthur era un juez retirado, alguien habría investigado su muerte.
– Y Daniel y Susannah se habrían visto implicados, que de hecho es lo que ha ocurrido. -Nick miró a Vito-. Quería mantenerlos al margen porque aún no estaba listo para encontrarse con ellos.
– Por lo menos ahora saben que tienen que andarse con cuidado -dijo Vito-. ¿Dónde están?
– En Dutton -explico Katherine-. Por la exhumación.
– ¿Ya tenéis los resultados? -preguntó Vito.
– Solo sabemos que el cadáver no es de Simon. Los huesos corresponden a un hombre de un metro setenta y ocho.
– ¿No le practicaron la autopsia? -preguntó Liz, y Katherine alzó los ojos, incrédula.
– Sí, en México -explicó-. El supuesto accidente de coche tuvo lugar en Tijuana. El padre de Vartanian fue allí a por el certificado de defunción, compró un ataúd y lo pasó por la aduana. Puede que untara a alguien, pero también es posible que quien mirara dentro del ataúd viera unos restos completamente calcinados y lo cerrara sin pensárselo dos veces.
– O sea que puede que ni él mismo tuviera claro si Simon estaba muerto en realidad -dedujo Jen.
Katherine se encogió de hombros.
– No lo sé. Supongo que Daniel y Susannah querrán saber qué hemos descubierto, lo que no tengo tan claro es hasta qué punto lo que hemos hecho va a ayudarnos a encontrar a Simon.
– ¿Han venido ya Pfeiffer y su recepcionista para que les tomemos las huellas? -preguntó Nick.
Jen negó con la cabeza.
– Todavía no.
– Cuando lleguen, avísanos -dijo Vito-. ¿Qué más? ¿Qué hay de las iglesias de las zonas señaladas en el mapa, Jen? ¿Y de los fabricantes de silicona?
– Tengo a un técnico llamando a los fabricantes y a dos más localizando iglesias. Aún no sé nada. Yo me he pasado todo el día ocupada con lo del coche de Van Zandt. Lo siento, Vito. Hacemos cuanto podemos.
Vito suspiró.
– Ya lo sé. -Pensó en Sophie-. Pero tenemos que esforzarnos más.
– Ahora que Van Zandt está entre rejas, ¿qué pasará si Simon decide marcharse de la ciudad? -caviló Nick-. oRo quebrará, Simon se ha quedado sin trabajo.
– Tenemos que conseguir que se quede -resolvió Vito-, que se deje ver.
– Él cree que Van Zandt está de mierda hasta el cuello. -Nick miró a Maggy López-. ¿Qué pasaría si lo liberáramos?
Maggy negó con la cabeza.
– No puedo dejarlo ir así como así. Hemos presentado cargos contra él. No ha aceptado la acusación que le he propuesto y no pienso concederle la inmunidad. Tendrá que someterse al proceso legal. Nick, no puedo creer que seas precisamente tú quien me pida que lo libre de la justicia.
– Ni quiero que se libre de la justicia -dijo Nick-. Lo quiero en la calle para poder seguirlo. No se trata de soltarlo, exactamente. La vista para la libertad condicional es mañana por la mañana, ¿no?
– ¿Qué es esto? Hace dos horas estabas dispuesto a ponerle tú mismo la inyección letal y ahora me pides que lo suelte. ¿Quieres utilizarlo como cebo?
– No veo cuál es el problema -dijo Nick-. Lo vigilaremos de cerca. Simon no podrá resistirse. Será como si le hubiéramos pintado una diana enorme en el culo.
– Más bien tendríamos que pintarle una «R» -soltó Brent con ironía-. De riqueza.
– Y no olvidéis el comentario de las ramas -añadió Vito-. Van Zandt se merece todo lo que le ocurra, Maggy. Pero no dejaremos que Simon lo atrape porque también queremos verlo entre rejas. Si Van Zandt sabía lo de los asesinatos y lo permitió, eso lo convierte en cómplice.
Maggy suspiró.
– Si lo perdemos…
– No lo perderemos -prometió Nick-. Todo cuanto tienes que hacer es pedir la condicional.
– Muy bien -accedió Maggy-. No hagáis que tenga que lamentarlo.
– No lo lamentarás -aseguró Vito, sintiéndose de nuevo lleno de energía-. Liz, ¿puedes asignarnos a Bev y Tim unos días más? Puede que con mañana baste. Necesitamos vigilantes.
– Lo arreglaré -dijo Liz-. Pero solo para mañana. Si no sale bien, tendremos que replantearnos las cosas.
– Me parece justo. -Vito se puso en pie-. Volveremos a reunirnos mañana a primera hora para organizarlo todo.