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Lunes, 15 de enero, 8:15 horas

La teniente Liz Sawyer se sentó ante su escritorio y examinó el plano que mostraba la tabla de cuatro por cuatro tumbas con la frente surcada de arrugas.

– Parece imposible.

– Lo sabemos -dijo Vito-. Pero la arqueóloga asegura que en ese terreno hay nueve cadáveres, y hasta ahora no ha fallado ni una sola vez.

Liz levantó la cabeza.

– ¿Habéis comprobado que esas siete fosas están vacías?

– Vacías pero forradas de madera, tal como dijo Sophie -puntualizó Nick.

– ¿Cuál es la situación llegados a este punto?

– Hay tres cadáveres en el depósito -explicó Vito-. La Dama, el Caballero y el tipo al que le falta media cabeza. El cuarto cadáver está en camino, y Jen se encuentra examinando el quinto.

Nick prosiguió.

– El cuarto cadáver es de un hombre mayor. Las tres primeras víctimas debían de tener unos veinte años, pero parece que ese tipo estaba más bien sobre los sesenta. A simple vista, no presenta anomalías.

– Quieres decir que no tiene las manos atadas, ni le faltan las tripas, ni le han arrancado los brazos -dijo Liz con sarcasmo.

Vito negó con la cabeza.

– El cuarto cadáver parece una víctima normal y corriente.

Liz se recostó en la silla y esta crujió.

– Así, ¿cuáles son los siguientes pasos?

– Vamos a ir al depósito de cadáveres -explicó Nick-. Katherine nos ha prometido darnos prioridad y necesitamos identificar a esa gente. Tal vez cuando conozcamos los nombres podamos empezar a atar cabos.

– Jen ha pedido que analicen la tierra -añadió Vito-. Espera descubrir de dónde procede. El laboratorio la examinará al detalle para ver si encuentran algo que nos dé una pista sobre el asesino, pero no da la impresión de que el tipo se haya olvidado de nada.

Liz volvió a mirar el mapa.

– ¿Por qué están vacías esas fosas? Es evidente que no ha completado su plan, sea el que sea, pero ¿por qué deja vacías esas dos? -Señaló las dos fosas de un extremo de la segunda fila-. Ha llenado todas las tumbas de la primera fila; después, las dos primeras de la segunda. Y luego va y salta a la tercera fila.

– Debemos suponer que tiene un motivo -dijo Vito-. Lo ha planeado todo hasta el más mínimo detalle, no creo que se salte dos tumbas porque sí. Pero antes de empezar a hacer conjeturas tenemos que desenterrar todos los cadáveres.

Liz señaló la puerta de su despacho.

– Mantenedme informada. Me las arreglaré para tener disponible a otro equipo que pueda trabajar con las pistas que encontréis. Ni que decir tiene que el alcalde no ve la hora de que todo esto se aclare. No me hagáis quedar como una estúpida, chicos.

Vito tomó el plano.

– Te haré una copia. Intenta evitar que el alcalde hable con la prensa antes de tiempo, ¿de acuerdo?

– De momento podemos considerarnos afortunados -opinó Liz-. Los periodistas no han descubierto nuestro jardín secreto, pero es solo cuestión de tiempo. Hay demasiados cadáveres en el depósito y demasiados forenses haciendo horas extras. Algún reportero acabará siguiéndonos el rastro. Insistid en que no tenéis comentarios y dejadme a mí el resto.

Vito rió con tristeza.

– Aceptamos encantados la orden.


Lunes, 15 de enero, 8:15 horas

El museo Albright ocupaba el espacio de una antigua fábrica de chocolate. Para Sophie, ese había sido un factor decisivo al considerar la oferta de Ted Tercero seis meses atrás. Era cosa del destino, pensó. El museo poseía una de las colecciones particulares más importantes de objetos medievales europeos de toda Norteamérica y además se encontraba en una fábrica de chocolate. ¿Cómo era posible que se equivocara si aceptaba el puesto?

La pregunta acabó convirtiéndose en una de las tantas que no tienen respuesta, pensó con amargura al llegar a la puerta principal del museo. Como el secreto de la vida, o como cuántas veces había que lamer un chupa-chups hasta llegar al palo. Nunca se sabría.

Porque era evidente que se había equivocado. Aceptar la oferta de trabajo de Ted Tercero había sido una de las mayores estupideces que cometiera en su vida. «Y mira que he llegado a hacer cosas estúpidas», pensó con más amargura aún. La imagen del atractivo rostro de Vito Ciccotelli asaltó su mente, pero enseguida la apartó. Al menos se había percatado de su treta antes de cometer una estupidez supina como acostarse con él.

– ¿Hola? -llamó.

– Estoy en el despacho. -Darla, la esposa de Ted, estaba sentada tras el gran escritorio atestado de cosas con un lapicero clavado en su pelo cano. Se encargaba de la contabilidad, lo cual significaba que la tarea más importante del museo (de ella dependía su sueldo) estaba en buenas manos-. ¿Qué tal el fin de semana, cariño?

Sophie sacudió la cabeza.

– Más vale que no te lo cuente.

Darla alzó la cabeza y la miró con preocupación.

– ¿Ha sufrido una crisis tu abuela?

Esa era una de las razones por las que a Sophie le agradaba Darla. Era una buena persona que se preocupaba por los demás. Y parecía alguien normal y corriente, lo cual la convertía en un bicho raro entre los Albright. A excepción de Darla, todos estaban… como una auténtica regadera.

Estaban el propio Ted, con su peculiarísima manera de dirigir un museo de historia, y su hijo, quien para Sophie siempre había sido Theo Cuarto. Theo tenía diecinueve años y era un chico ceñudo y airado que faltaba al trabajo más días de los que asistía. La cosa no habría supuesto mayor problema si no fuera porque el nuevo trabajo de Theo consistía en guiar las visitas vestido de caballero, y cuando él faltaba, la responsabilidad recaía en Sophie, la única persona lo bastante alta para ponerse su traje. Darla medía apenas un metro cincuenta y ocho y la hija de los Albright, Patty Ann, era aún más menuda.

Patty salió del vestuario femenino ataviada con un clásico traje chaqueta azul y Sophie la miró con recelo.

– Patty Ann va hoy muy elegante. ¿Cómo es eso?

Darla sonrió sin mirarla.

– Me alegro de que no sea miércoles.

Los miércoles Patty Ann iba de gótica. Los demás días de la semana uno nunca sabía con qué pinta iba a aparecer en el trabajo. La chica luchaba por abrirse camino como actriz y a su edad aún no tenía la personalidad completamente formada, por lo que se dedicaba a imitar a los demás. Pero no solía dársele muy bien.

Sophie dudaba que asignarle el puesto en recepción fuera una decisión acertada y se preguntaba cuántos visitantes, al verla, decidirían cambiar de idea y marcharse al Instituto Franklin o a otro verdadero museo, sobre todo los miércoles. Pero Sophie decidió mantener la boca cerrada porque, si bien detestaba guiar las visitas, aún detestaba más tener que saludar con buena cara a la afluencia de visitantes. «Cuánto echo de menos mi montón de piedras.»

Muy a su pesar, Darla levantó la cabeza y miró a Sophie.

– Theo está resfriado.

Sophie alzó los ojos en señal de exasperación.

– Y hay prevista una visita guiada del caballero. Fantástico. Joder, Darla… Lo siento. Hoy tenía pensado adelantar trabajo.

Darla pareció angustiarse.

– Ganamos mucho dinero con las visitas, Sophie.

– Ya lo sé. -Y se preguntaba hasta qué punto se estaba prostituyendo por ese dinero al participar en una actividad que degradaba la historia. No obstante, mientras Anna viviera necesitaba el dinero-. ¿A qué hora me toca actuar?

– La visita guiada del caballero es a las doce y media. La de la reina vikinga a las tres.

«Qué bien, qué alegría.»

– Allí estaré con toda la parafernalia.


Lunes, 15 de enero, 8:45 horas

– Estáis de suerte, chicos -dijo Katherine mientras sacaba el cadáver del Caballero del frío depósito-. El tipo llevaba un tatuaje, es posible que eso haga más fácil su identificación. -Retiró la sábana y dejó al descubierto uno de los hombros-. ¿Sabéis qué es?

Vito se agachó y aguzó la vista para examinar el tatuaje.

– Es un hombre.

– No es un hombre cualquiera. Si te fijas tanto como ayer te fijabas en Sophie lo entenderás.

A Vito se le encendieron las mejillas. No se había dado cuenta de que se notara tanto que miraba a Sophie Johannsen. Muerto de vergüenza, se volvió hacia el hombro de la víctima, pero al hacerlo captó la mirada burlona de Nick. La cosa no le habría sentado tan mal si Sophie no le hubiera dado calabazas de aquella manera. Aún se sentía dolido.

– Es una figura de color amarillo -dijo sin más.

Nick se asomó por encima del hombro de Vito.

– Es un Oscar. Ya sabes, la estatuilla de los premios cinematográficos.

Vito entrecerró los ojos.

– No es que el tatuaje esté muy bien hecho, pero puede ser. -Se incorporó y miró a Nick-. Puede que el Caballero fuera actor.

Nick se encogió de hombros.

– Servirá para empezar. Reducirá mucho la lista de personas desaparecidas.

Vito tomó la libreta de su bolsillo.

– ¿La causa de la muerte fue el agujero del vientre?

– Parece lo lógico. Hoy empezaré las autopsias. De momento solo he realizado exámenes externos en las tres víctimas de ayer. -Se volvió a mirar al Caballero y suspiró-. Pero este sufrió, de eso estoy segura.

– Debe de doler un poco que te arranquen las tripas -dijo Nick con sarcasmo.

– Solo espero que ya estuviera muerto cuando se lo hicieron, al menos cuando terminaron, aunque sinceramente no lo creo. Estoy bastante segura de que estaba vivo cuando le dislocaron todos los huesos principales.

Vito y Nick se estremecieron.

– Santo Dios -masculló Vito-. ¿Cómo pudieron…? Es un tipo imponente.

– Mide un metro noventa y uno y pesa ciento dos kilos -confirmó Katherine-. Y se resistió mucho. Tiene escoriaciones profundas en las muñecas y en los tobillos, lo habían atado con cuerdas. Ah, y ya he enviado una muestra de la cuerda al laboratorio, pero el resultado tardará, chicos. Aparte de tener los huesos dislocados y la cavidad abdominal vacía, parece estar en perfecto estado. -Levantó la mano-. Ah, y ya he pedido un informe toxicológico de la orina. No veo de qué forma habrían podido con él sin drogarlo. No he observado ningún traumatismo cefálico.

Nick exhaló un suspiro.

– ¿Sabes algo de la mujer?

– Murió desnucada. -Abrió otro cajón, el de la víctima femenina. La sábana formaba un pico sobre sus manos unidas-. Tenéis que verle la espalda. -Katherine levantó la sábana y empujó con cuidado a la mujer por la cadera de modo que la parte posterior del muslo resultara visible-. Tiene una serie de heridas muy profundas que forman un dibujo regular. -Los miró con expresión adusta-. Me parece que son de clavos.

A Vito empezaban a llenársele los ojos de lágrimas. Pestañeó y se fijó en el dibujo que formaban las heridas de la mujer. Todas eran redondas y pequeñas.

– ¿Solo las tiene en las piernas?

– No. -Katherine cerró el cajón-. En los muslos son más profundas, pero se observa el mismo patrón en la espalda, las pantorrillas y la parte posterior de los brazos. Por la profundidad de las de los muslos, diría que el peso de su cuerpo cayó sobre los clavos al sentarse.

El semblante de Nick se tensó de forma extraña.

– ¿Se sentó en una silla de clavos?

– O en algo parecido. Tiene los glúteos abrasados. No le queda nada de piel. -Katherine torció la mandíbula, tenía la mirada llena de rabia-. Y estuvo viva todo el tiempo.

A Vito se le revolvió el estómago al tomar conciencia de la extrema crueldad del asesino.

– Nos las vemos con un sádico particular. Quiero decir, ¿cómo puede alguien imaginar siquiera una silla de clavos?

Nick se sentó ante el ordenador de Katherine.

– Ven, Chick, mira esto.

Vito se fijó en la pantalla. Era una silla igual a la que había imaginado, tapizada de clavos. Tenía unas correas en los brazos y las patas delanteras.

– ¿Qué narices es eso?

– Esta noche no podía dormir, no podía dejar de pensar en la forma en que le había colocado las manos. Al final me he levantado y he buscado efigies medievales en Google. Por cierto, Sophie tenía razón. Las posturas de las víctimas son idénticas a las de las efigies de los sepulcros que he encontrado en internet.

Vito no quería pensar en Sophie en esos momentos. Ya lo había hecho bastante durante toda la noche sin parar de dar vueltas en la cama.

– Está bien. -Frunció el entrecejo para fijarse en la pantalla-. Pero ¿qué hay de la silla? No me digas que se encuentra en eBay.

Nick se volvió hacia la pantalla, turbado.

– Es posible, pero esta página es de un museo de Europa especializado en torturas medievales.

– ¿Un museo de la tortura? -Entonces era real, esa silla pertenecía a un museo. De hecho en Filadelfia mismo había uno-. No puedo imaginarme cuánto sufrió, cuánto sufrieron ambos. Y aún no hemos empezado con los demás. -Se presionó la base del cráneo con los dedos. Empezaba a tener dolor de cabeza-. ¿Cómo has dado con esa página?

– Pensé en lo que Sophie dijo acerca de que en la Edad Media destripaban a la gente como medio de tortura. He buscado en Google «torturas medievales» y este es uno de los primeros resultados. Esa silla tiene más de mil trescientos clavos.

– Lo que explica el dibujo de las heridas de la víctima -añadió Katherine con severidad.

Vito se pasó la mano por el pelo.

– Así que tenemos a víctimas posando igual que las estatuas de las tumbas medievales, una silla de clavos, un hombre destripado y… ¿qué más? ¿Un… potro? Esto no es normal, tíos.

– El asesino sigue una pauta -musitó Nick-. Aunque el cadáver que está de camino es una excepción, no presenta nada así de peculiar.

Katherine se apartó del ordenador.

– Yo creía que ya lo había visto todo en este trabajo, pero no paro de darme cuenta de que estaba equivocada. -Irguió la espalda-. He encontrado dos cosas más. -Le tendió a Vito un tarro de cristal que contenía pequeños trocitos de color blanco-. He rascado el alambre de las manos de la víctima masculina. He encontrado un componente que parece igual al del alambre de la víctima femenina.

Vito sostuvo el tarro a contraluz. Luego se lo pasó a Nick.

– ¿Alguna sugerencia?

Katherine frunció el entrecejo.

– He enviado una muestra al laboratorio. De todos modos, parece silicona o algo similar. Cuando tenga el resultado, os lo haré saber.

– ¿Qué es lo segundo que tenías que contarnos? -preguntó Nick.

– A las dos víctimas las han limpiado a conciencia. Deberían haber estado cubiertas de sangre, pero no se observa ni una gota. Eso me dice que en un principio las dos víctimas debían de presentar mucha más cantidad de esa sustancia del tarro.

– Bueno, trataremos de que el departamento de desaparecidos identifique el tatuaje del Caballero -dijo Vito-. Gracias, Katherine.

– Entonces vamos a llamar a Sophie -dijo Nick cuando hubieron salido al vestíbulo-. Quiero seguir investigando sobre los aparatos de tortura. Si es eso lo que ha utilizado tiene que guardarlo en algún sitio, y tal vez ella pueda darnos una idea de por dónde empezar a buscar. Tendríamos que haberle pedido a Katherine su número de teléfono.

Era una buena idea, Vito tenía que admitirlo. Sophie estaba en lo cierto con respecto a lo de la postura de las manos. Era obvio que conocía bien su trabajo. Además, tal vez así tuviera la oportunidad de descubrir qué había hecho para merecer el fogonazo de ira que observó en sus ojos justo antes de que se alejara en la moto. Pero por encima de todo lo que quería era volver a verla.

– Trabaja en el museo Albright. Podemos ir allí después de hablar con el departamento de desaparecidos.


Dutton, Georgia,

lunes, 15 de enero, 10:10 horas

– Gracias por venir hasta aquí -dijo Daniel-. Sobre todo teniendo en cuenta que hoy libras.

Luke tenía los ojos pegados a la pantalla del ordenador del padre de Daniel.

– Cualquier cosa por un amigo.

– Y si además vive cerca de un lago con lubinas de primera, mejor que mejor -soltó Daniel con ironía, pero Luke se limitó a sonreír-. ¿Has encontrado algo?

Luke se encogió de hombros.

– Depende. Antes de mediados de noviembre, no hay ningún e-mail.

– ¿Qué quiere decir que no hay ningún e-mail? ¿Que no han existido nunca o que los han borrado?

– Que los han borrado. En cambio, a partir de noviembre sí que hay mensajes. Casi todos son acuses de recibo de pagos electrónicos de facturas. Aparte de eso y la basura habitual, la mayoría de los e-mails de tu padre son respuestas a un tal Carl Sargent.

– Sargent dirige el comité de la fábrica de papel que da trabajo a media población. Mi padre se reunió con él antes de marcharse. Ayer supe que pensaba presentar su candidatura al Congreso.

Luke leyó los e-mails restantes.

– Sargent no para de pedirle que haga pública su candidatura, y tu padre no para de darle largas. En este le dice que está muy ocupado. En este otro, que organizará una conferencia de prensa cuando termine unos asuntos urgentes.

– Con mi madre -masculló Daniel-. Tiene cáncer.

Luke hizo una mueca de espanto.

– Lo siento, Daniel.

De nuevo lo atenazaba la necesidad de verla aunque solo fuera una vez más.

– Gracias. ¿Has encontrado algún itinerario? ¿Algo que me dé una pista de dónde pueden estar?

– No. -Luke se puso a teclear y en la pantalla apareció una página de banca en línea-. Cuando encuentres a tu padre dile que no guarde las claves de acceso en un archivo de Word del disco duro. Es como servirles en bandeja las llaves de casa a los ladrones.

– Como si yo pudiera decirle algo -masculló Daniel. Luke torció la boca con gesto comprensivo.

– Mi viejo es igual. No parece que tu padre haya retirado mucho dinero en efectivo, por lo menos durante los últimos noventa días. Estos son todos los registros que constan en la página de banca en línea.

– Lo que no entiendo es por qué accede de forma remota a su ordenador para gestionar los e-mails y las cuentas. Si donde quiera que esté tiene un ordenador, ¿por qué no opera directamente desde allí?

– A lo mejor quería acceder a algún documento de su disco duro. -Luke siguió tecleando-. Qué interesante.

– ¿Qué pasa?

– Han borrado su historial de internet.

– ¿Lo han borrado del todo?

– No, pero lo que han hecho es bastante complejo. -Tecleó durante un minuto más-. Es sorprendente cómo se han esmerado. La mayoría de los informáticos no sabrían buscarlo más allá de ese punto. -Levantó la cabeza, su mirada era seria-. Danny, alguien ha entrado en el sistema de tu padre.

Una nueva oleada de inquietud recorrió su cuerpo.

– Puede, o puede que no. Hace mucho tiempo que mi padre es un loco de la informática. Y también es extremadamente paranoico con la seguridad. Me imagino su enorme preocupación por no dejar rastro.

Luke frunció el entrecejo.

– Si tanto le preocupara la seguridad, no habría guardado las claves de acceso en el disco duro. Además, yo creía que tu padre era juez.

– Y lo era. La electrónica es su hobby; le gustan los emisores y receptores de radio, los aparatos de control remoto, pero sobre todo los ordenadores. Los desmonta y construye sus propios modelos. Si alguien sabe cómo mantener a salvo su sistema, ese es mi padre.

Luke se volvió hacia la pantalla.

– Es curioso que unas cosas se hereden y otras no. A ti no se te da nada bien la informática.

– La verdad es que no -musitó Daniel. Las habilidades en ese aspecto habían pasado a otra rama del árbol genealógico. Pero a Daniel le resultaba desagradable recordarlo y cerró de golpe el acceso a ese reducto de su memoria-. Así, ¿eres capaz de recuperar lo que han borrado?

Luke pareció ofenderse.

– Por supuesto. Qué interesante, con tantos folletos de viajes esperaba encontrar unas cuantas páginas turísticas, pero no hay nada de eso.

– ¿Qué páginas ha visitado?

– La previsión meteorológica de Filadelfia dos semanas antes de Acción de Gracias. Y… una lista de oncólogos en la zona de Filadelfia. ¿Era uno de los destinos de los folletos?

Daniel se inclinó para acercarse más a la pantalla.

– No.

– Pues, si fuera tú, yo empezaría por ahí. Da la impresión de que quieran estar preparados por si tu madre necesita un médico. -Curvó los labios con gesto compasivo-. El lago y las lubinas me esperan. ¿Quieres venir?

– Te lo agradezco pero no. Creo que seguiré dando un vistazo por aquí. Investigaré lo de Filadelfia. Gracias por tu ayuda, Luke.

– Si me necesitas, ya sabes. Buena suerte, tío.


Filadelfia,

lunes, 15 de enero, 10:15 horas

– Santo Dios. -Marilyn Keyes se dejó caer en el borde de un sofá con un deslucido tapizado de cachemir; su rostro había perdido todo el color-. Oh, Warren. -Se presionó el estómago con un brazo mientras se llevaba a la boca la otra mano, trémula, y se balanceaba.

– Entonces, ¿este es su hijo, señora? -preguntó Vito con amabilidad. Habían recibido noticias inmediatas del departamento de desaparecidos. El Caballero era Warren Keyes, de veintiún años. Sus padres y su novia, Sherry, habían denunciado su desaparición ocho días antes.

– Sí -confirmó la mujer casi sin aliento-. Es Warren. Es mi hijo.

Nick se sentó a su lado.

– ¿Podemos llamar a alguien por usted, señora Keyes?

– A mi marido. -Se presionó la sien con los dedos-. Hay una agenda… en mi monedero. -Señaló la mesa del comedor y Nick fue a hacer la llamada.

Vito ocupó el lugar de Nick en el sofá.

– Señora Keyes, lo siento pero tenemos que hacerle unas preguntas. ¿Quiere un vaso de agua o algo?

Ella exhaló un hondo suspiro.

– No, se lo agradezco. Antes de que me lo pregunte, Warren tuvo un problema con las drogas tiempo atrás pero hace casi dos años que lo dejó y se centró.

Vito sacó su cuaderno de notas del bolsillo. No era la pregunta que tenía prevista, sin embargo hacía tiempo que había aprendido cuándo convenía seguir la corriente.

– ¿Qué tipo de drogas, señora Keyes?

– Sobre todo cocaína y alcohol. En el instituto se juntó con gente poco recomendable y empezó a consumir. Pero lo dejó y desde que conoció a Sherry era otro.

– Señora Keyes, ¿cómo se ganaba la vida Warren?

– Es actor. -Tragó saliva-. Era actor.

– Muchos actores tienen trabajos de supervivencia. ¿Warren también?

– Servía mesas en un bar de Center City. A veces hacía de modelo. Puedo traerles su book si les sirve de ayuda.

– Podría servirnos. -Vito la tomó suavemente del brazo cuando se dispuso a levantarse-. Tengo unas cuantas preguntas más. ¿Dónde vivía Warren?

– Aquí. Sherry y él… -Vito permaneció sentado en silencio mientras ella se cubría el rostro con las manos y se echaba a llorar-. ¿Quién ha sido capaz de hacer una cosa así? -preguntó deshecha; las manos amortiguaron el sonido de su voz-. ¿Quién ha sido capaz de matar a mi hijo?

– Eso es lo que tratamos de averiguar, señora -dijo Vito con la misma amabilidad. Nick salió de la cocina con una caja de pañuelos de papel en una mano y una foto enmarcada en la otra.

– El señor Keyes está de camino -susurró.

Vito colocó un pañuelo en la mano de la mujer.

– ¿Señora Keyes? ¿Sherry y él qué?

Ella se enjugó los ojos.

– Estaban ahorrando para casarse. Es una buena chica.

– ¿Tiene idea de si Warren estaba preocupado o tenía miedo de alguien? -preguntó Nick.

– Le preocupaba el dinero. Hacía mucho tiempo que no conseguía trabajo como actor. -Sus labios esbozaron una sonrisa apesadumbrada-. Su agente le dijo que si se trasladaba a Nueva York, le conseguiría muchos trabajos. Pero la familia de Sherry vive aquí. Ella no quería marcharse, y él no quería dejarla.

Nick dio la vuelta a la foto para colocarla de cara a la señora Keyes.

– ¿Este es Warren con Sherry?

De nuevo las lágrimas anegaron los ojos de la mujer.

– Sí -musitó-. En la ceremonia de pedida.

Vito se guardó el cuaderno en el bolsillo.

– Tenemos que registrar su habitación -dijo Vito-. Y tendrá que venir una unidad a tomar las huellas dactilares.

Ella asintió sin ánimo.

– Claro, hagan lo que tengan que hacer.

Vito se puso en pie, consciente de que no había palabras que pudieran confortarla. Antes de lo de Andrea, le habría preguntado si estaba bien. Pero aquella madre afligida no estaba bien. Estaba profundamente apenada y lo estaría durante bastante tiempo. Cuando llegó al final del vestíbulo, se volvió a mirarla. La mujer se encontraba encorvada, con la foto de su hijo apretada contra su pecho, y se mecía mientras lloraba.

– Chick -lo llamó Nick bajito-. Vamos.

Vito exhaló un suspiro.

– Ya lo sé. -Abrió la puerta del dormitorio de Warren-. A trabajar.

Empezaron por echar un vistazo a las cosas de Warren.

– Material deportivo -dijo Nick desde el armario-. Hockey, béisbol. -Se oyó un ruido metálico-. Levantaba pesas importantes.

Vito encontró el book de Warren.

– El tipo era atractivo. -Hojeó las páginas llenas de fotografías y recortes de revistas-. Parece que sobre todo se dedicaba a posar para anuncios de revistas. Esta foto me suena. Es de un gimnasio de la ciudad. Keyes era un tipo alto y fuerte. No creo que fuera fácil reducirlo.

– Mira, Chick. -Nick había encendido el ordenador de Warren-. Ven a ver esto.

Vito se colocó tras él y se quedó mirando la pantalla en blanco.

– ¿Qué? No veo nada.

– Exactamente. No hay nada. Cuando abro la carpeta «Mis documentos», está vacía. El correo también está vacío. Y la papelera de reciclaje. -Nick se volvió a mirar a Vito con expresión perpleja-. Han borrado todo lo del ordenador.


Lunes, 15 de enero, 12:25 horas

– ¿Estás seguro de que Sophie trabaja aquí? -preguntó Nick con el entrecejo fruncido. Se encontraba de pie frente al mostrador de recepción del museo y miraba alrededor con impaciencia-. Aquí no parece que trabaje nadie.

Vito asintió, con la atención puesta en las fotografías del fundador del museo colgadas en la pared del vestíbulo.

– Sí, trabaja aquí. Tiene la moto al final del aparcamiento.

– ¿Esa es la moto de Sophie?

Vito se sintió algo molesto ante el repentino interés que denotaba el semblante de Nick.

– Sí. ¿Qué pasa?

– Nada, solo que es un pedazo de moto, Chick. -A Nick se le escapaba la risa-. Tranquilo, tío.

Vito alzó los ojos en señal de exasperación; por suerte, sonó su móvil y eso le evitó tener que contestar.

Nick se puso serio.

– ¿Es Sherry?

No habían conseguido ponerse en contacto con la novia de Warren Keyes tras marcharse del piso de sus padres. La chica no se encontraba en su casa, ni tampoco estaba previsto que ese día acudiera a la fábrica donde trabajaba hasta las siete.

Vito miró la pantalla del móvil y el pulso se le aceleró un poco.

– No, es mi padre. -Abrió el móvil mientras rezaba porque fueran buenas noticias-. Papá. ¿Cómo está Molly?

– Estable. Ha recuperado un poco la fuerza en las piernas y los temblores no son tan frecuentes. El doctor está tratando de descubrir qué le provocó el ataque.

Vito frunció el entrecejo.

– Creía que le había diagnosticado un principio de derrame.

– Ha cambiado de idea. Le han encontrado gran cantidad de mercurio en la sangre.

– ¿Mercurio? -Vito estaba seguro de haberlo oído mal-. ¿Cómo es posible que haya estado expuesta al mercurio?

– No lo saben. Creen que se ha contaminado en casa.

El corazón de Vito dejó de latir por un instante.

– ¿Y qué hay de los niños?

– No presentan ningún síntoma. De todos modos quieren examinarlos, así que tu madre y Tino los han llevado al hospital. Estaban bastante asustados, sobre todo Pierce.

A Vito se le encogió el corazón.

– Pobrecillo. ¿Cuándo sabremos si están bien?

– Mañana por la mañana. Pero el doctor no quiere que ninguno de los niños vuelva a casa hasta asegurarse de dónde se ha contaminado Molly. Dino me ha pedido que te pregunte si…

– Por el amor de Dios, papá -lo interrumpió Vito-. Ya sabes que los niños pueden quedarse en mi casa el tiempo que haga falta.

– Eso le he dicho, pero Molly tenía miedo de que te molestaran.

– Dile que están bien. Anoche hicieron un pastel y organizaron una guerra de bolas de papel en la sala de estar.

– Tess está de camino para ayudaros a Tino y a ti a cuidarlos -le comunicó su padre, y a Vito le entraron ganas de dar saltos de alegría a pesar de su preocupación. Hacía meses que no veía a su hermana-. Así tu madre y yo podremos hacer compañía a Dino. El vuelo de Tess llega a las siete. Ha alquilado un coche para poder moverse con libertad mientras esté aquí, o sea que no hace falta que vayas a buscarla al aeropuerto.

– ¿Hay alguna otra cosa que yo pueda hacer?

– No. -Michael Ciccotelli dio un hondo suspiro-. Nada excepto rezar, hijo.

Hacía mucho tiempo que no rezaba, pero a su padre le habría dolido saberlo, así que Vito mintió.

– Claro que lo haré.

Se guardó el teléfono en el bolsillo.

– ¿Se pondrá bien Molly? -preguntó Nick con tiento.

– No lo sé. Mi padre me ha pedido que rece. Según mi experiencia, eso no es buena señal.

– Bueno, si tienes que irte… hazlo, ¿de acuerdo?

– Lo haré. Mira. -Vito, que agradecía haber dejado de pensar un rato en el trabajo, señaló la pared del fondo, donde en ese momento se abría una puerta alta. Una mujer entró y avanzó hacia ellos. Era menuda, de treinta y tantos años, y vestía un práctico traje chaqueta azul con una falda por la rodilla. Llevaba el pelo moreno recogido en un pulcro moño que le confería un aspecto profesional y… aburrido, observó Vito. Estaría mejor con unos grandes aros en las orejas y un pañuelo rojo. La chica se situó detrás del mostrador y los examinó sin disimulo.

– ¿Puedo ayudarles, caballeros? -preguntó con tono escueto y acento británico.

Vito le mostró la placa.

– Soy el detective Ciccotelli y este es mi compañero, el detective Lawrence. Hemos venido a ver a la doctora Johannsen.

Los ojos de la mujer adoptaron un brillo especulativo.

– ¿Ha hecho algo malo?

Nick negó con la cabeza.

– No. ¿Podemos verla?

– ¿Ahora?

Vito se mordió la lengua.

– Estaría bien… -miró el nombre de la chica en su placa- señorita Albright. -Al observarla de cerca Vito se dio cuenta de que era mucho más joven de lo que él pensaba, probablemente tenía poco más de veinte años. Por lo visto su mecanismo de cálculo de edades necesitaba una puesta a punto.

La chica frunció los labios.

– Justo ahora está guiando una visita. Pasen por aquí.

Los condujo a través de la alta puerta hasta una amplia sala en la que se encontraba reunido un grupo formado por cinco o seis familias. Las paredes eran de madera oscura y en una había un tapiz deslucido. De otra pared colgaban grandes estandartes. No obstante, la pared opuesta era la más imponente, cubierta por espadas en forma entrecruzada. Debajo de las espadas había tres armaduras que completaban el efecto global.

– Qué pasada -masculló Vito-. A mis sobrinos les encantaría.

A buen seguro les quitaría a Molly de la cabeza. Decidió que los llevaría a visitar el lugar tan pronto como pudiera.

– Mira. -Nick señaló con gesto furtivo la cuarta armadura situada hacia la derecha del vestíbulo. Un niño malcarado de la edad de Dante se encontraba a un paso de la pieza y protestaba con gran alboroto por la espera. Daba patadas en el suelo y soltaba comentarios desdeñosos.

– Qué aburrimiento. Qué porquería de armadura. En la chatarrería las he visto mejores.

Se lió a patadas con la pieza y de repente esta se dobló ligeramente por la cintura con un fuerte ruido metálico. El niño, claramente asustado, abrió los ojos como platos y retrocedió, muy pálido. La multitud se calló y Nick se rió bajito.

– Hace un segundo la he visto moverse. Le está bien empleado al mocoso.

Vito estaba a punto de mostrar su conformidad cuando se oyó un vozarrón procedente del interior de la armadura. Tardó unos instantes en darse cuenta de que el caballero hablaba en francés; claro que no hacía falta conocer el idioma para comprender sus palabras. Estaba noblemente cabreado.

El niño sacudió la cabeza muerto de miedo y retrocedió dos pasos. El caballero desenvainó la espada con gesto teatral y marcó con ella los pasos del muchacho. Luego volvió a pronunciar las mismas palabras en voz más alta y Vito se percató de que quien hablaba no era un hombre sino una mujer. Sus labios esbozaron una sonrisa.

– Es Sophie quien está ahí dentro. Me contó que le hacían disfrazarse.

Nick sonrió.

– Tengo muy olvidado el francés que aprendí en el instituto, pero diría que le ha preguntado: «¿Cómo te llamas, pequeño demonio?»

El chico abrió la boca pero de ella no brotó sonido alguno.

Por una puerta lateral entró un hombre con la complexión de un defensa de fútbol americano y vestido con traje azul marino y corbata. Sacudió la cabeza.

– Vale, vale. ¿Qué ocurre aquí?

El personaje de la armadura señaló con efectismo al niño e hizo un comentario mordaz.

El hombre miró al niño.

– Dice que eres maleducado e irrespetuoso.

El chico se puso rojo de vergüenza y los otros niños se echaron a reír.

El hombre sacudió la cabeza.

– Juana, Juana… ¿Cuántas veces tengo que decirle que no asuste a los niños? Lo siente mucho -le dijo al niño.

Pero la dama con armadura negó enérgicamente con la cabeza.

Non.

Las carcajadas infantiles aumentaron de volumen y todos los adultos sonrieron. El hombre exhaló un teatral suspiro.

– Sí, sí que lo siente. Ahora siga con la visita, s'il vous plaît.

La dama con armadura le tendió la espada al hombre y se quitó el yelmo. Debajo apareció Sophie, con la larga cabellera rubia trenzada formando una corona sobre su cabeza. Se colocó el yelmo bajo un brazo y con el otro señaló las paredes.

Bienvenue au musée d'Albright de l'histoire. Je m'appelle Jeanne d'Arc.

– ¡Juana! -la interrumpió el hombre-. ¡Esta gente no sabe francés!

Sophie se quedó perpleja y miró a los niños, que la observaban fascinados. Incluso el maleducado prestaba atención.

Non? -preguntó con incredulidad.

– No -respondió el hombre, y Sophie formuló otra pregunta ininteligible.

– Quiere saber qué idioma habláis -les dijo el hombre-. ¿Quién quiere responderle?

Una niña de unos cinco años con rizos rubios levantó la mano y Vito vio que la mandíbula de Sophie se tensaba, aunque el movimiento fue tan sutil que a él mismo le habría pasado desapercibido de no haber estado observándola. Sin embargo, su gesto se relajó en cuanto habló la niña.

– Inglés. Hablamos inglés.

Sophie se horrorizó de manera cómica. Era parte de su actuación, pero Vito estaba seguro de que la expresión anterior no formaba parte de aquello y sintió que la chica despertaba de nuevo su curiosidad. Y también le despertaba otras cosas. Nunca había imaginado que una mujer con una espada pudiera resultar tan excitante.

Anglais? -preguntó Sophie, y aferró la espada con fingida rabia. La pequeña abrió los ojos aún más y el hombre volvió a suspirar.

– Juana, ya hemos hablado de esto otras veces. No asuste a los invitados. Cuando vienen niños americanos, tiene que hablarles en inglés. Y nada de insultos, por favor. Haga el favor de comportarse.

Sophie suspiró.

– Hay que ver qué cosas tengo que hacer -dijo, acentuando mucho las palabras-. Pero… el trabajo es el trabajo. Incluso yo, Juana de Arco, tengo gastos que afrontar. -Miró a los padres-. Saben lo que son los gastos, ¿verdad? El alquiler y la comida. -Se encogió de hombros-. Y la televisión por cable. Cosas imprescindibles, non?

Los padres asintieron sonrientes, y de nuevo Vito se sintió intrigado.

Sophie miró a los niños.

– Es que, bueno, ya sabéis, estamos en guerra con los ingleses. Sabéis lo que es la guerra, ¿verdad, petits enfants?

Los niños asintieron.

– ¿Por qué están en guerra, señora de Arco? -preguntó uno de los padres.

Sophie dirigió una encantadora sonrisa al padre en cuestión.

S'il vous plaît, llámeme Juana -dijo-. Bueno, la cosa es que…

Fue en ese momento cuando vio a Vito y Nick de pie en un extremo de la sala. La sonrisa permaneció fija en sus labios pero desapareció de sus ojos y Vito notó la frialdad incluso desde la distancia. Sophie se volvió hacia el hombre trajeado.

– Señor Albright, tenemos una visita. ¿Podría atenderla?

– ¿Qué narices le has hecho, Chick? -masculló Nick.

– No tengo ni idea. -Vito siguió con la mirada a Sophie, quien reunió a los niños y los guió hasta la pared de los estandartes, donde empezaba la visita guiada-. Pero lo averiguaré.

El hombre trajeado se les acercó, sonriente.

– Soy Ted Albright. ¿En qué puedo ayudarles?

– Soy el detective Lawrence y este es el detective Ciccotelli. Nos gustaría hablar con la doctora Johannsen en cuanto sea posible. ¿Cuándo está previsto que termine la visita?

Albright pareció preocuparse.

– ¿Hay algún problema?

– No -le aseguró Nick-. No es nada de eso. Estamos trabajando en un caso y tenemos unas cuantas preguntas que hacerle. Preguntas sobre historia -añadió.

– Ah. -Albright se animó-. Puedo responderlas yo.

Vito recordó que Sophie había dicho que Albright era un historiador de pacotilla.

– Se lo agradecemos -dijo-, pero preferimos hablar con la doctora Johannsen. Si la visita dura más de quince minutos, nos iremos a comer y volveremos más tarde.

Albright miró hacia donde Sophie se encontraba mostrándoles a los niños las espadas expuestas en la pared.

– La visita dura una hora. Después estará libre.

Nick se guardó la placa en el bolsillo.

– Pues aquí estaremos. Gracias.

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