17

Miércoles, 17 de enero, 20:30 horas

Sophie se bajó de su coche en el aparcamiento de la residencia de ancianos y aguardó a que Vito aparcase. Cuando salieron de la comisaría estaba callado, pensativo y enfadado. Luego, de camino a la residencia, la había seguido tan de cerca que si Sophie hubiera tenido que frenar de golpe, se habría empotrado contra su parachoques trasero. Ella se había pasado todo el viaje dándole vueltas al enfrentamiento entre Vito y Katherine, lo cual resultaba mucho menos estresante que pensar en que tal vez un asesino estuviera observándola. Estaba segura de que algo le había ocurrido a una persona a quien se suponía que Vito debía proteger. Sophie recordó las rosas. Su intuición le decía que ambas cosas guardaban relación.

Vito estampó la puerta de su camioneta, rodeó el vehículo y la tomó del brazo.

– Vas a decirme a qué venía eso -exigió ella.

– Sí, pero ahora no. Por favor, Sophie, ahora no.

Ella escrutó su rostro bajo la tenue luz de las farolas. Sus ojos expresaban dolor, igual que el firme gesto de su mandíbula. Y culpabilidad. Sophie comprendía lo de la culpabilidad. Sabía que Katherine no habría permitido que se marchara acompañada de Vito si no lo creyera perfectamente capaz de protegerla.

– Muy bien, pero tranquilízate. Si no, asustarás a Anna y es lo último que le hace falta. -Entrelazó sus dedos con los de él-. Y a mí también.

Él respiró hondo varias veces seguidas y para cuando llegaron al mostrador de la entrada sus facciones denotaban sosiego. Sophie firmó en el registro de entrada.

– Hola, señorita Marco. ¿Cómo está hoy mi abuela?

La enfermera frunció el entrecejo.

– Igual que siempre. Impertinente y de malas pulgas.

Sophie la miró con mala cara.

– Muchísimas gracias. Es por aquí, Vito.

Lo guió por los asépticos pasillos para alejarse de las curiosas miradas de las enfermeras.

«De curiosas, nada.» Eran lascivas. Si hasta se las veía babear.

– No las mires -masculló Sophie-. Si no, se te pegarán como moscones. No todos los días tienen la suerte de ver a un bombón como tú.

Él soltó una risita que distendió el ambiente.

– Gracias, pero la idea no me hace mucha gracia.

– No me hables.

Sophie se detuvo en la puerta de la habitación de Anna.

– Oye, Vito. Tienes que saber que Anna ha cambiado mucho físicamente.

– Lo entiendo. -Le apretó la mano-. Vamos.

Anna estaba dormida. Sophie se sentó a su lado y le acarició la mano.

– Abuela, estoy aquí.

Anna pestañeó varias veces hasta abrir los ojos y esbozó una trémula sonrisa ladeada.

– Sophie. -Levantó la vista para mirarla, y al instante la levantó un poco más para mirar a Vito-. ¿Quién es este?

– Es Vito Ciccotelli. Mi… amigo. A Vito le encanta la ópera, abuela.

La expresión de los ojos de Anna cambió, se dulcificó.

– Ahhh. Siéntate, por favor -dijo arrastrando las palabras.

– Quiere que te sientes.

– Ya lo he entendido. -Vito se sentó y tomó la mano de Anna-. Le oí cantar Orfeo en el Academy Theatre cuando era niño. Su «Che faro» hizo llorar a mi abuelo.

Anna lo miró con fijeza.

– ¿Y tú? ¿También lloraste?

Vito le sonrió.

– Sí, pero que quede entre nosotros, ¿de acuerdo?

Lentamente Anna le devolvió la sonrisa.

– Conmigo tu secreto estará a salvo. Cuéntame cómo fue, Vito.

A Sophie se le formó un nudo en la garganta al oír hablar a Vito de ópera y ver que los ojos de Anna adquirían un brillo que llevaba mucho tiempo sin observar. Mucho antes de lo deseado, la enfermera Marco los interrumpió.

– A su abuela le toca la medicación, doctora Johannsen. Tiene que marcharse.

Anna exhaló un suspiro iracundo.

– Esa mujer.

Vito aún asía la mano de Anna.

– Hace su trabajo. Encantado de conocerla, señora Shubert. Me gustaría mucho volver a verla otro día.

– Está invitado, pero solo si me llama Anna. -Entornó sus perspicaces ojos con picardía-. O abuela.

Sophie alzó la mirada en señal de exasperación.

– ¡Abuela!

Pero Vito se echó a reír.

– Mi abuelo se pondría celoso si supiera que esta noche he tenido el honor de hacer compañía a la gran Anna Shubert. Volveré a verla en cuanto pueda.

Sophie se acercó a su abuela y la besó en la mejilla.

– Sé amable con la enfermera Marco, abuela. Vito tiene razón, solo hace su trabajo.

Anna frunció los labios.

– Es mezquina, Sophie.

Sophie miró a Vito con preocupación y vio que este ladeaba la cabeza, pensativo.

– ¿Por qué dice eso, Anna?

– Es mezquina y odiosa. Y cruel.

Eso era todo cuanto Sophie había conseguido que dijera en todo aquel tiempo. Dominó el repentino temblor de su mano; le había preocupado que Vito no se tomara el comentario a risa.

– Duerme, abuela. Veré qué puedo hacer para solucionar lo de la enfermera Marco.

– Eres muy buena, Sophie. -A Anna había vuelto a alegrársele el ánimo. Esbozó su tímida sonrisa-. Vuelve pronto, y tráete a tu chico.

– Claro. Te quiero, abuela. -La besó en la otra mejilla y salió deprisa, sin detenerse hasta llegar al coche. Vito se mantuvo todo el rato pegado a ella.

– No has hablado con la enfermera -dijo en voz baja.

– ¿Qué quieres que le diga? ¿Que le pregunte si maltrata a mi abuela? -Sophie notó el histerismo de su voz y suspiró para tranquilizarse-. Me dirá que no.

– ¿Hay algún indicio de maltrato?

– No. Mi abuela siempre está aseada y parece que le administran la medicación cuando la necesita. Está conectada a un monitor que controla su frecuencia cardíaca y hay algunas enfermeras que tienen experiencia en cuidados intensivos. Es una buena residencia, Vito; la busqué a conciencia. Pero aun así… se trata de mi abuela.

– Podrías… -Vito vaciló.

– Podría, ¿qué?

– Podrías instalar una cámara -dijo despacio.

– ¿Una cámara? ¿Como las que se utilizan para vigilar a los niños? -preguntó Sophie, y las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba.

– Solo que tu niña está un poco crecidita -respondió Vito, y Sophie se echó a reír y se sintió un poco mejor.

– ¿Sabes algo de cámaras de videovigilancia?

Vito hizo una mueca.

– Sí, algo. Mi cuñado Aidan sabe un poco más. Ya le preguntaré.

– Gracias. Si hay alguna que no sea muy cara, la instalaré en menos que canta un gallo. Así Harry y yo podremos dormir tranquilos. -Le sonrió-. Gracias por venir, mi abuela se ha puesto muy contenta. Ojalá hubiera pensado antes en hacer venir a alguien que le hablara de su música. Ahora tengo que marcharme a casa. ¿Cuándo volveré a verte?

Vito la observó con cara de incredulidad.

– Cada vez que mires por el retrovisor. No pienso dejarte sola esta noche, Sophie. ¿No nos has oído? Munch, o Bosch, o como se llame podría estar vigilándote.

– Ya lo he oído y te aseguro que os escuchaba con atención; pero no puedo tener un guardaespaldas las veinticuatro horas del día, Vito. No es factible.

Los ojos de Vito echaban chispas y Sophie creyó que se iba a poner a discutir. Sin embargo, de pronto su mirada se tornó tan pícara como la de la abuela de Sophie.

– Aún me debes el premio doble que me he ganado esta mañana.

– Sí, pero tú también estás en deuda conmigo por lo de la traducción.

Él sonrió.

– Me parece que eso es lo que llaman interés compuesto.

Sophie tragó saliva. Un cosquilleo anticipatorio le recorrió el cuerpo.

– Te veré en casa.


Miércoles, 17 de enero, 21:25 horas

Iba escoltada, qué mala suerte. Frunció el entrecejo mientras observaba a Sophie Johannsen alejarse en el coche de su abuela, seguida muy de cerca por la camioneta que conducía su acompañante. Tendría que esperar a que se quedara sola.

Sabía que se dejaría caer por allí. Hacía mucho tiempo que había investigado sus movimientos bancarios y había descubierto los pagos a nombre de la residencia de ancianos. Le costaba mucho dinero. Había oído que los cuidados médicos se habían encarecido, pero aun así le sorprendió lo cara que era la residencia. Él nunca pagaría una cantidad así por que cuidaran de sus padres. Claro que eso era muy fácil de decir teniendo en cuenta que él ya no tenía padres.

Ojalá hubiera podido oír lo que decían. La próxima vez iría mejor preparado. Le habría gustado eliminar todos los cabos sueltos de una tacada, pero esa noche sería imposible. Daba igual, disponía de más estrategias. Puso en marcha la camioneta y volvió la vista atrás para mirar a Harrington, que yacía en la parte trasera atado y amordazado.

– Querías saber cuál era mi fuente de inspiración, ¿verdad? -le preguntó-. Pues estás a punto de descubrirlo.

Ya se encargaría de Sophie Johannsen al día siguiente.


Jueves, 18 de enero, 4:10 horas

Poco a poco, Vito se despertó. Había dormido de maravilla. Tras cuatro largos días de trabajo y dos breves noches en que le había enseñado a Sophie el arte de hacer el amor, estaba exhausto. Era una alumna aventajada; había asimilado todas sus enseñanzas y las había puesto en práctica dejándolo para el arrastre. Por suerte ya tenía las pilas recargadas y volvía a desearla. Extendió el brazo… y palpó la cama vacía.

Abrió los ojos de golpe. Sophie no estaba. Saltó de la cama con el corazón aporreándole el pecho. Cuando llegó a la puerta del dormitorio, se detuvo a escuchar y le tranquilizó oír el quedo sonido de la televisión procedente del piso de abajo. Se puso los pantalones y, refrenando su ímpetu, bajó los escalones de dos en dos en lugar de saltar todo el tramo de una vez.

Sophie estaba ovillada en el sofá con un tazón en las manos. A sus pies dormían las perritas, que a todas luces parecían pelucas multicolor. Al oírlo, se volvió de golpe. Ella también estaba alterada.

– Me he despertado y he visto que no estabas -dijo Vito.

– No podía dormir.

Él se detuvo frente a la mesita auxiliar donde había depositado su carpeta y el libro de arte de Beverly. Estaba abierto por la página de El grito, y Sophie lo miró con expresión de disculpa.

– No era mi intención fisgonear, no sabía que el libro estaba relacionado con el caso. Solo intentaba no pensar en… La cuestión es que la página estaba marcada. Tiene que ver con los gritos, ¿verdad?

La culpabilidad atenazó a Vito. Él dormía como un lirón mientras el recuerdo de aquellos gritos mantenía en vela a Sophie.

– Eso creemos. Lo siento, Sophie. No estaba previsto que vieras y oyeras todo eso, me gustaría habértelo evitado.

– Ahora ya está hecho -dijo ella con calma-. Lo superaré.

Él se sentó a su lado y le rodeó los hombros con el brazo, y se sintió satisfecho al notar que ella se acurrucaba. Permanecieron sentados en silencio, viendo la película en el televisor. Era en francés y Sophie no tenía puestos los subtítulos en inglés, por lo que al cabo de un minuto Vito perdió todo interés por la película y olfateó la taza que Sophie sostenía entre las manos.

– ¿Es chocolate caliente?

– Cacao alemán del bueno -confirmó ella-. Elaborado al estilo de la familia Shubert. ¿Te apetece un poco?

– A lo mejor dentro de un rato. ¿Es una de las películas de tu padre?

En Garde. No es tan buena como Lluvia suave, la que tú viste. -Esbozó una triste sonrisa-. Alex no era buen actor pero en esta película sale mucho. Es del género de capa y espada, y Alex participó en campeonatos de esgrima cuando iba a la escuela. Ahí está.

Alexandre Arnaud pasó de un lado a otro de la pantalla con la espada en la mano. Era un hombre alto y rubio, y Vito reparó en el parecido físico de inmediato.

– Necesitabas verlo.

– Ya te he dicho que soy bastante previsible. No me gusta estar sola en esta casa. Si tú no hubieras venido, me habría ido a casa de mi tío Harry y ahora estaría viendo películas de Bette Davis con él.

«En esta casa.» Había pronunciado esas palabras con pesadumbre; en cambio siempre que hablaba de su tío Harry lo hacía con cariño, por lo que a Vito le pareció un buen punto de partida. Puso voz de despreocupación.

– ¿De pequeña dónde vivías, aquí o en casa de tus tíos?

Por la mirada de Sophie, se adivinaba que había captado sus verdaderas intenciones.

– La mayor parte del tiempo lo pasé aquí, con mi abuela. Al principio me fui a vivir con Harry y Freya, pero ellos tenían cuatro hijos y aquí tenía una habitación para mí sola.

– Pero acabas de decirme que no te gusta estar sola.

Ella se apartó y lo miró fijamente durante unos instantes.

– ¿Me estás interrogando, Vito?

– No. Sí. Bueno, más o menos. Míralo de otra manera; piensa que soy un poco chismoso. No impone tanto.

– Está claro que no. Pues bien, viví con mi madre hasta los cuatro años, pero se cansó de mí y me mandó a casa de mi tío Harry. Él me acogió en mi primer hogar verdadero, el único que he conocido.

– Eso aún te da más motivos para odiar a tu madre que el hecho de que tuviera una aventura con tu padre.

Ella imprimió frialdad a su voz.

– Ah, no. Tengo motivos mucho mejores para odiar a mi madre, Vito. -Se volvió hacia el televisor, pero no le prestaba atención-. El primer año Anna aún estaba de gira. Cuando regresó a Pittsburgh me fui a vivir con ella. Siempre que se marchaba, yo me quedaba en casa de Harry. Cuando empecé a ir al parvulario, mi abuela vendió la casa de Pittsburgh y se trasladó aquí para que yo no tuviera que andar siempre de acá para allá.

La idea de la pequeña Sophie yendo de mano en mano sin un lugar en el que asentarse atenazó el corazón de Vito.

– ¿Es que Freya no te quería? -preguntó, y Sophie abrió los ojos como platos.

– No se te pasa nada por alto, ¿eh? Freya odiaba muchísimo a Lena y le costaba tenerme cerca.

«Qué egoísta», pensó Vito, pero se guardó el pensamiento para sí.

– ¿Y tu padre, Alex?

– Pasó mucho tiempo antes de que Alex supiera que yo existía.

– Anna no se lo dijo.

– Hacía menos de un año que había roto con él cuando yo nací y aún estaba dolida. Eso es lo que dice Maurice. Según Harry, le aterrorizaba la idea de que me llevara con él.

– Y ¿cómo llegaste a conocerlo?

– Yo siempre preguntaba por mi padre, pero nadie me hablaba de él. Un día tomé el autobús hasta el juzgado y pedí una partida de nacimiento.

– Qué diligente. ¿Te la dieron?

– No, solo tenía siete años.

Vito la miró atónito.

– ¿Qué? ¿Tomaste sola el autobús con siete años?

– Y a los cuatro llevaba los envases de cerveza vacíos a la tienda de la esquina a cambio de cecina de ternera y pastelitos -confesó tan tranquila-. La cuestión es que la administrativa del juzgado preguntó por mis familiares más cercanos. Por lo que sé, lo siguiente que ocurrió es que apareció mi tío Harry, disgustadísimo. Le dijo a mi abuela que yo tenía derecho a conocer a mi padre, pero mi abuela le respondió que antes tendría que matarla y Harry lo dejó correr. Yo pensé que la cosa terminaría ahí y empecé a tramar un nuevo plan para conseguir la partida de nacimiento. De pronto un día Harry vino a buscarme a la escuela con los pasaportes y dos billetes de avión para París.

– ¿Se presentó allí como si tal cosa y te llevó a Francia?

– Sí. Le dejó una nota a Freya para que ella se lo contara a Anna. Me parece que cuando volvimos a mi tío Harry le tocó dormir una buena temporada en el sofá. Ahora que lo pienso, aún duerme en el sofá.

– ¿Qué pasó cuando llegasteis a Francia?

– El taxi nos dejó enfrente de una casa con una puerta de cuatro metros y medio de altura. Yo me aferré a la mano de Harry. Tanto tiempo queriendo conocer a mi padre y de pronto estaba aterrada. Y resulta que a Harry le ocurría lo mismo. Tenía miedo de que Alex me diera una patada en el culo o, aún peor, que quisiera quedarse conmigo. Al final todo quedó en una visita formal y una invitación para que fuera a pasar allí el verano.

– ¿Y fuiste?

– Ya lo creo. El abogado de la familia Arnaud le envió la invitación directamente a mi abuela. Era una forma de amenazarla; si no me permitía pasar allí el verano, Alex reclamaría la custodia que le correspondía por derecho. Así que pasé los veranos de mi infancia en una mansión de Francia, con profesor particular y cocinero. El cocinero fue quien me enseñó el arte culinario francés. El profesor particular me enseñó francés, pero como lo aprendí muy rápido empezó con el alemán, y luego con el latín, etcétera.

– Y así nació la políglota -dijo Vito, y ella sonrió.

– Sí. El tiempo que pasé con Alex fue como un cuento de hadas. A veces me llevaba a visitar a sus amigos actores. Cuando yo tenía ocho años, estaban rodando una película en un castillo en ruinas y me llevó a verlo. -Su semblante reflejaba el grato recuerdo-. Fue increíble.

– Y así nació la arqueóloga.

– Supongo. Alex me ayudó mucho a lo largo de los años, me presentó a mucha gente, me facilitó contactos.

– Pero ¿te quería? -La emoción desapareció del semblante de Sophie y a Vito se le encogió el corazón.

– A su manera, sí. Y al cabo de muchos veranos yo también aprendí a quererlo, pero no como quiero a Harry. Harry es mi verdadero padre. -Tragó saliva-. Me parece que nunca se lo he dicho.

Vito se disponía a preguntarle qué pintaba Katherine en todo aquello, pero se mordió la lengua. Si nombraba a Katherine le haría recordar la disputa que habían tenido en la comisaría. También se abstuvo de preguntarle cuáles eran los otros motivos para odiar a su madre. Imaginaba que Sophie querría que a cambio de un secreto él le contara otro.

En vez de eso, Vito señaló un rincón de la sala que antes estaba vacío y donde ahora se apilaban de cualquier manera los CD y discos de vinilo.

– ¿Piensas venderlos en el mercadillo?

Sophie frunció el entrecejo.

– No. Es que después de verte esta noche con mi abuela, he pensado que tal vez le apetezca escuchar alguna de sus piezas favoritas. Anna tenía una gran colección de discos, muy valiosa, pero han desaparecido todos; y también todas las grabaciones de sus conciertos, incluido el Orfeo.

– A lo mejor se los ha llevado tu tía, o tu tío.

– Es posible. Les preguntaré antes de poner el grito en el cielo. Me habría gustado llevárselo mañana. Bueno algo encontraré, aunque tenga que comprarlo en e-Bay.

Vito pensó en su colección de discos, la mayoría heredados de su abuelo. Sospechaba que entre ellos debía de haber algo de Anna Shubert; pero no quería que Sophie albergara falsas esperanzas, así que apartó la idea de su mente.

Sophie se puso en pie.

– Voy a preparar más chocolate. ¿Quieres un poco?

– Claro.

Sophie se detuvo en la puerta.

– Sé que quieres hacerme más preguntas, Vito. Y me parece que te imaginas lo que quiero saber yo. Pero, de momento, vamos a dejar las cosas como están. -Salió sin aguardar la respuesta. Vito, de nuevo inquieto, se levantó y empezó a caminar de un lado a otro.

Sin embargo, siempre acababa delante del libro abierto sobre la mesita auxiliar. Al final se sentó con el libro sobre las rodillas, cerró los ojos y se dispuso a recordar.

«Grita cuanto quieras. Nadie puede oírte y nadie te salvará. Los he matado a todos.»

De pronto, otras palabras hicieron eco en su mente.

«¿Estás lista para morir, Clothilde?»

«Qué mierda.»

Vito se puso rápidamente en pie al atar cabos.

– ¡Maldita, maldita, maldita sea!

– ¿Qué? -Sophie regresó corriendo, llevaba un tazón en cada mano-. ¿Qué te pasa?

– ¿Dónde está el teléfono?

Ella señaló con un tazón.

– En la cocina. ¿Cuál es el problema?

Pero Vito ya se encontraba en la cocina, marcando el número de móvil de Tino.

– ¿Tino?

– ¿Vito? ¿Sabes qué hora es?

– Despierta a Dominic. Es importante. -Miró a Sophie-. Es un maldito juego.

Ella no dijo nada. En vez de eso, se sentó frente a la mesa y bebió unos sorbos de chocolate mientras él andaba de un lado a otro como un animal enjaulado. Al final, Dominic se puso al teléfono.

– ¿Vito? -Parecía asustado-. ¿Es mamá?

Vito se sintió culpable por haber preocupado al chico.

– No, ella está bien. Dom, tengo que hablar con el chico que estuvo en casa anoche. El listillo del juego, Jesse no sé cuántos.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora. ¿Tienes su teléfono?

– No suelo andar con él, Vito, ya te lo dije. Pero puede que Ray lo tenga.

– Pues entonces dame el número de Ray. -Vito lo anotó, y luego llamó a Nick.

– ¿Qué pasa? -Nick siempre se ponía quejumbroso cuando lo despertaban de un sueño profundo.

– Nick, anoche unos chicos estuvieron en mi casa. Estaban jugando a un videojuego de la Segunda Guerra Mundial y salió una escena en la que estrangulaban a una chica. Escúchame bien, Nick. El tío que la mata dice: «Nadie puede oírte y nadie te salvará.»

– Santo Dios. ¿Me estás diciendo que todo esto es… un juego?

– Lo que está claro es que alguna relación hay. Te espero en la comisaría dentro de una hora. Trataré de conseguir una copia del juego. Llama a Brent, Jen y… Liz. Diles que nos encontraremos allí.

Después de hablar con Nick, estampó un beso en la boca de Sophie y luego se pasó la lengua por los labios.

– Está bueno este chocolate. Recuérdame luego dónde nos hemos quedado. Ahora vístete.

– ¿Cómo dices?

– No pienso dejarte aquí sola con la única protección de esas dos pelucas multicolor.

Ella dio un hondo suspiro.

– Oye, amigo, cada vez me debes más cosas.

Vito se tranquilizó lo suficiente para darle un beso en condiciones y a ambos se les agitó la respiración.

– Pues por mí ya puedes ir acumulándome los intereses. Ahora vístete.


Jueves, 18 de enero, 7:45 horas

– El juego se llama Tras las líneas enemigas -le explicó Vito a Liz, Jen y Nick mientras Brent avanzaba las imágenes para mostrarles la escena del estrangulamiento. Estaban reunidos en torno al ordenador de Brent, en el departamento de informática, que era muy distinto al de homicidios. Al dirigirse al cubículo de Brent, Vito había contado por lo menos seis figuritas de StarTrek colocadas sobre sendos escritorios. El propio Brent tenía a toda la tripulación de la nave insignia Enterprise; el señor Spock aún estaba guardado en la caja. El chico estaba muy orgulloso de sus figuritas.

Aquello distraía la atención de Vito, pero se esforzó por concentrarse en el juego.

– Es un juego de disparos de acción en primera persona ambientado en la Segunda Guerra Mundial. El jugador es un soldado estadounidense atrapado tras las líneas enemigas. El objetivo es salir de Alemania y llegar a Suiza atravesando el territorio ocupado de Francia.

– Es un juego muy popular -comentó Brent-. Mi hermano pequeño lo quería para Navidad, pero en todas las tiendas estaba agotado.

Jen puso mala cara.

– Los dibujos son una mierda, parecen de los años noventa.

– Lo que les gusta a los chicos no es el juego en sí -explicó Brent-. Lo tengo a punto, Vito.

Vito señaló la pantalla.

– Cuando llegas aquí ya has diezmado un bunker y estás buscando a la mujer que te ha traicionado. Cuando Brent mate al último nazi aparecerá la intro.

Brent disparó por última vez y en la pantalla apareció la escena que Vito había visto el martes por la noche, con los chicos. El soldado rodeaba con las manos la garganta de la francesa y la mujer luchaba por su vida.

«No, por favor. ¡No!» La mujer forcejeaba. En la pantalla apareció un primer plano del rostro y las manos mientras ella suplicaba entre sollozos que la dejara vivir. El terror que Vito observó en aquellos ojos le puso la piel de gallina. La primera vez que vio las imágenes le parecieron demasiado reales como para sentirse cómodo; ahora comprendía por qué.

Jen ahogó un grito.

– Santo Dios, es Claire Reynolds.

«¿Estás lista para morir, Clothilde? -se burló el soldado, y ella gritó de forma escalofriante. El soldado se echó a reír-. Adelante, Clothilde, grita. Nadie puede oírte. Nadie te salvará. Los he matado a todos. Y ahora te mataré a ti.»

Siguió apretando y Clothilde empezó a retorcerse. Las manos se elevaron hasta que los pies de la chica dejaron de tocar al suelo. Ella aferró aquellas manos con las propias, clavándoles las uñas. Su mirada se inundó de pánico; empezaba a costarle respirar.

Entonces su mirada cambió. Con el horror se mezclaba la certeza de que iba a morir. Sus manos parecían garras, su boca se abría mientras luchaba desesperadamente por respirar. Al final se puso rígida y, de repente, sus ojos dejaron de mirar y sus manos se posaron sin fuerza en las muñecas ensangrentadas del soldado. Este la agitó con saña una última vez y la arrojó al suelo. Mientras el cuerpo de la chica yacía lacio, la cámara enfocó sus ojos. Estaban muy abiertos y despojados de vida.

– Clothilde es Claire -repitió Jen con un hilo de voz-. Acabamos de ver morir a Claire.

– Luego aparece una escena en que el soldado le dispara a un joven en la cabeza con una Luger -explicó Vito-. Y otra en la que lanza una granada contra un hombre.

Liz se dejó caer hacia atrás en la silla.

– ¿Ha matado a toda esa gente por un juego?

– A todos no -dijo Vito-. Al menos no por este. Pero tendríais que ver lo que la empresa está a punto de sacar al mercado. Brent, entra en su página web.

Brent tecleó el nombre de la empresa y un dragón dorado que atravesaba un cielo nocturno inundó la pantalla. El dragón se posó en la cumbre de una montaña y las letras «o-R-o» aparecieron a su alrededor. La «R» fue a parar sobre el pecho cubierto de escamas de la criatura y esta asió las dos «o» con sus garras.

– Uau -exclamó Nick-. Es impresionante.

– Es la página web de oRo -explicó Brent-. La empresa diseñaba videojuegos de pacotilla y estuvo a punto de ir a la bancarrota antes de que Tras las líneas enemigas saliera al mercado, pero en los últimos seis meses ha triplicado su capital neto. -Accionó un botón y en la pantalla apareció un hombre de mediana edad con amplios pectorales-. Este es Jager Van Zandt. Se pronuncia con «Y», no como jogger. Jager es el presidente y principal accionista de oRo. Nació en Holanda y lleva viviendo en Estados Unidos unos treinta años. -Brent accionó otro botón y en la pantalla apareció el rostro enjuto de otro hombre. Tenía más o menos la misma edad que Van Zandt, pero era mucho más menudo-. Este es Derek Harrington, el vicepresidente y director artístico de oRo.

– ¿Él es el director artístico? -preguntó Jen con incredulidad-. No parece lo bastante corpulento para ser el asesino.

– Harrington diseñó el dragón alado -dijo Brent-. Es muy bueno dibujando personajes infantiles y vistosos dragones, pero sus caras no valen nada. Él no puede haber creado esas escenas.

– Quizá conoce a quien lo hizo -sugirió Nick con gravedad.

– Tienen la sede en Nueva York -dijo Vito-. Me parece que cuando terminemos la reunión nos espera un viajecito. Muéstrales el comunicado de prensa, Brent.

Brent accionó el ratón del ordenador y se recostó en su asiento.

– Ahí está.

– «oRo anuncia su próximo lanzamiento en la feria del videojuego de Nueva York -leyó Liz en voz alta-. "Tras las líneas enemigas sigue superando las ventas previstas", declaró el presidente de la compañía, Jager Van Zandt, a la salida de la presentación con aforo completo de su rompedor videojuego. "El inquisidor es la novedad en la que hemos puesto todo nuestro empeño; se trata de un juego ambientado en la Edad Media en el que aparecen espadas, brujas y justicieros. Lo más destacable es la mazmorra. En ella los jugadores ganan puntos extras por la originalidad y la efectividad con que usan las armas de que disponen."»

Liz soltó un resoplido de enojo que consiguió dominar.

– Hay que encontrar a esos tíos y aplastarlos como si fueran gusanos.

Vito sonrió con orgullo.

– Será un placer.

– ¿Cómo te has enterado de todas esas cosas sobre oRo? -le preguntó Jen a Brent.

– Soy aficionado a los videojuegos desde hace tiempo, así que estoy al día de las novedades. Mi hermano pequeño sí que es un crack. Estudia en Carnegie Mellon y cursa la especialidad de diseño de videojuegos.

Liz lo miró atónita.

– ¿Existe una especialidad de diseño de videojuegos?

– Es una de las más solicitadas. Mi hermano y yo hemos estado investigando las empresas del sector porque termina la carrera el año próximo y busca vacantes para enviar su currículum. Con el éxito de Tras las líneas enemigas, ha colocado a oRo la primera de la lista porque están buscando personal.

– ¿Tu hermano crea dibujos animados por ordenador? -preguntó Vito.

– No. Su especialidad es la física para videojuegos. Estudia cómo conseguir que los personajes se muevan con fluidez; que, por cierto, también es la especialidad de Jager. Sin embargo el año pasado Jager debió de reconocer que su técnica fallaba porque contrató a un gran experto que trabajaba para otra empresa. Siempre controlo las oportunidades de invertir en el sector. Corre el rumor de que pronto oRo pondrá a la venta acciones en el mercado bursátil, pero ahora no están a mi alcance.

– Cuando arrestemos a esos tíos la empresa no valdrá nada -dijo Liz-. Perderías hasta la camisa.

– Eso será si tanto Harrington como Van Zandt están implicados. Si solo lo está uno, las acciones se dispararán. Con el dinero que me dieran podría jubilarme a los cuarenta, pero no tendría la conciencia tranquila. -Extrajo el CD del ordenador-. Han matado a gente por esto; no puedo lucrarme a costa de una cosa así.

Eso los dejó a todos en silencio unos instantes. Luego Vito se irguió.

– No podemos permitir que nadie se lucre a costa de una cosa así, de modo que será mejor que nos pongamos en marcha. Sobre las diez espero a la modelo que no ha respondido al e-mail de Munch. Liz, ¿puedes atenderla tú? Nosotros nos vamos a Nueva York. Dile que se esté calladita y que ni se acerque a su correo electrónico.

Liz sacudió la cabeza.

– A las diez tengo una conferencia de prensa y tanto antes como después hay previstas reuniones con los jefazos.

– Ya me encargo yo -se ofreció Brent-. No pienso lucrarme con oRo, pero tampoco le haré ascos a una modelo. Además, ya hablé con ella ayer. Estaba con Bev y Tim.

Liz soltó una risita.

– Tu conducta es digna de alabanza, Brent. De todos modos, me pregunto por qué todas las víctimas son de Filadelfia si Harrington y Van Zandt viven en Nueva York.

– Ni Harrington ni Van Zandt tienen la capacidad de hacer una cosa así -observó Brent-. Lo habrá hecho alguien que trabaja para ellos, y no por fuerza tiene que hacerlo desde la propia sede de la empresa. -Tomó la caja del CD-. ¿Cómo te las has arreglado para conseguir una copia del juego en plena noche, Vito? La gente las guarda como oro en paño hasta que la empresa ponga a la venta más.

– Un compañero de estudios de mi sobrino trajo el juego a mi casa el martes por la tarde. Anoche sus padres lo descubrieron y se lo confiscaron. Me lo han entregado de mil amores. No lo querían en casa porque tienen hijos más pequeños y no quieren que lo vean.

Liz frunció el entrecejo.

– No debería filtrarse información del caso, Vito.

– El padre del chico es un reverendo. Me parece que él es el primer interesado en que no se sepa a qué juega su hijo.

Ella asintió.

– Muy bien. No quisiera que «Jogger» se oliera que lo estamos investigando y desapareciera del mapa. Mientras llegáis, le comunicaré a la policía de Nueva York que vais hacia allí. A lo mejor nos ahorran un poco de tiempo si necesitamos una orden de registro. Les diré que se pongan en contacto directamente contigo, Vito. Nick, ¿habéis terminado con el caso Siever? ¿No hay más pistas?

– Yo ya estoy listo. No creo que López tenga que volver a llamarme a declarar.

– De todos modos, la avisaré. -Liz dio una palmada-. Vamos, no os quedéis ahí plantados. En marcha.

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