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Lunes, 15 de enero, 16:05 horas

Sophie frunció el ceño ante el espejo mientras retiraba los restos del exagerado maquillaje que se fijaba a sus mejillas con rebeldía.

– Maldita caracterización -masculló-. Parezco una puta barata. -La puerta de los servicios del personal se abrió y Darla se asomó con expresión exasperada aunque cariñosa.

– No te frotes tan fuerte, Sophie. Vas a arrancarte la piel. -Tomó un bote del mueble de debajo del lavabo-. ¿Cuántas veces te he dicho que te pongas crema hidratante? -Aplicó una gruesa capa al rostro de Sophie y se dispuso a extenderla con suavidad.

– Como un millón -gruñó Sophie con cara de asco al notar la fría sustancia viscosa sobre su piel.

– ¿Y por qué no me haces caso?

– Porque no me acuerdo. -La réplica sonaba infantil y Darla sonrió.

– Pues a ver si haces memoria. Parece que quieras arrancarte la piel para que Ted deje de pedirte que te maquilles. Puedo asegurarte que no va a dejarlo correr. -Extendía la crema mientras hablaba-. Tú sabrás mucho de historia, Sophie, pero Ted sabe llevar el negocio. Sin las visitas guiadas, puede que el museo tuviera que cerrar.

– ¿Adónde quieres ir a parar exactamente?

– Sophie. -Darla le asió la barbilla y tiró de ella hasta que Sophie se inclinó hacia delante-. Estate quieta. Cierra los ojos. -La chica hizo lo que Darla le pedía hasta que la soltó-. Ya hemos terminado.

Sophie se tocó la cara.

– Estoy pringosa.

– Lo que estás es imposible, y llevas así todo el día. ¿Qué te pasa?

«Que un sádico asesino aplica torturas medievales y que un guapo policía me ha robado el alma a pesar de ser un cerdo.»

– Que tengo que hacer de vikinga y de Juana de Arco -dijo en vez de lo que pensaba-. Ted me contrató como conservadora pero no tengo tiempo de ocuparme de las piezas porque siempre estoy con las malditas visitas.

Se oyó vaciarse el depósito de un retrete y de una de las cabinas salió Patty Ann.

– Me parece que tienes mala conciencia -dijo en tono inquietante mientras se disponía a lavarse las manos-. Esta tarde han venido dos policías a interrogar a Sophie. Uno de ellos se la ha llevado casi a rastras al coche patrulla. -Miró a Sophie con malicia con el rabillo del ojo-. Debes de haber sido muy convincente para conseguir que te soltara.

Darla pareció alarmarse.

– ¿Qué es eso de que ha venido la policía? ¿Aquí? ¿Al Albright?

– Tenían preguntas sobre historia, Darla. Eso es todo.

– Y ¿qué pasa con el moreno? -la pinchó Patty Ann, y a Sophie le entraron ganas de estrangularla-. Te ha perseguido cuando volvías al museo.

– No me ha perseguido -protestó Sophie con decisión mientras se deshacía los lazos del canesú. Sin embargo, eso era precisamente lo que había hecho Vito, y su corazón latía con más fuerza cada vez que pensaba en ello. Había algo de Vito Ciccotelli que le atraía y la tentaba, algo que resultaba bochornoso. Tenía que conseguirle la información que le había pedido, de ese modo no estaría obligada a volver a verlo. Fuera tentaciones y asunto zanjado.

Se cambió de ropa y se coló en el pequeño cuarto de almacenamiento donde Ted había ubicado su despacho. Era diminuto y estaba lleno de cajas, pero en él había un escritorio, un ordenador y un teléfono. Habría estado bien que tuviera ventana, pero llegados a aquel punto debía elegir qué batallas presentaba.

Se dejó caer en el viejo sillón y cerró los ojos. Estaba cansada. Supuso que el hecho de no haber parado de dar vueltas durante toda la noche tenía sus consecuencias. «Céntrate, Sophie.» Tenía que pensar en arqueólogos y coleccionistas sospechosos y confeccionar la lista para Ciccotelli.

Pensó en las personas con quienes había trabajado a lo largo de los años. La mayoría eran científicos honrados que trataban las piezas con tanto cuidado como Jen McFain trataba las pruebas en el escenario del crimen. Sin embargo, sin poder evitarlo sus pensamientos se dirigieron hacia él. Alan Brewster. «Mi cruz.» Nunca había prestado atención a las generosas donaciones que financiaban sus excavaciones; claro que Alan conocía a todo el mundo. Sería un buen contacto para los detectives. De no ser porque…

De no ser porque Alan le preguntaría a Vito quién le había dado su nombre. Vito respondería que había sido Sophie, y entonces Alan esbozaría su sonrisa de traidor embustero. Ya oía su voz, melosa, refinada. «Sophie -diría-; una ayudante muy hábil.» Eso era lo que le había dicho cuando… terminaron. De hecho, al principio Sophie pensaba que se lo había dicho con cariño, que para él había sido alguien especial.

Sus mejillas se encendieron a medida que la vergüenza y la humillación renacían, como le ocurría cada vez que lo recordaba. Entonces sabía poco. Ahora sabía muchísimo más.

No obstante, la culpa fue abriéndose paso hasta sumarse a la vergüenza.

– Eres una cobarde -murmuró. Nueve personas habían muerto y Alan podía resultar de ayuda, y ella estaba dejando que su amor propio lo impidiera. Anotó su nombre en el cuaderno, pero el simple hecho de verlo escrito le produjo escalofríos. Lo contaría. Siempre lo contaba. Le divertía hacerlo. Se lo diría a Nick y a Vito y entonces también ellos lo sabrían. «¿Qué más te da lo que piensen de ti?» Sin embargo, le importaba. Siempre le importaba.

«Piensa en otra persona -se dijo-. En alguien igual de válido.» Se estrujó los sesos hasta que a su mente afloró otro rostro, pero no el nombre de la persona. Se trataba de un compañero de estudios que había trabajado en la misma excavación con Alan Brewster. Mientras que ella hacía de «ayudante», el chico se dedicaba a investigar sobre antigüedades robadas para su tesis. Sophie llevó a cabo una búsqueda, pero no encontró la tesis. Sin embargo, el chico tenía un amigo… ¡Claro!

De su nombre sí que se acordaba. Clint Shafer. Dando un suspiro, examinó las páginas blancas y encontró un número de teléfono. Sin darse tiempo a cambiar de idea, Sophie lo marcó.

– Clint, soy Sophie Johannsen. Puede que no te acuerdes de mí pero…

Él la atajó con un silbido.

– Vaya, vaya, Sophie. ¿Cómo estás?

– Voy tirando -respondió. «Nueve tumbas, Sophie.»-. Clint, ¿te acuerdas de aquel amigo tuyo que investigaba sobre antigüedades robadas?

– ¿Te refieres a Lombard?

Lombard. Ahora se acordaba. Kyle Lombard.

– Sí, el mismo. ¿Terminó la tesis?

– No, lo dejó. -Hizo una pausa, luego prosiguió con picardía-. Fue después de que tú abandonaras el proyecto. Alan se quedó deshecho.

Su voz denotaba burla y a Sophie se le encendieron las mejillas mientras se tragaba las palabras que le habría gustado decirle.

– ¿Sabes algo de él?

– ¿De quién? ¿De Alan? Claro. Hablamos a menudo. Te menciona mucho.

Ella se mordió la lengua aún más fuerte.

– No, de Kyle. ¿Dónde está?

– No lo sé. No he vuelto a saber nada de Kyle desde que estuvimos en Aviñón. Dejó el curso y yo me inscribí para formar parte del equipo de Alan en la excavación de Siberia. Así que, ¿estás en Filadelfia?

Sophie maldijo la pantalla de identificación de llamadas.

– Problemas familiares.

– Bueno, yo vivo en Long Island; aunque ya lo sabías. Podríamos… quedar.

«Solo cometí un estúpido error y aún lo estoy pagando.» Con alegría forzada en la voz, le mintió abiertamente.

– Lo siento, Clint. Estoy casada.

Él se echó a reír.

– ¿Y qué? Yo también. Eso antes no suponía ningún impedimento para ti.

Sophie exhaló un lento suspiro. De pronto, dejó de morderse la lengua y le dio rienda suelta.

Foutre.

Clint volvió a reírse.

– Dime la hora y el sitio, cariño. Alan sigue considerándote una de sus ayudantes más hábiles. Llevo mucho tiempo esperando a comprobarlo por mí mismo.

Con la mano trémula, Sophie colgó el auricular despacio. Luego tomó la hoja de papel en la que había anotado el nombre de Alan Brewster y la arrugó hasta formar una prieta bola dentro de su puño aún más prieto. Tenía que haber alguien más con quien la policía pudiera ponerse en contacto.


Lunes, 15 de enero, 16:45 horas

– Toma. No volváis a decir que nunca os doy nada.

Vito levantó la vista cuando una bolsa de tiras de maíz aterrizó en el listado de personas desaparecidas que estaba examinando. Liz Sawyer se encontraba apoyada en el borde del escritorio, abriendo su propia bolsa. Vito miró el escritorio vacío de Nick, adonde Liz había lanzado otra bolsa.

– Las de Nick son con sabor barbacoa. Yo también las quiero con sabor barbacoa.

Liz se estiró e intercambió las bolsas.

– Dios Santo, sois peor que mis hijos.

Vito sonrió y abrió la bolsa de aperitivo.

– Pero aun así nos quieres.

Ella resopló.

– Sí, claro. ¿Dónde está Nick?

Vito se puso serio.

– Con el fiscal del distrito. Le han avisado para prepararlo para mañana.

Liz suspiró.

– Por desgracia, todos hemos sufrido un caso Siever. -Entornó los ojos-. Tú también tuviste uno, hace un par de años, justo sobre estas fechas.

Vito se comía las tiras de maíz con expresión hierática a pesar del nudo que se le había formado en el estómago. Liz quería sonsacarle información. Estaba seguro de que ella sabía que había algo oscuro en relación con la muerte de Andrea, pero nunca le había preguntado nada directamente.

– Justo.

Ella lo observó unos segundos más, luego se encogió de hombros.

– Ponme al corriente del caso de las tumbas. La noticia ha abierto el informativo este mediodía y desde entonces los teléfonos del departamento de relaciones públicas no han parado de echar humo. De momento estamos salvando la situación sin comentarios, como si la cosa acabara aquí, pero no conseguiremos aguantar así mucho más.

Vito le contó todo lo que sabían, hasta la visita al depósito de cadáveres.

– Ahora estoy examinando los informes de personas desaparecidas para tratar de identificar entre ellas a las víctimas.

– La chica de las manos unidas… Si Keyes era actor puede que ella también lo fuera.

– Nick y yo pensamos lo mismo. Cuando hayamos acabado con los informes de desaparecidos, sondearemos los bares de la zona de los teatros que suelen frecuentar los actores. El problema es que el rostro de la víctima está demasiado descompuesto para andar enseñando fotos.

– Llevad a uno de los retratistas al depósito. Que examine la estructura ósea y que haga lo que pueda.

Vito mascaba el aperitivo con desánimo.

– Ya lo hemos solicitado, pero los dos retratistas que hay en plantilla están con víctimas vivas y pasarán varios días antes de que tengan tiempo de ocuparse de una víctima mortal.

– Estoy harta de los recortes de presupuesto -masculló Liz-. ¿Tú sabes dibujar?

Vito se echó a reír.

– Sí, figuras geométricas y con regla. -Se puso serio y se quedó pensativo-. Mi hermano sí sabe dibujar.

– Creía que era psiquiatra.

– La psiquiatra es mi hermana Tess. El dibujante es Tino. Su especialidad son los retratos.

– ¿Lo hace a buen precio?

– Sí, pero no se lo digas a mi madre. Para ella todos somos unos santos. -Alzó las cejas con gesto cauteloso-. Tanto que incluso podrían ordenarnos sacerdotes.

Liz se echó a reír.

– Conmigo tu secreto está a salvo. ¿Ha hecho tu hermano algo parecido alguna vez?

Vito pensó en Tino.

– No. Pero es bueno. Y pondrá interés en ayudarnos.

– Entonces llámalo. Si le parece bien, tráelo y firma el permiso. Te las arreglas muy bien últimamente para encontrar ayuda gratis, Chick. Una arqueóloga, un retratista…

Vito se forzó a esbozar una sonrisa despreocupada.

– ¿Qué me he ganado por las molestias?

Liz se estiró para alcanzar la bolsa de tiras de maíz de Nick y se la arrojó a Vito.

– Ya lo sabes, no volváis a decir que nunca os doy nada.


Nueva York,

lunes, 15 de enero, 16:55 horas

– Derek, tengo que hablar contigo.

Derek levantó la vista de la pantalla del ordenador. Tony England se encontraba de pie en el vano de la puerta de su despacho, con los dientes apretados y la mirada encendida. Derek se recostó en la silla.

– Me preguntaba cuándo vendrías. Entra y cierra la puerta.

– Me he echado atrás por lo menos veinte veces en lo que va de día. Estaba demasiado enfadado para venir. -Tony alzó un hombro-. Todavía lo estoy.

Derek suspiró.

– ¿Qué quieres que haga, Tony?

– Que te portes como un hombre y le digas a Jager que no por una vez -le espetó, y apartó la mirada-. Lo siento.

– No, no lo sientes. Has trabajado para oRo desde que la empresa se creó. Has supervisado las escenas de lucha de los últimos tres juegos. Suponías que algún día ocuparías mi puesto, no que quedarías relegado a tener que trabajar para un advenedizo.

– Todo eso es cierto, Derek. Tú y yo formábamos un gran equipo. Dile que no a Jager.

– No puedo.

Los labios de Tony se crisparon.

– Porque tienes miedo de que te eche.

Derek dejó que disparara antes de contestar.

– No. Porque tiene razón.

Tony se tensó.

– ¿Qué?

– Que tiene razón. -Señaló la pantalla del ordenador-. He cotejado Tras las líneas enemigas con todos los trabajos anteriores. Es sensacional. En comparación, el último proyecto es de lo más mediocre. Si Frasier Lewis lo consigue…

– Se agotarán las existencias -dijo Tony sin ánimo-. Nunca te he creído… -Alzó la barbilla-. Me marcho.

Eso era lo que Derek esperaba.

– Lo comprendo. Si lo piensas mejor y decides cambiar de idea, no tendré en cuenta esta conversación.

– No cambiaré de idea. No pienso trabajar para Frasier Lewis.

– Pues llámame si necesitas una carta de recomendación; cuenta conmigo para lo que sea.

– Hubo un tiempo en que habría contado contigo para cualquier cosa -respondió Tony con amargura-. Pero ahora… Prefiero arreglármelas solo. Disfruta de tu dinero, Derek; cuando Jager te obligue a dejar el cargo, eso será todo cuanto te quede.

Derek se quedó mirando la puerta que Tony cerró con cuidado tras de sí. Tenía razón, Jager lo estaba obligando a dejar el cargo. Hacía semanas que le llegaban muestras de ello, pero Derek no quería darse cuenta.

– ¿Derek? -lo llamó su secretaria a través del intercomunicador-. Tienes a Lloyd Webber por la línea dos.

No estaba de humor para hablar con más periodistas.

– Dile que no haré más comentarios.

– No es periodista. Es el padre de un cliente y quiere hablar contigo de Tras las líneas enemigas.

Derek tampoco estaba de humor para escuchar a más padres indignados que consideraban que Tras las líneas enemigas era demasiado violenta y podía herir la sensibilidad del consumidor.

– Que te deje el mensaje. Lo llamaré mañana.


Lunes, 15 de enero, 18:00 horas

Había llegado a tiempo, se dijo Vito cuando vio a Sophie salir del museo Albright. «Parece cansada», pensó al verla acercarse a la moto.

Rodeó la camioneta mientras ella desenganchaba el casco del asiento.

– Sophie.

La chica soltó un grito ahogado.

– Me has dado un susto de muerte -dijo entre dientes-. ¿Qué haces aquí?

Vito vaciló, no tenía claras las palabras. Le mostró la rosa blanca que escondía detrás de la espalda y vio que ella entornaba los ojos.

– ¿Es una broma? -preguntó con voz baja y áspera-. Pues no tiene gracia.

– No es ninguna broma. Me molesta que pienses que soy uno de esos tíos que juegan con las mujeres. Quiero que sepas que no es así.

Ella se quedó callada un momento, luego sacudió la cabeza y ató el bolso al asiento.

– Muy bien. Eres un príncipe azul -dijo con sarcasmo-. Un tío estupendo. -Se subió a la moto y se escondió la trenza dentro de la chaqueta antes de colocarse el casco en la cabeza-. Te habría dado la lista de todos modos.

Vito hizo girar la rosa entre sus dedos con nerviosismo. Sophie llevaba una chaqueta de cuero negro y había cambiado los guantes de colorines por unos de piel parecidos a los de Vito. Con su expresión severa y todas esas prendas de cuero, parecía más un motero peligroso que la profesora universitaria de vestimenta peculiar que había conocido el día anterior. Se ajustó el casco a la barbilla y se puso de pie para arrancar la moto. Estaba a punto de marcharse y él no había cumplido su misión.

– Sophie, espera.

Ella se detuvo; estaba en equilibrio para poner el motor en marcha.

– ¿Qué?

– Las flores eran para otra persona. -A Sophie le centelleaban los ojos. De ningún modo esperaba que Vito confesara-. Eran para alguien que me importaba y que murió. Iba a llevarlas a su tumba ayer, pero me enredé en el caso. Y te estoy diciendo la verdad. -Por lo menos, hasta el punto en que estaba dispuesto a divulgarla.

Ella frunció un poco el entrecejo.

– La mayoría de la gente lleva claveles al cementerio en invierno.

Él se encogió de hombros.

– Las rosas eran sus flores preferidas.

A Vito se le formó un nudo en la garganta cuando acudió a su mente la imagen de Andrea ocultando el rostro en un ramo de rosas. Rosas rojas. Contrastaban mucho con su piel aceitunada y su pelo moreno. Los colores se reían de él. El pelo de Andrea se tiñó del rojo de la sangre que manaba del agujero de bala de su sien; la bala que él le había disparado.

Se aclaró la garganta con brusquedad.

– Da igual. He ido a comprar flores para mi cuñada, que está en el hospital. Entonces he visto las rosas blancas y me he acordado de ti.

Ella lo escrutaba con recelo.

– O eres muy bueno o estás diciendo la verdad.

– No soy tan bueno. Pero no he engañado a nadie en mi vida, y no quería que pensaras eso de mí. -Depositó la rosa en el manillar-. Gracias por escucharme.

Ella se quedó mirando la rosa un buen rato. Luego relajó los hombros. Se quitó un guante y del bolsillo de su chaqueta sacó una hoja de papel doblada y un bolígrafo. Desdobló la hoja de papel y escribió algo al pie. Luego tragó saliva y se la entregó a Vito.

– Aquí tienes la lista. No hay gran cosa.

Sus ojos denotaban una frustración que sorprendió a Vito y le atenazó el corazón. La lista contenía veinte nombres mecanografiados, algunos acompañados de una dirección web. Al final Sophie había añadido otro nombre.

– A mí sí que me parece gran cosa -dijo él.

Ella se encogió de hombros.

– Los primeros dieciocho regentan puestos en la feria medieval que se celebra todos los otoños. Venden espadas, cotas de malla y cosas así. La mayoría también vende a través de internet. Si alguien ha estado haciendo preguntas sobre instrumentos de tortura medievales, es posible que en primer lugar se haya dirigido a alguno de esos tipos.

– ¿Y los demás?

– Étienne Moraux es un antiguo profesor mío de la universidad de París. Él fue quien guió mi trabajo de investigación para la licenciatura. Es un buen hombre, y tiene muchos contactos en el mundillo de la arqueología. Si alguien ha encontrado hace poco una silla, seguro que él lo sabe. Y si la han vendido o ha desaparecido de algún museo o de alguna colección particular legítima, también lo sabrá. Lo que no tengo muy claro es que conozca el mercado negro, pero quién sabe si le habrá llegado algún rumor.

– ¿Y Kyle Lombard?

– Es alguien muy lejano. Ni siquiera sé por dónde anda. Hace diez años coincidimos en una excavación en el sur de Francia; él estaba haciendo la tesis doctoral e investigaba sobre objetos robados. No llegó a acabar la tesis, y no lo he encontrado en ninguna lista de antiguos alumnos, pero vosotros tenéis vuestros métodos de espionaje.

– Y nuestros dispositivos para borrar la memoria -respondió él, con la esperanza de arrancarle una sonrisa. Pero en vez de eso, los ojos de Sophie se llenaron de una tristeza tal que conmovió a Vito. Sin embargo, no apartó la mirada.

– A veces tengo la impresión de que sería muy útil disponer de un método para eso -musitó.

– Estoy completamente de acuerdo. ¿Qué hay del último nombre? Alan Brewster.

Por un momento los ojos de Sophie expresaron una furia tan intensa que Vito estuvo a punto de dar un paso atrás. No obstante, su enfado pareció esfumarse con tanta rapidez como había aparecido, y una vez más su mirada adoptó un aire de hastío y frustración.

– Alan es uno de los arqueólogos más importantes del nordeste -dijo en voz baja-. Tiene contacto con personas acaudaladas que financian muchas de las excavaciones, tanto aquí como en Europa. Si alguien ha estado adquiriendo piezas, es posible que él lo sepa.

– ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?

Sophie rompió el tallo de la rosa y se guardó la flor en el bolsillo con cuidado.

– Es el catedrático de estudios medievales de la Universidad Shelton. Está en Nueva Jersey, no muy lejos de Princeton. -Miró al suelo, vacilante. Cuando levantó la cabeza su mirada estaba llena de desesperanza y resignación-. Si puedes evitar nombrarme, te lo agradeceré.

O sea que Brewster y ella habían tenido alguna historia y habían acabado mal.

– ¿De qué lo conoces, Sophie?

La chica se sonrojó y Vito sintió una punzada de celos, irracional pero innegable.

– Guió mi tesis doctoral.

Él se tragó los celos. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido entre ambos, ella todavía lo estaba sufriendo. Le habló con amabilidad.

– Creía que era con Moraux con quien te habías doctorado.

– Sí, más tarde. -La desesperanza de su mirada dejó paso a un silencioso anhelo que a Vito le llegó al alma.

– Ya tienes lo que has venido a buscar, detective. Ahora tengo que irme.

Vito tenía lo que había ido a buscar, pero no todo cuanto necesitaba. De la mirada de los ojos de Sophie dedujo que también ella lo necesitaba. Dobló el papel con rapidez y se lo guardó en el bolsillo al mismo tiempo que ella se ponía el guante.

– Sophie, espera. Hay algo más.

Sin darse tiempo a cambiar de idea, Vito se montó sobre la rueda delantera de la moto, rodeó con las manos el casco de Sophie y cubrió sus labios con los propios.

Ella dio un respingo y luego lo asió por las muñecas. Sin embargo, no le retiró las manos, y durante unos preciados instantes ambos se concedieron lo que necesitaban. Qué dulce era, qué labios más suaves; su aroma le hizo bullir la sangre. Necesitaba más. Tanteó la correa que le ajustaba el casco a la barbilla y consiguió desatarla. Sin romper el contacto, le quitó el casco de la cabeza y lo depositó en el suelo tras de sí. Luego le acarició el cabello de la nuca. La atrajo hacia él, y se disponía a tomarle la boca con los labios cuando de pronto el beso dejó de ser lento y dulce para tornarse atrevido y apremiante.

Ella se asió a sus hombros, se puso de puntillas y mordisqueó sus labios con ardientes y ávidos bocaditos mientras de la garganta le brotaba un anhelante gemido. Vito estaba en lo cierto. La idea se abrió paso a través del deseo mientras le separaba los labios con apremio y profundizaba en el beso. Ella lo necesitaba tanto como él. Tal vez más.

Ella tenía los dedos clavados en los hombros de su abrigo y a él el corazón le palpitaba tan fuerte que su sonido era todo cuanto podía oír. Vito sabía que aquello era siquiera el inicio de lo que necesitaba satisfacer. Lo que de verdad necesitaba no iba a ocurrir montados en la moto en mitad de un aparcamiento. Dejó su cálida boca y con los labios le acarició el mentón hasta presionarle la parte inferior, donde el pulso le latía con fuerza y rapidez.

Se retiró lo justo para escrutar su rostro. Tenía los ojos muy abiertos, y en ellos observó avidez, necesidad e incertidumbre, pero no arrepentimiento. Poco a poco ella bajó los talones al suelo y le recorrió los brazos con las manos hasta llegar a sus muñecas. Le retiró las manos del pelo, cerró los ojos, le rodeó las manos con las suyas y permaneció así un rato mientras él sentía latir su corazón. Luego, con delicadeza, lo soltó y abrió los ojos. Su mirada era de nuevo desesperanzada, más incluso, y Vito supo que iba a alejarse de él.

– Sophie -empezó, con voz grave y áspera. Pero ella posó los dedos en sus labios.

– Tengo que irme -susurró, y se aclaró la garganta-. Por favor.

Él le alcanzó el casco que había depositado en el suelo y la observó ajustárselo de nuevo a la barbilla. No quería que se marchara así. No quería que se marchara nunca.

– Sophie, espera. Te debo una pizza.

Ella le dirigió una sonrisa forzada.

– No puedo. Tengo que ir a ver a mi abuela.

– ¿Y mañana?

Pero ella negó con la cabeza.

– Los martes doy clases de posgrado en Whitman. -Alzó la mano y lo detuvo antes de que siguiera insistiendo-. Por favor, no lo hagas, Vito. Ayer, cuando te conocí tenía la esperanza de que fueras un hombre decente y luego me disgusté mucho al pensar que no lo eras. Estoy muy contenta de que lo seas, de veras. Así que… -Sacudió la cabeza; ahora sus ojos sí reflejaban arrepentimiento-. Buena suerte.

Se puso de pie, arrancó la moto y salió zumbando del aparcamiento. Mientras observaba cómo se marchaba, Vito cayó en que era la tercera vez en dos días que lo hacía.


Lunes, 15 de enero, 18:45 horas

Sophie se recostó en la silla y suspiró frustrada.

– Abuela, tienes que comer. El médico dice que no conseguirás salir de aquí si no recuperas fuerzas.

Su abuela miró el plato.

– Yo esto no se lo daría ni a los perros.

– Tú a tus perras les das filete, abuela -la reprendió Sophie-. Ojalá yo comiera tan bien.

– Solo les doy filete una vez al año. -Levantó la barbilla-. Para su cumpleaños.

Sophie alzó los ojos en señal de exasperación.

– Ah, claro, porque es una ocasión especial. -Volvió a suspirar-. Abuela, come, por favor. Quiero que te pongas fuerte y vuelvas a casa.

La mirada desafiante abandonó los ojos de Anna y sus menudos hombros se desplomaron sobre la almohada.

– No volveré a casa, Sophie. Ya va siendo hora de que las dos lo aceptemos.

Sophie notó una opresión en el pecho. Su abuela siempre había tenido una salud de hierro, pero el derrame la había dejado débil e incapacitada de la mitad derecha del cuerpo y al hablar aún arrastraba demasiado las palabras para que las personas que no la conocían la entendieran. Un reciente brote de neumonía la había debilitado más todavía y cada vez que respiraba sentía dolor.

Antes el mundo entero era el hogar de Anna: París, Londres, Milán. Los amantes de la ópera acudían en tropel para oírla cantar Orfeo. Ahora el mundo de Anna era aquella pequeña habitación en una residencia geriátrica.

Aun así, lo último que Anna necesitaba era que la compadecieran y por eso Sophie endureció la voz.

– Mierda.

Anna abrió los ojos como platos.

– ¡Sophie!

– Vamos, te he oído pronunciar esa palabra mil veces.

«Al día», añadió Sophie para sí.

Sendas manchas de rubor riñeron las pálidas mejillas de Anna.

– Eso da igual -gruñó, y bajó la vista al plato-. Sophie, esta comida es repugnante. Es mucho peor de lo habitual. -Arqueó la ceja izquierda, la única que era capaz de mover-. Pruébala tú.

Sophie lo hizo y torció el gesto.

– Tienes razón. Espera. -Se dirigió a la puerta y vio a una de las enfermeras en el mostrador-. ¿Enfermera Marco? ¿Han contratado a un nuevo dietista?

La enfermera levantó la vista de la tablilla sujetapapeles con expresión cautelosa.

– Sí. ¿Por qué?

La mayoría del personal de la residencia era maravilloso, pero la enfermera Marco era una cascarrabias. Decir que Anna y ella no se llevaban bien era quedarse corto, por eso Sophie trataba de que sus visitas coincidieran con el turno de Marco. Así se aseguraba de que la sangre no llegaba al río.

– Porque la comida está malísima. ¿Podría traerle a Anna otra cosa?

Marco frunció los labios.

– Tiene que seguir una dieta controlada, doctora Johannsen.

– Y la sigue, se lo prometo. -Sophie esbozó la sonrisa más encantadora que pudo-. No se lo pediría si no estuviera tan mala. Por favor.

Marco exhaló un suspiro.

– Muy bien. Tardará una media hora.

Sophie volvió a sentarse junto a la cama de Anna.

– Marco te traerá otra cosa de cenar.

– Es mezquina -musitó Anna, y cerró los ojos.

Sophie frunció el entrecejo. Últimamente su abuela decía cosas como aquella cada vez con más frecuencia y no estaba segura de hasta qué punto eran ciertas. Era probable que se debiera a su pésimo humor por estar incapacitada y encontrarse mal; no obstante a Sophie le preocupaba que fuera por algún otro motivo.

A Sophie le preocupaban muchas cosas esos días: Anna, el dinero, la profesión que esperaba poder retomar tarde o temprano. Aquel día una nueva preocupación se había sumado al resto: lo que Vito Ciccotelli pensaría de ella después de entrevistarse con Alan Brewster.

Se llevó los dedos a los labios y se recreó recordando el beso. Su corazón empezó de nuevo a latir con fuerza. Quería más, mucho más. Y durante unos instantes se había permitido albergar la esperanza de que tal vez por una vez lograría obtenerlo.

«Qué tonta eres.» Por fin había conocido a un hombre que podía llegar a ser todo cuanto deseaba, y ella lo había enviado nada menos que a ver a aquel que más probabilidades tenía de acabar describiéndola como una chica fácil obsesionada por el sexo y sin ningún tipo de moralidad. «Tal vez no crea a Alan.» Bah. Todos los hombres creían a Alan, porque por algún motivo todos querían creer que era una facilona y que estaba dispuesta a acostarse con el primero que se lo pidiera.

«Nueve tumbas, Sophie. Has hecho lo correcto.» Pero ¿por qué lo correcto la dejaba siempre hecha una porquería? Con un suspiro, se arrellanó en la silla y contempló a Anna mientras dormitaba.


Lunes, 15 de enero, 18:50 horas

– ¿Qué tal te ha ido con la fiscal? -preguntó Vito en cuanto entró en el sedán de Nick. Se habían encontrado en la puerta de la fábrica donde trabajaba Sherry, la novia de Warren Keyes.

– Bien. -Nick le adelantó información-. López cree que puede pillar al traficante.

– Entonces al menos se hará algo de justicia -dijo Vito mientras desenvolvía el sándwich. El olor a carne impregnó el interior del vehículo-. Es mucho mejor algo de justicia que nada.

El hecho de que Nick se encogiera de hombros indicaba que no estaba de acuerdo, pero no pensaba discutir.

– ¿Qué me he perdido?

– He examinado los listados de personas desaparecidas y he señalado todos los nombres que vagamente podrían corresponder a nuestras víctimas. He conseguido la aprobación de Liz para que un retratista haga un dibujo que podamos mostrarle a la gente.

– ¿Te ha dado dinero?

– No, ojalá. Lo hará Tino.

Nick pareció impresionado.

– Qué buena idea.

– A estas horas debe de estar a punto de encontrarse con Katherine en el depósito de cadáveres. También he ido al hospital a ver a Molly. Está mejor.

– Has estado muy ocupado. ¿Han descubierto cómo se contaminó Molly?

– Sí. Los de la oficina de protección del medio ambiente descubrieron que el contador del gas estaba roto.

– ¿Aún se fabrican contadores de mercurio?

– No, pero Dino vive en una casa antigua y el contador es viejo. A mi padre le han explicado que la compañía ha iniciado una campaña para sustituirlos, pero todavía no han llegado al barrio de Dino. Han encontrado mercurio en la tierra, debajo del contador.

– Un contador no se rompe así como así.

– Creen que recibió un golpe de una pelota, una piedra o algo parecido. Mi padre les ha preguntado a los chicos, pero ninguno sabe nada. Molly dice que el viernes el perro se llenó de barro, ella lo bañó y por eso entró en contacto con el mercurio. El veterinario ha visitado al perro y le ha encontrado niveles bajos de mercurio, no el suficiente para causarle daño. Pero después de bañar al perro, Molly pasó el aspirador y extendió el mercurio por la casa. Tienen que cambiar toda la moqueta si quieren volver a vivir allí, así que tendré compañía por un tiempo.

– Bueno, me alegro de que Molly esté bien. Eso es lo que de verdad importa.

Vito se sacó del bolsillo la lista de Sophie.

– Y… -suspiró- he ido a ver a Sophie.

– Realmente has estado muy ocupado. -Nick examinó la hoja-. Vendedores de objetos medievales, cotas de malla… -Levantó la cabeza, una idea iluminaba su mirada-. Los moretones circulares del chico a quien le falta media cabeza. Puede que llevara puesta una cota de malla.

Vito asintió.

– Tienes razón. Los moretones son de ese tamaño. Bien pensado.

– Un profesor universitario en Francia -prosiguió Nick-. Un tal Lombard de paradero desconocido. Y Alan Brewster. ¿Por qué ha escrito su nombre a mano?

– Lo añadió en el último momento. Creo que entre ellos hubo alguna historia que acabó mal.

Nick levantó un momento la vista del papel.

– ¿Lo de «historia» va con doble sentido?

Vito alzó los ojos en señal de exasperación.

– No. Primero he pensado en llamar a su casa, pero luego me ha parecido mejor ir a verlo personalmente.

Nick se quedó pensativo.

– Así que ese tipo le hizo daño a Sophie, ¿no?

– Eso parece. No quiere que mencione su nombre.

– ¿Qué la habrá hecho cambiar de idea?

– Le he dicho la verdad. Más o menos -añadió al ver que Nick arqueaba una ceja. Pensó en la delicadeza con la que Sophie se había guardado la rosa en el bolsillo, y recordó el beso que seguía ocupando sus pensamientos-. Me ha creído. Luego me ha dado la lista y ha añadido el nombre de Brewster.

– ¿Piensas ir a verlo mañana?

Vito asintió.

– Le he dicho a Tino que empiece por la mujer de las manos unidas. Quiero mostrarles el resultado a los actores que frecuentan el barrio de los teatros, pero no suelen dejarse caer por allí hasta última hora de la tarde. Me dará tiempo de ir a ver a Brewster por la mañana. Puede que él nos oriente en la dirección correcta. Si descubrimos de dónde salen los instrumentos, podremos rastrear el dinero.

– Bueno, cuando acabemos con esto volveré al despacho para obtener información sobre Kyle Lombard. Puedo tratar de localizarlo mañana, mientras espero para declarar. -De repente Nick se puso tenso-. Ahí está. Sherry Devlin. -Señaló a una joven que salía de un Chevette herrumbroso-. Se la ve rendida. Me pregunto dónde habrá estado.

Vito recuperó la lista de Sophie, la dobló y se la guardó en el bolsillo.

– Vamos a averiguarlo -dijo, y los dos salieron del coche de Nick y se acercaron a Sherry Devlin-. ¿Señorita Devlin?

Ella se dio media vuelta y al verlos se quedó paralizada de horror.

– Relájese -dijo Vito-. Somos detectives, del Departamento de Policía de Filadelfia. No queremos hacerle daño.

Ella miró a Vito y luego a Nick; seguía teniendo la mirada algo alterada.

– ¿Es por Warren?

– ¿Dónde ha estado hoy, señorita Devlin? -preguntó Nick, en lugar de contestarle.

Sherry alzó la barbilla.

– En Nueva York. He pensado que tal vez Warren hubiera ido allí a buscar trabajo. Ya que la policía no me ayuda a encontrarlo, he decidido encontrarlo yo misma.

– ¿Y ha descubierto algo? -preguntó Vito en tono amable, y ella negó con la cabeza.

– No. En ninguna de las agencias para las que había trabajado saben nada de él desde hace mucho tiempo. -La postura de la chica denotó cierta tensión y Vito supo que había adivinado por qué estaban allí.

– Señorita Devlin, soy el detective Ciccotelli. Este es mi compañero, el detective Lawrence. Le traemos malas noticias.

El rostro de la chica perdió el color.

– No.

– Hemos encontrado el cadáver de Warren, señorita Devlin -dijo Nick con amabilidad-. Lo sentimos mucho.

– Sabía que le había ocurrido algo horrible. -Levantó la vista, aturdida por el pesar-. Me dijeron que se había marchado, pero yo sabía que él no me dejaría nunca, no por voluntad propia.

– Deje aquí su coche. La acompañaremos a casa. -La ayudó a acomodarse en el asiento de atrás y luego se agachó a su lado-. ¿Cómo sabía dónde buscarlo en Nueva York?

Ella pestañeó despacio.

– Por su book.

– Hemos estado examinando su book, señorita Devlin -dijo Nick-. No hemos visto ninguna lista de agencias de modelos, solo fotos.

– Ese es su book fotográfico -musitó ella-. El que contiene su currículum está colgado en internet.

Vito sintió que un impulso eléctrico le recorría la columna vertebral.

– ¿En internet? ¿Dónde?

– En tupuedessermodelo.com. Tiene una cuenta.

– ¿Qué tipo de cuenta? -preguntó Nick.

La chica parecía desconcertada.

– Una cuenta para modelos. Cuelgan sus fotos y su experiencia profesional y quien quiera contratarlos puede ponerse en contacto con ellos a través de la página.

Vito miró a Nick. «Bingo.»

– ¿Usaba Warren alguna vez su ordenador?

– Claro. Venía más veces a mi casa de las que yo iba a casa de sus padres.

Vito le apretó la mano.

– Nos llevaremos su ordenador al laboratorio.

– Muy bien -musitó ella-. Hagan lo que sea necesario.


Lunes, 15 de enero, 20:15 horas

– Sophie, despiértate.

Sophie pestañeó y fijó la vista en el rostro de Harry. Se había quedado dormida en la silla, junto a la cama de Anna.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -Hizo una mueca al recordarlo-. Teníamos que ir a Lou's, a comernos un sándwich de ternera con queso. Se me había olvidado. Dios, yo también tengo hambre.

– Te he traído uno. Lo tengo en el coche.

– Siento haberte dado plantón. El día ha sido muy largo. -Contempló el rostro de Anna, dormida-. La enfermera Marco debe de haberle dado las medicinas. No se despertará en toda la noche, así que lo mejor que puedo hacer es marcharme.

– Entonces ven a comerte tu sándwich y cuéntame por qué ha sido tan largo el día.

Una vez en el coche, Sophie se quedó mirando la residencia de ancianos mientras comía.

– La abuela no para de decir que esa enfermera se porta mal con ella. ¿Se lo dice también a Freya?

– Freya no me ha dicho nada de eso. -Harry frunció el entrecejo-. ¿Crees que Anna sufre malos tratos?

– No lo sé. No me gusta nada tener que dejarla sola por las noches.

– No tenemos más remedio, a menos que contratemos a una enfermera particular, y sale muy caro. Ya lo he mirado.

– Yo también. Si apenas puedo pagar la residencia, y el dinero de Alex pronto se habrá agotado.

Harry apretó la mandíbula.

– No tendrías que gastarte la herencia para cuidar de Anna.

Ella le sonrió.

– ¿Por qué? ¿Para qué otra cosa la quiero? Harry, todo cuanto tengo cabe en esta mochila. -Señaló la bolsa con el pie-. Y me gusta que así sea.

– A mí me parece que solo tratas de convencerte de ello. Alex tendría que haberte dejado mejor situada.

– Alex me dejó bien situada. -Harry siempre había pensado que su padre biológico tendría que haber hecho más por ella-. Me pagó la universidad para que pudiera situarme por mí misma, claro que no es que lo esté haciendo muy bien. -Puso mala cara-. S'il vous plaît.

– Déjame adivinarlo. Has tenido que volver a hacer de Juana de Arco.

– Sí -confirmó ella con tristeza-. Y peor que eso es que algún conocido me vea de esa guisa. -Se había avergonzado de que Vito y Nick la vieran disfrazada. Pero aún le avergonzaba más que Vito descubriera qué tipo de persona era. Alan se encargaría de hincharle la cabeza.

– A mí me parece que haces muy bien de Juana de Arco -opinó Harry-. ¿Quién te ha visto?

– Ese chico. No pasa nada. -Claro que pasaba algo; había pasado algo increíble. Se encogió de hombros-. Pensaba que era un traidor, pero resulta que es un tipo estupendo.

– Entonces, ¿cuál es el problema, Sophie? -le preguntó Harry en tono amable.

– El problema es que está a punto de conocer a Alan Brewster.

La mirada de Harry se ensombreció.

– Esperaba no volver a oír ese nombre jamás.

– Yo también. Pero las cosas no siempre salen como nos gustaría, ¿verdad? No me cabe duda de que cuando Vito hable con Alan, en menos de una hora me considerará una facilona, y lo que es peor, una hipócrita al haberlo reprendido por engañar a su novia cuando ni siquiera la tiene.

– Si de verdad es buena persona no escuchará los comentarios viperinos del asqueroso de Brewster.

– Te entiendo, tío Harry, pero yo sé mejor que tú lo que pasa. En cuanto hablan con Brewster, todos los hombres cambian de opinión sobre mí. No consigo que la gente de aquí olvide.

Harry se puso triste.

– Volverás a Europa cuando Anna muera, ¿verdad?

– No lo sé. Tal vez. En cualquier caso no puedo quedarme en Filadelfia. Y lo más curioso es que ocurrió allí, pero es aquí donde la historia no se olvida. Alan y su esposa no lo permitirán porque a mí, la gran heroína, no se me ocurrió otra cosa que hacer lo que debía; decírselo a su esposa. Merde. La estúpida heroína, más bien -masculló-. La confesión no fortalece el espíritu, y existen buenos motivos para que la esposa sea siempre la última en saberlo.

– Sophie, es la primera vez que no me dices que Anna no va a morir.

Sophie guardó silencio.

– Lo siento. Claro que Anna…

– Sophie. -La reprendió con cariño-. Anna ha vivido una vida plena. No te sientas culpable por pensar que no saldrá adelante, ni por seguir con tu vida una vez que ella muera. Has renunciado a muchas cosas para volver a casa. Ella te lo agradece. Y yo también.

Sophie tragó saliva.

– ¿Qué otra cosa podía hacer, Harry?

– Nada. -Le dio una palmada en la rodilla-. ¿Te has terminado el sándwich? Tengo que eliminar las pruebas. Freya no debe saber que he estado en Lou's. Mi dieta no lo contempla.

– Notará el olor a cebolla. Lo siento, Harry. No tienes escapatoria.

– Bueno, ha valido la pena. Conduciré con las ventanillas abiertas de vuelta a casa. -Y bajó la ventanilla.

Sophie recogió su mochila y la basura y se bajó del coche.

– Ya me encargo yo de deshacerme de las pruebas -dijo con un fuerte susurro-. Ya nos veremos, Harry.

– Sophie, espera. -Ella se volvió y se apoyó en la ventanilla del conductor. El semblante de Harry era serio-. Si Vito es buena persona, nada de lo que Brewster diga le hará menospreciarte.

Ella lo besó en la mejilla.

– Eres un encanto. Ingenuo, pero un encanto.

Él torció el gesto.

– Solo temo que te cruces con el hombre adecuado y estés tan convencida de que tiene mala opinión de ti que no le des siquiera una oportunidad. No quiero ver cómo desaprovechas la ocasión, Sophie. No sé cuántas se nos presentan en la vida.

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