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Domingo, 14 de enero, 14:00 horas

Se sentó en la silla y asintió ante la pantalla de su ordenador a la vez que sus labios esbozaban una sonrisa de satisfacción. Aquello estaba muy bien. La mar de bien. «Aunque me esté mal pensarlo.» Pero lo pensaba.

Levantó la cabeza para mirar los fotogramas que había extraído del vídeo de Warren Keyes. Había elegido bien a su víctima: buena estatura, buen peso y buena musculatura. El tatuaje del joven fue lo que acabó de perderle. Warren tenía que ser la víctima. Había estado fantástico en las escenas de sufrimiento, la cámara había captado la intensa agonía de su rostro. Pero los gritos…

Abrió un archivo de sonido. Un grito estremecedor surgió de los altavoces con una nitidez cristalina y un escalofrío de placer le recorrió la espalda. Los gritos de Warren eran sublimes. El tono perfecto, la intensidad perfecta. La inspiración perfecta.

Volvió los ojos hacia los lienzos que había colgado junto a los fotogramas. Probablemente, aquella serie de cuadros constituían su mejor obra hasta el momento. La había titulado La muerte de Warren. Eran óleos, por supuesto. Había descubierto que el óleo era la mejor técnica para captar la intensidad de la expresión, la boca de la víctima abierta al máximo en uno de esos perfectos alaridos de insoportable dolor.

Y los ojos. Había aprendido que la muerte por tortura tenía varias fases, y todas ellas se reflejaban claramente en los ojos de la víctima. La primera era el miedo; le seguían una actitud retadora y luego la desesperación, cuando la víctima se daba cuenta de que no había escapatoria. La cuarta fase, la de la esperanza, dependía por completo de la tolerancia al dolor de la víctima. Si resistía el primer embate, le daba un respiro, el tiempo justo para permitir que aflorara la esperanza. Warren Keyes había tolerado el dolor de forma extraordinaria.

Más tarde, cuando la esperanza se desvanecía por completo, empezaba la quinta fase: la de las súplicas, los gritos lastimeros implorando la muerte, la liberación. Hacia el final, aparecía la sexta fase, el último arrebato desafiante, una primitiva lucha por la supervivencia que precedía al hombre moderno.

Pero la séptima y última fase era la mejor y la más inaprensible: el instante mismo de la muerte. La explosión… La ráfaga de energía cuando lo corpóreo arrojaba su esencia. Era un instante tan breve que incluso con el objetivo de la cámara resultaba imposible captarlo del todo, tan fugaz que el ojo humano se lo perdería si no estuviera prestando extrema atención. Pero él prestaba atención.

Y había valido la pena. Se recreó contemplando el séptimo cuadro. Aunque era el último de la serie, lo había pintado el primero. Se acercó al caballete mientras la energía liberada de Warren aún hacía vibrar cada uno de sus nervios y el perfecto grito final resonaba todavía en sus oídos.

Lo había visto en los ojos de Warren; era algo indefinible que solo él había descubierto en el instante de la muerte. Consiguió captarlo por primera vez con La muerte de Claire, hacía más de un año. ¿De verdad había pasado tanto tiempo? El tiempo volaba cuando uno se divertía, y por fin se estaba divirtiendo. Llevaba toda la vida persiguiendo ese algo indefinible. Pues bien, ya lo había encontrado.

«Un genio.» Así era como lo había llamado Jager Van Zandt. Con Claire consiguió atraer por primera vez la atención del magnate de los videojuegos, y aunque personalmente consideraba que sus series de Zachary y Jared eran mejores, Claire seguía siendo la favorita de VZ.

Claro que Van Zandt nunca había visto sus cuadros, solo las imágenes animadas por ordenador con las que había transformado a Claire en Clothilde, una prostituta de la Francia de Vichy en la Segunda Guerra Mundial estrangulada hasta la muerte por un soldado a quien ella había traicionado. El tráiler, que hacía las delicias del público siempre que se exhibía, se había convertido en la principal atracción de Tras las líneas enemigas, la última aventura de Van Zandt en la industria del ocio.

Casi todo el mundo consideraba que aquello eran simples videojuegos. Pero a Van Zandt le gustaba pensar que estaba construyendo un imperio del ocio. Antes de Tras las líneas enemigas, el imperio de VZ solo existía en sus sueños. Pero sus sueños se habían hecho realidad: Tras las líneas enemigas había volado de las estanterías de las tiendas y se había convertido en un éxito rotundo gracias a Clothilde y al resto de sus personajes de animación. «Gracias a mi arte.»

Van Zandt, que también se había dado cuenta de ello, había elegido a Clothilde, captada en el momento de su muerte, para ilustrar el estuche de Tras las líneas enemigas. Siempre se le aceleraba el pulso al contemplarlo, al saber que las manos que oprimían la garganta de «Clothilde» eran las suyas.

Era obvio que VZ reconocía su genialidad, pero no estaba seguro de que ese hombre fuera capaz de comprender la realidad de su arte. Por eso seguía dejando que VZ creyera lo que quería creer: que Clothilde era un personaje de ficción y que él se llamaba Frasier Lewis. Al fin y al cabo, tanto él como Van Zandt obtenían lo que querían. El empresario había conseguido un gran éxito en la industria del ocio y ganaba millones. «Y yo he conseguido que millones de personas contemplen mi arte.»

Ese era su objetivo último. Tenía un don. El videojuego de VZ no era más que la forma más eficaz de hacer llegar su don al mayor número de personas en el menor tiempo posible. Cuando se hubiera consagrado, no necesitaría las imágenes de animación; la gente solicitaría directamente sus cuadros. No obstante, por el momento necesitaba a Van Zandt, y Van Zandt lo necesitaba a él.

Él estaría muy orgulloso de su último trabajo. Accionó el ratón y de nuevo visionó las imágenes animadas de Warren Keyes. Eran perfectas. Todos y cada uno de sus músculos se crispaban mientras el joven luchaba por librarse de las cadenas, su cuerpo se arqueaba y se retorcía de dolor a medida que le iba desencajando los huesos. La sangre también tenía buen aspecto, no era demasiado roja y se veía auténtica. Haber examinado cuidadosamente la película le había permitido reproducir todos los detalles del cuerpo de Warren, hasta la mínima contracción.

En particular, se había esmerado con el rostro; había captado el miedo y la expresión retadora de Warren al resistirse a la petición de su captor. «Que soy yo.» El inquisidor. Se había plasmado a sí mismo como el anciano que había atraído a Warren hasta la mazmorra.

En definitiva La muerte de Warren estaba lista y había llegado el momento de engatusar a la siguiente víctima. Abrió tupuedessermodelo.com, la sencilla y encantadora página web que le había resultado tan útil para encontrar los rostros perfectos que requería su trabajo. Por una modesta cuota, actores y modelos colgaban sus books en tupuedessermodelo.com con el propósito de que cualquier director de Hollywood pudiera lanzarlos inmediatamente al estrellato con solo accionar el ratón sobre su fotografía.

Tanto actores como modelos eran las víctimas perfectas. Poseían belleza, sabían despertar emociones y sus rostros eran fácilmente trasladables a las imágenes y al lienzo. Además, estaban tan ansiosos por alcanzar la fama y andaban tan necesitados de dinero que aceptaban cualquier trabajo. Atraerlos con la excusa de ofrecerles un papel en un documental funcionaba siempre y le había permitido presentarse como el anciano e inofensivo profesor de historia llamado Ed Munch. Sin embargo, estaba empezando a cansarse de ser Edvard Munch. Quizá la próxima vez se presentaría como Hieronymus Bosch. Por fin era un artista genial.

Examinó con detenimiento los candidatos elegidos en su última búsqueda. Había seleccionado a quince personas de las cuales se había quedado con cinco. El resto no eran lo suficientemente pobres para que tragaran sin más el anzuelo. De las cinco, solo tres estaban en la más absoluta miseria. Sus indagaciones financieras le habían revelado que las tres estaban al borde de la bancarrota.

Había espiado a los tres candidatos durante una semana y había visto que solo uno de ellos era lo bastante solitario y reservado para que no lo echaran en falta. Ese era un requisito importante del plan. Resultaba imprescindible que nadie buscara a sus víctimas. Entre ellas había fugitivos, como la preciosa Brittany de las manos unidas. O tipos como Warren, y antes que él Billy; tan reservados que nadie sabía que habían recibido una oferta de trabajo.

De todos los candidatos actuales, Gregory Sanders era el idóneo. Su familia, que no lo aceptaba, lo había echado de casa, así que estaba solo. Lo había averiguado la noche anterior, tras seguir a Sanders hasta su bar favorito. Se había hecho pasar por un hombre de negocios de fuera de la ciudad, le había invitado a varias rondas y había aguardado a que el hombre le contara entre gimoteos su triste historia. Sanders no tenía a nadie. Era perfecto.

Activó el botón de contacto de Gregory y desplegó el texto de su e-mail estándar, confiando plenamente en los pasos que había dado para ocultar su verdadera identidad, tanto física como electrónica. Al día siguiente, Greg aceptaría su oferta. Y el martes ya contaría con una nueva víctima. Y con un nuevo grito.

Dio impulso a la silla para apartarse del escritorio, se puso en pie con rigidez y se frotó la pierna derecha. Qué odioso era el invierno en Filadelfia. Ese día, el dolor era horrible. Su arte, aparte de ser excitantemente morboso, suponía otra importante ventaja: mientras pintaba se olvidaba de los dolores imaginarios para los que no existía tratamiento alguno, ni cura, ni nada que le proporcionara un poco de alivio.

Estaba a punto de cruzar la puerta de su estudio cuando recordó algo. «El martes.» Los pagos del anciano vencían el martes. Era imprescindible satisfacerlos. Si abonaba con puntualidad la hipoteca y el resto de los gastos, nadie se preguntaría dónde estaban el anciano y su esposa. Nadie los buscaría, precisamente tal como él deseaba. Se acercó de nuevo al ordenador. Como el martes estaría ocupado con su nueva víctima, era mejor efectuar ya los pagos.


Dutton, Georgia,

domingo, 14 de enero, 14:15 horas

– Te agradezco que hayas venido tan rápido, Daniel. -El sheriff Frank Loomis se volvió a mirarlo antes de introducir la llave en la puerta de entrada-. No tenía claro que lo hicieras.

Daniel Vartanian sabía que la observación era pertinente.

– Sigue siendo mi padre, Frank.

– Vaya. -Frank frunció el entrecejo al ver que la cerradura no cedía-. Estaba seguro de que esta era la llave; llevo guardándola desde la última vez que tus padres se tomaron unas largas vacaciones.

Daniel observaba cómo Frank probaba cinco llaves diferentes, el temor que atenazaba su vientre empezó a convertirse en verdadero pánico.

– Yo tengo una llave.

Frank retrocedió con una mirada fulminante.

– ¿Y por qué no lo has dicho antes, chico?

Daniel arqueó una ceja.

– No quería ofenderte -dijo con ironía-. Las competencias son las competencias.

Frank había pronunciado esas mismas palabras la noche anterior, cuando telefoneó a Daniel para informarle de que parecía que sus padres habían desaparecido.

– Escucha, «agente especial» Vartanian, por mucho que trabajes en el GBI, si sigues tan tieso, acabaré por arrebatarte la porra y ablandarte la espalda con ella.

Y no era pura fanfarronería. Frank había molido a palos a Daniel en más de una ocasión por diablillo. Claro que eso era porque se preocupaba por él. No podía decirse lo mismo de su padre. El juez Arthur Vartanian siempre había estado demasiado atareado para ocuparse de su hijo.

– No te burles de las porras del GBI -dijo Daniel en tono liviano, aunque el corazón había empezado a latirle con fuerza-. Incluyen lo último en tecnología, igual que vuestros cachivaches. Incluso a ti te sorprendería su eficacia.

– Mierda de burócratas -masculló Frank-. Siempre hablando de tecnología y experiencia, pero solo las aplican si les dejan llevar la voz cantante. Cédeles un poco de terreno y caerán sobre ti como una plaga.

También esa observación era pertinente, aunque Daniel dudaba que los mandamases del GBI, la Agencia de Investigación de Georgia, opinaran lo mismo. Había encontrado la llave; ahora tenía que concentrarse en que su mano dejara de temblar.

– Yo formo parte de la plaga, Frank -dijo.

Frank, molesto, resopló.

– Mierda, Daniel, ya sabes a qué me refiero. Art y Carol son tus padres. Te he llamado a ti, no al GBI. No quiero ver mi jurisdicción infestada de burócratas.

La llave de Daniel tampoco encajaba en la cerradura. Claro que, con el tiempo que había pasado, aquello no debía ser motivo de alarma.

– ¿Cuándo los viste por última vez?

– En noviembre. Unas dos semanas antes de Acción de Gracias. Tu madre iba camino de Angie's y tu padre estaba en el juzgado.

– O sea que era miércoles -observó Daniel, y Frank asintió. Angie's era el salón de belleza donde su madre tenía cita todos los miércoles sin excepción, desde antes de que él naciera-. ¿Y qué hacía mi padre en el juzgado?

– A tu padre le costaba hacerse a la idea de que estaba retirado. Echaba de menos el trabajo, y a la gente.

«Lo que Arthur Vartanian echaba de menos era el poder que le otorgaba ser juez del tribunal superior de una pequeña localidad de Georgia», se dijo Daniel, pero se guardó el pensamiento para sí.

– Decías que la enfermera de mi madre te llamó.

– Sí. Entonces me di cuenta del tiempo que hacía que no veía a ninguno de los dos. -Frank suspiró-. Lo siento, hijo. Supuse que por lo menos os lo habría contado a Susannah y a ti.

Le había costado aceptar que su madre ocultara algo así a sus propios hijos. Tenía cáncer de mama. La habían operado y le habían administrado quimioterapia, pero no les había dicho ni una palabra.

– Ya, bueno, la verdad es que hace tiempo que las cosas no van bien entre nosotros.

– Tu madre se saltó varias visitas, a la enfermera le extrañó y me telefoneó. Les seguí la pista y me enteré de que en diciembre tu madre había cancelado sus citas en la peluquería y le había dicho a Angie que tu padre y ella irían a Memphis a visitar a tu abuela.

– Pero no fueron.

– No. Según tu abuela, tu madre le contó que pasarían las vacaciones con tu hermana, pero cuando llamé a Susannah me dijo que hacía más de un año que no sabía nada de tus padres. Por eso te llamé a ti.

– Son demasiadas mentiras, Frank -opinó Daniel-. Entremos.

Rompió de un codazo el cristal lateral de la puerta de entrada, introdujo la mano y descorrió el pestillo. En la casa reinaba un silencio sepulcral y olía a cerrado.

Traspasar el umbral lo hizo retroceder en el tiempo. Daniel recordó a su padre al pie de la escalera, con los nudillos pelados y ensangrentados. Su madre se encontraba al lado de su padre y las lágrimas le rodaban por las mejillas. Susannah se mantenía algo apartada, y su rostro traslucía una súplica desesperada para que Daniel abandonara aquel enfrentamiento que ella no comprendía. A Susannah las cosas le resultarían más fáciles si desconocía la verdad, por eso nunca se la había contado.

Él se marchó con intención de no regresar. Claro que una cosa eran las intenciones…

– Ve tú arriba, Frank. Yo me encargaré de esta planta y del sótano.

El primer vistazo le confirmó a Daniel que sus padres habían salido de viaje. La llave del agua estaba cerrada y habían desenchufado todos los electrodomésticos. Recordó el miedo que su madre tenía de que la tostadora pudiera ocasionar un incendio.

Recorrió la planta baja y descendió al sótano con el corazón acelerado. Las imágenes de los cadáveres que había descubierto durante los años pasados en el cuerpo de policía le bombardeaban la mente. Sin embargo, allí no olía a muerto y el sótano parecía tan ordenado como siempre. Subió la escalera y encontró a Frank aguardando en el recibidor, frente a la puerta de entrada.

– Se han llevado mucha ropa -observó Frank-. Y las maletas no están.

– Esto no tiene ningún sentido. -Daniel volvió a entrar en todas las habitaciones y se detuvo en el despacho de su padre-. Fue juez durante veinte años, Frank. Tenía enemigos.

– Ya he pensado en eso. Le he pedido a Wanda que consiga un listado de sus antiguos casos.

Sorprendido y reconfortado, Daniel le dirigió a Frank una sonrisa llena de desánimo.

– Gracias.

Frank se encogió de hombros.

– A Wanda le irá bien hacer horas extras. Vamos, Daniel, cenemos algo por el centro y pensaremos qué más podemos hacer.

– Enseguida. Deja que eche un vistazo a su escritorio.

Tiró de un cajón y se sorprendió de que este se abriera sin más. Dentro había varios folletos del Gran Cañón. Se le formó un nudo en la garganta. Su madre siempre había deseado visitar el Gran Cañón, pero su padre siempre estaba demasiado ocupado y nunca habían llegado a ir. Parecía que por fin había encontrado el momento.

De pronto, la evidencia de que su madre estaba enferma de cáncer lo azotó, convirtiéndose en mucho más que el secreto que le había ocultado. «Mi madre se está muriendo.» Carraspeó con fuerza.

– Mira, Frank. -Sacó los folletos y los esparció sobre el cartapacio.

– El Gran Cañón, el lago Tahoe, el Monte Rushmore… -Frank suspiró-. Parece que por fin tu padre la ha llevado a hacer el viaje que durante tantos años le prometió.

– Pero ¿por qué no lo dijeron y ya está? ¿Por qué tantas mentiras?

Frank le estrechó el hombro.

– Supongo que tu madre no quiere que nadie sepa que está enferma. Para Carol es una cuestión de orgullo. Deja que conserve su dignidad. Vayamos a cenar a algún sitio.

Con el corazón lleno de pesar, Daniel se disponía a levantarse cuando oyó un ruido.

– ¿Qué ha sido eso?

– ¿El qué? -preguntó Frank-. Yo no he oído nada.

Daniel prestó atención y volvió a oírlo: un chirrido estridente.

– Es su ordenador.

– Es imposible, está apagado.

La pantalla estaba oscura, pero cuando Daniel posó la mano sobre el ordenador se quedó sin respiración.

– Está caliente y en marcha. Alguien lo está utilizando en este preciso momento.

Pulsó el botón de la pantalla y juntos vieron cómo aparecía una página de un banco en línea. El cursor se movía con una precisión fantasmagórica sin que ninguno de los dos lo accionara.

– Joder, parece un tablero de la Ouija -masculló Frank.

– Es el sistema de banca en línea de mi padre. Alguien acaba de pagar la hipoteca.

– ¿Será tu padre? -preguntó Frank, con evidente desconcierto.

– No lo sé. -Daniel apretó la mandíbula-. Pero puedes estar seguro de que lo averiguaré.


Filadelfia,

domingo, 14 de enero, 14:15 horas

Vito se quedó mirando la «peculiar figura de mono» con creciente irritación. Llevaba esperando más de media hora y aún no había rastro de la amiga de Katherine. Se sentía decepcionado y tenía frío. Había bajado la ventanilla del coche para respirar aire fresco. El hedor de la desconocida le impregnaba el pelo y las fosas nasales; ni él mismo podía soportarlo.

Había telefoneado a Katherine seis veces, pero no contestaba. Era imposible que no la hubiera visto. Había llegado con tiempo de sobra y la única persona allí presente era una estudiante universitaria sentada en el banco de la parada del autobús, cinco metros detrás de su vehículo.

Era una chica de unos veinte años, con una larga melena rubia que debía de rozarle las nalgas cuando estaba de pie. Llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo rojo y junto a las sienes le colgaban sendas trenzas diminutas, mientras que el resto del pelo caía suelto y la cubría como una capa. Llevaba unos enormes aros de oro en las orejas y la mitad de su rostro quedaba oculto tras la montura redonda de sus gafas de sol color morado. Por si todo eso fuera poco, llevaba una vieja chaqueta de camuflaje que le quedaba unas cuatro tallas grande.

«Esta juventud…», pensó Vito, sacudiendo la cabeza. La chica levantó la mirada hacia la calle y volvió a bajarla antes de encoger las piernas y doblarlas bajo la chaqueta, con la gruesa suela de sus botas militares sobre el banco. Debía de estar helada. Al menos él lo estaba, y eso que tenía puesta la calefacción de la camioneta.

Al fin sonó su móvil.

– Mierda, Katherine, ¿Dónde te habías metido?

– En el depósito de cadáveres, estoy preparándolo todo para que la desconocida descanse aquí esta noche. ¿Qué quieres?

– Que me des el teléfono de tu amiga. -Se volvió al oír que alguien llamaba a la puerta del acompañante. Era la universitaria-. Espera un momento, Katherine. -Bajó la ventanilla-. ¿Qué deseas?

Los labios carnosos de la chica temblaban.

– Hum… Estoy esperando a una persona y creo que podría ser usted.

De cerca, la chica era aún más agraciada; se buscaría problemas acercándose a los hombres de ese modo.

– Original manera de ligar. Lo siento, no me interesa. Prueba con alguien de tu misma edad.

– ¡Espere! -gritó la chica, pero él ya había subido la ventanilla.

– ¿Quién era? -preguntó Katherine con voz divertida.

A Vito no le hacía ninguna gracia.

– Una universitaria a quien le gustan maduritos. Tu amiga no ha llegado.

– Si ha dicho que estaría, tiene que estar, Vito. Sophie es muy seria.

– Te digo que… ¡Joder!

Era de nuevo la chica, esta vez por el lado del conductor.

– Escucha -espetó-, te he dicho que no me interesa, o sea que lárgate.

Empezó a cerrar la ventanilla, pero la chica plantó las manos en el borde del cristal y se aferró como si fueran garras, para impedir que lo subiera. Llevaba unos delgados guantes de punto con cada dedo de un color diferente, lo cual se daba de bofetadas con el estampado de camuflaje.

Vito estaba a punto de mostrarle la placa cuando la chica se quitó las gafas y lo miró exasperada, con sus ojos de un verde intenso.

– ¿Conoce a Katherine? -preguntó.

De repente, él se dio cuenta de que no se trataba de ninguna jovencita. Tenía por lo menos treinta años, tal vez más. Apretó los dientes.

– Katherine -dijo despacio-, ¿qué aspecto tiene tu amiga?

– El de la mujer que está junto a tu ventanilla -soltó Katherine entre risas-. Tiene el pelo largo y rubio, ronda los treinta años y le gusta mezclar estilos. Lo siento, Vito.

Él tuvo que tragarse su comentario de sabihondo.

– Esperaba a alguien de tu edad. Me habías dicho que hacía veinticinco años que la conocías.

– En realidad son veintiocho. Desde que iba al parvulario -soltó la mujer de repente, y le tendió la mano multicolor-. Soy Sophie Johannsen. Hola, Katherine -saludó dirigiéndose al teléfono-. Tendrías que habernos dado los números de móvil -añadió en un tono que de entrada sonaba jovial pero que en el fondo denotaba impaciencia.

Katherine suspiró.

– Lo siento, he de dejarte, Vito. Tengo invitados a cenar y de camino a casa debo pasar a ver cómo está la abuela de Sophie.

Vito cerró el móvil y posó la mirada en los verdes ojos entornados de la mujer. Se sentía como un completo idiota.

– Perdone, le ponía veinte años.

Los gruesos labios de ella esbozaron una sonrisa ladeada y a Vito le chocó darse cuenta de que también estaba equivocado con respecto a otra cosa. La chica no era solo agraciada, era una preciosidad. Vito sintió que sus dedos se morían de ganas de tocar aquellos labios. «Una mujer debe de hacer maravillas con unos labios así.» Apretó los dientes con fuerza, tan sorprendido como molesto por la viveza de las imágenes que acudían a su mente. «Haz el favor de controlarte, Chick. Contrólate ahora mismo.»

– Supongo que debo tomarlo como un cumplido. Hacía mucho tiempo que no me confundían con una universitaria. -Señaló el edificio con un dedo azul eléctrico-. El equipo que necesitamos está ahí dentro. Pesa demasiado para llevarlo en un solo viaje y no quería dejar una parte en la calle mientras iba a buscar el resto. Es muy caro. ¿Me echa una mano?

Vito contuvo sus pensamientos no sin dificultad y la siguió hasta el interior del edificio.

– Le agradezco su ayuda, doctora Johannsen -dijo mientras ella abría la puerta cerrada con llave.

– Es un placer. Katherine me ha ayudado tantas veces que he perdido la cuenta. Y, por favor, llámeme Sophie. Nadie me llama doctora Johannsen. Mis alumnos me llaman doctora J, pero supongo que lo hacen por analogía con el baloncesto, porque soy alta.

Pronunció la última frase acompañada de una sonrisa autocrítica y Vito se sintió incapaz de apartar los ojos de su cara. Sin rastro de maquillaje y pese a los pendientes hippies, la ropa militar y los guantes multicolor, su aspecto era natural, saludable. Un vehemente deseo azotó a Vito con tal fuerza que lo dejó casi sin respiración. Lo de antes había sido pura lujuria; en cambio, lo que sentía ahora era distinto. Trató de encontrar palabras para describirlo y tan solo una acudió a su mente: «Hogar». Al mirar su rostro se sentía como si hubiera regresado al hogar.

El rubor tiñó las mejillas de la chica y Vito se dio cuenta de que la estaba mirando fijamente. Ella aguantó la mirada tres segundos; luego se volvió de golpe y tiró con fuerza de la pesada puerta, que al abrirse la obligó a dar un paso atrás tambaleándose. Él la asió por los hombros para sostenerla, y al hacerlo la atrajo hacia sí. «Suéltala», se dijo, pero sus manos no le obedecían. En vez de eso, siguió sosteniéndola y, por un instante, ella pareció relajarse y descansar contra él.

De pronto, como si le hubieran clavado una aguja, se lanzó hacia delante para sujetar la puerta antes de que se cerrara, con lo cual rompió el contacto físico y puso fin a aquel momento.

Vito la había tenido entre sus manos tan solo unos segundos, pero le pareció estar tocando un cable de alta tensión. Decidió retroceder, física y también mentalmente. Se sentía afectado y no le hacía ninguna gracia. Respiró hondo. «Es solo el día que estás teniendo -se dijo-. Domínate, Chick; domínate antes de que hagas el ridículo.» Sin embargo, se quedó perplejo al oír las siguientes palabras que surgieron de su boca.

– Llámeme Vito.

Solía preferir que lo llamaran detective cuando se trataba de asuntos de trabajo; de ese modo las cosas quedaban convenientemente claras. Pero ya era demasiado tarde.

– Muy bien. -Las dos palabras brotaron con un suspiro, como si la chica hubiera estado conteniendo la respiración-. Esto es lo que tenemos que llevarnos.

Junto a la puerta había cuatro maletas. Vito cogió las dos más grandes. Sophie tomó las otras dos y cerró la puerta tras de sí.

– Tengo que devolver el equipo a la universidad esta noche -dijo en tono decidido-. Otro profesor lo ha solicitado para efectuar mañana un trabajo de campo.

Parecía que la chica había decidido obviar lo ocurrido y Vito optó por hacer lo mismo, pero su mirada iba por libre. No podía dejar de observar su rostro; trató de captar su perfil mientras se dirigían hacia la camioneta. A la chica seguían temblándole los labios a causa del frío y Vito se sintió culpable.

– ¿Por qué no me ha avisado antes? -preguntó.

– Me han advertido que fuera discreta -respondió ella, con la mirada fija hacia el frente-. No estaba segura de que usted fuera el policía de quien me había hablado Katherine, ni siquiera ha venido en coche patrulla. He pensado que, si no era la persona adecuada, no les gustaría que anduviera preguntando. Katherine no me ha explicado qué aspecto tenía y tampoco me ha dado ninguna contraseña. Por eso he decidido esperar.

Y congelarse, pensó él mientras recordaba la forma como se había ovillado bajo la chaqueta para entrar en calor. Depositó las dos maletas grandes en la zona de carga de la camioneta y las ató con las correas. Cuando se disponía a cargar las dos maletas más pequeñas, la chica sacudió la cabeza.

– Son delicadas. Dadas las circunstancias, prefiero viajar yo en la zona de carga y que coloque las maletas en mi asiento.

– Creo que dentro hay suficiente espacio para todo. -Vito colocó las maletas en el suelo, entre las dos filas de asientos. Luego abrió la puerta del acompañante-. Usted primero…

Sus pensamientos se desviaron cuando ella pasó por delante de él. Olía igual que las rosas que había depositado detrás de su asiento; su aroma era dulce y penetrante.

Se quedó inmóvil, aspirando su olor. Aquella mujer no se parecía en nada a su Andrea, menuda y de piel morena. Sophie Johannsen era una amazona, alta, rubia… Y estaba viva. «Ella está viva, Chick. Y hoy, eso es suficiente para que te metas en un lío.» Por suerte, al día siguiente volvería a sentirse adormecido.

– Sophie -dijo la chica con recelo-. Me llamo Sophie.

– Lo siento. -«Céntrate, Chick.» Había un cadáver sin identificar, tal vez más. Eso era lo que debía ocupar sus pensamientos y no el perfume de Sophie Johannsen. Señaló el asiento delantero, decidido a reconducir la relación de nuevo hacia el plano profesional-. Por favor.

– Gracias.

Ella subió al vehículo y Vito oyó un sonido metálico procedente de su chaqueta.

– ¿Qué lleva en los bolsillos?

– Ah, de todo. Es mi chaqueta de trabajo.

De un bolsillo extrajo un juego de clavos de señalización.

– Nos servirán para marcar lo que encontremos.

«Espero de corazón que lleve suficientes», pensó Vito al recordar los banderines rojos que Nick retiraría antes de que ellos llegaran. Querían una investigación limpia, sin que nada influyera en el examen de la experta.

– Vamos.


Cuando estuvieron en camino, Sophie acercó sus gélidos dedos a la rejilla de la calefacción. Sin pronunciar palabra, Vito se inclinó hacia delante y accionó un botón para subir la temperatura.

Después de que los dedos de Sophie hubieran entrado en calor, la chica se acomodó en su asiento y examinó a Vito Ciccotelli. Su aspecto la había sorprendido. Llamándose Vito, se imaginaba a una bestia parda con el rostro de alguien que ha resistido demasiados asaltos contra el campeón. No podía haber estado más equivocada. Por eso se lo había quedado mirando, la había pillado desprevenida. «Mentalízate de eso.»

Debía de medir al menos un metro noventa. Había tenido que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos y, con su casi metro ochenta, eso no le sucedía muy a menudo. Sus hombros se adivinaban anchos bajo la chaqueta de piel, pero la esbeltez de su cuerpo macizo hacía pensar más en un felino de gran tamaño que en un bulldog peleón. Tenía el tipo de rostro de facciones marcadas que suele verse en las revistas de moda. Claro que ella no leía revistas de moda; ese era el vicio de su tía Freya.

Sophie supuso que la mayoría de las mujeres considerarían que Vito Ciccotelli estaba como un tren y caerían irremediablemente rendidas a sus pies. Era probable que ese fuera el motivo por el que antes la había despachado con tanta prontitud; seguro que las mujeres siempre trataban de ligar con él. Por suerte, ella no formaba parte de esa mayoría, pensó burlona. Caer rendida a sus pies era lo último que se le pasaría por la cabeza.

Claro que precisamente eso era lo que había estado a punto de ocurrirle. Qué vergüenza. Sin embargo, durante el instante que él la había sostenido contra sí, ella se había sentido cómoda y protegida. Era como si pudiera apoyar la cabeza en su hombro y reposar. «No seas ridícula, Sophie.» Los hombres guapos como Vito estaban acostumbrados a conseguir lo que deseaban con una simple caída de ojos. Sin embargo, por algún motivo, esa afirmación no cuadraba con Vito. Aunque en el fondo daba igual. Él había acudido a ella por el radar de penetración terrestre, nada más. «Haz el favor de centrarte en lo que debes.» Tenía ante sí la oportunidad de volver a realizar un trabajo de campo, algo importante. Sin embargo, no podía apartar los ojos del rostro de aquel hombre.

Él llevaba puestas unas gafas de sol y Sophie solo podía ver la comisura de uno de sus ojos, donde varias líneas blancas diminutas surcaban su piel morena y revelaban su predisposición a sonreír. Pero en ese momento no sonreía. Su expresión denotaba gravedad e inquietud, y Sophie se sintió culpable por experimentar tal entusiasmo y vitalidad.

Por primera vez en meses volvería a realizar un trabajo de campo. Lo que le aceleraba el corazón y le ponía la carne de gallina era la emocionante perspectiva de la búsqueda, no el recuerdo de las manos de Vito aferrándola por los hombros. «Solo lo ha hecho para evitar que te cayeras de culo.» Hacía muchísimo tiempo que ningún hombre la tocaba, por ningún motivo. Sophie frunció el entrecejo y se concentró.

– Bien, Vito, hábleme de la tumba.

– ¿Quién ha dicho nada de ninguna tumba? -preguntó él, en tono despreocupado.

A ella le entraron ganas de hacer una mueca de exasperación pero se contuvo.

– No soy estúpida. ¿Una forense y un policía buscando algo bajo tierra? ¿De cuántas tumbas estamos hablando?

Él se encogió de hombros.

– Tal vez de ninguna.

– Por lo menos han encontrado una.

– ¿Por qué dice eso?

Sophie arrugó la nariz.

L'odeur de la mort. Se nota bastante.

– ¿Habla francés? Yo lo estudié en el instituto, pero solo recuerdo las palabrotas.

Esa vez sí que hizo una mueca de exasperación. Empezaba a perder la paciencia.

– Hablo diez lenguas, aunque tres de ellas están más muertas que la persona cuyo cadáver acaban de descubrir -espetó, pero inmediatamente se arrepintió al ver que él daba un respingo y un músculo de su tensa mandíbula empezaba a temblar.

– La persona cuyo cadáver acabamos de descubrir tenía padres y tal vez esposo -dijo en voz baja.

Ella se ruborizó; había pasado de estar enfadada a sentirse incómoda y avergonzada.

«Has metido la pata hasta el fondo, con bota incluida.»

– Lo siento -se disculpó ella, también en voz baja-. No era mi intención faltar al respeto a nadie. Los cadáveres que suelo encontrar llevan enterrados varios siglos. Aunque ya sé que no es excusa; me he dejado llevar por el entusiasmo que supone volver a hacer algo interesante. Ha sido una falta de tacto por mi parte.

Él mantuvo la mirada fija hacia el frente.

– No importa.

Sí que importaba, pero Sophie no sabía qué hacer para remediarlo. Se despojó de los guantes y empezó a trenzarse el pelo para que no le molestara cuando llegaran a donde el detective la llevaba. Casi había terminado cuando él la sobresaltó al volver a hablar.

– ¿Así que habla francés? -dijo-. Yo lo estudié en el instituto pero…

La boca de Vito esbozó una sonrisa atribulada y ella le devolvió el gesto. Le estaba echando un cable. Esta vez se aseguraría de no meter la pata.

– Pero solo se acuerda de las palabrotas. Sí, hablo francés y varias leguas más. Resulta útil para traducir textos antiguos y poder conversar con los habitantes de los lugares donde trabajo. -Continuó trenzándose el pelo-. Si quiere, puedo enseñarle unos cuantos tacos en otros idiomas.

Él tuvo que reprimir una carcajada.

– Es un gran ofrecimiento. Katherine me ha contado que se ha tomado un año sabático.

– Más o menos. -Sophie anudó fuertemente la trenza y se hizo un moño en el cogote-. Mi abuela sufrió un derrame cerebral, por eso he venido a Filadelfia, para ayudar a mi tía a cuidar de ella.

– ¿Se está recuperando?

– Hay días en los que parece que sí, pero otros… -Suspiró-. Otros días las cosas no van tan bien.

– Lo siento.

Parecía muy sincero.

– Gracias.

– ¿Y dónde estaba antes de venir aquí?

– En el sur de Francia. Estábamos excavando en un castillo del siglo xiii.

Él pareció impresionado.

– ¿De esos con mazmorras?

Ella se rió entre dientes.

– Seguramente en su día las tuvo, pero nos consideraremos afortunados si encontramos la muralla exterior y los cimientos de la torre del homenaje. Bueno, podrán considerarse afortunados -se corrigió-. Escuche, Vito… Mi comentario ha estado fuera de lugar y lo siento, pero de verdad me ayudaría saber un poco más sobre lo que necesitan de mí antes de empezar a trabajar.

Él se encogió de hombros.

– En realidad no hay mucho que contar. Hemos encontrado un cadáver.

Volvían a estar como al principio.

– Pero cree que puede haber más.

– Es posible.

Sophie se aseguró de no volver a meter la pata; por ello imprimió cierta ligereza a su voz.

– Si descubro algo, sabré tanto como ustedes. Espero que no se trate de una de esas ocasiones en las que hay que matar al protagonista porque sabe demasiado. Eso me arruinaría el día.

Las comisuras de los labios de Vito se curvaron hacia arriba.

– Matarla sería ilegal, doctora Johannsen.

Había vuelto a tratarla con formalidad. Qué pena, porque ella seguía llamándolo Vito.

– Muy bien, Vito. Entonces, a menos que piensen borrarme la memoria, quiere decir que confían en que no me iré de la lengua. Porque usted no tiene uno de esos dispositivos que usan en Hombres de negro, ¿verdad?

Él tuvo que aguantarse de nuevo la risa.

– Me lo he dejado en otro traje.

– Dicen que hombre precavido vale por dos. ¿En qué traje? Le prometo que no se lo contaré a nadie.

De pronto, Vito sonrió abiertamente y en la mejilla derecha se le formó un hoyuelo. «Madre mía, madre mía», pensó Sophie. Una simple sonrisa hacía que Vito Ciccotelli dejara de parecer un modelo para convertirse en todo un galán cinematográfico. Si su tía Freya lo viera se le desbocaría el corazón. «Exactamente como te está pasando a ti», se dijo justo cuando él volvió a hablar.

– La información es confidencial -dijo, y Sophie se puso tensa.

– Veo que hemos entablado una relación de confianza.

La sonrisa de él se desvaneció.

– Doctora Johannsen, no se trata de que no confiemos en usted. Si no fuera así, ahora mismo no estaría aquí. Katherine responde de su honestidad y para mí con eso basta.

– Entonces…

Él negó con la cabeza.

– No quiero darle ningún dato que pueda condicionar su investigación. Es mejor que no sepa nada y nos diga qué encuentra. Eso es cuanto queremos.

Ella se quedó pensativa.

– Supongo que es lógico.

– Gracias a Dios -masculló él, y ella ahogó una risita.

– ¿Puede por lo menos decirme cuánto mide el terreno?

– Debe de medir media hectárea, como mucho una.

Ella puso mala cara.

– Pues me llevará bastante tiempo.

Él arqueó sus cejas morenas.

– ¿Cuánto es «bastante tiempo»?

– Cuatro o cinco horas, puede que más. El radar de la universidad no es muy potente, lo utilizamos solo con fines pedagógicos. Los terrenos que examinamos con los alumnos tienen como máximo diez metros cuadrados. Lo siento -añadió al ver que él fruncía el entrecejo-. Si la superficie es tan grande puedo recomendarles algunas empresas geotécnicas que trabajan muy bien. Ellos disponen de equipos más grandes y tractores para arrastrarlos.

– Pero la cantidad de dinero que cobran es proporcional -se lamentó él-. No podemos permitirnos contratar a ninguna empresa; han recortado mucho el presupuesto del departamento y no tenemos fondos. -Le dirigió una mirada temerosa-. ¿Usted puede dedicarnos cuatro o cinco horas?

Sophie miró el reloj. Empezaba a hacerle ruido el estómago.

– ¿Tienen fondos para invitarme a una pizza? Aún no he comido.

– Para eso sí.

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