Filadelfia,
domingo, 14 de enero, 22:30 horas
Vito siguió con la mirada a Katherine, que transportaba en la camilla otro cadáver embolsado; el tercero hasta el momento. También se trataba de un hombre, de una edad parecida a la del Caballero, que era como habían apodado a la víctima anterior. El equipo no pudo evitar bautizarlo así cuando corrió la voz de que la arqueóloga había dicho que tenía las manos colocadas como si sostuviera una espada. La mujer cuyo cadáver habían encontrado por la mañana pasó a ser la Dama.
Se preguntaba cómo llamarían a la tercera víctima, que yacía con los brazos estirados a ambos lados del cuerpo. Bueno, más o menos. Uno de los brazos sí estaba estirado, pero el otro aparecía roto a la altura del hombro, apenas unido al cuerpo por la articulación y vuelto de tal forma que la palma quedaba hacia fuera. La cabeza aún tenía peor aspecto. Lo poco que quedaba de ella resultaba irreconocible.
– Es tarde -dijo Vito-. En el equipo hay agentes que tienen guardia. Me parece que ya está bien por hoy.
– Entonces, ¿nos encontramos aquí mañana a primera hora? -preguntó Nick.
Vito asintió.
– Empezaremos por tratar de identificar a las víctimas. Seguramente por la mañana Katherine tendrá los resultados de las primeras pruebas. Las autopsias podrían llevarle días.
Jen miró alrededor.
– ¿Dónde está Sophie?
Vito señaló hacia su camioneta, donde Johannsen se encontraba sentada de costado en el asiento del acompañante con la puerta completamente abierta. Llevaba allí una media hora. Vito temía que se estuviera congelando, pero trató de apartarla de su mente pensando que si tuviera frío, habría cerrado la puerta. Sin embargo, no logró apartarla ni de su pensamiento ni de su vista. La había estado observando mientras trabajaban. La visión del Caballero había hecho que se estremeciera. Aun así, había seguido trabajando como si tal cosa.
Pero luego había ocurrido algo más. Cuando Katherine cerró la bolsa que contenía el cadáver, Sophie se comportó como si hubiera visto un fantasma. Fuera lo que fuese lo que aquel cadáver le había recordado, tenía la importancia suficiente para que Katherine acudiera a su lado. Y ambas habían intercambiado airadas palabras, eso estaba más claro que el agua.
A partir de ese momento la había observado aún más de cerca, diciéndose que lo que sentía era simple curiosidad. O tal vez fuera un chismoso, tal como afirmaba Katherine. La cuestión era que quería saber qué le había ocurrido a Sophie, tanto ese día como aquel que había recordado.
Sin embargo, lo más probable era que no llegara a descubrirlo jamás. La acompañaría a su casa y ahí acabaría todo. Aunque verla sentada en la camioneta despertaba algo en su interior. Tenía las piernas dobladas y ocultas bajo la chaqueta, como cuando esperaba sentada en el banco. Parecía joven y muy sola.
– ¿Ha terminado su trabajo? -preguntó Vito.
Jen asintió mientras observaba en una hoja impresa el resultado del sondeo que Sophie había llevado a cabo.
– Ha hecho un trabajo magnífico. -Los clavos y los banderines se encontraban dispuestos en cuatro hileras formando cuatro rectángulos, todos exactamente de la misma medida; había distribuido el espacio de las filas y las columnas con una precisión magistral-. No tenemos más que empezar a cavar.
Cuando Vito se acercó a la camioneta, observó que Sophie había cargado y asegurado las dos maletas en el suelo del vehículo sin ayuda. Antes había podido comprobar por sí mismo cuánto pesaban. «Bajo esa chaqueta debe de ocultarse un cuerpo musculoso.» Pensó en la sensación que le había producido notar cómo se apoyaba en él unos segundos y se preguntó qué más escondía aquella chaqueta; claro que lo más probable era que tampoco llegara a descubrir eso.
Cuando Vito se acercó a Sophie, el corazón se le encogió. Por sus mejillas no cesaban de caer lágrimas mientras observaba el campo lleno de clavos y banderines. Había visto cosas que harían que el más veterano de los policías se estremeciera; sin embargo, había aguantado hasta el final. Vito la admiraba por ello.
Carraspeó y ella se volvió a mirarlo. Se enjugó las mejillas con la manga pero no trató de ocultar sus lágrimas ni de disculparse. También eso despertó la admiración de Vito.
– ¿Se encuentra bien? -le preguntó.
Ella asintió y exhaló un trémulo suspiro.
– Sí.
– Hoy se ha comportado de forma admirable.
Ella se sorbió la nariz.
– ¿Le ha mostrado Jen el resultado del sondeo?
– Sí. Gracias. Es un trabajo minucioso y muy bien hecho, pero no me refería a eso. Ha soportado una enorme tensión. Mucha gente no habría sido capaz.
Los labios de Sophie empezaron a temblar y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas. Tragó saliva y se volvió a mirar el campo mientras se esforzaba visiblemente por recobrar la compostura. Él aguardó con paciencia; al fin, ella habló con voz queda y ronca.
– Cuando Katherine me ha llamado esta mañana no tenía ni idea de que se tratara de algo así. Nueve personas. Santo Dios. Parece imposible.
– Ha dicho que siete de los recuadros están vacíos. ¿Está segura?
Ella asintió; sus lágrimas se iban espaciando.
– Dentro de esos siete no hay más que aire, pero todos están cubiertos por algo grueso y sólido, probablemente una tabla de madera. -Lo miró llena de horror y de pesar-. Santo Dios, Vito. Planea matar a siete personas más.
– Lo sé.
El sondeo no solo les había permitido penetrar en el terreno sino también en la mente del asesino. Vito sabía que eso le resultaría útil cuando hubiera dormido lo suficiente para poder pensar.
– Estoy derrotado -dijo-. Y usted también debe de estarlo. Deje que la acompañe a casa.
Ella sacudió la cabeza.
– Tengo que ir a la universidad a dejar el equipo y recoger la moto. Además, usted debe de tener cosas que hacer. Su familia le estará esperando.
Vito pensó en las rosas que, a esas alturas, ya estaban completamente marchitas. Compraría otro ramo y lo llevaría al cementerio la semana siguiente. De hecho, sabía que tanto lo de las flores como lo de la visita lo hacía por sí mismo.
– No, no tengo nada que hacer. -Vaciló y acabó por soltarlo-: Y no me espera nadie.
Ella sostuvo la mirada y él se dio cuenta de que había captado el verdadero sentido de sus palabras. Vio que le costaba tragar saliva.
– En ese caso, como quiera. Yo estoy lista.
Sophie se estaba abrochando el cinturón cuando Vito se sentó al volante. Luego introdujo la mano en un bolsillo y sacó algo que en la oscuridad del vehículo parecía un cigarrillo.
– ¿Le apetece?
Él puso en marcha el motor con el entrecejo fruncido.
– No fumo.
– Yo tampoco -dijo ella en tono sombrío-. Ya no. Y si quisiera encenderlo le costaría lo suyo. Es cecina de ternera, de la buena. No se echa a perder fácilmente. Es curioso, pero me ha quitado el mal sabor de boca que llevo notando todo el día. -Se encogió de hombros-. Por lo menos de momento.
Él aceptó una tira.
– Gracias.
Mientras él mascaba, ella volvió a llevarse la mano al bolsillo. Esta vez sacó un tetrabrik individual, igual que el que los sobrinos de Vito se llevaban a la escuela para acompañar la comida. Él lo miró y puso cara de espanto al leer la etiqueta.
– ¿Un batido de chocolate? ¿Con cecina?
Ella introdujo la cañita por el orificio.
– El calcio es bueno para los huesos. ¿Quiere uno?
– No -dijo con decisión-. Parece una mezcla asquerosa, doctora Johannsen.
– No lo diga hasta que no lo pruebe… -Hizo una pausa deliberada-. Vito. -Miró por la ventanilla mientras sorbía la bebida. Cuando terminó, guardó el tetrabrik en una bolsa, la cerró y se la guardó en el bolsillo.
– Así que la chaqueta de trabajo también le sirve para guardar la basura.
Ella lo miró, algo violenta.
– Es la costumbre. Cuando trabajo en una excavación no puedo andar tirando basura al suelo.
– ¿Cuántas chucherías más lleva en los bolsillos?
– Unos cuantos pastelitos de chocolate y crema, pero han quedado un poco aplastados. Aunque siguen estando buenísimos.
– Veo que le gusta mucho el chocolate.
– Vaya, no me diga que a usted no -dijo con cara de desconfianza-. Estaba empezando a caerme bien.
Él soltó una carcajada, y al oírla se sorprendió. No creía que le quedara la energía suficiente para reírse.
– No particularmente. Pero mi hermano Tino es adicto a él. Le gusta con leche, negro, blanco, en forma de tableta o de huevo de pascua. Se lo traga sin masticar.
Ella lo miró con una sonrisa y una vez más Vito se sintió fascinado. Incluso con los ojos enrojecidos le parecía de lo más atractiva.
– ¿De verdad tiene un hermano que se llama Tino?
Trató de concentrarse en conducir.
– Tengo tres hermanos, pero debe prometerme que no se reirá.
Sophie tenía la mirada risueña aunque mantenía los labios cerrados con fuerza.
– Se lo prometo.
– Mi hermano mayor se llama Dino, y los dos menores son Tino y Gino. Nuestra hermana se llama Contessa Maria Teresa, pero la llamamos Tess. Vive en Chicago.
A Sophie le temblaron los labios al aguantarse la risa.
– No me estoy riendo. Ni siquiera pienso hacer un chiste sobre la mafia.
– Gracias -se limitó a responder él-. ¿Y usted? ¿Tiene familia en la zona?
Ella se quedó callada y Vito supo que había tocado un punto delicado.
– Solo a mi abuela y a mi tío Harry. Y a mi tía Freya, claro. -Tuvo que pensarlo dos veces antes de nombrar a su tía-. También tengo algunos primos, pero nunca hemos tenido una relación muy estrecha. -Volvió a sonreír, pero el gesto resultó melancólico-. Parece que usted sí mantiene una estrecha relación con su familia. Debe de ser agradable.
Sophie volvía a parecer perdida y a Vito se le encogió de nuevo el corazón.
– Lo es, aunque a veces también es agotador; se arma mucho alboroto. Mi familia entra y sale continuamente; mi casa parece la estación central. De hecho, Tino tiene alquilado mi sótano, o sea que es un invitado fijo. A veces rezo para tener un rato de silencio.
– Seguro que si tuviera silencio querría alboroto -murmuró ella.
Él le dirigió otra mirada de soslayo. Incluso en la oscuridad del vehículo podía apreciar la soledad marcada en su rostro, pero Sophie, sin darle pie a pronunciar palabra, enderezó la espalda y hurgó en los bolsillos en busca de más cecina.
– ¿Cuánto tiempo pasará antes de que vuelva a notar… ese sabor? -preguntó ella.
– Con suerte, unas horas. Tal vez no vuelva a notarlo hasta mañana.
– ¿Quiere más?
Él hizo una mueca.
– No, gracias. No llevará por casualidad en el bolsillo una hamburguesa con patatas, ¿verdad? -añadió bromeando. Le gustó verla sonreír.
– No. Pero llevo un móvil, una cámara, una brújula, una caja de pinceles, una regla, dos bengalas, una linterna y… una caja de cerillas. Podría sobrevivir en cualquier parte.
Él soltó una risita.
– Lo sorprendente es que pueda andar. Esa chaqueta debe de pesar por lo menos veinte kilos.
– Casi. Hace muchos años que la tengo. Espero poder quitarle este olor. -Su sonrisa se desvaneció y su mirada se tornó de nuevo angustiada-. L'odeur de la mort -dijo con un hilo de voz.
Vito quiso decir algo que la reconfortara pero no encontró las palabras, por lo que permaneció callado.
Domingo, 14 de enero, 23:15 horas
Vito detuvo la camioneta frente a la peculiar figura de mono.
– Doctora Johannsen. -La asió por el hombro y la zarandeó con suavidad-. Sophie.
Ella se despertó de golpe. En su mirada, Vito captó un instante de miedo y desorientación antes de percatarse de dónde estaba.
– Me he quedado dormida. Lo siento.
– No se preocupe, a mí me habría pasado lo mismo.
Sophie se desperezó y se apeó del vehículo antes de que Vito tuviera tiempo de ayudarla. No obstante, se la veía abatida. Él cogió las dos maletas.
– Vaya delante de mí y abra la puerta. Yo llevaré esto.
– Suelo cargar yo misma con el equipo, pero hoy se lo agradezco.
Él la siguió mientras recordaba lo sucedido esa misma tarde, la larga mirada que habían intercambiado. A ella le temblaron las manos al abrir la puerta; él esperó que fuera por el mismo recuerdo. No obstante, la chica abrió sin contratiempos y encendió la luz.
– Puede dejar las maletas ahí. Ya voy yo a por las otras dos.
– Muéstreme dónde debo colocar estas y ya iré yo a por las otras.
De la independencia a la terquedad iba un paso, pensó Vito mientras regresaba al vehículo a por las otras dos maletas. Tenía la impresión de que Sophie Johannsen tendía a lo segundo, aunque sospechaba que se debía al puro agotamiento. Le había permitido llevar las maletas hasta la sala de material, pero estaba empeñada en dejar el equipo limpio esa noche.
Sacó las dos maletas más grandes de la zona de carga de la camioneta y las depositó en la acera. No tenía ni idea de cuánto tiempo se tardaba en limpiar un equipo así, pero el campus se veía desierto y por nada del mundo pensaba dejarla allí sola. Además, había cosas mucho peores que observar a Sophie Johannsen, así que esperaría el tiempo necesario.
Miró sus botas embarradas. Si tenía que esperar, por lo menos se pondría cómodo. Buscó a tientas los zapatos que había dejado detrás de su asiento, pero de nuevo topó con las rosas. Eso lo hizo vacilar. Por lo menos, esta vez no se había pinchado.
Las había comprado para la mujer a quien creía que amaría para siempre y que había muerto dos años atrás. Ese preciso día se cumplía el aniversario de su muerte. No cabía duda de que dos años eran mucho tiempo de espera. Sin embargo…
Vito suspiró. Sophie Johannsen le atraía, como le habría ocurrido a cualquier hombre que tuviera ojos en la cara. Pero no era eso lo que le preocupaba sino el ansia que había sentido todo el día, tanto en el campo como en la camioneta. La había observado mientras trabajaba y la había visto llorar, y había sentido que la deseaba. Tal vez todo se debiera a que era una fecha señalada. Vito no quería pensar en ello, pero era un hombre prudente. Ya había forzado una relación en el pasado y el resultado había sido desastroso. No pensaba cometer otra vez el mismo error.
Lanzó las rosas detrás del asiento del acompañante y se cambió el calzado. Acompañaría a Sophie a casa y al cabo de unas semanas iría a visitarla y vería si seguía deseándola. Si así era, y si ella también lo deseaba a él, nada lo detendría.
– Creía que se había perdido -dijo ella cuando él depositó las dos pesadas maletas en el cuarto del material. Estaba inclinada sobre una mesa de trabajo y frotaba una de las piezas con un cepillo de dientes-. Esto me llevará un rato. Márchese a casa, Vito. Estoy bien.
Vito negó con la cabeza. El motivo por el que había ido a buscarla a la universidad era porque no tenía coche. Según Katherine, se desplazaba en moto. No pensaba dejar que regresara a casa en un pequeño escúter a esas horas de la noche y después de haber trabajado durante todo el día.
– No. Prefiero dejarla en casa sana y salva. Es lo mínimo que puedo hacer -añadió al ver el gesto tozudo de su boca. Decidió plantearlo de otro modo-. Si se tratara de mi hermana, me gustaría que alguien la acompañara a casa.
Ella entornó sus ojos verdes y le dirigió una mirada de reproche, así que él se dio por vencido y exhaló un suspiro.
– Por favor, no discuta conmigo. Estoy muy cansado.
Ella relajó el ceño y se rió entre dientes.
– Habla igual que Katherine.
Vito pensó en las airadas palabras que ambas se habían dirigido esa tarde, y en la delicadeza con la que Katherine había retirado el pelo del rostro de Sophie antes de dejar que volviera a su trabajo. Era obvio que mantenían una relación muy estrecha.
– Así que la conoce desde que era niña.
– Para mí fue la madre que nunca tuve. Aún lo es -se corrigió con una breve sonrisa-. Aún es la madre que nunca tuve.
Tenía la cara sucia y con churretes a causa de las lágrimas. Estaba despeinada; unos cuantos mechones se habían soltado de sus trenzas. Vito sintió ganas de retirarle el pelo de la cara, tal como había hecho Katherine.
Aunque por distinto motivo. Decidió embutir las manos en los bolsillos.
Alta y fuerte, con sus ojos verdes y su rubia melena, Sophie Johannsen era una bella mujer de mente brillante y genio vivo. Y de buen corazón. Lo atraía como ninguna mujer lo había atraído en mucho tiempo. «Dos semanas -se dijo con precaución-. Aguarda dos semanas, Ciccotelli.»
Pero, puesto que ya había reducido mentalmente las dos semanas a una, tuvo que obligarse a cambiar el curso de sus pensamientos. La imagen del cadáver había provocado en ella una reacción desmedida. No hacía falta ser detective para deducir que no era la primera vez que veía uno.
– ¿Cuánto tiempo hace que murió su madre? -le preguntó, y ella dejó de frotar y tensó la mandíbula.
– Mi madre no ha muerto -dijo al fin, y retomó el trabajo.
Vito, sorprendido, frunció el entrecejo.
– Pero… no lo entiendo.
Ella esbozó una breve e inexpresiva sonrisa.
– No se preocupe. Yo tampoco.
Era una elegante manera de decirle que se ocupara de sus asuntos. Vito estaba pensando en cómo ahondar más en la cuestión cuando ella abandonó su tarea y empezó a desabrocharse la chaqueta. Él dejó de darle vueltas a la cabeza y se percató de que se había quedado sin respiración, expectante por ver lo que aquella abultada prenda ocultaba. No se sintió decepcionado. Ella se despojó de la chaqueta y dejó al descubierto un suave jersey de punto que ceñía cada una de sus curvas. Exhaló el aire con tanta discreción como fue capaz. Sophie Johannsen tenía un montón de curvas.
Ella colgó la chaqueta en una percha detrás de la puerta y se volvió hacia la mesa de trabajo haciendo un gesto para desentumecer los hombros. Vito tuvo que embutir más las manos en los bolsillos para evitar tocarla. Ella le dirigió una mirada antes de retomar su tarea.
– De verdad, puede irse. No me importa quedarme aquí sola.
Él notó un amago de irritación que anulaba cualquier sensación agradable que pudiera estar sintiendo.
– Así, si su madre no ha muerto, ¿dónde está?
Ella interrumpió de nuevo la tarea y volvió la cabeza para mirarlo con una mezcla de incredulidad y frialdad teñida de regocijo.
– Katherine tenía razón. Los policías son unos chismosos.
Y, sin decir nada más, se concentró en limpiar la pieza como si estuviera realizando una trepanación.
Su displicencia molestó a Vito.
– ¿Y bien? ¿Dónde está?
Ella le lanzó una mirada de advertencia y dio un resoplido de exasperación.
– Cuénteme cosas de ese hermano suyo que se traga el chocolate sin masticar. Creo que con él sí que me entendería.
Vito se había pasado de la raya, y ni él mismo sabía por qué. No solía ser tan irrespetuoso.
– Lo que traducido significa que me ocupe de mis asuntos -dijo él con tristeza.
Ella esbozó una sonrisa burlona.
– Qué listos son los detectives. -Arqueó una ceja mientras abría las otras dos maletas-. Así que usted y su hermano viven en un modesto pisito de soltero.
– Usted también es una chismosa, solo que más sutil -le recriminó. Ella soltó una afable risita con la que le daba la razón. Hacía mucho tiempo que él no bailaba un paso a dos, pero aún recordaba los movimientos. Ella estaba marcando los límites, lo cual quería decir que también sentía interés por él-. Digamos que Tino se ha tomado una especie de período sabático. Trabajaba de dibujante en una buena agencia publicitaria, pero empezaron a aceptar clientes y proyectos que iban en contra de su moral y lo dejó. Vivía en el centro, pero como ya no podía pagar el alquiler del piso…
– Lo acogió en el suyo -concluyó ella con voz suave-. Es todo un detalle por su parte, Vito.
Su tono lo tranquilizó de tal modo que su enfado se desvaneció.
– Es mi hermano. Y también es mi amigo. -Para Vito ese siempre había sido motivo suficiente.
Ella meditó sus palabras unos instantes y luego asintió.
– Su hermano es un hombre afortunado.
Él no dijo nada más. Captó la calidez del cumplido que ella había expresado con sinceridad y sencillez; de repente, una semana se le antojó mucho tiempo. El deseo que sentía era ahora mucho mayor. Quería acerarse a ella y apropiarse de lo que necesitaba antes de que desapareciera. «Un día, Ciccotelli. Por lo menos consúltalo con la almohada.» Eso sí se sentía capaz de hacerlo.
De momento, Vito se contentó con observar cómo trabajaba. Al final, ella se puso en pie y se limpió las manos en los vaqueros.
– Ya he terminado.
Vito se moría por tocarla, así que mantuvo las manos en los bolsillos sin ni siquiera ofrecerle ayuda para ponerse la chaqueta.
– Vamos a buscar su moto.
Ella arqueó ligeramente las cejas con gesto interrogativo como si hubiera captado el cambio de humor de Vito. Claro que, al parecer, no era tan chismosa como él.
– Está aparcada detrás del edificio.
Domingo, 14 de enero, 23:55 horas
Sophie le dirigió una recelosa mirada a Vito Ciccotelli al cerrar con llave la puerta de la facultad de humanidades y luego lo guió hasta el aparcamiento. La intensidad con que la observaba mientras limpiaba el equipo la había puesto tan nerviosa que el trabajo que habitualmente le llevaba quince minutos había durado el doble de tiempo.
La miraba como si fuera un enorme gato acechando a su presa, con fijeza y cautela. Sophie se preguntaba por qué. Por qué se mostraba cauteloso. El hecho de ser una presa no la sorprendía, estaba acostumbrada a que los hombres la miraran así. Significaba que querían sexo.
A veces lo obtenían, pero solo cuando ella también lo necesitaba.
Y eso no ocurría muy a menudo, y últimamente menos aún. Durante los últimos seis meses solo se había dedicado a trabajar y a hacer compañía a Anna; y antes… Bueno, no resultaba fácil conocer a alguien, y además nunca salía con compañeros de trabajo. Era políticamente incorrecto, una locura, un suicidio profesional. Tendría que haberlo pensado de antemano. Solo había cometido esa locura una vez; una estúpida locura, una idiotez…
Y años después aún se hablaba de ello. Que si era una facilona, que si pasaba hambre, que si estaba desesperada… Había dedicado unos cuantos años a esforzarse por mantener un comportamiento lo más asexual posible hasta que se centró en su carrera. Pero era una mujer de carne y hueso. No obstante tenía que encontrar hombres que nunca hubieran estado en contacto con ninguno de sus colegas, y eso llevaba su tiempo. Así que había pasado los mejores años de su vida sola, maldiciendo el momento en que había dado crédito a las mentiras del embaucador a quien un día consideró su alma gemela.
Claro que no todos los hombres eran unos cerdos. Su tío Harry era un excelente ejemplo de bondad y amabilidad. Algo en su interior ansiaba creer que Vito Ciccotelli también lo era. Resultaba obvio que se preocupaba por la gente, tanto viva como muerta. Y por ello le merecía respeto.
Lo miró mientras se guardaba la llave en el bolsillo. Tenía la mirada fija en la oscuridad de la noche, resultaba evidente que su cabeza estaba en otro sitio. «Solo», pensó Sophie. En ese momento se le veía muy solo.
Dos personas solas podían encontrar la manera de dejar de estarlo. Por lo menos, durante un rato. Merecía la pena tenerlo en cuenta.
– ¿Se encuentra bien? -le preguntó-. Se le ve… triste.
– Lo siento. Estaba distraído. -Miró alrededor-. Recogeremos su moto y la cargaré en la camioneta. Luego la acompañaré a casa.
Sophie arqueó las cejas.
– ¿Mi moto en su camioneta? Ni lo sueñe. -Se echó a andar y él la siguió dando un sonoro resoplido de indignación.
Ella se detuvo junto a la moto, y a la luz de las farolas pudo ver cómo la sorpresa demudaba el semblante de Vito.
– ¿Esta es su moto?
– Sí. -Ella desenganchó el casco del sillín-. ¿Por qué?
Sophie se sintió aliviada al ver que la actitud protectora de Vito cesaba y que, en su lugar, la excitación iluminaba su semblante mientras se paseaba alrededor de su gran motocicleta.
– Katherine me había dicho que tenía una moto, pero pensaba que se refería a un pequeño ciclomotor. Esto… -Acarició el motor con gesto reverente-. Esto es una auténtica maravilla.
– ¿Sabe conducirla?
– Sí. Tengo una Harley Buell.
Veloz y elegante.
– Vaya, menudo Fittipaldi.
Él dejó de examinar la moto y la miró con una sonrisa de oreja a oreja.
– A mi madre se le ponen los pelos de punta.
Su entusiasmo resultaba contagioso, así que ella también sonrió.
– Es un chico malo.
Él dio otra vuelta alrededor de la moto y se detuvo junto a la rueda delantera, de cara a ella.
– Nunca había visto este modelo de BMW.
– Es uno clásico, de 1974. Me la compré cuando trabajaba en Europa. Se pone a doscientos en menos de diez segundos. -Se echó a reír-. Más que correr, vuela.
De pronto Vito se puso serio.
– Soy policía, Sophie. No sobrepasa los límites de velocidad, ¿verdad?
Ella dejó de sonreír. No sabía si Vito hablaba en serio pero pensó que era preferible pecar de cautelosa.
– Lo de doscientos es un decir. No paso de ciento veinte.
Él mantuvo el ceño un segundo más pero enseguida se notó que se le escapaba la risa.
– Buena salida. Tendré que apuntármela.
Ella se rió poco convencida.
– O sea que usted también lo hace.
Se puso el casco con firmeza y al palpar los bolsillos frunció el entrecejo.
– Mierda. -Frenética, rebuscó en ambos bolsillos pero de ellos salió de todo excepto lo que estaba buscando-. No tengo las llaves.
– Acaba de guardárselas.
– Esas son las de la universidad. Las llevo en otro llavero porque solo vengo un día a la semana. -Cerró los ojos-. Si se me han caído en la excavación, quiero decir, en el escenario del crimen…
Vito posó una mano en su hombro y se lo estrechó con suavidad.
– Cálmese, Sophie. Si se le han caído en el escenario del crimen, están a buen recaudo. Vamos a examinar a fondo cada centímetro de ese terreno. Las encontraremos.
Ella se esforzó por tomar aire.
– Eso está muy bien. El problema es que las necesito ahora. En el llavero están las llaves de la moto, las de mi casa… y las del Albright. Joder, Ted Tercero se cagará en todo.
– ¿El Albright?
– El museo en el que trabajo. Ted Tercero es mi jefe. No nos llevamos muy bien.
– ¿Por qué?
– Es un historiador de pacotilla -dijo en tono melodramático-. Se empeña en que ofrezca visitas guiadas… -Frunció el entrecejo-. Vestida de época.
– Y a usted no le apetece disfrazarse.
– Yo no juego a ser historiadora, maldita sea; lo soy. Y no necesito demostrarlo disfrazándome. Por lo menos hasta ahora no lo necesitaba.
– Y ¿por qué aceptó el trabajo?
Ella suspiró, frustrada.
– Necesito el dinero para pagar la residencia de mi abuela. Además, Ted Primero era una auténtica leyenda en el campo de la arqueología.
– ¿Ted Primero era el abuelo de su jefe?
– Sí. Su colección abarca el noventa por ciento de nuestra exposición. -Se encogió de hombros-. Creí que trabajar en la Fundación Albright sería bueno para mi carrera. Ahora estoy a la espera de que surja otra cosa. -Sonrió con tristeza-. No hay muchos castillos medievales en Filadelfia, y mi orgullo no me permite servir hamburguesas en un McDonald's.
– ¿Cuándo ha tenido las llaves en la mano por última vez? -preguntó Vito en tono tranquilo.
Ella cerró los ojos y se imaginó rodeando las llaves con la mano. Cuando levantó la cabeza, encontró a Vito mirándola fijamente otra vez.
– Esto me va muy bien. Evita que sea presa del pánico y me permite pensar con claridad. La última vez que he tenido las llaves en la mano ha sido cuando he subido a su camioneta. Hacían ruido al chocar con los clavos de señalización. A lo mejor se me han caído allí.
Él sacó sus llaves del bolsillo y miró a Sophie con una sonrisa que hizo que su corazón brincara de alegría.
– Vayamos a comprobarlo.
A Sophie se le secó la boca y se le pusieron los nervios de punta; si no se andaba con cuidado, acabaría por darle exactamente lo que él quería. En esos momentos lo sentía más que necesario, por primera vez en mucho tiempo también ella lo deseaba. Tomó las llaves y retrocedió. Le hacía falta poner distancia.
– No, ya voy yo. Usted quédese aquí y vigíleme la moto.
Rodeó corriendo el edificio, pasó frente a la figura de mono y llegó a la camioneta. Palpó el asiento del acompañante y las alfombras pero no encontró ninguna llave. Entonces se acordó de los baches del camino que conducía al terreno donde estaban las tumbas e introdujo la mano bajo el asiento con la esperanza de que se hubieran colado allí. Suspiró aliviada al palparlas. Pero estaban dentro de algo.
Alargó el brazo para tantear la parte trasera del asiento e hizo una mueca de dolor al pincharse la mano. Al descubrir las rosas marchitas puso mala cara. Resultaba evidente que eran para alguien, pues entre las flores se veía una tarjeta blanca. Antes de que pudiera apartar la mirada, su mente registró la frase caligrafiada.
«A.: Te amaré siempre. V.»
Tal vez las rosas fueran para su madre, pensó Sophie. Claro que un hombre nunca le decía a su madre «te amaré siempre», no con esas palabras. Por lo menos no el tipo de hombre que a ella le interesaba.
Así que ya estaba comprometido. Era lógico. Sin embargo, se sintió traicionada. La había estado mirando todo el día y… «¿Y qué, Sophie?» Le había dicho que no lo esperaba nadie en casa. Pero eso no implicaba una invitación. «Haz el favor de dominarte. Has oído lo que querías oír porque te sientes sola y estás falta de cariño. Estás desesperada.» Quería taparse los oídos pero las palabras resonaban en su cabeza. Se obligó a ser razonable. «Se ha mostrado amable conmigo.» En realidad eso era todo cuanto Vito había hecho. No le había hecho ninguna proposición deshonesta. No había hecho más que comportarse como un caballero. Claro que estaba comprometido. Todos los hombres que valían la pena lo estaban.
Cuando regresó junto a él lo encontró subido en la moto con aire de estar de nuevo sumido en sus pensamientos. Al acercársele él la miró perplejo.
– ¿Las ha encontrado?
Ella alzó sus llaves y le lanzó las de la camioneta.
– Estaban debajo del asiento.
– Qué bien. -Se apeó de la moto-. Sophie… gracias. Nos ha ayudado mucho. Me gustaría poder recompensarla por el tiempo que nos ha dedicado. Le había prometido una pizza. -Arqueó una ceja-. Conozco un sitio que está abierto hasta tarde; si le apetece, podemos ir ahora.
Sophie tragó saliva. «Está comprometido.» Aun así, deseaba estar con él. «¿Qué clase de mujer soy?» Forzó una sonrisa.
– Si de verdad su departamento quiere recompensarme, concédanme un indulto la próxima vez que me paren por exceso de velocidad.
Vito frunció el entrecejo.
– No es el departamento quien le ofrece la cena. Se la ofrezco yo. -Dio un hondo suspiro-. La estoy invitando a cenar conmigo.
Ella se ajustó la correa del casco a la barbilla de un fuerte tirón. Acababa de caérsele el alma a los pies. «Por favor, no me digas que es una cita. Por favor, sé un caballero tal como creía que eras.»
– ¿Es… un… una cita? -Santo Dios, estaba tartamudeando.
Él asintió muy serio.
– Sí, es una cita. -Se acercó a ella y le alzó la barbilla para que lo mirara a los ojos-. Hacía mucho tiempo que no conocía a alguien como tú. No quiero dejarlo aquí.
Ella era incapaz de moverse, de respirar. Todo cuanto podía hacer era mirar fijamente sus ojos oscuros, deseaba ardientemente creer en sus palabras, deseaba ardientemente lo que sabía que no podía obtener. Él le acarició el labio inferior con el pulgar y un escalofrío recorrió la espalda de Sophie.
– ¿Qué dices? -musitó él con voz suave y tranquilizadora-. Puedo acompañarte a casa, así me aseguro de que llegas bien. Por el camino podemos encargar una pizza y así hablamos un rato más.
Se acercó un milímetro más y Sophie supo que estaba a punto de besarla. Supo que, probablemente, aquel sería uno de los momentos más trascendentales de su vida.
– ¿Qué te parece? -susurró él, y ella notó su calor en la piel.
«Sí, sí.» Tenía la respuesta en la punta de la lengua cuando al fin su mente arrojó luz al recordar la voz de Alan Brewster pronunciando casi exactamente las mismas palabras. Su cerebro recobró de golpe la lucidez y retrocedió tambaleándose en el preciso momento en que él inclinaba la cabeza para besarla.
– No. -Con la respiración agitada, Sophie retrocedió hasta que sus piernas rozaron la moto. Se subió al vehículo furiosa, sin saber bien con quién lo estaba más, si con él por intentar cazarla o con ella por haber estado a punto de convertirse una vez más en un mero trofeo de cabecera-. No, gracias. Ahora, si me disculpa…
Él se hizo a un lado sin pronunciar palabra. Ella pisó a fondo el pedal de arranque y los ciento diez caballos de la moto cobraron vida. Antes de salir a la calle, Sophie miró por el retrovisor y vio que él no se había movido del sitio. Permanecía quieto como una estatua, observando cómo se marchaba.