19

Filadelfia,

jueves, 18 de enero, 17:15 horas

Se la veía igual que siempre, pensó Daniel al observarla cruzar la puerta giratoria de la estación de tren. Menuda y frágil. En su casa los hombres eran corpulentos y las mujeres, bajitas. «Necesitaba tu protección.»

Él creía protegerla, pero era obvio que se había comportado con negligencia. Salió del coche de alquiler y esperó a que ella lo viera. Al hacerlo, ella aminoró la marcha y Daniel, incluso desde la distancia, captó la rigidez de sus hombros.

Rodeó el vehículo y le abrió la puerta del acompañante. Ella se plantó frente a él y alzó la cabeza. Había estado llorando.

– Así que ya lo sabes -musitó él.

– Mi jefe me ha llamado al móvil cuando ya estaba en el tren.

– A mí también me ha llamado mi jefe. A él lo llamó la teniente Liz Sawyer, tengo la dirección de la comisaría donde trabaja. -Suspiró-. He llegado tarde.

– Pero has descubierto algo que puede servir para atrapar a quien lo hizo.

Él se encogió de hombros.

– O para acabar con nosotros dos. Entra.

Él se sentó ante el volante e introdujo la llave en el contacto, pero ella le asió la mano. Tenía los ojos grises muy abiertos y la mirada encendida.

– Dímelo.

Él asintió.

– Muy bien. -Le entregó el sobre que lo había estado aguardando en la oficina de correos y esperó mientras ella extendía el contenido sobre su regazo.

La chica ahogó un grito y luego hojeó cada una de las páginas despacio, con gestos mecánicos.

– Santo Dios. -Entonces lo miró-. ¿Tú sabías algo de esto?

– Sí. -Puso el coche en marcha-. «Sé lo que hizo tu hijo» -citó en voz baja-. Ahora tú también lo sabes.


Jueves, 18 de enero, 17:45 horas

Sophie se plantó en mitad del almacén con los brazos en jarras. Ya había vaciado una docena de cajas de embalaje desde que la teniente Liz Sawyer la llamara por teléfono aquella misma tarde. Al mantenerse ocupada evitaba pensar en que Kyle y Clint estaban muertos.

No cabía duda de que ambos estaban de algún modo vinculados con el asesino. Los habían matado con la misma pistola que a una de las nueve víctimas encontradas por ella misma en aquel terreno.

Esa mañana había sabido que cabía la posibilidad de que el asesino la buscara a ella, y por eso había permitido que un policía armado la acompañara al trabajo. Lo que antes era una posibilidad, ahora era más que probable, pero no dejaba de ser una suposición. Aun así, por mucho que tratara de matizarlo eligiendo muy bien las palabras, el hecho no dejaba de resultar espeluznante, así que había decidido mantenerse ocupada hasta que Liz consiguiera que algún policía quedara libre para acompañarla de nuevo a la comisaría. Donde estaba Vito.

Le deseaba mucha suerte; ese día más que nunca.

– Sophie.

Ella ahogó un grito y se dio media vuelta con la mano sobre el corazón. En la penumbra apareció de nuevo Theo Cuarto. En la mano sostenía un hacha con tanta laxitud como si fuera una pluma. Ella se esforzó por regular la respiración y controlar así el impulso de dar un paso atrás. De echarse a gritar. «Gritos.» Cerró los ojos y consiguió tranquilizarse. Cuando los abrió él todavía la miraba con semblante hierático.

– ¿Qué quieres?

– Mi padre me ha dicho que necesitabas ayuda para abrir cajas. Como no encontraba la palanca que usaste ayer, he traído esto. -Levantó el hacha-. ¿Qué cajas son?

Ella exhaló un suspiro lo más discretamente que pudo. «Haz el favor de calmarte de una vez, Sophie.» Empezaba a ver peligros donde no existían.

– Estas. Me parece que son las de los viajes al sudeste de Asia de Ted Primero. He pensado en montar una exposición sobre la Guerra Fría y el comunismo y me gustaría incluir las piezas de la península de Corea y Vietnam.

Theo Cuarto se acercó a la luz; sus oscuros ojos expresaban regocijo.

– ¿Ted Primero?

A Sophie se le encendieron las mejillas.

– Lo siento, es lo que me sale siempre que pienso en vosotros, los Theodores.

– Creía que querías montar una exposición interactiva. Una excavación.

– Y eso quiero, pero este almacén es lo bastante grande para alojar tres o cuatro exposiciones. Me parece que la de la Guerra Fría calará hondo. Ya sabes, la libertad nunca es incondicional.

Él no dijo nada más; se limitó a destapar las cajas como si fueran de ligero cartón en lugar de pesada madera.

– Ya está -dijo, y se marchó tan en silencio como había aparecido.

Sophie sintió un escalofrío. Ese chico tan pronto estaba ausente como se implicaba al máximo. Pero… ¿hasta qué punto estaba «implicado»? ¿Qué sabía en realidad acerca de Theo y Ted?

Se rió de sí misma.

– Cálmate, Sophie -se dijo en voz alta. De todos modos, era hora de marcharse. Liz le había dicho que su escolta estaría en el museo a las seis, y ya casi era la hora. Cerró con llave el almacén y aguardó en el vestíbulo del museo. La risa la asaltó de nuevo al ver a Jen McFain dirigirse hacia ella con mala cara.

– ¡Buenas noches, Darla! -gritó Sophie, y abrió la puerta para salir-. ¿Tú eres mi guardaespaldas? -preguntó bajando la cabeza para mirar a Jen.

Jen levantó la cabeza para mirarla.

– Pues sí, Xena. ¿Tienes algo que objetar?

Sophie se abrochó la cremallera del abrigo riendo.

– Me parece absurdo. En todo caso seré yo quien te proteja.

Jen levantó la solapa de su chaqueta.

– Con una nueve milímetros, uno se crece bastante, Xena.

– Deja de llamarme así -replicó Sophie al disponerse a entrar en el coche de Jen. Aguardó a que ella se acomodara en su asiento y se abrochara el cinturón de seguridad-. Con «su majestad» bastará.

Jen soltó una carcajada.

– Pues entonces, en marcha, su majestad. La espera su príncipe azul.

Sophie no pudo ocultar la sonrisa que le iluminó el rostro por completo.

– ¿Vito está de vuelta?

La sonrisa de Jen se desvaneció.

– Sí, ya han vuelto.

– ¿Qué ocurre?

– Los dos hombres a quienes querían ver han desaparecido. Pero han identificado a otro de los cadáveres. Y… -Jen exhaló un suspiro- han encontrado a una persona que dice poder identificar al cabrón que ha hecho todo esto.


Jueves, 18 de enero, 18:25 horas

– Tino. -Vito asió a su hermano por el brazo en un breve gesto de agradecimiento-. Muchas gracias de nuevo.

– No hay de qué. ¿Os ha servido de algo el retrato del anciano del bar?

Vito negó con la cabeza.

– Ni siquiera lo he visto todavía. Nick y yo acabamos de regresar de Nueva York, hace un cuarto de hora que hemos llegado.

– Aquí tienes otro. Después de marcharme, he estado un rato trabajando en casa y he sombreado el dibujo. Este retrato es mejor que el que he hecho deprisa y corriendo esta mañana para la teniente.

Vito miró el rostro del hombre que se había citado con Greg Sanders el martes por la tarde.

– Pues sí que es viejo. Si incluso está encorvado. Cuesta creer que haya sido él.

– La camarera dice haber visto a un hombre así, aunque ya sabes lo poco precisos que son los testigos oculares.

– Sí, pero ojalá esta vez tenga razón. De todos modos, puede que yo tenga algo mejor. Nos ha acompañado un neoyorkino que conoce al dibujante que diseñó las intros de Tras las líneas enemigas. Está esperando en la sala de reuniones. Me gustaría que…

Tino sonrió.

– ¿Que hable yo con él primero?

Vito guió a su hermano hasta la sala de reuniones en la que Nick aguardaba junto a Tony England.

– Tony, este es mi hermano Tino. Es dibujante.

– Yo también soy dibujante -soltó Tony, frustrado-. Pero no soy capaz de plasmar más que eso. -Señaló un papel sobre la mesa-. Tengo el cerebro paralizado, o yo qué sé.

El retrato no eran más que cuatro palotes que podrían corresponder a los rasgos de cualquier persona. Además, tenía un aire de dibujo animado que le hizo a Vito recordar lo que Brent había dicho sobre Harrington: que solo servía para dibujar personajes infantiles y vistosos dragones. Van Zandt había fichado a un experto en física para videojuegos, tal vez hubiera contratado a Frasier Lewis porque dibujaba mejor los rostros que Harrington y England.

Tino abrió su cuaderno de bocetos.

– A veces hablar con los demás ayuda.

Vito los dejó con Nick y regresó a su departamento. Al entrar vio que Jen y Sophie habían vuelto. Jen estaba en el despacho de Liz y Sophie esperaba de pie frente a su escritorio, de espaldas a él. Con el corazón desbocado como si fuera un adolescente, aceleró el paso con la intención de sorprenderla dándole un beso en su cuello de cisne. Se había percatado de que eso le agradaba. En las dos noches que habían pasado juntos, había descubierto varios lugares en los que le gustaba que la besaran. Al notar el contacto de los labios en su piel, Sophie dio un respingo; pero enseguida se dejó caer de espaldas y se apoyó en él con dulzura.

– ¿Estás bien? -musitó él.

– Sí. Me he pasado el día escoltada. Hasta Pulgarcita me ha hecho de guardaespaldas.

Vito soltó una risita.

– Jen es pequeña, pero matona. -Retrocedió, vacilante-. Espérame aquí, tengo que hablar un momento con Liz. Enseguida vuelvo.

Se había alejado unos cuantos pasos cuando ella lo llamó; de pronto su voz sonaba extraña.

– Vito, ¿quién es este hombre? -Sostenía el retrato del anciano que había hecho Tino.

Un temor le atenazó las entrañas.

– ¿Por qué lo preguntas?

Lo que Vito temía, a Sophie le produjo miedo.

– Porque lo he visto. ¿Quién es?

Jen se encontraba frente a la puerta del despacho de Liz y se volvió de golpe ante el pánico que denotaba la voz de Sophie. Al cabo de un instante, Liz estaba al lado de Jen, y ambas la miraban preocupadas.

– Creemos que es el hombre que citó a Greg Sanders el martes -aventuró Liz despacio.

Sophie se dejó caer en la silla del escritorio de Vito.

– Dios mío -musitó.

Vito se agachó a su lado.

– ¿Dónde has visto a ese hombre, Sophie?

Ella lo miró con sus ojos verdes llenos de terror y a él se le heló la sangre.

– En el museo. Estuvo en el Albright. Se detuvo a hablar conmigo y me preguntó si ofrecía visitas privadas. -Frunció los labios con fuerza-. Vito, lo tuve tan cerca como ahora te tengo a ti.

«Respira. Piensa.» Él le tomó las manos; las tenía como el hielo.

– ¿Cuándo fue eso, Sophie?

– Ayer, después de la visita de la reina vikinga. -Cerró los ojos-. Al verlo tuve un presentimiento, me dio escalofríos, pero me lo tomé a risa. No era más que un anciano. -Abrió los ojos-. Vito, tengo miedo. Antes estaba nerviosa pero ahora estoy aterrada.

Él también lo estaba.

– No te perderé de vista -dijo con voz áspera-. Ni un segundo.

Ella asintió con vacilación.

– De acuerdo.

– Vito. -Cuando Vito se giró vio a Tino entrar corriendo en la oficina. Sostenía su cuaderno de modo que Vito pudiera ver lo que había dibujado en él-. Vito, Frasier Lewis es el anciano. Sus ojos son los mismos que los del hombre que la Camarera vio con Greg Sanders.

Vito asintió. Tenía la impresión de que sus pulmones se habían quedado sin una sola gota de aire.

– Ya lo sé. -Se hizo a un lado para dejar a la vista a Sophie, que seguía sentada en la silla-. Esta es Sophie. El anciano fue a verla ayer al museo.

Tino suspiró.

– Mierda, Vito.

– Sí -masculló él. Miró a Liz-. ¿Seguimos?

Ella sacudió la cabeza con aire sombrío.

– No, me parece que no soportaría otra salida a escena.

– ¿Dónde está Tony England? -le preguntó Vito a su hermano.

– Abajo. Nick va a llamar a un taxi para que lo lleve a la estación.

Liz se sentó sobre el escritorio de Nick.

– Encárgate de reunir al equipo, Vito. Tenemos pendiente informarlos, pero antes respirad hondo todos. Sophie está a salvo y ahora sabemos qué aspecto tiene el asesino. Es muchísimo más de lo que sabíamos esta mañana.

Se tomaron un minuto entero para hacer lo que Liz les pedía; respiraron y se concentraron. De pronto, la calma volvió a alterarse.

– Perdón, busco a la teniente Liz Sawyer.

En la puerta había una pareja. Ella medía un metro sesenta y era morena. El medía un metro noventa y tres y era rubio. Quien había hablado era el hombre.

Liz levantó la mano.

– Soy yo.

– Yo soy el agente especial Vartanian, de la Agencia de Investigación de Georgia. Esta es mi hermana, Susannah Vartanian; trabaja en la fiscalía de Nueva York. Creemos que nuestros padres están aquí. Me parece que sabemos quién los mató.

Por un momento, reinó el silencio. Luego Liz suspiró.

– Y tú, Vito, me preguntabas si seguíamos.


Jueves, 18 de enero, 19:00 horas

Van Zandt ya estaba sentado a la mesa cuando él llegó a la prohibitiva marisquería del hotel donde su jefe se alojaba.

– Frasier, por favor, siéntate. ¿Te apetece un poco de vino? O a lo mejor prefieres un poco de langosta de Newburg. Está verdaderamente deliciosa.

– No. Tengo cosas que hacer, Van Zandt. Estoy trabajando en el nuevo dibujo de la reina y quiero seguir cuanto antes.

Van Zandt esbozó una extraña sonrisa.

– Qué interesante. Dime, Frasier, ¿cuál es tu fuente de inspiración?

El pelo de la nuca se le habría erizado de haberlo tenido.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Porque me resulta curioso que consigas imprimir un realismo tal a tus dibujos. Me preguntaba si para crear a tus personajes utilizabas un modelo real, tal vez alguien de carne y hueso.

Se recostó en el asiento y observó a Van Zandt con los ojos entornados.

– No. ¿Por qué?

– Porque si utilizas modelos reales sería una gran estupidez que fueran de por aquí cerca. Cualquier persona inteligente los buscaría en otra parte, tal vez en Bangkok o en Ámsterdam, en lugares con diversidad cultural. El barrio rojo de Ámsterdam dispone de una clientela interesante. Seguro que un buen artista tendría dónde elegir, y nadie echaría en falta a los modelos.

Él exhaló un suspiro.

– Jager, si tienes algo que decirme, suéltalo ya.

Van Zandt pestañeó.

– ¿Cómo que «suéltalo ya»? Frasier, eso suena muy… provinciano. De acuerdo. -Le tendió un gran sobre-. Son copias -aclaró-. Por supuesto.

Eran fotografías. En la primera aparecía Zachary Webber.

– Te la ha dado Derek. Está loco.

– Puede. Sigue mirando.

Él apretó los dientes, y al mirar la siguiente fotografía se quedó mudo. En ella vio el rostro de Claire Reynolds. Van Zandt lo sabía.

El hombre dio un sorbo de vino.

– El parecido es asombroso, ¿no crees?

– ¿Qué quieres?

Van Zandt soltó una risita.

– Sigue.

La siguiente fotografía hizo que el corazón se le desbocara, pero de ira.

– Eres un cabrón.

Van Zandt esbozó una desagradable sonrisa de satisfacción.

– Ya lo sé. Solo pretendía tener vigilado a Derek. Si hacía el mínimo intento de ir a la policía… a denunciarte… el responsable de seguridad de la empresa trataría de disuadirlo. Imagínate la sorpresa que me llevé al ver eso.

En la fotografía aparecía él junto con Derek. Él iba disfrazado de anciano pero se sostenía erguido. La imagen no revelaba su pistola, clavada en la espalda de Derek. Introdujo las fotografías en el sobre con cuidado.

– Repito: ¿qué quieres? -«Antes de morir.»

– No he venido solo, Frasier. El responsable de seguridad de la empresa está sentado a una de las mesas, a punto para llamar a la policía.

Él exhaló un suspiro de frustración.

– Que qué es lo que quieres.

Van Zandt apretó la mandíbula.

– Quiero que sigas con lo que me has estado ofreciendo hasta ahora, pero lo quiero sin dejar rastro. -Alzó los ojos, irritado-. ¿Qué clase de idiota se dedica a matar a gente a quien es posible identificar? -Extrajo un sobre más pequeño del bolsillo de su abrigo-. Aquí tienes un cheque bancario y un billete de avión para Ámsterdam, para mañana por la tarde. Sube a ese avión. Y cuando llegues allí dedícate a cambiar todas las caras de los personajes de El inquisidor. Si no, habremos terminado. -Sacudió la cabeza, ahora furioso-. ¿Tan arrogante eres? ¿De verdad creías que nadie te descubriría? Con tu estupidez, has puesto en riesgo todo lo que tengo. Haz el favor de solucionarlo. -Apuró el vino de la copa y la estampó en la mesa-. Eso es lo que quiero -dijo enfatizando cada palabra.

Él no pudo evitar echarse a reír, a pesar de la furia que hervía en sus entrañas.

– Te habrías llevado de maravilla con mi padre, Jager.

Van Zandt no sonrió.

– Entonces, ¿trato hecho?

– Claro. ¿Dónde tengo que firmar?


Jueves, 18 de enero, 19:35 horas

– Siéntense, por favor. -Vito Ciccotelli señaló la gran mesa de la sala de reuniones. Daniel hizo un rápido recuento. Alrededor de la mesa había sentadas seis personas. Ciccotelli cerró la puerta y le ofreció una silla a Susannah, que todavía temblaba como un flan.

Daniel le había propuesto que fuera él quien identificara a sus padres, pero ella había insistido en que lo hicieran juntos. Y lo habían hecho. La forense los acompañó de vuelta del depósito de cadáveres y ahora se sentaba a un extremo de la mesa, junto a la chica alta y rubia que Ciccotelli había presentado como su asesora, la doctora Sophie Johannsen.

– ¿Necesitan más tiempo? -La pregunta la formuló el compañero de Ciccotelli, Nick Lawrence.

– No -musitó Susannah-. Vamos a acabar con esto de una vez.

– Le escuchamos, agente Vartanian -dijo Ciccotelli-. ¿Qué es lo que saben?

– Hacía muchos años que no veía a mis padres. Nuestra familia se… distanció.

– ¿Cuántos son? -preguntó Sawyer.

– Ahora solo quedamos Susannah y yo. Hacía bastante tiempo que no hablábamos, hasta la semana pasada. El sheriff de nuestra localidad natal llamó para explicarnos que nuestros padres habían partido de viaje y no habían regresado. El oncólogo de mi madre lo telefoneó para interesarse por ella, puesto que se había saltado varias visitas. Era la primera vez que tanto mi hermana como yo oíamos que estaba enferma de cáncer.

– Bonita forma de enterarse -masculló Nick.

Él era el policía bueno, pensó Daniel.

– Sí. De modo que el sheriff y yo registramos la casa. Mis padres habían cerrado a cal y canto y se habían llevado todas las maletas. Encontré unos folletos sobre la mesa del despacho de mi padre, de destinos de la costa oeste. Pensé que se habría llevado a mi madre de viaje antes de que muriera. -Trató de apartar la imagen de su madre tendida sobre la plancha metálica del depósito de cadáveres. Susannah le estrechó la mano.

– ¿Necesita parar un minuto? -preguntó Jen McFain con amabilidad.

– No. El sheriff y yo estábamos a punto de marcharnos cuando reparé en que el ordenador de mi padre estaba en marcha; de hecho, en esos momentos estaba funcionando mediante control remoto. -Mientras hablaba miraba a Ciccotelli, quien en ese momento lo obsequió con un destello de interés de sus ojos oscuros.

– ¿Por qué no denunció entonces su desaparición? -quiso saber Sawyer.

– Estuve a punto de hacerlo, pero el sheriff pensó que mi madre tenía derecho a conservar la intimidad, y todo parecía indicar que se habían marchado de vacaciones.

– ¿No le preocupaba que controlaran el ordenador de su padre de forma remota? -preguntó Nick Lawrence.

– En esos momentos no demasiado. Mi padre sabía mucho de informática, le encantaba jugar con redes, placas base y cosas así. Así que… me tomé unos días libres. Quería encontrar a mi madre y comprobar que estaba bien. -Tragó saliva-. Quería volver a verla.

Les explicó lo de la búsqueda y terminó con el episodio de la oficina de correos, pero no mencionó el sobre que su madre había dejado para él. No estaba seguro de poder hacerlo.

– Sabía que debería haber denunciado lo del chantaje; Susannah estaba de acuerdo. Por eso estamos aquí.

– Entonces, ¿cuándo fue la última vez que su padre retiró dinero? -preguntó Sawyer.

– El 16 de noviembre.

Ciccotelli lo apuntó.

– ¿Qué hizo al llegar a la oficina de correos?

– Más de lo que tendría que haber hecho, más de lo que quería hacer. Pensé que si me enteraba de quién estaba chantajeando a mi padre… Le pregunté al empleado a quién pertenecía el buzón. Quería que me entregara el contenido, pero sabía que ya había llevado las cosas demasiado lejos.

Ciccotelli se removió con impaciencia.

– ¿Está esperando el redoble de tambores, agente Vartanian?

– El buzón estaba a nombre de Claire Reynolds. Ella chantajeó a mis padres y probablemente fue quien los mató. Eso es todo cuanto sé.

Esta vez los ojos de Ciccotelli emitieron algo más que un ligero centelleo. Pestañeó una vez, luego se recostó en el asiento y miró a su compañero y a su jefa sucesivamente. Todas las personas sentadas en torno a la mesa parecían anonadadas.

– Qué mierda -masculló Nick Lawrence.

Por un momento Ciccotelli no dijo nada; luego se volvió a mirar a su jefa. Sawyer se encogió de hombros.

– Es tu turno, Vito -dijo-. He hecho averiguaciones mientras estabais todos en el depósito, identificando los cadáveres. Son de fiar. Yo los pondría al corriente.

Daniel examinó todos los rostros.

– ¿Qué? ¿Qué está pasando aquí?

Ciccotelli frunció el entrecejo.

– Tenemos un problema con Claire Reynolds.

Susannah se puso tensa.

– ¿Por qué? Chantajeó a nuestros padres y ahora están muertos. ¿Qué es lo que les impide encontrarla y detenerla?

– El problema no es encontrarla. Lo que va a ser difícil es arrestar a Claire Reynolds por el asesinato de sus padres -aclaró Ciccotelli-. Está muerta. Lleva muerta más de un año.

Daniel miró a Susannah estupefacto, y luego sacudió la cabeza.

– Eso es imposible. Lleva todo un año amenazando a mi padre. Además, el empleado de la oficina de correos me dijo que todos los meses pagaba el recibo sin falta, y en efectivo.

Ciccotelli suspiró.

– Bueno, pues quien pagaba no era Claire Reynolds. ¿Sabe qué otra persona tiene motivos para chantajear a su padre?

Susannah negó con la cabeza.

– No, yo no.

– ¿Saben cómo lo hacía o por qué? -preguntó Lawrence en voz baja.

Daniel sacudió la cabeza sin pronunciar palabra. No era cierto que no lo supiera, pero la verdad que lo obsesionaba era tan horrible que decidió guardar silencio. Además, sabía que Ciccotelli no se lo había contado todo, y mientras no lo hiciera, y tal vez aunque lo hiciera, él no revelaría lo que representaba la mayor deshonra de su padre.

«Y también mía.»

Ciccotelli sacó un retrato de su carpeta y lo deslizó sobre la mesa.

– ¿Reconocen a este hombre?

Daniel miró el dibujo con atención. El hombre tenía un rostro de rasgos duros; la mandíbula aparecía rígida y los pómulos eran prominentes. La nariz era afiladísima y el mentón, muy ancho. Fueron sus ojos los que hicieron estremecerse a Daniel. Eran fríos, y el dibujante los había dotado de una crueldad que Daniel conocía demasiado bien tras tantos años como agente de la ley. Sin embargo, algo en los ojos de aquel hombre le resultaba conocido y le dio que pensar. El buzón de correos había desenterrado todos los viejos fantasmas, pero al fin y al cabo no eran más que fantasmas. Aquel hombre era real, había asesinado a sus padres y dejado que se pudrieran en una tumba sin nombre.

– No -dijo al fin-. No lo conozco. Lo siento. ¿Suze?

– No -respondió ella también-. Tenía la esperanza de conocerlo, pero no.

– Deberían oír la cinta -propuso Nick-. A lo mejor reconocen la voz.

– Muy bien, pero solo el principio -accedió Ciccotelli-. Jen.

McFain abrió su portátil.

– Esta parte no se oye muy bien, así que tendrán que prestar atención.

«Grita cuanto quieras.»

A Daniel se le heló la sangre. El corazón se le paralizó y volvió a mirar el retrato, los ojos del hombre. Lo conocía. Pero era imposible.

Susannah dejó la mano muerta, pero Daniel oyó su respiración agitada y supo que también ella lo había reconocido.

«Nadie puede oírte y nadie te salvará. Los he matado a todos.»

Cerró los ojos con fuerza, aferrándose a la mentira.

– No es posible -masculló. «Está muerto.» Por el amor de Dios, ellos habían asistido a su entierro.

«Todos creyeron sufrir, pero su sufrimiento no fue nada comparado con lo que voy a hacer contigo.»

Era él. «Santo Dios.» La bilis se le subió a la garganta.

– Párenlo -exclamó de repente Susannah-. Paren la cinta.

Jennifer McFain lo hizo al instante y Daniel notó que todos lo miraban. De pronto le pareció que en aquella sala hacía mucho calor y sintió que la corbata le oprimía.

– No les hemos mentido -empezó casi sin voz-. Ahora solo quedamos nosotros dos, pero teníamos un hermano. Murió. Lo enterramos en el cementerio de la iglesia, en el panteón familiar.

– Se llamaba Simon -prosiguió Susannah con un hilo de voz que el horror hacía temblar.

– Lleva muerto doce años. Pero esa es su voz. Y esos son sus ojos. -Daniel miró los oscuros ojos de Ciccotelli y consiguió pronunciar las palabras a pesar del horror que le atenazaba la garganta-. Si de verdad el de la cinta es Simon, tienen en sus manos a un monstruo. Es capaz de cualquier cosa.

– Lo sabemos -dijo Ciccotelli-. Lo sabemos.


Jueves, 18 de enero, 20:05 horas

Vito se pasó las palmas de las manos por el rostro, la barba incipiente le rascaba la piel. Daniel Vartanian les había relatado la historia de la muerte de su hermano en un tremendo accidente de coche y el subsiguiente entierro. Les había explicado que su hermano era una persona cruel que se divertía torturando animales, pero que también era un estudiante aventajado con muchísimo talento. En todo: del arte a la literatura, de la historia a las ciencias, las matemáticas y la informática.

Simon Vartanian era un peculiar hombre del Renacimiento nacido en el siglo xxi. Sin embargo, conocer todo aquello de poco les servía para encerrar al monstruo.

– Me parece que volvemos a tener más preguntas que respuestas -masculló Vito.

– Por lo menos ahora conocemos su nombre verdadero -dijo Nick-. Y su rostro.

– No tiene el aspecto que creíamos -repuso Daniel.

– Pero los ojos son los mismos -observó su hermana sin dejar de mirar el dibujo de Tino con una mezcla de padecimiento, horror y pesadumbre.

Vito lo guardó en la carpeta.

– Tenemos que exhumar el ataúd enterrado en el panteón familiar.

Daniel asintió.

– Lo entiendo. Una parte de mí no quiere saber lo que hay dentro. Mi padre se encargó de todo cuando Simon «murió». Él identificó el cadáver, compró el ataúd, preparó a Simon y lo llevó a casa para enterrarlo.

– El funeral se celebró con el ataúd cerrado -añadió Susannah Vartanian. Se la veía pálida en grado sumo pero se mantenía erguida en la silla y con la cabeza bien alta, como si esperara que la próxima afrenta fuera personal. Vito se preguntó qué era lo que aquel par sabía y no le contaba.

– Es lo normal cuando el difunto queda muy desfigurado -explicó Katherine-. En ese caso la muerte fue por accidente de coche y vuestro hermano sufrió quemaduras graves en el cuerpo. No por haber visto el cadáver tendríais más claro que fuera vuestro hermano.

Daniel esbozó una sonrisa apenas perceptible.

– Gracias. De todos modos, no es precisamente el aspecto del cadáver lo que me preocupa.

Nick abrió los ojos como platos.

– ¿Teme que el ataúd esté vacío, que su padre supiera que en realidad su hermano no estaba muerto?

Daniel se limitó a arquear las cejas. Junto a él, su hermana se irguió un poco más.

Esa era justo la afrenta que esperaba, pensó Vito.

– ¿Por qué motivo querría su padre simular un funeral y un entierro? -preguntó Jen.

Daniel sonrió con amargura.

– Mi padre tenía por costumbre enmendar los desastres de Simon.

Vito había abierto la boca para seguir indagando cuando Thomas Scarborough se aclaró la garganta.

– Antes ha mencionado que su familia se distanció -observó-. ¿Por qué?

Daniel miró a su hermana en busca de apoyo, de consejo. De permiso, incluso, pensó Vito.

El discreto asentimiento de Susannah apenas pudo apreciarse.

– Díselo -musitó-. Por el amor de Dios, díselo todo. Ya hemos vivido bastante tiempo eclipsados por Simon.


Jueves, 18 de enero, 20:15 horas

Van Zandt se creía muy listo al hacer que su pistolero a sueldo lo siguiera al salir del restaurante. Eso, por descontado, no iba a servirle para averiguar su auténtica dirección. Con eso el holandés solo conseguiría buscarse un quebradero de cabeza más.

«Mira que fotografiarme a mí…» Van Zandt tenía muchas agallas. Lo que, bien pensado, resultaba una gran ironía.

El responsable de seguridad de Van Zandt había estacionado en un callejón y tenía los ojos clavados en la puerta del restaurante chino de la acera de enfrente, por la que él había entrado. Esperaba que regresara al coche por el mismo camino. Sin embargo, se acercó por detrás y dio unos golpecitos en la ventanilla del conductor. El empleado de Van Zandt, sobresaltado, se volvió a mirarlo, pero al instante se relajó. Bajó la ventanilla.

– ¿Qué desea?

Su tono era belicoso, pero él se limitó a sonreír.

– Siento molestarle, señor. Pertenezco a una organización benéfica y estamos vendiendo calendarios para…

– No me interesa. -Se dispuso a subir la ventanilla, pero se retrasó un segundo más de lo debido. El cuchillo ya había alcanzado el objetivo y el responsable de seguridad de Van Zandt se desangraba como un cerdo ensartado. El hombre abrió mucho los ojos y luego su mirada se tornó vacía, regalándole una nueva imagen del momento de la muerte.

– No pasa nada -masculló-. Los calendarios son del año pasado. -Le dejó clavado el cuchillo y salió del callejón en dirección a su vehículo, convenientemente aparcado en la puerta del restaurante chino. Circuló sin trabas, dejando atrás a los pobres motoristas que se habían visto obligados a buscar aparcamiento a varias manzanas de distancia. Esa era una de las ventajas de su nuevo medio de… transporte.

Se había situado lejos del alcance visual de cualquiera a quien luego pudieran preguntarle si se había percatado de algo en relación con el asesinato del hombre a quien habían encontrado muerto en el callejón. «Si alguien es capaz de hacer una descripción, será de forma muy vaga.»

No tenía de qué preocuparse. Era raro que alguien lo mirara a la cara cuando se desplazaba de ese modo. La deformidad conllevaba algo que hacía que la gente apartara la mirada. Así él disponía de total libertad para moverse.


Jueves, 18 de enero, 20:30 horas

Daniel se quedó un buen rato mirando sus manos antes de hablar.

– Simon siempre fue un cabrón sin alma. Una vez le impedí ahogar a un gato y se puso muy furioso. Traté de convencerlo de que aquello estaba mal, pero él me molió a palos. Tenía diez años.

Katherine frunció el entrecejo.

– ¿Con diez años podía más que usted, que no es precisamente poca cosa, agente Vartanian?

– Simon es más corpulento -terció Susannah con un hilo de voz.

Daniel se la quedó mirando con una mezcla de dolor y furia contenida. Pero prosiguió.

– A medida que pasaba el tiempo, Simon iba de mal en peor. Mi padre se convirtió en juez. Las acciones de Simon comprometían su carrera, así que mi padre movió algunos hilos para apaciguar los ánimos. Le sorprendería saber lo que la gente está dispuesta a pasar por alto a cambio de dinero. A los dieciocho años Simon se marchó de casa. Luego supimos lo del accidente.

– Y lo enterramos -añadió Susannah.

– Y lo enterramos -repitió Daniel con un suspiro-. Yo me mudé a Atlanta y me hice policía, pero aún regresaba a casa de cuando en cuando. La última vez que vi a mis padres fue para celebrar la Navidad con la familia. -Hizo una larga pausa y luego sus hombros se encorvaron-. Cuando entré en casa encontré a mi madre llorando. No le ocurría muy a menudo, la última ocasión había sido durante el funeral de Simon. Había encontrado unos dibujos, hechos por él.

– ¿De animales torturados? -preguntó Scarborough.

– Algunos. Pero sobre todo eran de personas. Había recortado fotografías de revistas, imágenes de extrema violencia, y las había dibujado. Simon tenía un gran talento artístico, pero también tenía una parte oscura. En la pared de su dormitorio colgaba pósters de cuadros que plasmaban escenas siniestras.

– ¿Como cuáles? -preguntó Vito.

Daniel frunció el entrecejo.

– No lo recuerdo. -Miró a Susannah-. Uno era El grito.

– De Munch -dijo ella-. Y le gustaba Hieronymus Bosch, el Bosco. También tenía un póster de un Goya que representaba una matanza. Y otro de un suicidio. Dorothy no sé cuántos.

Daniel asentía.

– Luego estaba la frase de Warhol: «El arte es lo que dejas salir.» Eso representaba bastante lo que era Simon.

– Lo que representaba a Simon era lo que guardaba debajo de la cama -masculló Susannah.

Daniel abrió los ojos como platos.

– ¿Llegaste a ver sus dibujos?

Ella negó con la cabeza.

– No, los dibujos no. No tengo ni idea de dónde los guardaba.

– ¿Qué era lo que había debajo de la cama, señorita Vartanian? -preguntó Vito sin rodeos.

– Copias de cuadros pintados por asesinos en serie, los retratos de payasos de John Wayne Gacy entre otros.

Antes Simon Vartanian reproducía obras de otros pintores, figuras consagradas del arte macabro, y ahora creaba sus propios dibujos. Y mataba a sus propias víctimas. En la mesa se respiraba tensión, y Vito cayó en la cuenta de que los demás estaban pensando lo mismo que él. Por un momento temió que alguien se fuera de la lengua. Sin embargo, nadie dijo nada, lo cual le produjo un gran alivio. Aún había cosas que los Vartanian no les habían explicado, y mientras no lo hicieran, el círculo informativo no podría completarse.

– ¿Por qué no se lo explicó a nadie, señorita Vartanian? -preguntó Thomas Scarborough con amabilidad.

Ella volvió a alzar la barbilla, pero sus ojos expresaban vergüenza.

– Daniel se había marchado, y en algún momento tenía que dormir. Luego Simon murió y los cuadros desaparecieron. Yo entonces no sabía que recortara fotos de revistas, ni que luego las dibujara. Me acabo de enterar.

– Agente Vartanian, ha dicho que su madre encontró los recortes y los dibujos. Pero ¿por qué se peleó con su padre? -quiso saber Vito.

Daniel miró a su hermana.

– Díselo, Daniel -lo instó ella.

– Había más dibujos, hechos a partir de fotografías. Las imágenes de las revistas estaban retocadas, pero esas fotografías parecían reales. Mujeres violadas… Simon también las había dibujado.

Hubo unos instantes de silencio; luego Jen se aclaró la garganta.

– Me extraña que Simon no se llevara consigo los dibujos -observó-. ¿Dónde los encontró su madre?

– En una de las cajas fuertes de mi padre. Había varias ocultas en distintos lugares de la casa.

– Así que su padre sabía lo que escondía Simon, ¿no? -preguntó Jen.

– Sí. Mi madre le pidió explicaciones y él admitió haber encontrado los dibujos en el dormitorio de Simon después de que se marchara. Ahora me pregunto si no sería esa la causa de su marcha. Puede que hubiera agotado la paciencia de mi padre; nunca lo sabremos. Cuando yo los vi, insistí en que debíamos denunciarlo. La gente que aparecía en las fotos había sido víctima de abusos por parte de alguien. Mi padre se escandalizó. ¿Para qué airear el asunto?, dijo. Simon no podía recibir castigo alguno, estaba muerto. Solo serviría para poner en evidencia a la familia.

La hermana de Daniel lo tomó de la mano; su semblante indicaba que estaba dispuesta a aceptar lo inevitable, pero Daniel se mostraba tan distante como ella lo recordaba.

– Me enfadé mucho. Llevaba años viendo cómo mi padre limpiaba la mierda de Simon y aquello fue la gota que colmó el vaso. Estallé y estuvimos a punto de llegar a las manos, así que salí un rato para calmarme. Al volver decidí que yo mismo me encargaría de denunciar lo de las fotos, pero era demasiado tarde. Encontré las cenizas en la chimenea.

Nick agitó la cabeza con incredulidad.

– ¿Su padre, que era juez, destruyó las pruebas?

Daniel levantó la cabeza para mirarlo; sus labios dibujaban una amarga mueca de desdén.

– Sí. Me puse hecho una furia y en esa ocasión sí que le pegué. Él me devolvió el golpe. Ese día nos hicimos mucho daño. Me marché de casa y prometí no volver jamás. Y, de hecho, hasta el domingo pasado no lo hice.

– ¿Dijo algo de las fotografías? -preguntó Liz.

Él se encogió de hombros.

– No. ¿Qué podía decir? Le estuve dando vueltas durante varios días, pero al final no hice nada. No tenía pruebas. Solo las había visto de pasada, no estaba seguro de que se hubiera cometido ningún crimen, ni siquiera estaba seguro de que fueran reales y no retocadas. Además, a fin de cuentas era mi palabra contra la de mi padre.

– Pero su madre también las había visto -dijo Jen con cautela.

– Ella nunca se habría puesto en contra de mi padre, eso era algo que no se hacía y punto.

– ¿Cree que Claire Reynolds utilizó esas fotografías para chantajear a su padre? -preguntó Vito.

– Al principio se me pasó por la cabeza, pero no estaba seguro de que ella supiera que existían; además, pensé que tal vez hubiera cosas que ni yo mismo sabía. Tenía que averiguar de qué iba lo del chantaje. La carrera de mi hermana estaba en juego.

Susannah volvió a alzar la barbilla.

– Mi carrera se sostiene por méritos propios. Y la tuya también.

– Ya lo sé -respondió él-. Cuando llegué a la oficina de correos, descubrí que mi madre había alquilado un apartado a mi nombre. Dentro había esto. -Depositó un grueso sobre encima del maletín de su portátil.

Vito ya sabía lo que había dentro. Aun así se estremeció al ver las fotografías y los dibujos que el joven Simon Vartanian había creado.

– Su padre no destruyó los dibujos.

Daniel torció el gesto.

– Eso parece. Y tampoco sé dónde los guardaba.

Vito le entregó las fotografías a Liz y se pasó la mano por la nuca.

– Vamos a poner los puntos sobre las íes, ¿les parece? En primer lugar está Claire Reynolds. ¿De qué conocía a sus padres?

– No lo sé -respondió Daniel-. A ninguno de los dos nos suena haber conocido en Dutton a alguien con ese nombre.

– Claire no era de Dutton -aclaró Katherine-. Era de Atlanta.

– Nuestro padre viajaba a Atlanta de vez en cuando -explicó Susannah-. Era juez.

Jen frunció el entrecejo.

– Pero eso no explica la relación con Simon. ¿Se conocían?

– La única vez que Simon estuvo en Atlanta fue cuando le pusieron la prótesis -dijo Daniel-. Tenía una pierna amputada, y su ortopedista era de Atlanta.

– Sí -musitó Jen-. Claire también tenía una pierna amputada.

– ¿Por qué no nos lo han dicho antes? -preguntó Liz.

Daniel apretó la mandíbula.

– Hasta hace una hora, ni siquiera sabía que siguiera vivo.

– Lo siento -dijo Liz-. Debe de haberles causado una gran impresión.

La mirada de Daniel se encendió de nuevo indignado.

– ¿No me diga? -soltó con sarcasmo.

Susannah le estrechó la mano.

– Daniel, por favor. Así que Claire y Simon se conocían por lo de la prótesis. Lo que no entiendo es de qué conocía a mi padre, ni cómo se enteró de lo de los dibujos.

– Además, no tiene sentido que continuara con el chantaje después de que él llevara muerto un año -señaló Vito.

Nick hizo una mueca.

– Eso es fácil de explicar. Es posible que Simon continuara con el chantaje después de matar a Claire. Puede que quisiera sacarles dinero a sus padres.

– Pero el empleado de correos me dijo que las facturas las pagaba una mujer -observó Daniel-. Por desgracia, no podemos comprobar las grabaciones de las cámaras de seguridad de la oficina. Solo guardan las de los últimos treinta días.

– ¿Una cómplice? -sugirió Jen.

Thomas negó con la cabeza.

– No cuadra con el perfil. Me extrañaría mucho que Simon confiara en alguien lo bastante como para convertirlo en su cómplice. Puede que tuviera un cabeza de turco, pero no un cómplice.

– Pues tenemos que averiguar quién es esa mujer -concluyó Liz.

De pronto, Vito ató cabos.

– Claire tenía una novia. Tanto el doctor Pfeiffer como Barbara, la bibliotecaria, dicen que Claire era lesbiana.

Liz frunció las cejas.

– ¿No sabrán las bibliotecarias por casualidad cómo se llama la otra chica?

De pronto Vito se sintió de nuevo lleno de energía.

– No, pero me dijeron que salió una foto en un periódico, Claire besando a otra mujer. Si pudiéramos encontrar esa foto…

– No sabrás en qué periódico, ¿no? -preguntó Jen.

– No, pero era un ejemplar del mes de marzo. Claire vino a vivir aquí hace solo cuatro años, y lleva muerta uno. ¿Cuántos meses de marzo hay en tres años?

– ¿Quieren decir que Claire tuvo la mala suerte de acudir con el mismo ortopedista que Simon en Filadelfia? -preguntó Susannah-. La posibilidad cabe, pero parece remota.

– Pfeiffer buscaba pacientes para incluirlos en un estudio sobre un nuevo modelo del microprocesador de la prótesis -explicó Vito-. A lo mejor por eso fueron a parar los dos allí.

Daniel asintió.

– Si Claire conocía a Simon del ortopedista de Atlanta, tenía que saber que se le daba por muerto. Al funeral asistieron bastantes pacientes.

– Es posible que también chantajeara a Simon -dijo Katherine-. Por eso la mató.

– Y la otra mujer continuó lo que Claire dejó a medias. -Nick negó con la cabeza-. Qué fría.

– ¿Por qué precisamente ahora? -preguntó Thomas Scarborough-. Quienquiera que fuese esa mujer, continuó con el chantaje un año después de que Claire muriera. ¿Por qué tardó tanto en volver su padre?

– Iba a ocupar un cargo en el Congreso -contestó Daniel, y por el tono en que lo hizo Vito pensó que debía de conocer la respuesta a esa pregunta desde hacía pocos días-. Aún no lo había hecho público. A juzgar por sus e-mails, seguía dándole largas al hombre que se lo propuso. Supongo que pensaba que en el momento en que saltara al ring el precio del chantaje aumentaría.

– ¿Quién se conectó al ordenador de su padre el domingo? -lanzó Jen-. ¿Era Simon o el chantajista número dos? Para averiguarlo, tendremos que examinar el ordenador.

Daniel asintió.

– Se lo enviaré por correo urgente. ¿En qué más podemos ayudarles, detective?

Vito repasó mentalmente los hechos. Estaban surgiendo muchas novedades.

– Su padre volvió a Filadelfia para descubrir al chantajista, pero ¿y su madre? ¿Por qué regresó ella?

Katherine asintió.

– Buena pregunta. Su madre estaba muy enferma. Ningún médico debería haber permitido que viajara.

– No lo sé -respondió Daniel-. Yo también me lo pregunto.

– Seguro que vino para ver a Simon -dijo Susannah en tono rotundo-. Simon, siempre Simon. -Sus palabras sonaron llenas de cinismo y crispación-. El pobre Simon.

– ¿Cómo perdió Simon la pierna? -quiso saber Katherine.

Daniel sacudió la cabeza.

– Mis padres siempre decían que fue un accidente.

– Pero nosotros sabemos que no es verdad -añadió Susannah-. Vivíamos en las afueras, lejos de la ciudad. Más lejos todavía, a un kilómetro y medio, vivía un anciano en una casa pequeña. Coleccionaba trampas antiguas. Un día una de sus trampas para osos desapareció. Era evidente que la había robado Simon, pero él, con su pico de oro, convenció a todo el mundo de que no tenía ni idea de lo que le hablaban.

– Quedó atrapado en ella, ¿no? -dedujo Vito-. ¿Quién lo encontró?

Daniel apartó la mirada.

– Fui yo. Hacía veinticuatro horas que había desaparecido y decidimos dispersarnos para buscarlo. Lo encontré sangrando y desesperado de dolor. No tenía voz, había gritado durante horas enteras, pero nadie se encontraba lo bastante cerca para oírlo.

Vito sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Ahí estaba la conexión.

– Me echó a mí la culpa -prosiguió Daniel con pesadumbre-. Hasta el día en que se marchó, estuvo culpándome de haberlo dejado sufrir sabiendo dónde se encontraba. No era cierto, pero nadie logró convencerlo. Antes de perder la pierna Simon ya era mezquino, y luego…

Susannah cerró los ojos.

– Se convirtió en un verdadero monstruo. En casa se hacía siempre lo que él decía. Mi madre se volcó en él; yo nunca terminé de entenderlo. Estoy segura de que por muy enferma que estuviera, si sabía que Simon estaba vivo, rogaría que la llevaran a donde él se encontrase.

– Lo cual significa que o bien tanto su padre como su madre supieron siempre que Simon no había muerto o lo descubrieron más tarde y entonces emprendieron el viaje. -Vito escrutó los semblantes de los dos Vartanian-. Ustedes creen que como mínimo su padre lo supo siempre; si no, no les preocuparía tanto lo que encontremos al desenterrar el ataúd.

– Sí -reconoció Daniel sin alterarse-. Estamos cansados, si no desean nada más.

– Yo tengo dos preguntas.

Vito se inclinó hacia delante para mirar a Sophie, sentada al extremo de la mesa. No había pronunciado palabra en todo aquel rato.

– ¿Qué quieres preguntarles, Sophie?

– El agente Vartanian cree que su padre vino a Filadelfia para encontrar al chantajista. La señorita Vartanian cree que su madre vino para encontrarse con Simon.

Daniel la miraba con prudencia.

– Sí.

Susannah entrecerró los ojos, como si acabara de percatarse de que Sophie se encontraba presente.

– ¿Qué pinta usted en esta investigación, doctora Johannsen?

– Fui yo quien localizó los cadáveres de sus padres, y luego ayudé a la policía a identificarlos.

Daniel ladeó la mandíbula.

– Muy bien. ¿Cuáles son sus preguntas?

– Ha dicho que sus padres se registraron en el hotel con el nombre de su madre.

– Seguro que no querían que nadie supiera que estaban buscando a Claire Reynolds -dijo Susannah con frialdad.

– De entrada me parece lógico, pero hay algunas cosas que no cuadran. En primer lugar, ha dicho que el personal del hotel recordaba que su madre pasaba mucho tiempo sola en la habitación.

– Estaba enferma -dijo Daniel, exasperado-. Ella se quedaba allí mientras mi padre salía en busca de Claire.

– Pero no se quedó en la habitación el día en que sus padres fueron a la biblioteca donde Claire trabajaba. Y ese día su padre dio su verdadero nombre al preguntar por Claire. Solo que en lugar de preguntarle a la bibliotecaria o a cualquier otra persona que pudiera ayudarle, decidió dirigirse a un anciano que no hablaba inglés. Mi primera pregunta es por qué su padre eligió a un anciano ruso para preguntar por Claire Reynolds y por qué solo a él le reveló su verdadero nombre.

A Vito le entraron ganas de besarla. Sin embargo, en vez de eso se dirigió a ella en tono quedo.

– ¿Y la segunda pregunta?

– Por qué trajo los dibujos hasta Filadelfia. Quiero decir que si lo estaban chantajeando precisamente por esos dibujos, no tiene sentido que le diera al chantajista la oportunidad de pillarlo con ellos encima. No comprendo por qué no los dejó guardados en la caja fuerte. De hecho, no entiendo por qué los conservaba.

Las mejillas de Susannah Vartanian se tiñeron de rojo.

– ¿Está insinuando que nuestros padres mataron a Claire Reynolds?

«No menciones el juego, Sophie -pensó Vito-. No digas nada de Clothilde.»

– Para nada, señorita Vartanian. Lo que digo es que su padre no quería que nadie supiera que estaba buscando a Claire, por eso ocultaba su verdadera identidad. Pero al mismo tiempo quería que su madre creyera que la estaba buscando abiertamente.

La mirada de Susannah denotaba que había comprendido lo que Sophie pretendía decir.

– Mi madre no sabía nada del chantaje -soltó con rigidez-. Ella creía que habían venido a buscar a Simon.

– Pero su padre no tenía ninguna intención de que ella lo viera -musitó Vito.

– Porque él siempre había sabido que Simon estaba vivo y no quería que mi madre se enterara -dijo Daniel con gravedad-. Y también por los dibujos.

– Sin embargo se vieron -musitó Susannah-. Porque él la mató. Dios mío.

Vito miró a Liz con las cejas arqueadas en señal interrogativa. Ella asintió y entonces él se aclaró la garganta.

– Esto… Hay otra cosa que tienen que saber. Cuando encontramos a sus padres, también encontramos dos fosas vacías. Entonces no estábamos seguros, pero ahora…

Susannah palideció.

– Daniel.

Él le pasó el brazo por los hombros.

– No te preocupes, Suze. Ahora que lo sabemos, estaremos alerta. -Miró a Vito-. ¿Podemos volver a ver el retrato, por favor?

Vito colocó los retratos del anciano y de Frasier Lewis juntos sobre la mesa, frente a los hermanos Vartanian.

– Les haré una copia.

– Gracias -dijo Daniel-. Se lo agradecemos… -Pero el grito ahogado de Susannah lo interrumpió.

Con las manos temblorosas, tomó el retrato del anciano.

– Yo conozco a ese hombre. -Levantó la cabeza; ahora su rostro aparecía cadavérico-. Daniel, todos los días paseo a mi perro dos veces, por la mañana y por la noche. Lo llevo al parque que hay enfrente del edificio donde vivo. Ese hombre… -señaló el retrato- aparece de vez en cuando sentado en un banco. -Su voz se quebró-. A veces hablamos, acaricia al perro. Daniel, lo he tenido igual de cerca que te tengo a ti.

Vito miró a Sophie. Su expresión afligida denotaba que comprendía a Susannah Vartanian. Se volvió a mirarla.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo conoce?

– Por lo menos un año. Lleva un año observándome.

– Les pondremos protección -la tranquilizó Liz-. Esperemos que no se entere de que saben que está vivo. Vengan conmigo. Les buscaré un lugar donde pasar la noche.


Jueves, 18 de enero, 21:15 horas

– Vito, espera.

Vito se detuvo frente a la puerta de la comisaría. Allí plantada, tiritando, estaba Katherine. De inmediato se puso a la defensiva. Desde la noche anterior hasta ese momento había conseguido evitarla, pero parecía que la tregua había terminado.

– ¿Cuánto llevas aquí esperando?

– Desde que ha terminado la reunión. Suponía que tarde o temprano saldrías.

Vito se volvió hacia el vestíbulo, donde Sophie aguardaba junto con Nick y Jen.

Katherine siguió su mirada.

– No piensas perderla de vista.

– No. Cada vez que pienso en que ese hombre ha ido al museo y la ha rozado…

– Lo siento, Vito. Ayer estuve fuera de lugar.

– No, lo que estabas era asustada. Y tenías razón.

– No tenía razón, y el hecho de que estuviera asustada no lo justifica. Te he dicho que lo siento. Te agradeceré que me perdones.

Vito apartó la mirada.

– Katherine, ni siquiera puedo perdonarme a mí mismo.

– Ya lo sé, y eso tiene que cambiar. Tú no hiciste nada malo. Lo que le ocurrió a Andrea fue una tragedia, pero no fue culpa tuya y no tenías manera de preverlo.

Él bajó la vista al suelo.

– ¿Cómo te enteraste?

– Fue cuando viste los informes de balística. Observé tu mirada cuando te percataste de que una de tus balas la había alcanzado. Vi cómo la mirabas la primera vez que la llevaron al depósito de cadáveres. Vito, la amabas y murió. -Katherine exhaló un suspiro-. Pero eso forma parte de tu intimidad y yo no tenía ningún derecho a utilizarlo en tu contra.

– Estabas asustada -repitió él-. Sophie es la niña de tus ojos.

A Katherine le temblaron los labios.

– La conozco desde que tenía cinco años.

– ¿Cómo la conociste? ¿Por qué dice que eres la madre que nunca tuvo?

Los ojos de Katherine se humedecieron.

– ¿Eso te ha dicho?

– Sí. ¿Por qué?

– Cuando mi hija, Trisha, iba al parvulario, Sophie era su mejor amiga. Un día mi hija llegó a casa llorando. Iba a celebrarse una merienda para madres e hijas y Sophie no pensaba asistir. Su madre no podía acompañarla.

A Vito se le encogió el corazón.

– ¿Y por qué no iba con su abuela, o con su tía?

– Anna estaba de gira y Freya tenía que acompañar a alguna parte a una de sus hijas, lo que era habitual. Iba a acompañarla Harry, pero eso habría echado por tierra la idea de una fiesta para madres e hijas, así que me ofrecí para acogerla. Desde entonces, Sophie ha sido como una hija para mí.

– ¿Y su abuela?

– Anna recortó la gira que tenía prevista y compró una casa en Filadelfia para que Sophie pudiera estar más cerca de Harry. Sin embargo, pasaron varios años antes de que Anna abandonara su carrera, así que Sophie pasaba mucho tiempo conmigo.

– ¿Qué fue lo que hizo que Anna se retirara definitivamente?

– Se había perdido mucho de la relación con sus propias hijas. Creo que al final se dio cuenta de que con Sophie y Elle se le ofrecía una nueva oportunidad.

– ¿Elle?

Katherine miró a Vito alarmada. Luego negó con la cabeza.

– Tendrá que contártelo ella, Vito. He acompañado a esa chica en todos los momentos importantes de su vida, buenos o malos. Haría cualquier cosa por protegerla. Y por que fuera feliz.

Él volvió a mirar a Sophie.

– Ahora está protegida. Y me gustaría creer que es feliz.

– Eres un buen hombre, Vito. A ti también te he visto pasar momentos buenos y malos. Somos amigos. Espero que mi estúpido comentario de ayer no destruya todo lo bueno de estos años.

– No, no lo ha hecho y no lo hará. Antes de que una bala pueda herirla, haré que me hiera a mí.

– No digas eso -susurró ella-. No tiene gracia.

– No pretendía hacerme el gracioso. ¿Qué le pasó al ver la bolsa del cadáver, Katherine?

– Eso también tendrá que contártelo ella. -Se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla-. Gracias por perdonarme. No seré tan estúpida como para volver a poner en riesgo nuestra amistad.

– Invítame a un trozo de pastel de chocolate alemán y trato hecho -dijo, y ella se echó a reír.

– Cuando termine todo esto, te haré dos pasteles. Ahora estoy rendida. Me marcho a casa.

– Te acompaño al coche -se ofreció Vito-. Tú también tienes que andarte con cuidado.

Katherine frunció el entrecejo.

– Supongo que eso tampoco lo has dicho para hacerte el gracioso.

– No. Vamos.

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