Viernes, 19 de enero, 19:00 horas
Sophie se arrellanó en el asiento delantero de la camioneta de Vito. Hasta ese momento había conseguido dejar a un lado la ira, pero ahora que la jornada había tocado a su fin la notaba crecer de nuevo en su interior. ¿Qué más podía robarle Lena?
Vito puso el motor en marcha y guardó silencio mientras la calefacción caldeaba el vehículo. Estaba esperando a que ella dijera algo, Sophie estaba segura. Sabía que también él había tenido un mal día, y sus problemas eran mucho mayores que los propios. Tenía que atrapar a un asesino.
El enfado por la desaparición de los discos de vinilo la había mantenido ajena al hecho de que ese mismo asesino andaba acechándola, así que tal vez sin saberlo Lena hubiera hecho por fin algo bueno. Volvió la cabeza para mirar a Vito.
– Siento que hayas tenido que esperarme. ¿Qué te ha parecido mi papel de reina vikinga?
La mirada de Vito se tornó ardiente y sus labios se curvaron, haciendo que a Sophie se le acelerara el pulso.
– Me parece que eres la guerrera vikinga más sexy que he visto jamás. Me han entrado ganas de abalanzarme sobre ti allí mismo.
Ella se echó a reír, tal como él pretendía.
– ¿Delante de todos esos niños? Debería darte vergüenza.
Él se llevó su mano a los labios.
– ¿Qué ocurre, Sophie?
Le habló con tanta amabilidad que a Sophie se le empañaron los ojos.
– Ha venido a verme Harry.
Le contó lo que le había dicho y la mirada de Vito se endureció.
– Deberías denunciarla.
– Hablas igual que Harry. Si no la denuncié cuando mató a mi hermana, ¿por qué iba a denunciarla por robar unos discos viejos?
Vito negó con la cabeza.
– La muerte de Elle fue un accidente, pero esto no.
Sophie alzó la barbilla.
– Ahora hablas igual que Katherine.
– Porque Katherine tiene razón, Sophie. Lena es horrible como madre, pero no tenía ninguna intención de matar a Elle. Sin embargo, lo del robo ha sido intencionado. Lo planeó y le sacó provecho. Si quieres odiarla, hazlo por las cosas de las que es culpable. No tiene sentido odiarla por haber dado frutos secos a una niña que no sabía que era alérgica.
Sophie se lo quedó mirando boquiabierta.
– ¿Que no tiene sentido?
– Y me parece una actitud infantil -añadió él en tono tranquilo-. Anoche me dijiste que Andrea había hecho su elección, y tenías razón. Lena también ha hecho las suyas. Es eso lo que tienes que tenerle en cuenta, que te abandonara y que le haya robado a tu abuela, Sophie, pero no que Elle muriera. Odiarla por eso es malgastar las energías.
Sophie sintió que estaba a punto de echarse a llorar de rabia.
– Soy muy libre de odiar a mi madre por lo que me dé la gana, Vito, y no es asunto tuyo, así que déjame en paz.
Él se sintió herido y volvió la cabeza.
– Muy bien. -Se incorporó a la circulación-. Creo que eso deja muy claro mi lugar.
La culpa atenazó a Sophie.
– Lo siento, Vito. No tendría que haberte dicho eso. Es que estoy disgustada por no poder llevarle música a mi abuela, tengo muchas ganas de que vuelva a sentirse feliz.
– El hecho de verte a ti ya la hace feliz.
Sin embargo Vito no la miró, ni siquiera al detenerse en un semáforo en rojo, y a Sophie le entró pánico.
– Vito, lo siento. No tendría que haberte dicho que me dejaras en paz. No estoy acostumbrada a tener en cuenta lo que otra persona piensa de mí. Sobre todo si esa persona me importa.
– No te preocupes, Sophie. -Pero ella se daba cuenta de que sí tenía de qué preocuparse. No estaba segura de cómo cambiar las cosas, así que dejó de pensar en lo ocurrido y decidió intentar acercarse a él desde otro ángulo.
– Vito, aún no habéis encontrado a Simon Vartanian, ¿verdad?
Él apretó la mandíbula.
– No. Pero hemos encontrado a los dos tipos de la empresa.
– ¿Vivos?
– Uno está vivo.
Ella dio un suspiro.
– Simon está terminando con todos los cabos sueltos, ¿verdad?
Un músculo tembló en la mejilla de Vito.
– Eso parece.
– Me andaré con cuidado, Vito. Concéntrate en tu trabajo y no te preocupes por mí.
Esta vez sí que se volvió hacia ella. Su mirada era intensa y Sophie notó que el alivio reemplazaba al pánico.
– Me alegro de que pienses tener cuidado porque me estoy encariñando contigo, Sophie. Me gustaría que tuvieras en cuenta mi opinión y también me gustaría que consideraras asunto mío preocuparme por cómo te sientes.
Ella no sabía muy bien qué responder a eso.
– Es un gran paso, Vito. Sobre todo para mí.
– Ya lo sé. Por eso estoy dispuesto a tener paciencia. -Le dio una palmada en el muslo y luego le tomó la mano-. No te apures, Sophie. El hecho de que yo me preocupe por ti no tiene por qué suponerte una carga.
Ella se quedó mirando aquella mano fuerte y morena en contacto con su piel.
– Lo que pasa es que muchas veces meto la pata y no quiero que esto, sea lo que sea, salga mal.
– No saldrá mal. Ahora relájate y disfruta del viaje. -Esbozó una sonrisa burlona-. Por bosques y ríos cantando voy, a la abuela veré.
Ella lo miró con los ojos entornados.
– ¿Por qué siempre tengo la impresión de que eres el lobo feroz?
Esta vez su sonrisa fue casi imperceptible.
– Es para comerte mejor, querida.
Ella le dio un manotazo, pero se echó a reír.
– Conduce y calla, Vito.
Pasaron el resto del trayecto hablando de temas livianos que no tenían nada que ver con Lena ni Simon, ni con ninguna relación seria. Cuando llegaron a la residencia de ancianos, Vito ayudó a Sophie a bajarse de la camioneta y luego sacó una gran bolsa de papel de la parte trasera.
– ¿Qué es eso?
Él escondió la bolsa tras de sí.
– Es la cestita que le llevo a la abuelita.
A Sophie se le escapaba la risa mientras caminaban.
– Así que ahora el lobo feroz soy yo.
Él mantuvo la vista al frente.
– Puedes soplar y soplar hasta mi casa derribar.
Ella soltó una risita.
– Eres malvado, Vito Ciccotelli. Malvado hasta la médula.
Él le estampó un rápido beso en la boca mientras aguardaban frente a la puerta de la habitación de Anna.
– Eso dicen.
La abuela de Sophie los observaba con ojos de lince desde la cama y ella sospechó que Vito la había besado en la puerta precisamente por eso. Anna tenía buen aspecto, pensó Sophie cuando la besó en ambas mejillas.
– Hola, abuela.
– Sophie. -Anna extendió su débil brazo para acariciarle la cara. El movimiento representaba el mayor esfuerzo que había hecho en mucho tiempo-. Has traído a tu joven amigo.
Vito se sentó junto a la cama.
– Hola, Anna. -La besó en la mejilla-. Hoy tiene mejor aspecto, sus pómulos tienen un precioso color natural.
Anna le sonrió.
– Eres un adulador. Me gusta.
Él le devolvió la sonrisa.
– Me lo imaginaba. -Introdujo la mano en la bolsa y de ella extrajo una rosa de tallo largo que le tendió con galantería-. También he imaginado que le gustan las flores.
Los ojos de Anna adoptaron cierto brillo y Sophie notó que los suyos se empañaban.
– Vito -musitó.
Vito la miró.
– Para ti también habría habido si no fuera por tanto «Para ya, Vito» y «Eres malo, Vito». -Cerró la mano de Anna alrededor del tallo-. He pedido que le arrancaran las espinas. ¿Puede olería?
Anna asintió.
– Sí. Hacía mucho tiempo que no olía una rosa.
Sophie se lamentó de no haberlo pensado antes, pero parecía que Vito no había terminado todavía. Sacó un ramo de rosas a punto de abrirse y luego un jarrón de porcelana negra, que depositó con cuidado en la mesita que había junto a la cama de Anna. El jarrón tenía incrustaciones de cristal que brillaban como estrellas en la noche. Arregló el ramo y volvió a colocar bien el jarrón sobre la mesita.
– Así notará más el aroma -dijo, y le tendió a Sophie la jarra de plástico que había sobre la mesita-. ¿Nos traes un poco de agua para las flores, Sophie?
– Claro.
No obstante, se entretuvo en la puerta con la jarra en la mano. Vito aún no había terminado. Sacó un pequeño radiocasete.
– Mi padre tenía una colección de discos -dijo, y Anna abrió mucho los ojos.
– ¿Me has traído música? -susurró, y Sophie maldijo a Lena; luego se maldijo a sí misma por no haberse acordado para nada de la música hasta entonces.
– Y no una música cualquiera -dijo Vito con una sonrisa que hizo que Sophie contuviera la respiración.
Anna abrió la boca, pero enseguida la cerró con fuerza.
– ¿Es… Orfeo? -preguntó, y aguardó expectante, como una niña que teme que le nieguen algo.
– Sí. -Puso en marcha el aparato y Sophie reconoció al instante los primeros compases de «Che faro», el aria con que Anna se había hecho famosa hacía años. Su cristalina voz de mezzosoprano se elevó desde el pequeño altavoz y Anna soltó el aire que había estado conteniendo, cerró los ojos y se arrellanó como si hubiera estado esperando exactamente ese momento. A Sophie se le hizo un nudo en la garganta y se le encogió el corazón al ver que los labios de su abuela empezaban a moverse con las notas.
Vito no le había quitado los ojos de encima al rostro de Anna, y eso hizo que a Sophie el corazón se le encogiera aún más. No había hecho aquello para impresionarla; había sido un sincero gesto para hacer sonreír a una anciana.
Sin embargo, Anna no sonreía. Las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras trataba de recobrar el aliento y cantar. Pero tenía los pulmones débiles y de su garganta solo brotaba un penoso graznido.
Sophie retrocedió un paso, incapaz de contemplar los vanos intentos de Anna ni la tristeza que inundaba los ojos de su abuela al darse por vencida. Abrazó la jarra de plástico contra su pecho y se volvió para echarse a andar.
– ¿Sophie? -Una de las enfermeras trató de detenerla-. ¿Qué pasa? ¿Necesita ayuda Anna?
Sophie negó con la cabeza.
– No. Solo quiere un poco de agua. Voy a buscarla. -Se acercó hasta la pequeña cocina que había al final del pasillo y, con las manos temblorosas, abrió el grifo. Llenó la jarra y al cerrar el grifo refrenó sus emociones.
Guardó silencio. Volvía a oírse una voz, pero no eran las fluidas notas de mezzosoprano de Anna. Se trataba de un sonoro barítono, y la atraía como un imán.
Con el corazón aporreándole el pecho, volvió a la habitación de Anna, donde seis enfermeras aguardaban petrificadas y casi sin respiración. Sophie se abrió paso y de pronto se quedó inmóvil, con los ojos clavados en Vito.
Era un extraño momento para enamorarse, se dijo mucho más tarde.
Se había equivocado, su tía Freya no se había llevado al único hombre que merecía la pena. Había otro sentado junto a su abuela, entonando las frases que Anna no podía cantar con una voz nítida y potente a la vez. En su rostro se reflejaba una gran ternura mientras Anna seguía con la mirada cada movimiento de su boca, una boca de la cual cada una de las notas brotaba con tal deleite que casi resultaba doloroso contemplarlo.
Pero Sophie lo contempló, y cuando Vito hubo cantado la última nota, se irguió con las mejillas húmedas y los labios sonrientes. Tras de sí el suspiro colectivo de las enfermeras, que retomaron sus tareas con lágrimas en los ojos.
Vito la miró y arqueó las cejas.
– Si has llenado la jarra de lágrimas, las rosas se morirán, Sophie -se burló. Luego se acercó a Anna-. Le hemos hecho llorar.
– Sophie siempre ha tenido el llanto fácil. Incluso los dibujos animados le hacían llorar.
Pero no cabía duda de que las palabras de Anna estaban llenas de cariño.
– No sabía que estuvieras pendiente de mí cuando lloraba con los dibujos, abuela.
– Yo siempre estaba pendiente de ti, Sophie. -Le dio unas palmaditas en la mano con incomodidad-. Fue un gran placer verte crecer. Me gusta tu joven amigo. Consérvalo. -Arqueó una ceja-. Me entiendes, ¿verdad?
Sophie miró a Vito al responder.
– Sí, abuela. Ya lo creo que te entiendo.
Viernes, 19 de enero, 20:00 horas
Algo había cambiado, pensó Vito. La sentía más cerca. Había algo distinto en la forma como Sophie caminaba abrazada a él al dirigirse de vuelta a la camioneta. Además, le sonreía, y eso siempre era un placer adicional.
– Si hubiera sabido que lo que necesitabas era oírme cantar, te habría cantado con gusto el domingo por la noche. -Abrió la puerta, pero ella en lugar de subir al vehículo se volvió y se arrojó en sus brazos. Le dio un beso ardiente y fluido que hizo que Vito deseara no haberse encontrado en un gélido aparcamiento.
– No ha sido el hecho de oírte cantar en sí sino todo junto, cómo la tomabas de la mano y cómo te miraba ella. Eres muy humano, Vito Ciccotelli.
– Hace un rato me has dicho que era malvado hasta la médula.
Ella le mordisqueó el labio y disparó una ráfaga de puro deseo por todos sus nervios.
– Lo uno no tiene por qué excluir a lo otro. -Entró en la camioneta y lo miró a los ojos-. Me parece que llamaré a la asociación de amigos de la ópera de Filadelfia. Tal vez puedan enviarle a mi abuela algunas visitas. Tendría que haber pensado en la música, Vito. Era su vida entera, no puedo creer que no se me haya ocurrido.
– Has estado muy ocupada tratando de que se recuperara. -Vito se situó tras el volante y cerró la puerta de golpe-. No te culpes. -Se incorporó a la circulación, rumbo a casa de Anna-. Además, la cinta me la ha grabado Tino.
– Pero a ti se te ha ocurrido. Y lo de las flores. Yo también debería haber pensado en eso.
– Tengo que confesar que lo de las rosas tiene un motivo oculto. En el jarrón está la cámara.
Sophie lo miró perpleja.
– ¿Qué?
– ¿Has visto todos esos cristales? Pues uno de ellos es la cámara. Ahora sabrás si la enfermera Marco es mezquina o no.
Sophie se lo quedó mirando.
– Eres increíble.
– No creas. Lo pensó Tino después de que mi cuñado Aidan nos diera unas cuantas ideas mientras anoche construíais el castillo. Te agradecería que no le dijeras nada de la cámara a Tess. Es un poco reacia a que filmen a la gente contra su voluntad.
– No abriré la boca.
– Muy bien. Ahora iremos a tu casa y cuando lleguemos volveré a cantar para recordarte lo increíble que soy.
Ella se echó a reír.
– Tendrá que ser más tarde. Les prometí a los chicos que les ayudaría a terminar el castillo, así que antes vamos a tu casa. Luego iremos a casa de mi abuela y… haremos el amor. Será increíble.
Vito suspiró con esfuerzo.
– Yo creía que íbamos a follar como animales en la escalera.
La carcajada de Sophie estaba llena de malicia.
– Antes tengo que terminar el castillo. Luego puedes sitiarme.
Los observó alejarse en la camioneta. Había estado de suerte, pensó, al retirarse el auricular antes de que el portazo le rompiera los tímpanos. Si el policía hubiera cerrado la puerta un minuto antes, se habría perdido las palabras mágicas.
Claro que él no creía en la suerte; todo era cosa de la inteligencia, la habilidad y el destino. Solo los tontos creían en los golpes de suerte, y él no era ningún tonto. Había sobrevivido gracias a su ingenio, y continuaría haciéndolo. Pensó en Van Zandt entre rejas, vestido con su elegante traje, y sintió una gran satisfacción. No obstante, también lo lamentaba. Era una pena que se perdiera una mente como la de Van Zandt, con tal clarividencia para los negocios. Pero el mundo estaba lleno de personas lúcidas para los negocios.
Ya le tenía el ojo echado a uno, el rival más agresivo y ambicioso de Van Zandt, que seguía camino de la fama. Simon se había puesto en contacto con él para mostrarle su trabajo hasta la fecha y habían tardado menos de un cuarto de hora en negociar las condiciones de empleo. El inquisidor aún aguardaba para ser lanzado y el escándalo por el asesinato de Derek y el encarcelamiento de Van Zandt, sin mencionar a las víctimas, harían que las ventas se dispararan.
Y él, al fin y al cabo, conseguiría lo que quería. Publicidad. Una plataforma para encumbrarse en su carrera particular. Adquirir una reputación que le permitiera vender sus cuadros. No podría utilizar más el nombre de Frasier Lewis, pero eso daba igual; no importaba con qué nombre firmara sus obras. «Mientras todo el mundo sepa que son mías.»
Solo le faltaba completar una serie de cuadros. Van Zandt tenía razón con respecto a lo de la reina. En cuanto Simon vio a Sophie Johannsen en plena acción, supo que era exactamente lo que necesitaba, lo que quería. Y se conocía lo bastante bien para saber que no sería capaz de abandonar el juego hasta que todas las piezas encajaran a la perfección. Tenía que ver morir a Sophie Johannsen.
Solo que la chica había demostrado ser lista y precavida. Siempre tenía cerca a algún policía. Pero ahora ya sabía cómo separarla del rebaño.
Viernes, 19 de enero, 23:30 horas
– Es un torreón magnífico. -Sophie le dio el visto bueno a Michael llena de satisfacción-. Y estos bloques son estupendos.
Pierce y ella se sentaban tras un semicírculo de un metro veinte de diámetro y noventa centímetros de altura construido con bloques de madera pulida. Hasta habían incluido las angostas aberturas desde donde Sophie les explicó que se lanzaban las flechas para defenderse de sus atacantes.
Luego había hecho falta una visita a la juguetería del barrio para adquirir un equipo de tiro con arco de la marca Nerf. Por lo menos los libros que habían utilizado la noche anterior volvían a estar en los estantes de Vito, así no se quejaría tanto de que su sala de estar se hubiera convertido en un castillo normando.
Sophie pasó los dedos por uno de los bloques de madera, pero Vito ya sabía que no encontraría una sola astilla.
– Deben de haberte costado un ojo de la cara.
El padre de Vito fingió despreocupación.
– Son unos cuantos bloques viejos que tenía en el guardamuebles. Dom y Tess los han traído esta tarde al volver de la escuela. -Pero Vito también sabía que su padre se sentía halagadísimo.
– Mi padre nos hizo esos bloques cuando éramos pequeños -dijo desde el sillón reclinable, ahora convertido en puente levadizo. El resto de los muebles habían desaparecido o bien formaban las almenas colocados patas arriba-. Mi padre es un carpintero de primera.
Sophie abrió los ojos como platos.
– ¿De verdad? Ahora entiendo lo de la catapulta. Genial.
– Estoy listo -dijo Connor, colocando la maqueta en su sitio. La catapulta provisional diseñada la noche anterior con una cuchara de madera había desaparecido y la sustituía un modelo a escala que con toda probabilidad serviría para lanzar incluso el pavo de Acción de Gracias. Connor había querido probarla con un pollo congelado, pero por suerte esa vez Sophie no había cedido ni un ápice.
Vito sospechaba que su padre había invertido el día entero en construirla, tallándola con el cuchillo que siempre llevaba encima. En los viejos tiempos Michael podría haber creado una pieza como aquella en una hora gracias a sus herramientas de ebanistería, pero lo había vendido todo al verse obligado a abandonar el negocio por culpa de su dolencia cardíaca.
– No, no estás listo -le dijo Sophie a Connor-. No tienes nada que arrojar.
– Empezad la batalla de una vez -soltó Vito-. Es casi medianoche y Pierce y Connor tienen que irse a la cama. -Que era lo que él llevaba deseando toda la tarde.
– Tío Vito -protestó Pierce-, mañana es sábado. -Miró a Sophie esperanzado.
– Lo siento, pequeño -dijo Sophie-. Yo mañana también trabajo. ¿Tess? ¿Dominic?
– Ya vamos -gritó Tess, y Dom y ella emergieron de la cocina con bolsas llenas de pasta recién hecha-. Es la primera vez que cocino para un asedio, pero aquí está.
Siguió una intensa campaña militar durante la cual los chicos dispararon la catapulta por turnos mientras Sophie y Michael reconstruían las almenas siempre que era necesario.
Tess se refugió tras la silla de Vito.
– Hacía años que papá no se lo pasaba tan bien.
– Mamá no le deja -musitó Vito-. Cada vez que respira se preocupa.
– Bueno, ahora mamá no está. La he enviado junto con Tino a Wal-Mart con una larga lista de la compra. No es que vosotros dos tengáis la cocina muy bien provista y tengo que preparar y congelar muchísimos platos para cuando Molly salga del hospital. -Se encogió de hombros-. Mamá necesita sentirse útil, así que está feliz. Y papá también está feliz. Los chicos no caben en sí de gozo. Y a ti también se te ve feliz, Vito.
Él la miró.
– Lo soy.
Tess se sentó en el brazo del sillón.
– Me alegro. Me gusta tu Sophie, Vito.
En esos momentos su Sophie estaba esquivando una bolsa llena de pasta recién hecha.
– A mí también. -Reparó en que esa noche tanto él como Sophie le habían ofrecido algo a la familia del otro. Era un sólido comienzo para una relación que Vito pensaba cultivar durante mucho, mucho tiempo.
– Es un buen comienzo -musitó Tess-, para una buena vida. Te la mereces. -Entonces se puso a chillar a la vez que Sophie cuando una de las bolsas lanzadas con la catapulta se estampó en el techo y del impacto reventó, y la pegajosa pasta empezó a volar por todas partes.
Vito hizo una mueca.
– Mis paredes y mi techo nunca volverán a estar como antes, ¿verdad?
Tess soltó una risita.
– Te auguro un futuro lleno de pasta en las paredes, Vito.
Sophie y Michael se estaban riendo como tontos y a Vito no le quedó más remedio que echarse a reír también. Al fin Sophie se puso en pie mientras se retiraba trozos de pasta del pelo.
– Ha llegado la hora de irse a dormir. No -dijo cuando Pierce empezó a protestar-. Los generales no protestan, marchan. Ahora bajad en silencio. No despertéis a Gus.
Cuando los chicos se hubieron ido, Sophie miró a Vito.
– ¿Tienes un cubo y trapos?
– En el porche trasero -respondió él y se levantó de la silla-. Siéntate, papá. Se te ve cansado.
Michael le hizo caso, lo cual quería decir que estaba rendido. Aun así se echó a reír.
– Qué divertido. Tendríamos que hacerlo todos los viernes por la noche. Has sentado un precedente, Vito.
Vito suspiró.
– En casa con la pasta y en la oficina con los donuts. Dom, Tess, ayudadme a recoger los bloques de madera.
Acababan de apilarlos junto a la pared cuando Vito se dio cuenta de que Sophie no había regresado con el cubo. El pulso se le disparó. La había perdido de vista, aunque solo hubiera ido al porche de su casa.
– Enseguida vuelvo -dijo con voz tensa.
Al llegar al porche trasero respiró tranquilo. Sophie se encontraba junto a Dante, quien estaba sentado sobre el cubo boca abajo, con aire resentido.
– Me parece que lo que has hecho solo te ha servido para pasarlo mal -le decía-. Te has perdido toda la diversión.
– Nadie me quiere ahí -masculló-. ¿Por qué tengo que darte el cubo?
– Primero, porque soy una adulta y me debes respeto. En segundo lugar, porque tu tío debe de estar poniéndose nervioso al ver que la pasta se espesa en las paredes. Y tercero, porque me están entrando ganas de quitarte de ahí encima de un empujón y llevarme el cubo, y no me gustaría tener que hacerlo.
Dante la miró con los ojos entornados.
– No eres capaz.
– Escúchame bien, Dante -dijo-. No sé qué haces aquí fuera con esa cara de enfurruñado, te estás comportando como un mocoso.
Dante se puso en pie de un salto y retiró el cubo de una patada.
– Estúpido cubo, estúpido juego y estúpida familia. Todos me odian. No los necesito para nada.
Sophie recogió el cubo y se dispuso a marcharse, pero se volvió con un suspiro.
– Tu familia no es estúpida, de hecho es bastante especial. Además, todo el mundo necesita una familia. Y nadie te odia.
– Todos me miran como si fuera un delincuente. Total, porque rompí el contador.
– Bueno, yo lo miro desde fuera pero tengo la impresión de que nadie está enfadado contigo porque rompieras el contador. Lo que quiero decir es que tú no querías hacerle daño a nadie, igual que no querías hacerle daño a tu madre. Tú… no querías hacerle daño a tu madre, ¿verdad, Dante?
Dante negó con la cabeza, aún resentido. Entonces sus hombros se encorvaron y Vito lo oyó gimotear.
– No, pero seguro que mamá me odia. -Estalló en llanto y Sophie le pasó el brazo por los hombros-. He estado a punto de matarla, seguro que me odia.
– No, no te odia -musitó Sophie-. Dante, ¿sabes qué creo yo? Creo que todos están disgustados porque cuando te preguntaron si habías sido tú, les mentiste. Me parece que ya va siendo hora de que asumas lo que hiciste a propósito y te olvides de lo que ocurrió sin querer. -Vito vio que Sophie se ponía tensa y luego la oyó soltar una leve risita-. Muy bien, tú ganas. ¿Piensas quedarte aquí fuera toda la noche?
Dante se enjugó las mejillas.
– Puede.
– Pues te aconsejo que entres a buscar una manta porque hará mucho frío. -Se dio media vuelta y se disponía a marcharse con el cubo en la mano cuando vio a Vito mirándolos-. Voy a limpiar.
– Qué bien.
Sophie arqueó las cejas.
– Y voy a denunciar a Lena.
– Qué bien.
Al pasar por su lado musitó:
– Luego… animales.
Él sonrió tras ella.
– Qué bien.
Sábado, 20 de enero, 7:45 horas
– Has venido temprano.
Sophie se dio rápido la vuelta en el almacén, con el corazón encogido y tapándose la boca con la mano.
– De repente te veo muy interesada en nuestro pequeño museo, Sophie. ¿Cómo es eso?
Sophie consiguió controlar la respiración y retrocedió un paso. Vito la había acompañado a pie al museo media hora antes de lo habitual. El agente Lyons ya esperaba dentro. Le habían abierto Ted Tercero y Patty Ann, quien se dedicaba a limpiar las vitrinas. No se había dado cuenta de que Theo también estuviera en el museo.
– ¿Qué quieres decir?
– Hace unos días detestabas las visitas guiadas y tratabas a mi padre como si fuera idiota. Ahora llegas temprano y sales tarde, te dedicas a desembalar objetos y a organizar nuevas exposiciones. Mi padre está loco de alegría y mi madre se pasa el día contando cuánto dinero ganaremos. Quiero saber qué es lo que ha cambiado.
Sophie aún notaba el corazón aporreándole el pecho. Simon Vartanian seguía en libertad y en realidad ella no sabía nada de Theo Albright, excepto que era un hombretón de casi un metro noventa. Retrocedió otro paso, contenta de que Lyons pudiera oírla si gritaba.
– He decidido ganarme mi sueldo. Claro que yo podría preguntarte lo mismo. Hace unos días no se te veía el pelo y ahora te encuentro cada vez que me doy media vuelta. ¿Por qué?
El semblante de Theo se ensombreció.
– Porque te estoy vigilando.
Sophie pestañeó.
– ¿Me estás vigilando? ¿Por qué?
– Porque, a diferencia de mi padre, yo no soy un idiota que se fía de la gente así como así.
Se dio media vuelta y dejó a Sophie mirándolo boquiabierta.
Sacudió la cabeza. Era ridículo que tuviera miedo de Theo. Claro que, ¿qué sabía en realidad de los Albright? «Vamos, Sophie.» Simon tenía treinta años y su padre era juez. Theo apenas tenía dieciocho y su padre era nieto de un arqueólogo. Verdaderamente, era ridículo. Theo no era más que un joven algo peculiar. Aun así…
Encontró el hacha que Theo había utilizado para abrir las cajas y la puso donde pudiera alcanzarla con rapidez. Aunque el agente Lyons se encontrara en el museo, nunca estaba de más ser precavida.
Atlanta, Georgia,
sábado, 20 de enero, 8:45 horas
– Daniel, mira. Es de mamá.
Daniel levantó la cabeza del correo que estaba ordenando y vio a Susannah mirando con atención una hoja cuyo membrete reconoció enseguida; era del hotel donde sus padres se habían alojado.
– ¿Nos escribió? ¿Y se mandó la carta a su casa? ¿Por qué?
Susannah asintió.
– Dice que también te envió una carta a ti. -Buscó entre la pila, la encontró y se la tendió. Mientras Daniel abría la carta, Susannah se acercó la suya a la nariz-. Huele igual que su perfume.
Daniel trago saliva.
– Siempre me ha gustado ese perfume. -Echó una ojeada a la carta y lo invadió una profunda tristeza al reparar en que su madre había atado cabos-. Sabía que papá le estaba mintiendo, sabía que no estaba buscando a Simon, pero no se veía con ánimos de seguirlo a todas partes.
– ¿Es la misma carta? -preguntó Susannah.
Las colocaron una al lado de la otra.
– Eso parece. Supongo que no quería correr riesgos.
– Se quedó dos días en el hotel esperando a que papa volviera, Daniel.
– Imagino que había ido a ver a Simon -masculló Daniel.
– Pero yo estaba a solo dos horas. -La voz de Susannah denotaba que se sentía herida-. Pasó dos días sola estando enferma y no fue capaz de llamarme.
– Simon siempre fue su hijo predilecto, desde muy pequeños. No sé por qué a estas alturas aún nos sigue doliendo que viera las cosas blancas o negras. O bien amaba a Simon o bien nos amaba a nosotros.
– Vivió hasta el final con la esperanza de que se convirtiera en una buena persona. -Susannah planto la carta con rabia sobre la mesa-. Y confiaba en él. -Las lágrimas asomaron a sus ojos-. Sabía que papá había desaparecido y aun así fue a encontrarse con Simon.
Daniel exhaló un suspiro.
– Y él la mató.
«Si estáis leyendo esto, seguramente yo estaré muerta. Si estáis leyendo esto, podréis daros por satisfechos al saber que teníais razón con respecto a vuestro hermano.»
– Fue a encontrarse con él y él le rompió el cuello y la arrojó a una tumba sin nombre. -Daniel miró a Susannah, incapaz de controlar la amargura que sentía-. Una parte de mí querría decir que obtuvo lo que se merecía.
Susannah bajó la cabeza.
– Yo también lo he pensado. Por eso envió las cartas a su nombre. Si su visita a Simon resultaba inocua, habría revelado sus temores acerca del carácter de su hijito querido para nada. Si nos hubiera enviado las cartas a nosotros, habría sido inevitable que supiéramos lo que pensaba. Pero si se las enviaba a sí misma, siempre podía destruirlas antes de alertar a nadie.
– Y de todos modos, estaba a punto de morir. -Daniel lanzó la carta sobre la mesa-. ¿Qué podía perder? Excepto pasar más tiempo con nosotros.
– Simon sigue en libertad.
Daniel vaciló. Llevaba toda la mañana tratando de encontrar la forma de decirle aquello a su hermana. «Suéltalo ya y acaba de una vez.»
– Hay algo más, Suze. No quería pensar en ello, pero en toda la noche no he podido dejar de darle vueltas a lo que nos dijo Ciccotelli, que habían encontrado a Claire Reynolds, a papá y mamá, y dos fosas vacías. Lo que no nos dijeron es que también encontraron otros seis cadáveres.
Susannah abrió los ojos como platos.
– ¿Quieres decir que las tumbas que encontraron…? Lo he visto en las noticias, pero no había relacionado las dos cosas. Tendría que haberlo imaginado.
– Yo también. Supongo que estaba demasiado impresionado al saber que Simon no había muerto. -Daniel se interrumpió-. No, no es cierto. La verdad es que no quería pensarlo. Pero la duda me estaba carcomiendo, así que esta mañana he llamado a Vito Ciccotelli y se lo he preguntado. Me ha dicho que buscan a Simon como sospechoso de diez asesinatos, tal vez más.
Susannah cerró los ojos con desaliento.
– No dejo de decirme que las cosas no pueden ir peor.
– Ya lo sé. Me he pasado años despertándome por las noches preocupado por las víctimas que aparecían en los dibujos de Simon, por si eran reales, por si Simon había tenido algo que ver con su muerte y yo no había podido hacer nada por evitarlo. Ahora hay más víctimas, pero esta vez no soy capaz de mirar hacia otro lado. Tengo que regresar a Filadelfia y ayudar a Ciccotelli y a Lawrence.
– Iremos juntos. Esta semana hemos resuelto lo de nuestros padres los dos juntos. Cuando todo esto termine, espero que Simon esté muerto y que también juntos podamos celebrarlo y seguir adelante.
Sábado, 20 de enero, 9:15 horas
– ¿Está todo a punto? -preguntó Nick, tendiéndole a Vito un vaso de café a la vez que se situaba tras el volante.
– Sí. -Vito retiró la tapa de plástico-. Bev y Tim están en sus puestos junto al edificio. Maggy López acaba de llamar para decir que Van Zandt es el siguiente de la lista de casos. Si el juez le concede la libertad condicional, dentro de una hora estará en la calle.
– Espero que todo salga bien -masculló Nick-. No me gustaría nada que Van Zandt se fuera de rositas.
– A mí tampoco. -A Vito le tembló la voz al pronunciar aquellas palabras.
Nick lo miró.
– Tienes miedo.
Vito guardó silencio unos instantes, luego se aclaró la garganta con brusquedad.
– Sí, estoy aterrado. Cada vez que suena el teléfono me pregunto si van a decirme que Sophie ha caído en sus manos, que no he sabido protegerla bien.
– Esto es distinto a lo de Andrea, Chick. Esta vez no estás solo.
Vito asintió. Ojalá las palabras de Nick pudieran confortarlo, pero sabía que no respiraría tranquilo hasta que Simon Vartanian estuviera entre rejas. Aun así, resultaba grato saber que sus amigos se preocupaban por él.
– Gracias. -Entonces sonó su móvil y dio un respingo. Por suerte era Jen-. ¿Qué ocurre?
Jen bostezó.
– No he pegado ojo en toda la noche, Vito.
– Yo tampoco -dijo, y se arrepintió al instante-. Esto… Da igual.
– Que sepas que si sigues te odiaré, Ciccotelli -gruñó ella-. Me he pasado toda la noche trabajando mientras tú te lo pasabas pero que muy bien. No, me parece que ya te odio.
– La semana que viene te llevaré donuts todos los días. De la panadería de mi barrio.
– No me basta, pero algo es algo. Hemos situado en el mapa las iglesias que hay en un radio de ochenta kilómetros. Ninguna se parece ni de lejos a la del videojuego.
– Bueno, era de esperar. Gracias por el intento.
– No te atrevas a colgarme, Chick. He encontrado la foto.
– ¿Qué foto?
– La del periódico, salen Claire Reynolds y su novia. Es de marzo de hace tres años. La otra mujer tiene unos treinta años y es rubia y delgada. No hay ningún rasgo que la distinga en particular. Yo no la había visto nunca.
– Mierda -masculló Vito-. Tenía la esperanza de que la conociéramos. Me gustaría ir a ver la foto ahora mismo, pero tenemos que quedarnos aquí. Van Zandt podría salir en cualquier momento.
– ¿Puedes recibir fotos por el móvil?
– No. Pero Nick sí. ¿Se la envías?
– Ya lo estoy haciendo.
– Déjame el móvil -le dijo Vito a Nick, y aguzó la vista mientras la foto se descargaba en la pantalla. De repente, se le tensaron todos los músculos de su cuerpo-. Joder.
– ¿Quién es? -preguntó Nick. Asió el teléfono y soltó un silbido-. Qué hija de puta.
Jen pareció animarse.
– ¿La conoces, Vito?
– Es Stacy Savard -dijo él-. La chantajista número dos es la recepcionista de Pfeiffer.
– Conseguiré su dirección y enviaré allí un coche patrulla ahora mismo -resolvió Jen.
Vito tomó el teléfono de Nick y volvió a mirar la granulosa foto.
– Sabía que Claire estaba muerta y nos miró a los ojos sin pestañear.
– ¿Qué quieres hacer, Vito? ¿Quieres ir a buscar a Savard o prefieres quedarte a esperar a Van Zandt?
– Que la patrulla se encargue de Savard. Pediré una orden para registrar su casa. Si lo de Van Zandt no resulta bien, la chantajista número dos pasará a ser el plan B.
Sábado, 20 de enero: 12:45 horas
Probablemente no era lo más aconsejable, pero Simon no pudo resistirse. Si debía abandonar la identidad de Frasier Lewis, tenía que hacerlo bien. Claro que si la fiscalía del distrito hubiera conseguido mantener a Van Zandt entre rejas en lugar de dejarlo salir con la condicional, aquella oportunidad no se le habría presentado jamás.
Al fin y al cabo, era una magnífica ironía del destino. Simon había querido que el segundo soldado alemán que moría en Tras las líneas enemigas fuera ensartado con una bayoneta. Había algo muy cercano y personal en un bayonetazo, pero Van Zandt había insistido en que muriera como consecuencia de una gran explosión.
Simon dudaba de la eficacia del detonador de una granada de sesenta años de antigüedad. ¿Qué pasaría si montaba toda la escena y luego no estallaba? Como era un hombre concienzudo, se preparó por si se daba el caso. Simon sonrió; el codicioso de Kyle Lombard le había ofrecido un descuento por comprar al por mayor.
Sábado, 20 de enero, 12:55 horas
– ¿Qué quiere decir que ha desaparecido? -gruñó Vito por el móvil.
– Que no está en el piso -respondió Jen, molesta-. Su coche tampoco está. Un vecino la ha visto salir con una maleta esta mañana. Hemos dictado una orden de busca y captura.
– Entrevió nuestras intenciones cuando solicitamos el historial de Lewis. -Vito se frotó las sienes-. Da el aviso a todos los aeropuertos y a las estaciones de autobús. ¿Podrías enviar una patrulla a casa de Pfeiffer?
– ¿A él también vamos a arrestarlo?
– Solo quiero hablar con él. Pídele que se presente en la comisaría para responder a unas preguntas, nosotros llegaremos enseguida.
– ¿Aún no ha salido Van Zandt? -preguntó Jen.
Vito miró hacia el juzgado.
– Debe de estar pagando la fianza centavo a centavo.
Jen soltó una risita breve.
– Bueno, hemos acertado en una cosa. La impresora que hay en casa de Stacy Savard es del mismo modelo que la que imprimió las cartas de Claire.
– Chick -susurró Nick-. Mira, es Van Zandt.
– Tengo que dejarte, Jen. Ha llegado la hora.
Vito se guardó el móvil en el bolsillo en el momento en que Van Zandt salía del juzgado. Tenía el semblante frío y adusto y su abogado lo seguía a unos seis metros de distancia. Se precipitó a la calle con pasos agigantados y el brazo en alto para parar un taxi, pero tropezó con un anciano que se cruzó en su camino.
A Vito se le erizó el vello de la nuca. Había algo en aquel hombre que…
– ¡Nick! -exclamó Vito-. Mira ese anciano.
– Mierda -soltó Nick, y los dos se bajaron del coche a la vez.
– ¡Alto! ¡Policía! -gritó Vito. Entonces el anciano levantó la cabeza y durante una fracción de segundo Vito se encontró mirando los fríos ojos de Simon Vartanian.
Vartanian echó a correr rápido. Vito y Nick lo persiguieron.
De pronto, todo se fue al traste cuando, ante sus ojos, Jager Van Zandt saltó por los aires.