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Filadelfia,

domingo, 14 de enero, 10:25 horas

Cuando el detective Vito Ciccotelli bajó de su camioneta aún tenía la piel de gallina. Recorrer el pisoteado y polvoriento camino que conducía al escenario del crimen solo había servido para que se le revolviera aún más el estómago. Dio una bocanada de aire pero de inmediato se arrepintió. Aunque llevaba catorce años en el cuerpo, el olor a muerto seguía resultándole igual de repugnante y hediondo.

– Se me han jodido los amortiguadores. -Nick Lawrence cerró con fuerza y mala cara la puerta de su cómodo sedán-. Mierda. -Su acento de Carolina hizo que la palabra sonara más larga.

Dos policías de uniforme observaban el interior de una fosa que se encontraba en medio de un campo cubierto de nieve. Se tapaban el rostro con sendos pañuelos. Dentro de la fosa había una mujer en cuclillas; apenas sobresalía su coronilla.

– Supongo que la científica ya habrá descubierto el cadáver -dijo Vito en tono seco.

– ¿Tú crees? -Nick se agachó e introdujo los bajos de sus pantalones en las botas camperas que siempre llevaba relucientes-. Bueno, Chick, hay que ponerse en marcha.

– Enseguida. -Vito se estiró para alcanzar las botas de nieve de detrás del asiento y dio un respingo al clavarse una espina en el pulgar-. Maldita sea. -Se succionó la minúscula herida durante unos segundos y luego apartó con cuidado el ramo de rosas para coger las botas. Con el rabillo del ojo vio que Nick se ponía serio, aunque no dijo nada-. Hoy hace dos años -añadió Vito con amargura-. Cómo pasa el tiempo.

– El dolor también pasará -respondió Nick en tono quedo.

Tenía razón. Los dos años transcurridos habían disminuido la intensidad de la pena de Vito. En cambio la culpa… era harina de otro costal.

– Esta tarde iré al cementerio.

– ¿Quieres que te acompañe?

– Gracias, pero no hace falta. -Vito se calzó las botas-. Veamos qué han encontrado.

Seis años de detective en homicidios le habían enseñado a Vito que no había crímenes fáciles. Todos eran duros, solo que en distinto grado. En cuanto se detuvo junto a la tumba que la unidad de la policía científica acababa de descubrir en medio del campo cubierto de nieve supo que aquel era de los más duros.

Ni Vito ni Nick pronunciaron una sola palabra mientras observaban a la víctima, que habría permanecido oculta para siempre de no haber sido por un anciano y su detector de metales. Las rosas, el cementerio y todo lo demás quedaron relegados a un segundo plano mientras Vito se fijaba en el cadáver de la fosa. Paseó la mirada desde sus manos hasta lo que quedaba del rostro.

La desconocida era menuda, medía alrededor de un metro sesenta y parecía joven. El pelo corto y moreno enmarcaba un rostro demasiado descompuesto para identificarlo con facilidad. Vito se preguntó cuánto tiempo debía de llevar allí. Se preguntó si alguien la había echado de menos, si alguien seguía esperando que regresara a casa.

Notó que lo invadía el familiar sentimiento de lástima y tristeza, pero lo desterró a un rincón de su mente, junto con las otras cosas que deseaba olvidar. De momento se centraría en el cadáver, en las pruebas. Más tarde Nick y él se ocuparían de la mujer, de quién era y con quién se relacionaba. Así actuarían para atrapar al cabrón morboso que había dejado que su cuerpo desnudo se pudriera en una tumba sin nombre situada en pleno campo, que la había mancillado incluso después de muerta. La lástima se convirtió en indignación cuando la mirada de Vito se detuvo de nuevo en las manos de la víctima.

– La obligó a posar -murmuró Nick a su lado, y en sus quedas palabras Vito notó la misma indignación que él sentía-. El muy asqueroso la obligó a posar.

Era cierto. La víctima tenía las manos entre los senos, con las palmas juntas y los dedos apuntando a la barbilla.

– Rezará para siempre -dijo Vito con gravedad.

– ¿Un maníaco religioso? -musitó Nick.

– Santo Dios, espero que no. -Un ligero escalofrío le recorrió la columna vertebral-. Estos no suelen cometer crímenes aislados. Podría haber más víctimas.

– Es posible. -Nick se agachó para escrutar la tumba de casi un metro de profundidad-. ¿Cómo se las ha ingeniado para que quede con las manos juntas para siempre, Jen?

La oficial de la unidad de la policía científica Jen McFain alzó la mirada; llevaba puestas unas gafas protectoras y una mascarilla le cubría la boca y la nariz.

– Utilizó un alambre -dijo-. Parece de acero, pero muy fino. Le ató con él los dedos. Lo veréis mejor cuando la forense la limpie.

Vito frunció el entrecejo.

– No me parece que un hilo tan fino baste para activar el sensor de un detector de metales, y menos a un metro bajo tierra.

– Tienes razón, el alambre no habría activado el sensor. Eso debemos agradecérselo a las varillas que vuestro sujeto colocó bajo los brazos de la víctima. -Jen recorrió con un dedo enguantado la parte inferior de su propio brazo, hasta la muñeca-. Son delgadas y flexibles, pero tienen suficiente masa para activar un detector de metales. Así es como fijó la posición de sus brazos.

Vito sacudió la cabeza.

– ¿Por qué? -preguntó, y Jen se encogió de hombros.

– A lo mejor deducimos algo más del cadáver. Hasta ahora no he obtenido gran cosa de la tumba. Excepto… -Salió de la fosa con agilidad-. El anciano desenterró un brazo valiéndose de la pala de su jardín. El hombre está en muy buena forma física, pero en esta época del año ni siquiera yo sería capaz de cavar un hoyo tan profundo con una pala.

Nick miró el interior de la tumba.

– La tierra no debía de estar helada.

Jen asintió.

– Exacto. En cuanto encontró el brazo dejó de cavar y llamó al 911. Cuando hemos llegado, nos hemos puesto a remover la tierra para ver qué había. Ha resultado fácil hasta que hemos topado con el lateral de la tumba; allí la tierra estaba dura como una piedra. Mirad los bordes. Parece que los hayan cortado con la ayuda de una escuadra, la tierra está congelada.

Vito sintió una repentina arcada.

– Cavó la tumba antes de que helara. Lo había planeado con mucha antelación.

Nick lo miró con extrañeza.

– ¿Y nadie reparó en el hoyo?

– El tipo debió de cubrirlo con algo -observó Jen-. Además, no creo que la tierra con la que rellenó la fosa proceda de este mismo campo. Os lo diré con más seguridad cuando efectúe las pruebas pertinentes. De momento, eso es todo cuanto sé. No puedo hacer nada más hasta que llegue la forense.

– Gracias, Jen -dijo Vito-. Vayamos a hablar con el propietario del terreno -añadió dirigiéndose a Nick.

Harlan Winchester tenía unos setenta años, pero su vista era clara y perspicaz. Estaba esperando en el asiento trasero del coche patrulla y se bajó del vehículo en cuanto los vio aproximarse.

– Supongo, detectives, que debo contarles lo mismo que ya les he contado a los agentes.

Vito asintió con expresión comprensiva.

– Me temo que sí. Soy el detective Ciccotelli y este es mi compañero, el detective Lawrence. ¿Puede relatarnos lo sucedido?

– Por Dios, yo ni siquiera quería un detector de metales. Fue un regalo de mi esposa. Desde que me jubilé, está preocupada porque no hago suficiente ejercicio.

– Así que esta mañana ha salido a pasear, ¿no? -apuntó Vito, y Winchester frunció el entrecejo.

– «Harlan P. Winchester» -imitó con voz aguda y nasal-, «llevas diez años apoltronado en esa butaca. Haz el favor de mover el culo y salir a pasear.» Y eso he hecho, porque no soportaba seguir escuchándola. Pensaba que a lo mejor encontraba algo lo bastante interesante para que Ginny se callara de una vez. Pero… no podía imaginarme que encontraría a una persona.

– ¿Ha sido el cadáver lo primero que ha captado su detector? -preguntó Nick.

– Sí. -Su boca dibujó un gesto grave-. He ido a por la pala del jardín. Entonces he pensado que la tierra estaría muy dura; no creía que fuera capaz de romper la superficie, y mucho menos de cavar en profundidad. He estado a punto de dejarlo correr antes de empezar, pero solo habían pasado quince minutos y Ginny habría vuelto a echarme la bronca. Así que me he puesto a cavar. -Cerró los ojos y tragó saliva, su tono bravucón se disipó como la neblina-. La pala… ha topado con el brazo. Entonces he dejado de cavar y he llamado al 911.

– ¿Puede contarnos algo más sobre este campo? -preguntó Vito-. ¿Quién tiene acceso al mismo?

– Cualquiera con un todoterreno o un cuatro por cuatro, supongo. Este campo no se ve desde la autopista y el pequeño camino de acceso desde la carretera principal ni siquiera está asfaltado.

Vito asintió, contento de haber tomado la camioneta y haber dejado el Mustang aparcado en el garaje junto a la motocicleta.

– El camino está lleno de baches, de eso no cabe duda. ¿Cómo se las arregla para venir hasta aquí?

– Hoy he venido andando. -Señaló la hilera de árboles junto a la que se distinguía una única hilera de pisadas-. Ha sido la primera vez; solo hace un mes que nos mudamos. El terreno era de mi tía -explicó-. Al morir me lo dejó a mí.

– Y su tía, ¿venía aquí a menudo?

– No lo creo. Nunca salía de casa. Es todo cuanto sé.

– Nos ha sido de gran ayuda, señor -dijo Vito-. Gracias.

Winchester dejó caer los hombros.

– Entonces, ¿ya puedo marcharme a casa?

– Claro. Los agentes lo acompañarán en coche.

Winchester subió al coche patrulla y este se puso en marcha. Al alejarse, se cruzó con un Volvo gris que aparcó junto al sedán de Nick. Una esbelta mujer de cincuenta y tantos años salió de él y empezó a avanzar por el terreno. Acababa de llegar Katherine Bauer, la forense. Era hora de mirar a la cara a la desconocida de la fosa.

Vito se dispuso a acercarse a la tumba, pero Nick no se movió. Observaba el detector de metales que Winchester había dejado en la furgoneta de la policía científica.

– Deberíamos examinar el resto del terreno, Chick.

– ¿Crees que hay más?

– Creo que no podemos marcharnos sin asegurarnos de que no los hay.

Otro escalofrío recorrió la espalda de Vito. En su fuero interno ya sabía qué encontrarían.

– Tienes razón. Veamos qué más hay por ahí.


Domingo, 14 de enero, 10:30 horas

– ¿Todos tenéis los ojos cerrados? -Sophie Johannsen frunció el ceño mientras observaba a sus alumnos de posgrado en la penumbra-. Bruce, estás mirando -lo acusó.

– No estoy mirando -protestó él-. Además, está demasiado oscuro para poder ver nada.

– Vamos -exclamó Marta, impaciente-, encienda las luces.

Sophie accionó el interruptor mientras saboreaba el momento.

– Os presento… la Gran Sala.

Durante unos instantes nadie pronunció palabra. Entonces Spandan soltó un suave silbido que hizo eco en el techo, seis metros por encima de sus cabezas.

En el rostro de Bruce apareció una sonrisa.

– Lo ha hecho. Por fin lo ha terminado.

– Qué bonito -dijo Marta, muy seria.

A Sophie le extrañó el tono seco de la joven, pero antes de que pudiera pronunciar palabra oyó el suave chirrido de la silla de ruedas de John, que acababa de pasar por su lado para observar la pared del fondo.

– ¿Todo esto lo ha hecho usted? -musitó mientras miraba a su alrededor con su habitual serenidad-. Es impresionante.

Sophie sacudió la cabeza.

– No lo he hecho sola. Todos me habéis ayudado a limpiar las espadas y las armaduras, y a decidir la disposición de las espadas. Ha sido un auténtico trabajo en equipo.

Durante el otoño anterior, los quince alumnos del seminario de posgrado sobre armas y artes militares que Sophie impartía habían colaborado con gran entusiasmo como voluntarios en el Museo de Historia Albright, donde ella trabajaba. A esas alturas, solo quedaban los cuatro más leales. Llevaban meses acudiendo todos los domingos y dedicándole su tiempo. Aquella actividad les serviría para obtener créditos académicos, pero sobre todo les ofrecía la oportunidad de tocar los tesoros medievales que sus compañeros solo podían observar a través del cristal.

Sophie comprendía su fascinación. También sabía que la emoción de sostener en las manos una espada del siglo xv en un frío museo no era comparable a la que producía desenterrar esa misma espada, haber apartado la tierra para exponer un tesoro que nadie había podido contemplar en quinientos años. Seis meses atrás, cuando trabajaba como arqueóloga en el sur de Francia, había experimentado esa emoción: todas las mañanas se despertaba preguntándose qué tesoro enterrado encontraría ese día en la excavación. Ahora, como conservadora del museo Albright, solo llegaban a sus manos los tesoros que otros desenterraban. De momento tendría que contentarse con encargarse de su manipulación y conservación.

Aunque le había resultado muy duro alejarse de la excavación francesa de sus sueños, cada vez que se sentaba junto a la cama de su abuela, en la residencia, Sophie sabía que había elegido bien.

Los momentos como ese, en el que veía las expresiones de orgullo de sus alumnos, le hacían más llevadera la decisión. Llena de orgullo también ella, Sophie contempló lo que habían llevado a cabo. La nueva Gran Sala, lo bastante espaciosa para acomodar a grupos de treinta personas o más, era espectacular. En la pared del fondo había tres armaduras montadas bajo una panoplia con un centenar de espadas. En la pared de la izquierda colgaban estandartes militares y en la de la derecha destacaba el tapiz Houarneau, una de las joyas de la colección reunida por Theodore Albright Primero durante su brillante carrera arqueológica.

De pie frente al tapiz, Sophie se tomó un momento para disfrutar contemplándolo. El Houarneau del siglo xii, como todos los demás tesoros de la colección Albright, la dejaba invariablemente sin respiración.

– Uau -musitó.

– ¿Cómo que «uau»? -Bruce sacudió la cabeza, sonriendo-. Doctora J, creo que, entre los doce idiomas que conoce, debería ser capaz de encontrar una palabra más apropiada.

– Son solo diez -lo corrigió, y vio que él alzaba los ojos en señal de exasperación.

Para Sophie estudiar idiomas siempre había sido un placer útil. Dominar lenguas antiguas le permitía investigar; pero más allá de eso, adoraba la cadencia y el sonido de las palabras. Desde que había regresado a su ciudad había tenido muy pocas oportunidades de poner en práctica sus conocimientos, y lo echaba de menos.

Por ello, mientras seguía admirando el tapiz decidió darse un gusto.

C'est incroyable. -Las palabras en francés fluyeron por su mente como si de una agradable melodía se tratara, lo cual no era de extrañar. Excepto por unas cuantas visitas breves a Filadelfia, Francia había sido el hogar de Sophie durante los últimos quince años. Otros idiomas requerían un esfuerzo más consciente por su parte, pero de todos modos su mente se movía por ellos con facilidad. Griego, alemán, ruso… Fue tomando palabras de aquí y de allá como si recogiera flores en el campo-. Katapliktikos. Hat was. O moy bog.

Marta arqueó una ceja.

– Y todo eso, traducido, ¿qué significa?

Los labios de Sophie se curvaron.

– Fundamentalmente… uau. -Volvió a mirar a su alrededor con satisfacción-. Las visitas guiadas han sido todo un éxito. -Su sonrisa se desvaneció. Pensar en las visitas, o más bien en los guías, bastó para apagar su alegría.

John giró en redondo la silla para observar las espadas.

– Lo ha hecho muy rápido.

Sophie apartó las desagradables visitas guiadas de su mente.

– El truco está en la presentación que Bruce preparó con el ordenador. Mostraba dónde debían colocarse los soportes; una vez hecho eso, fue fácil colgar las espadas. La exposición parece tan real como cualquiera de las que he visto por ahí en los castillos. -Dirigió un gesto de agradecimiento a Bruce-. Gracias.

Bruce sonrió encantado.

– ¿Y los paneles? Creía que había decidido pintar las paredes.

La alegría de Sophie se desvaneció de nuevo.

– No me dieron opción. Ted Albright insistió en que la madera haría que el lugar pareciera una verdadera sala de armas en lugar de un museo.

– Tenía razón -opinó Marta, con los labios muy apretados-. Así queda mejor.

– Sí, tal vez, pero ha agotado el presupuesto de todo el año -repuso Sophie, molesta-. Tenía una lista de piezas que quería adquirir y ahora no podré permitírmelo. Ni siquiera nos alcanzó para que instalaran los dichosos paneles. -Miró sus castigadas manos, llenas de grietas y descamaciones-. Mientras todos regresabais a vuestras casas y os dedicabais a dormir hasta el mediodía y daros un atracón con los restos de pavo, yo me quedé aquí y ayudé todos los días a Ted Albright a colocar esos paneles. Santo Dios, qué pesadilla. ¿Sabéis qué altura tienen estas paredes?

El desastre de los paneles había sido motivo de una nueva discusión con Ted Albright Tercero. Ted era el único nieto del gran arqueólogo, lo que por desgracia lo convertía en el único heredero de la colección Albright. Asimismo era el propietario del museo, lo que por desgracia lo convertía en el jefe de Sophie. Sophie maldecía el día en el que había oído hablar de Ted Albright y su forma de dirigir un museo como si fuera el circo Barnum & Bailey, pero mientras no surgiera una vacante en alguno de los otros museos aquel sería su trabajo.

Marta se volvió hacia ella, su mirada denotaba frialdad y… decepción.

– Pasar dos semanas a solas con Ted Albright no parece una gran carga. Es un hombre atractivo -añadió en tono mordaz-. Lo que me sorprende es que lograran realizar el trabajo.

Un silencio incómodo se instaló en la habitación mientras Sophie permanecía quieta, estupefacta, mirando a la mujer a quien había tutelado profesionalmente durante cuatro meses.

«No es posible que esté pasando lo mismo otra vez.»

Pero sí que era posible.

Los chicos intercambiaron miradas cautelosas y desconcertadas, pero Sophie sabía exactamente a qué se refería Marta, qué era lo que había oído. La decepción que había captado en la mirada de la chica cobraba sentido. La rabia y las ganas de desmentir la acusación se abrieron paso a gritos en la mente de Sophie; no obstante, decidió responder a aquella insinuación y no desvelar el pasado por el momento.

– Ted está casado, Marta. Y para tu información, no estábamos solos. La esposa y los hijos de Ted colaboraron con nosotros todo el tiempo.

Marta mantuvo su mirada glacial, pero no dijo nada. Con torpeza, Bruce resopló.

– Bueno -empezó-, durante el último semestre nos hemos dedicado a reformar la Gran Sala. ¿Qué toca ahora, doctora J?

Haciendo caso omiso de su estómago revuelto, Sophie condujo al grupo hasta la zona de exposiciones que había pasada la Gran Sala.

– El siguiente proyecto consiste en renovar la exposición de armas.

– Por fin. -Spandan blandió el puño en el aire-. Es lo que estaba esperando.

– Pues se acabó la espera.

Sophie se detuvo frente a la vitrina que contenía media docena de espadas medievales muy singulares. El tapiz Houarneau era exquisito, pero esas armas eran sus piezas preferidas de toda la colección Albright.

– Siempre me pregunto a quién pertenecían -dijo Bruce en voz baja-. Quién luchó con ellas.

John se acercó en su silla.

– Y cuántas personas murieron atravesadas por ellas -masculló. Levantó la cabeza; sus ojos quedaban ocultos tras el cabello que siempre le cubría el rostro-. Lo siento.

– No importa -respondió Sophie-. Yo a menudo me pregunto lo mismo.

Un recuerdo trajo una media sonrisa a sus labios.

– En mi primer día como conservadora, un niño trató de arrancar de la pared la espada bastarda del siglo xv para imitar a Braveheart. Casi me dio un infarto.

– ¿No estaban protegidas tras un cristal? -preguntó Bruce, horrorizado. Tanto Spandan como John mostraban un espanto similar.

Marta se quedó atrás, con los brazos cruzados y cara de fastidio. No dijo nada. Sophie decidió que hablaría con ella en privado.

– No, Ted opina que los cristales que separan los objetos de los visitantes desvirtúan la «experiencia recreativa». -Ese había sido su primer desencuentro-. Al final consintió proteger estas espadas con un cristal a cambio de que expusiéramos algunas de las de menor valor en la Gran Sala. -Sophie suspiró-. Y de que las expusiéramos de modo «recreativo». Esta vitrina ha sido una especie de arreglo provisional hasta que consiga acabar la Gran Sala. Así que este será el próximo proyecto.

– ¿A qué se refiere exactamente con «recreativo»? -preguntó Spandan.

Sophie frunció el entrecejo.

– Con maniquíes y trajes -dijo en tono sombrío. Ted era un apasionado de los trajes, y Sophie habría estado dispuesta a seguirle la corriente si su pretensión fuera vestir solo maniquíes. Sin embargo, dos semanas atrás, Ted le había revelado su último plan, que añadía una nueva función a las que ya desempeñaba Sophie. Cuando inauguraran la Gran Sala, ofrecerían visitas guiadas… vestidos con indumentaria de época. Concretamente, Sophie y Theo, el hijo de diecinueve años de Ted, serían quienes guiarían las visitas, y nada de lo que Sophie pudiera decir haría cambiar de idea a Ted. Total, que ella acabó negándose en redondo, y, en un extraño arranque de genio, Ted Albright amenazó con despedirla.

Sophie había estado a punto de dejar el trabajo. Pero esa noche, al llegar a casa, leyó el correo y vio que en la residencia habían subido la cuota de la habitación de Anna. Así que Sophie se tragó su orgullo y ahora se pasaba el día ataviada con el dichoso traje y guiando a las dichosas visitas. De noche, redoblaba sus esfuerzos para encontrar otro empleo.

– Y el niño, ¿estropeó la espada? -preguntó John.

– No, por suerte. Aseguraos de poneros los guantes antes de tocarlas.

Bruce agitó en el aire sus guantes blancos como si ondeara una bandera en son de paz.

– Siempre lo hacemos -dijo en tono jovial.

– Y yo os lo agradezco. -El chico trataba de levantarle el ánimo, por lo que Sophie le estaba agradecida-. Vuestra tarea es la siguiente: cada uno de vosotros preparará una propuesta de exposición, incluidos el espacio y el coste de los materiales necesarios para montarla. La entrega será dentro de tres semanas. Pensad en algo sencillo, no tengo presupuesto para maravillas.

Dejó que los tres chicos se pusieran a trabajar y se dirigió hacia donde estaba Marta, que permanecía inmóvil y con semblante impasible.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sophie.

Marta, que era menuda, estiró el cuello para mirar a Sophie a los ojos.

– ¿Cómo dice?

– Marta, es obvio que has oído algo. Y también es obvio que has decidido no solo darle crédito sino acusarme públicamente de ello. A mi modo de ver, tienes dos opciones: o te disculpas por la ofensa y seguimos adelante o mantienes esa actitud.

Marta frunció el entrecejo.

– Y si la mantengo, ¿qué?

– Pues ya sabes dónde está la puerta. Esta práctica es voluntaria, por ambas partes. -El semblante de Sophie se suavizó-. Mira, eres una buena chica y aportas mucho a este museo. Si te marchas, te echaré de menos. De verdad espero que elijas la primera opción.

Marta tragó saliva.

– Estuve de visita en casa de una amiga, una estudiante de posgrado de la Universidad Shelton.

«Shelton.» El recuerdo de los pocos meses que había estado matriculada en la Universidad Shelton aún ponía literalmente enferma a Sophie, más incluso que diez años atrás.

– Era solo cuestión de tiempo.

A Marta le temblaba la barbilla.

– Le estaba hablando a mi amiga de usted, de cómo para mí era un modelo a imitar, una maestra, una mujer que se había hecho un nombre en este mundo por sí misma, utilizando el cerebro. Mi amiga se echó a reír y me dijo que, para abrirse camino, usted también utilizaba otras partes de su cuerpo. Me contó que se había acostado con el doctor Brewster para que la incluyera en su equipo de excavación en Aviñón, que así fue como empezó. Luego, cuando regresó a Francia, se acostó con el doctor Moraux, y por eso ascendió tan rápido, por eso consiguió dirigir un equipo de excavación a pesar de ser tan joven. Yo le dije que no era cierto, que usted nunca haría una cosa así. ¿Lo hizo?

Sophie sabía que tenía todo el derecho de decirle a Marta que nada de eso era asunto suyo. Pero era obvio que la chica se sentía decepcionada. Y resentida. Así que Sophie reabrió la herida que en realidad nunca se había cerrado del todo.

– ¿Acostarme con Brewster? Sí. -Y aún se avergonzaba de ello-. ¿Hacerlo para que me incluyera en su equipo? No.

– Entonces, ¿por qué lo hizo? -susurró Marta-. Está casado.

– Lo sé, pero entonces no lo sabía. Yo era joven. Él era mayor que yo y… me engañó. Cometí un estúpido error, Marta, y aún lo estoy pagando. Te aseguro que estaría exactamente donde estoy sin el doctor Alan Brewster.

El mero hecho de pronunciar su nombre le dejó un horrible sabor de boca; sin embargo, observó que el semblante de Marta cambiaba al darse cuenta de que su maestra también era humana.

– Pero nunca me acosté con Étienne Moraux -prosiguió, tajante-. Y si he llegado donde estoy ha sido porque me he matado trabajando. He publicado más artículos que nadie y me he defendido con uñas y dientes para demostrar mi valía. Tú deberías hacer lo mismo. Ah, Marta, y no quiero más comentarios sobre Ted. Por muy en desacuerdo que estemos respecto al museo, Ted quiere mucho a su esposa. Darla Albright es una de las personas más agradables que he conocido en mi vida. Los rumores pueden llegar a arruinar un matrimonio. ¿Está claro?

Marta asintió; su semblante denotaba alivio y su mirada volvía a expresar respeto.

– Sí. -Ladeó la cabeza, pensativa-. Podría haberse limitado a expulsarme.

– Podría haberlo hecho, pero tengo la impresión de que voy a necesitarte, sobre todo para la nueva exposición. -Sophie miró sus vaqueros raídos-. No tengo gusto para vestirme, ni según la moda del siglo xv ni según la del xxi. Tendrás que ocuparte tú de los dichosos maniquíes.

Marta rió en voz baja.

– Sabré hacerlo. Gracias por contar conmigo, doctora, y por darme explicaciones cuando no tendría por qué hacerlo. La próxima vez que vea a mi amiga, le diré que sigo pensando de usted lo mismo que al principio. -Sus labios se curvaron en un gesto encantador-. De mayor, sigo queriendo ser como usted.

Sophie, abochornada, sacudió la cabeza.

– Créeme, no vale la pena. Ahora ponte a trabajar.


Domingo, 14 de enero, 12:25 horas

Vito había colocado un banderín rojo sobre la nieve en todos los lugares en los que Nick había captado un objeto metálico. Ahora, Nick y Vito se encontraban de pie junto a Jen y observaban, consternados, los cinco banderines.

– En cualquiera de esos lugares, si no en todos, podría haber más víctimas -dijo Jen con un hilo de voz-. Tenemos que averiguarlo.

Nick suspiró.

– Tendremos que registrar todo el terreno.

– Para eso necesitaremos mucho personal -refunfuñó Vito-. ¿Dispone la científica de medios suficientes?

– No, tendré que pedir ayuda. Pero no quiero hablar con mis superiores hasta estar segura de que debajo de esos banderines no hay enterradas flechas o latas de Coca-Cola.

– Podríamos empezar a cavar solo en uno de los lugares -propuso Nick-. A ver qué encontramos.

– Claro que podríamos. -Jen frunció el entrecejo-. Pero antes quiero saber qué terreno pisamos. No quiero perder pruebas por ir demasiado deprisa o por cometer errores.

– ¿Quieres utilizar sabuesos? -propuso Vito.

– Tal vez, pero lo que de verdad me gustaría hacer sería sondear el terreno. Lo vi en un documental; los arqueólogos utilizaban radares de penetración terrestre para localizar las ruinas de una antigua muralla. Es una técnica muy moderna. -Jen suspiró-. Pero nunca conseguiré dinero suficiente para contratar a una empresa. Traigamos a los perros y acabemos con esto.

Nick agitó un dedo en el aire.

– No tan deprisa. En el documental salían arqueólogos, ¿verdad? Bueno, si contáramos con la ayuda de un arqueólogo, él podría utilizar un radar de esos.

Jen aguzó la mirada.

– ¿Conoces a un arqueólogo?

– No -respondió Nick-, pero la ciudad está llena de universidades. Alguien tiene que conocer a alguno.

– Tiene que ser alguien que cobre poco -observó Vito-. Y alguien en quien podamos confiar. -Vito pensó en el cadáver y en la forma en que le habían atado las manos-. Si la noticia se filtra, para la prensa será un verdadero festín.

– Y a nosotros se nos comerán crudos -masculló Nick.

– ¿En quién tenéis que confiar?

Vito se volvió y vio a la forense de pie tras él.

– Hola, Katherine. ¿Has terminado?

Katherine Bauer asintió con desaliento mientras se despojaba de los guantes.

– El cadáver está en la furgoneta.

– ¿Sabes qué causó la muerte? -preguntó Nick.

– Todavía no. Pero creo que al menos lleva muerta dos o tres semanas. No podré ofreceros más información hasta que analice algunas muestras de tejido con el microscopio. Pero, volviendo a lo de antes -prosiguió ladeando la cabeza-, ¿en quién tenéis que confiar?

– Me gustaría sondear la propiedad -explicó Jen-. Pensaba preguntar si alguien conoce a un profesor de arqueología de alguna universidad.

– Yo -respondió Katherine, y los tres se quedaron mirándola. Jen abrió los ojos como platos.

– ¿Tú? ¿Conoces a un arqueólogo de verdad?

– Si fuera de mentira no nos serviría de mucho -espetó Nick, y Jen se sonrojó.

Katherine se rió entre dientes.

– Sí, conozco a un arqueólogo de verdad. En realidad es una arqueóloga. Ha vuelto a casa para… tomarse una especie de año sabático. Se la considera toda una experta en su campo. Estoy segura de que se prestará a ayudarnos.

– ¿Y es discreta? -insistió Nick, y Katherine le propinó una maternal palmadita en el brazo.

– Muy discreta. Hace más de veinticinco años que la conozco. Puedo llamarla ahora mismo si queréis.

Aguardó, con las grises cejas arqueadas.

– Por lo menos sabremos a qué atenernos -dijo Nick-. Yo voto que sí.

Vito asintió.

– Llamémosla.


Domingo, 14 de enero, 12:30 horas

– Santo Dios, es increíble. -Spandan sostuvo la espada bastarda entre sus manos enguantadas, con todo el cuidado y el respeto que merecía un tesoro de quinientos años de antigüedad-. Seguro que te entraron ganas de matar al niño que trató de arrancarla de la pared.

Sophie bajó la mirada al montante que había extraído de la vitrina. Los alumnos estaban tomándose un «descanso creativo», para pensar en la tarea que debían realizar. Sophie sabía que en el fondo solo querían tocar las espadas, pero no podía culparlos por ello. Suponía una gran experiencia sostener en las manos un arma tan antigua como aquella. Y tan mortífera.

– Me enfadé más con la madre, que estaba enfrascada hablando por el móvil y no vigilaba a su hijo. -Rió entre dientes-. Por suerte, aún no estaba mentalmente preparada para volver a hablar en inglés y los insultos me salieron en francés. Aunque hay cosas que se entienden en cualquier idioma.

– ¿Qué hizo ella? -preguntó Marta.

– Le fue con el cuento a Ted. Él le devolvió el dinero de las entradas y luego me echó la bronca. «No puedes andar asustando a los visitantes, Sophie» -imitó-. Aún recuerdo la cara de espanto de la mujer cuando le planté delante al mocoso de su hijo. Yo medía mucho más que él, por lo que casi se rompió el cuello para mirarme a los ojos. Ha sido una de las pocas veces en las que me he alegrado de ser tan alta.

– Necesita más medidas de seguridad -opinó John sin apartar los ojos de la espada vikinga que sostenía en las manos-. Me sorprende que nadie se haya llevado todavía alguna pieza.

Sophie frunció el entrecejo.

– Hay una alarma conectada, pero tienes razón. Antes, casi nadie sabía lo que había aquí, pero ahora, con tantas visitas, es necesario un guardia de seguridad. -Sophie había incluido el sueldo del guardia en el presupuesto del año siguiente, pero ni hablar… Ted se había empeñado en comprar los paneles. Aquello la sacaba de quicio-. Como mínimo hay dos relicarios italianos que han desaparecido. Sigo comprobando si salen anunciados en eBay.

– Le entran a uno ganas de que se haga justicia al estilo de la Edad Media -gruñó Spandan.

– ¿Cuál era el castigo por robar? -preguntó John, mirando a Sophie de reojo.

Ella devolvió con cuidado el montante a la vitrina.

– Depende de si nos referimos a la Alta o a la Baja Edad Media, del objeto robado, de si se había actuado con violencia o se trataba de un simple hurto y de quiénes eran la víctima y el ladrón. Si el delito era grave, se colgaba al ladrón, pero la mayoría de los robos sin importancia se castigaban con una indemnización.

– Yo creía que al ladrón le cortaban la mano o le arrancaban un ojo -dijo Bruce.

– Normalmente no -explicó Sophie, y sus labios se curvaron ante la evidente desilusión del joven-. No tenía mucho sentido que un señor feudal mutilara a la gente que trabajaba en sus tierras. Si les faltaba una mano o un pie no le proporcionaban tanto dinero.

– ¿No se hacían excepciones? -preguntó Bruce, y Sophie lo miró con expresión divertida.

– Veo que estamos sanguinarios hoy, ¿eh? Hum, excepciones… -Lo pensó un momento-. Fuera de Europa sí había culturas que todavía practicaban el «ojo por ojo». A los ladrones se les cortaba una mano y el pie contrario. En las culturas europeas, si nos remontamos al siglo x, encontramos en las leyes anglosajonas un castigo que consistía en cortar la mano con la que se había realizado el delito. Pero para ello el culpable debía ser sorprendido robando en una iglesia.

– En aquella época los relicarios habrían estado en una iglesia -observó Spandan.

Sophie no tuvo más remedio que echarse a reír.

– Sí, habrían estado en una iglesia; por suerte los han robado ahora en vez de entonces. El «descanso creativo» ha terminado. Dejad las espadas y volved al trabajo.

Los chicos exhalaron hondos suspiros pero obedecieron. Primero Spandan, luego Bruce y Marta. Solo quedaba John. Como si se tratara de un ofertorio, el chico alzó la espada con ambas manos y Sophie la recogió del mismo modo. Luego estudió la estilizada empuñadura con cariño.

– Una vez, en una excavación de Dinamarca, encontré una espada como esta. Aunque no era tan bonita ni estaba tan entera. La hoja se había corroído por completo justo en el centro. Pero la sensación de desenterrarla por primera vez fue maravillosa. Daba la impresión de que llevara todos esos años durmiendo y se hubiese despertado expresamente para mí. -Miró al chico, con expresión avergonzada-. Parece que esté loca, lo sé.

La sonrisa de él fue solemne.

– En absoluto. Debe de echar de menos el trabajo de campo.

Sophie recolocó los objetos en la vitrina y la cerró con llave.

– Unos días más que otros. Hoy lo echo mucho de menos.

Y al día siguiente, cuando tuviera que dirigir otra visita guiada vestida de época, sería aún peor.

– Vamos…

La sorprendió el sonido de su teléfono móvil. Incluso Ted respetaba su día de descanso.

– ¿Diga?

– Sophie, soy Katherine. ¿Estás sola?

Sophie dio un respingo al notar el apremio en la voz de Katherine.

– No. ¿Es necesario que lo esté?

– Sí. Tengo que hablar contigo. Es importante.

– No cuelgues. John, tengo que ocuparme de esta llamada. ¿Podéis esperarme en el vestíbulo un momento?

Él asintió y encaró su silla de ruedas hacia la Gran Sala y los demás alumnos. Cuando hubo salido, Sophie cerró la puerta.

– Dime, Katherine, ¿qué ocurre?

– Necesito tu ayuda.

Trisha, la hija de Katherine, era la mejor amiga de Sophie desde el parvulario y Katherine se había convertido en la madre que Sophie nunca tuvo.

– Cuéntame.

– Tenemos que registrar un campo y necesitamos saber dónde debemos excavar.

La mente de Sophie relacionó al instante «forense» con «excavar» y se imaginó una fosa común. A lo largo de los años había excavado docenas de tumbas y sabía exactamente qué había que hacer. Notó que el pulso se le aceleraba ante la perspectiva de volver a realizar un verdadero trabajo de campo.

– ¿Dónde y cuándo me necesitas?

– ¿Dónde? En un terreno que está a una media hora hacia el norte de la ciudad. ¿Cuándo? Ya llegas tarde.

– Escucha, Katherine, tardaré al menos dos horas en llegar con todo el equipo.

– ¿Dos horas? ¿Por qué tanto tiempo?

Sophie oyó de fondo voces contrariadas.

– Porque estoy en el museo y he venido en moto. No puedo atar el equipo al asiento. Antes tengo que volver a casa a por el coche de mi abuela. Además, esta tarde había pensado ir a verla. Por lo menos tengo que pasar por la residencia y ver qué tal está.

– Ya me ocuparé yo de ver cómo está Anna. Tú ve a buscar tu equipo a la universidad. Uno de los detectives se encontrará contigo allí y te acompañará hasta el terreno.

– Dile que nos encontraremos delante del edificio de humanidades de la Universidad Whitman. En la puerta hay una peculiar figura de mono. Estaré allí a la una y media.

Se oyeron murmullos, más fuertes.

– Muy bien -dijo Katherine, exasperada-. El detective Ciccotelli quiere estar seguro de que entiendes que esto debe quedar en el más absoluto secreto. Debes ser muy discreta y no decirle nada a nadie.

– Entendido.

Regresó a la Gran Sala.

– Chicos, tengo que marcharme.

Los alumnos procedieron de inmediato a recoger sus trabajos.

– ¿Está bien su abuela, doctora J? -preguntó Bruce con la frente fruncida de preocupación.

Sophie vaciló.

– No, pero se pondrá bien. -No era exactamente la verdad pero, por el bien de Anna, esperaba que tampoco fuera una mentira-. De momento, esta tarde os dejaré unas horas libres. No os divirtáis en exceso.

Cuando todos se hubieron marchado, Sophie cerró la puerta, conectó la alarma y se dirigió hacia la Universidad Whitman a tanta velocidad como la ley permitía. El corazón le aporreaba el pecho. Llevaba meses echando de menos las excavaciones, pero todo parecía indicar que por fin estaba a punto de volver a trabajar en una.

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