18

Jueves, 18 de enero, 8:15 horas

Sophie suspiró agradecida cuando Vito entró en la oficina. Al verlo, un impulso eléctrico recorrió todos los nervios de su cuerpo.

Él le sonrió al cruzar la sala acompañado de Nick.

– ¿Ya no estás enfadada conmigo?

– Bah, sobreviviré. A fin de cuentas supongo que de eso se trata. -Era lo bastante inteligente para claudicar sin discutir-. ¿Adónde vais? -añadió cuando él se puso el abrigo.

– A Nueva York -respondió Vito-. Es por lo del juego. -Depositó el CD en el escritorio y ella lo cogió al punto-. Trátalo con cuidado. Brent dice que es de oro.

Ella ladeó la cabeza al leer la parte trasera de la funda.

– Claro, es el nombre de la empresa.

Nick la estaba observando.

– Lo que quiere decir Brent es que el juego ha volado de las tiendas.

– Mira, yo de estas cosas no tengo ni idea, pero la empresa se llama «oRo», que tanto en español como en italiano se refiere al metal precioso. -Sophie aguzó la vista-. Esperad, es un acrónimo. Debajo del logo hay unas palabras escritas con letra muy pequeña, demasiado. ¿Tenéis una imagen del logo más grande?

Vito conectó su ordenador y entró en la página web de la empresa. Cuando el dragón emprendió el vuelo, Sophie se acercó a la pantalla.

– Eso no es ni español ni italiano. Es holandés.

– Lógico -dijo Vito-. El presidente de la compañía es holandés. ¿Qué significa?

– La «R» es de rijkdom, que significa riqueza. La primera «o» es de onderhoud, que significa… entretenimiento o diversión. Y la segunda «o»… -Entrecerró los ojos-. Overtreffen. Superarse, mejorar. -Miró a Vito-. O tal vez trascender, llegar más alto.

– La «R» es la letra más grande -observó Vito-. Ya sabemos cuál es la prioridad de oRo.

– ¿Cuánto tiempo estarás fuera? -le preguntó Sophie.

Él estaba echando un vistazo a sus archivadores.

– Seguramente solo hoy.

– Y ¿qué haré yo mientras? No puedo quedarme aquí todo el día.

– Ya lo sé -masculló él, pero no le ofreció ninguna alternativa mientras iba apilando carpetas.

– A las diez hago de Juana de Arco -añadió en tono irónico-. Y las visitas de la reina vikinga son a la una y a las cuatro y media.

– Necesitas cambiar de repertorio -opinó Nick mientras se cerraba la cremallera del abrigo-. Ese está muy trillado.

– Ya lo sé. Estaba pensando en hacer de María Antonieta, antes de que la decapiten, claro. O tal vez de Boudica, una reina guerrera celta. -Se mordió la parte interior de la mejilla con gesto retador-. Luchaba en topless.

Vito se quedó petrificado.

– Eso no es decoroso, Sophie.

– No, no es decoroso -repitió Nick con un hilo de voz.

Ella se echó a reír.

– Eso va por haberme hecho venir tan temprano; estamos en paz. -Se puso seria-. Vito, no pretendo cometer estupideces, pero tengo cosas que hacer. Tendré cuidado, te llamaré antes de salir de aquí y en cuanto llegue al trabajo, pero no puedo pasarme el día aquí sentada.

– Le pediré a Liz que se encargue de que alguien te escolte hasta el museo. Espera a que ella lo solucione. Por favor, Sophie. Por lo menos espera a que localicemos a Lombard o a su amigo Clint.

– O a Brewster -musitó ella-. Podría ser cualquiera de los tres.

Vito le estampó un beso.

– Espera a que Liz te avise, ¿de acuerdo? Ah, y si tienes oportunidad, pídele que te enseñe la foto de Sanders. El asesino lo marcó con un hierro candente en la mejilla. Lleva una «T».

– Muy bien. -Frunció el entrecejo-. Eres la segunda persona en dos días que me habla de hierros candentes.

Vito, que estaba a medio camino de la puerta, se detuvo en seco y se volvió despacio.

– ¿Cómo dices?

Ella se encogió de hombros.

– Nada, que uno de mis alumnos me pidió que le recomendara fuentes de consulta sobre eso. Tenía que entregar un trabajo.

Observó que Vito y Nick se miraban.

– ¿Cómo se llama ese alumno? -preguntó Vito.

Sophie sacudió la cabeza.

– No puede ser él. Se llama John Trapper, pero… no puede ser él. Hace meses que le conozco. Además, es parapléjico y va en silla de ruedas. No podría haberlo hecho él.

La expresión de Vito se tornó hierática.

– No me gustan las coincidencias, Sophie. Lo investigaremos.

– Vito… -Suspiró-. Muy bien. Perderás el tiempo pero sé que debes hacerlo.

Vito apretó la mandíbula.

– Prométeme que no irás a ninguna parte sin escolta.

– Te lo prometo. Ahora marchaos, todo irá bien.


Jueves, 18 de enero, 9:15 horas

– Qué vergüenza -exclamó Sophie.

– Es mejor pasar vergüenza que morir -dijo con suavidad el agente Lyons.

– Ya lo sé. Pero eso de traerme en un coche patrulla… Y encima me acompaña hasta la puerta. Todo el mundo creerá que ando metida en algún lío -gruñó.

– Son órdenes de la teniente Sawyer. Puedo escribir una nota para su jefe, si ha de servirle de ayuda.

Sophie se echó a reír. Verdaderamente, había hablado igual que una párvula contrariada.

– No se preocupe. -Se detuvo en la puerta del museo Albright y le estrechó la mano a Lyons-. Gracias.

Él se llevó la mano a la gorra.

– Llame al despacho de Sawyer cuando desee salir.

Cuando Sophie entró en el museo, Patty Ann la estaba mirando con los ojos como platos.

– ¿Has estado con la policía?

El día gótico había tocado a su fin y Patty Ann volvía a hacer de actriz de Brooklyn. Sophie recordó que esa noche eran las pruebas de Ellos y ellas.

– Que tengas suerte en la audición, Patty Ann.

– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó la chica con la que debía de ser su voz auténtica. Hacía tanto tiempo que Sophie no la oía que no estaba segura-. ¿Por qué siempre te acompañan policías?

– ¿Policías? -Ted salió de su despacho con mala cara-. ¿Han vuelto a venir?

– Los estoy ayudando con un caso -explicó, y lamentó no haber aceptado la nota de Lyons cuando Ted y Patty Ann la miraron sin convencimiento-. Salgo con uno de los detectives y, como he tenido problemas con el coche, le ha pedido a un agente que me acompañe. -Lo cual era más o menos cierto.

Patty Ann se relajó y su mirada se tornó pícara.

– ¿Con el moreno o con el pelirrojo?

– Con el moreno. Pero el pelirrojo es demasiado mayor para ti, así que olvídalo.

Ella hizo un mohín.

– Lástima.

Ted seguía poniendo mala cara.

– ¿Primero se te estropea la moto y ahora el coche? Tenemos que hablar.

Ella lo siguió a su despacho y, una vez dentro, él cerró la puerta y se sentó ante su mesa.

– Siéntate.

Cuando Sophie lo hubo hecho, él se inclinó hacia delante con expresión preocupada.

– Sophie, ¿estás metida en algún lío? Por favor, dime la verdad.

– No. Las dos cosas que os he dicho son verdad. Estoy ayudando a la policía y salgo con uno de los detectives. Eso es todo, Ted. ¿A qué vienen tantos remilgos?

Él la miró muy serio.

– Anoche recibí una llamada telefónica. Era una agente de Nueva York. Me dijo que necesitaba hablar contigo, que era un asunto oficial.

La esposa de Lombard la había llamado desde un teléfono de Nueva York.

– Le diste mi móvil.

Ted alzó la barbilla.

– Sí.

Sophie comprobó las llamadas recibidas en su móvil y encontró la de la esposa de Lombard.

– ¿Es este el número desde el que te llamaron anoche?

– Sí.

– Pues no era la policía. Si quieres, llama a la comisaría de Nueva York y compruébalo.

Ted empezaba a tranquilizarse. Le devolvió el teléfono.

– Entonces, ¿quién era?

– Es una larga historia, Ted. Es una mujer celosa que cree que voy a quitarle al marido.

La desconfianza de Ted se tornó indignación.

– Tú nunca harías una cosa así, Sophie.

Ella no pudo evitar sonreír.

– Gracias. Ahora, escúchame. Me gustaría exponerte unas cuantas ideas para las visitas guiadas antes de que me toque hacer de Juana de Arco. -Se le acercó y le habló de Yuri-. Dice que estaría dispuesto a venir y hablarles a los grupos de visitantes. Me gustaría montar una exposición sobre la Guerra Fría y el comunismo. Ya sé que no es la época que estudió tu abuelo, pero…

Ted asentía despacio.

– Me gusta, me gusta mucho. Hay mucha gente que no se plantea que eso forme parte de la historia.

– Me parece que hasta ayer a mí también me pasaba. Lo que me hizo reflexionar fueron sus manos, Ted.

Él la observó con detalle.

– Últimamente reflexionas mucho. Eso también me gusta.

Sin saber qué responder a eso, Sophie se puso en pie.

– Ya sabes que ayer vino un hombre de una residencia de ancianos que buscaba alguna actividad lúdica interesante para sus compañeros. Me parece que estarían encantados de venir y hablarles a los grupos de estudiantes. No tendríamos que limitarnos a las guerras; podrían hablar de programas de radio y televisión, de inventos, o de cómo se sintieron cuando Neil Armstrong llegó a la Luna.

– Otra buena idea. ¿Te dio su nombre?

– No, pero dijo que iba a concertar una visita con Patty Ann. Debió de dárselo a ella.

Sophie abrió la puerta y se detuvo con la mano en el tirador.

– ¿Qué te parecería añadir más visitas? La de Juana de Arco y la de la vikinga están muy trilladas.

Ted la miró entre divertido y perplejo tanto por la sugerencia como por el acento con que Sophie había imitado a Nick Lawrence.

– Sophie, siempre me has dicho que eres arqueóloga, no actriz.

Sophie sonrió.

– Lo de actuar lo llevo en la sangre. Ya sabes que mi padre era actor.

Ted asintió.

– Sí. Y también hace tiempo que sé que tu abuela fue una gran cantante de ópera.

La sonrisa de Sophie se desvaneció.

– No me lo habías dicho.

– Esperaba que me lo dijeras tú -repuso Ted-. Me alegro de conocerte por fin, Sophie.

A ella le dio la impresión de que Ted la estaba halagando y regañando a la vez.

– ¿Qué te parece María Antonieta?

Ted le sonrió.

– ¿Antes o después de que la decapiten?


Nueva York,

jueves, 18 de enero, 9:55 horas

– Maldito tráfico -gruñó Nick-. Odio Nueva York.

Por fin se movían después de haber atravesado el túnel Holland a paso de tortuga.

– No es la mejor hora -convino Vito-. Tendríamos que haber venido en tren.

– Tendríamos, tendríamos… -soltó Nick con acritud-. ¿Y qué narices es eso?

Vito se sacó del bolsillo el móvil, que sonaba con estridencia.

– Deja ya de quejarte. Es mi móvil. He recibido mensajes. -Miró hacia atrás-. Debo de haber perdido la cobertura ahí dentro. -Frunció el entrecejo-. Liz me ha llamado cuatro veces en veinte minutos. -Con el pulso acelerado, le devolvió la llamada-. Liz, soy Vito. ¿Qué ocurre? ¿Es Sophie?

– No -respondió Liz exasperada-. Un agente la ha acompañado al museo, la ha dejado en la mismísima puerta. Solo dispongo de un par de minutos antes de la conferencia de prensa. Necesito el número de Tino.

– ¿Para qué?

– Hace una hora una mujer se ha presentado en la comisaría. Ha preguntado quién llevaba el caso de Sanders. -Liz hablaba deprisa a la vez que caminaba-. Dice que es camarera y que el martes vio a Greg. Estaba sentado en el bar donde ella trabaja, esperando a un hombre.

– A Munch. -«Bien»-. ¿Vio al hombre?

– Vio a un hombre. Dice que Greg se marchó sin pagar su consumición y que un anciano que también estaba sentado en el bar lo siguió. La camarera fue tras ellos, pero cuando dobló la esquina, se habían subido a una camioneta y ya se marchaban. He avisado a la dibujante del departamento pero hoy no trabaja y no quiero esperar a que la testigo se olvide de las facciones del anciano. Así que… Mierda, llego tarde. Llama tú a Tino. Dile que venga en cuanto pueda.


Jueves, 18 de enero, 11:15 horas

– El señor Harrington no está. El señor Van Zandt tiene reuniones y no quiere que se le moleste.

Vito colocó con calma las manos sobre el escritorio de la secretaria de Van Zandt y se inclinó hacia delante.

– Señora, somos detectives de homicidios. Le aseguro que el señor Van Zandt se alegrará de recibirnos. Y pronto.

La mujer abrió los ojos como platos; aun así, alzó la barbilla.

– Así, usted es el detective…

– Ciccotelli -dijo Vito-. Y este es el detective Lawrence. De Filadelfia. Vuelva a telefonearle al despacho y dígale que en un minuto estaremos llamando a su puerta.

La mujer frunció los labios y descolgó el teléfono. Inmediatamente después se acercó al auricular y cubrió el receptor con la mano, como si desde medio metro Vito pudiera distinguir las palabras que ella oía.

– Jager, dicen que son detectives… Sí, de homicidios. Han insistido mucho. -Asintió con gesto enérgico-. Enseguida sale.

La puerta del despacho de Van Zandt se abrió y por ella salió un hombre igual al de la fotografía. Era alto y fornido, y por un momento Vito pensó que quizá…

Entonces habló.

– Soy Jager Van Zandt -dijo. Su voz no se parecía en nada a la de la grabación-. ¿En qué puedo ayudarles? -Los miraba con una fría indiferencia que a Vito le pareció más bien defensiva, aunque también tenía algo de arrogante.

– Queremos hablar de su juego, señor Van Zandt -respondió Vito-. Tras las líneas enemigas.

No observó reacción alguna en el rostro ni la mirada del hombre cuando este inclinó la cabeza para asentir.

– Pasen a mi despacho. -Cerró la puerta tras ellos y señaló dos sillas ante un escritorio enorme. A Vito aquel despacho le recordó al de Brewster-. Siéntense, por favor.

Jager se sentó y ladeó la cabeza esperando a que hablaran.

Vito y Nick habían acordado de antemano que no le dirían nada de las frases que habían oído en la grabación. En vez de eso, Vito le mostró una copia impresa del rostro de la mujer a quien estrangulaban en el juego.

Van Zandt asintió.

– Es Clothilde.

– En esta escena la estrangulan -dijo Vito.

– Sí. -Van Zandt arqueó una ceja-. ¿Les molesta la violencia? ¿O lo que les molesta es que el asesino sea estadounidense? Hablo del juego, claro.

– Pues, sí, nos molesta la violencia -respondió Nick-. Pero no hemos venido por eso. ¿Quién hizo ese dibujo, señor Van Zandt?

Van Zandt permaneció impasible.

– El director artístico es Derek Harrington. Él les proporcionará información sobre los dibujantes.

– Hoy no ha venido -observó Vito-. Nos lo ha dicho su secretaria. ¿Sabe por qué?

– Somos socios, nada más, detectives.

Vito sonrió mientras bendecía mentalmente a Brent.

– He leído que son amigos desde que estudiaban en la universidad.

– ¿Se han peleado? -preguntó Nick con su peculiar acento, y por primera vez Van Zandt mostró un atisbo de reacción. No fue más que un discreto destello de ira en sus ojos que se extinguió de inmediato.

– Últimamente no nos ponemos de acuerdo. Los gustos de Derek se han vuelto… violentos.

Vito parpadeó.

– ¿De verdad? A juzgar por la foto que aparece en su página web parece buena persona.

– Las apariencias engañan, detective.

Vito sacó otra fotografía de la carpeta.

– Sí que engañan, sí. Queremos aclarar una cosa, a lo mejor usted puede ayudarnos. -Colocó la fotografía de Claire Reynolds junto a la imagen de Clothilde. Pero el hombre no se inmutó. Nada; ni un amago de reacción que indicara que Van Zandt se sentía impactado de algún modo. Lo normal habría sido que mostrara sorpresa, pero no mostró nada.

– El parecido es extraordinario, ¿no cree? -preguntó Nick.

– Sí. Claro que dicen que todo el mundo se parece a alguien. -Una de las comisuras de sus labios se curvó-. Dicen que yo me parezco a Arnold Schwarzenegger.

– Sí, en el acento -repuso Vito, y la sonrisa de Van Zandt se desvaneció-. Nos gustaría encontrar al señor Harrington. ¿Nos proporcionará su dirección la secretaria?

– Por supuesto. -Descolgó el teléfono-. Raynette, por favor, dales a los detectives la dirección de Derek. Luego, por favor, acompáñalos a la salida -dijo sin dejar de mirar a Vito a los ojos con una frialdad retadora-. ¿Desea algo más, detective?

– De momento, no. ¿Le encontraremos aquí si tenemos más preguntas antes de marcharnos de Nueva York?

Él miró la agenda que tenía sobre el escritorio.

– Sí, aquí estaré. Ahora, si me disculpan. -Se puso en pie y abrió la puerta del despacho-. Mi secretaria les ayudará.

Vito se levantó de la silla y dejó a propósito la fotografía de Claire Reynolds sobre el escritorio de Van Zandt. La puerta se cerró tras ellos con un ruido seco. La secretaria de Van Zandt los estaba mirando.

– La dirección del señor Harrington. -Sostenía un papelito en la mano.

Vito guardó el papelito en la carpeta.

– ¿Cuándo fue la última vez que el señor Harrington estuvo en el despacho?

– El martes -respondió la secretaria impertérrita-. Se marchó después de comer y no ha regresado.

Vito no dijo nada más hasta que Nick y él llegaron a la calle.

– Menuda víbora.

– Todo el mundo se parece a alguien -se burló Nick esforzándose por imitar a Schwarzenegger.

– Nos esperaba -opinó Vito mientras se dirigían al coche de Nick.

– ¿Tú también lo has captado? La secretaria no le ha dicho que éramos de homicidios, solo ha dicho que éramos detectives, pero luego ha respondido: «Sí, de homicidios».

– Él se lo ha preguntado antes -musitó Vito-. Me pregunto quién cree Van Zandt que ha muerto.

– Me juego la primera ronda de copas cuando terminemos la jornada a que no encontramos a Derek en esa dirección.

– No soy tan tonto como para aceptar una apuesta así, Nick -dijo Vito mientras Nick se sentaba tras el volante.

– Mierda. Pensaba que ahora que estás cegado por el amor, podría colártela.

Vito soltó una risita.

– Conduce y calla, anda.

Nick se incorporó a la circulación con cara de intriga.

– No me has llevado la contraria. ¿De qué va lo tuyo con Sophie? ¿De verdad estáis ciegos de amor? -Formuló la última pregunta con cierto tono burlón, pero no por ello dejaba de ser seria.

«Tú no me amas.» Las amargas palabras de Sophie tras aquel desastroso e inolvidable primer… encuentro acudieron a su mente, y ahora creía comprenderlas un poco más. Vito se preguntaba si alguien la había amado realmente alguna vez, aparte de Anna y su tío. Su madre era una desconsiderada; su padre, más bien frío. Su tía era egoísta y su primer amor, un traidor. Menuda pandilla.

– ¿Vito? -La voz de Nick interrumpió sus pensamientos-. Te he hecho una pregunta.

– Estoy tratando de contestarla. Sophie es… Es…

– ¿Inteligente? ¿Divertida? ¿Muy sexy?

«Sí.» Sophie era todas esas cosas. «Pero también es algo más.»

– Importante -dijo Vito al fin-. Sophie es importante. Harrington vive hacia el oeste, así que tuerce en la siguiente esquina.


Jueves, 18 de enero, 11:45 horas

Filadelfia estaba plagada de hoteles. Tras mostrar la fotografía de sus padres al personal de más de treinta establecimientos, Daniel Vartanian dio por fin con un recepcionista que recordaba a su madre.

– Estaba muy enferma -dijo Ray Garrett-. Incluso llegué a pensar que algún día las empleadas del servicio de habitaciones la encontrarían muerta en la cama. Tendría que haber estado en el hospital.

– ¿Podría comprobar las fechas en que se alojaron en este establecimiento?

– Lo tengo prohibido. Me encantaría poder ayudarle, pero si lo hago sin una orden policial, perderé el trabajo.

«Sé lo que hizo tu hijo.» Daniel no estaba de servicio, pero de todos modos sacó la placa del bolsillo.

– Trabajo para la Agencia de Investigación de Georgia -explicó-. Le agradeceré toda la ayuda que pueda prestarme. La mujer está enferma y necesita que la vea un médico.

Ray se lo quedó mirando durante un buen rato.

– Es su madre, ¿verdad?

Daniel vaciló. Al fin cerró los ojos un instante.

– Sí.

– Muy bien. ¿Con qué nombre constan?

– Vartanian. -Daniel lo deletreó.

Ray negó con la cabeza.

– En el registro no consta nadie con ese nombre. Lo siento.

– Pero usted la vio.

– Estoy prácticamente seguro. Cuesta olvidar la imagen de una persona enferma. Lo siento, chico.

– ¿Y como Beaumont? -Ese era el apellido de soltera de su madre.

– Nada. Lo siento.

Casi.

– ¿Puedo hablar con el personal? Puede que alguien recuerde algo más.

Ray lo miró con amabilidad.

– Espere aquí. -Al cabo de unos instantes, el chico regresó acompañado de una mujer menuda de habla hispana que vestía el uniforme del servicio de limpieza-. Esta es María, y recuerda a su madre.

– Estaba muy enferma, ¿no es así? Aunque se portaba muy bien con nosotras, intentaba no darnos trabajo.

– ¿Recuerda cómo la llamaba?

– Señora Carol. -Se encogió de hombros-. Su marido también la llamaba así.

Ray ya estaba tecleando.

– Aquí está. El señor Arthur Carol.

Era una estratagema simple y elegante, pensó Daniel. Carol era el nombre de pila de su madre.

– Gracias, María -dijo-. Muchas gracias.

Cuando se hubo marchado, Daniel se volvió hacia Ray.

– ¿Podría decirme cuándo se registraron?

– Entraron el diecinueve de noviembre y se marcharon el uno de diciembre. Pagaron en efectivo. ¿Algo más?

Se acordó del suelo del dormitorio de sus padres.

– ¿Tienen caja fuerte?

Ray lo miró perplejo.

– Seguro que depositaron algo en la caja fuerte, ¿verdad?

Ray se encogió de hombros.

– Aún estará allí. Según esto, no recogieron nada de la caja fuerte al marcharse, y siempre damos un plazo de noventa días antes de deshacernos de los objetos.

– ¿Podría comprobarlo? Así sabré si tengo que pedir una orden judicial.

– Muy bien, pero no me pida nada más.

Al cabo de dos minutos, Ray apareció con un sobre y cara de sorpresa.

– Había una carta dirigida a usted.

En el sobre ponía: Para Daniel o Susannah Vartanian. La letra era la de su madre. Daniel exhaló un suspiro.

– Gracias, Ray.

Cuando llegó al coche, Daniel abrió el sobre. En él había un folio con membrete del hotel que contenía una dirección postal y un apartado de correos, también escrito con la letra de su madre. Daniel sacó su móvil y marcó el teléfono de su hermana. Ella respondió a la tercera llamada con voz enérgica.

– Oficina del fiscal del distrito. Susannah Vartanian.

– Suze, soy Danny.

Susannah exhaló un suspiro.

– ¿Los has encontrado?

– A ellos no, pero he encontrado otra cosa.


Jueves, 18 de enero, 12:00 horas

Johannsen seguía yendo con cautela. Se había pasado la mañana rodeada de gente. Iba a costarle llevársela a ninguna parte, pues la mujer estaba hecha una auténtica amazona. Una posibilidad era conseguir que se acercara a su camioneta y luego dejarla rápidamente fuera de combate. Claro que antes hacía falta que se quedara sola. Se planteó esperar a la pausa de mediodía para entrar en acción.

Llegó justo a tiempo. La visita de la reina vikinga acababa de terminar. Cuando se disponía a acercarse a ella se abrió la puerta y otro anciano entró y se abrió camino entre el grupo de niños que había asistido a la visita guiada. Johannsen se dirigió hacia el hombre a toda prisa y con los brazos abiertos en señal de bienvenida. Le sorprendió comprobar que, de hecho, el hombre no era muy mayor. No es que fuera disfrazado, pero no era tan mayor como aparentaba. Su cuerpo había sufrido daños, era probable que a causa del maltrato repetido. El estado de las manos del hombre confirmó sus sospechas.

Se preguntaba cuántas torturas habría soportado y cuánto tiempo se tardaba en causar un daño semejante. Le habría gustado pintar sus ojos. Imaginaba que su umbral del dolor debía de ser muy alto y que aguantaría mucho más de lo que había aguantado cualquiera de los modelos.

Johannsen y el hombre empezaron a hablar en un idioma que parecía ruso. Los siguió cuando ella se dispuso a acompañarlo a la puerta.

Entonces sonó su móvil. Varias personas lo miraron y él volvió rápidamente la cabeza y se encorvó apoyándose en su bastón. No tenía planeado llamar la atención. Salió del museo corriendo tanto como creyó que un anciano era capaz de correr. Cuando se hubo alejado lo suficiente, abrió el móvil. Era Van Zandt, lo llamaba directamente desde su extensión. Frunció el entrecejo y le devolvió la llamada.

– Frasier Lewis.

– Frasier -dijo Van Zandt-. Necesito que nos veamos.

– Puedo acercarme a la oficina dentro de unos días. Tal vez el martes.

– No. Tengo que verte hoy. Frasier, Derek se marchó ayer.

Por supuesto que se había marchado, y para siempre.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

– No estaba dispuesto a ceder la dirección artística. Tengo que darte tu contrato para que lo firmes. A última hora de la tarde estaré en Filadelfia. Te espero a las siete para cenar. En cuanto lo firmes, me vuelvo.

– ¿Es un contrato de director ejecutivo? -preguntó, y Van Zandt se echó a reír.

– Eso es lo que pone en el contrato. Te veré luego.


Nueva York,

jueves, 18 de enero, 12:30 horas

– Te había dicho que era de tontos aceptar tu apuesta -soltó Vito entre dientes.

Nick asintió de brazos cruzados mientras ambos observaban a una pareja de detectives del Departamento de Policía de Nueva York buscar en todos los lugares donde pudiera esconderse un hombre. O donde pudieran haberlo escondido.

– Y ahora, ¿qué hacemos?

– Supongo que dar la orden de busca. Parece que aquí han terminado.

Los dos policías neoyorkinos regresaron a la sala de estar. Se llamaban Carlos y Charles, lo cual resultaba gracioso, pensó Vito, pero no tanto como Nick y Chick.

– Aquí no está -anunció Carlos-. Lo siento.

– Gracias -dijo Vito-. Ya nos lo parecía pero…

Charles asintió.

– Ya lleváis diez cadáveres. Nosotros también habríamos intentado encontrarlo.

– ¿Qué queréis hacer ahora, chicos? -preguntó Carlos-. Se trata de un sospechoso.

– No creemos que sea el asesino que buscamos -aclaró Nick-, pero es posible que tenga idea de quién puede serlo.

– Daremos una orden de busca -les ofreció Charles.

– Os lo agradeceremos. -Vito alzó una fotografía enmarcada; era Harrington con una mujer y una adolescente-. Está casado y tiene una hija. ¿Es posible dar con la esposa?

– La avisaremos -respondió Carlos-. ¿Algo más?

Nick se encogió de hombros.

– ¿Nos recomendáis algún sitio donde podamos comprarnos algo para comer?


Filadelfia,

jueves, 18 de enero, 14:15 horas

– ¿En qué puedo servirle?

El chico que le hablaba desde detrás del mostrador apenas tenía edad de afeitarse.

«Espero que de verdad me sirvas», pensó Daniel. La dirección que su madre había anotado en el folio de papel timbrado correspondía a una oficina de correos de la otra punta de la ciudad.

Había pasado un rato en la puerta, dudando si debía llamar a su jefe y convertir la investigación en oficial. Pero la frase «sé lo que hizo tu hijo» seguía obsesionándolo. Así que allí estaba, a punto de volver a utilizar su placa para burlar la ley.

– Quiero abrir un buzón.

El chico asintió con profesionalidad.

– ¿Me permite su documento de identidad?

Daniel le mostró su placa y observó que el chico abría los ojos como platos.

– Comprobaré el contenido… agente especial Vartanian.

El chico estaba tan impresionado de que Daniel fuera un agente especial que no aguardó a saber qué buzón quería abrir. Tecleó su nombre y lo miró.

– Un momento, señor.

«Espera», estuvo a punto de decir Daniel, pero se mordió la lengua. Su nombre aparecía en la base de datos, pero hasta esa semana nunca había puesto los pies en aquella ciudad. Aguardó con el corazón desbocado. Al cabo de un minuto el chico regresó con un grueso sobre de papel manila doblado en horizontal.

– Dentro solo había esto, señor -anunció el chico.

– Gracias -consiguió decir Daniel-. Pero no he venido únicamente por eso. Estoy investigando un caso y hay una pista que conduce a este establecimiento. Me he prestado voluntario para seguirla, puesto que de todos modos tenía que venir. ¿Podría decirme a qué nombre está el apartado 115?

«Está resultando muy fácil.» Tanto mentir como engañar al chico. No obstante, obtuvo lo que quería.

– Aparece a nombre de Claire Reynolds. ¿Quiere su dirección postal?

– Por favor.

El chico la anotó y Daniel regresó a su coche con el sobre en la mano. Lo abrió cuidadosamente con su navaja y extrajo el contenido.

Por un momento no pudo más que mirarlo con horror y total incredulidad. Pero lo sucedido durante todos aquellos años lo sacudió como una oleada.

– Santo Dios -musitó-. Papá, ¿qué has hecho?

Aquello superaba el peor de sus temores. «Sé lo que hizo tu hijo.» Ahora Daniel también sabía lo que su padre había hecho, pero no estaba seguro de poder preguntarle por qué.

Cuando recobró el aliento, volvió a telefonear a Susannah.

– ¿Los has encontrado? -preguntó ella sin preámbulos.

Él se esforzó por pronunciar las palabras.

– Tienes que venir.

– Daniel, no puedo…

– Por favor, Susannah. -Su tono era grave-. Necesito que vengas. Te lo pido por favor. -Aguardó con el martilleo del pulso oprimiéndole la garganta.

Al fin ella suspiró.

– Muy bien. Iré en tren. Llegaré dentro de tres horas.

– Te recogeré en la estación.

– Daniel, ¿estás bien?

Él miró los papeles que sostenía en la mano.

– No; no estoy bien.


Nueva York,

jueves, 18 de enero, 14:45 horas

– O Harrington se ha esfumado o está muerto -le explicó Vito a Liz por teléfono-. Hemos ido a buscarlo al trabajo, a su casa y a casa de su mujer. Nadie lo ha visto. Tampoco tiene el coche en su plaza de aparcamiento. Hemos hablado con su mujer, pero dice que hace seis meses que no lo ve. Tienen una hija que estudia en la Universidad de Columbia, y ella tampoco lo ha visto.

– ¿Por qué vive él en un sitio y su mujer en otro?

– Ella dice que se separaron, que hace tiempo que estaba cada vez más deprimido y melancólico, pero que nunca ha sido violento. La policía de Nueva York ha dado una orden de busca y ahora mismo estamos enfrente de oRo, comiendo. Estábamos a punto de entrar de nuevo a ver si podemos conseguir que Van Zandt nos proporcione una lista de los empleados; la otra opción es esperar aquí fuera hasta hablar con alguno de ellos. Según Brent, Harrington no hizo los dibujos, pero quienquiera que fuese trabaja aquí. Solo necesitamos que alguien esté dispuesto a delatarlo.

– Muy bien. Seguid por ese camino. Yo tengo noticias de los Vartanian. He llamado al sheriff de Dutton, en Georgia. Nadie ha visto al matrimonio desde Acción de Gracias.

– Eso cuadra con lo que Yuri dijo ayer.

– Ya lo sé. Pero hay más cosas. El pasado fin de semana el sheriff informó al hijo de la pareja de que sus padres podrían haber desaparecido. El chico trabaja en la Agencia de Investigación de Georgia, y la hija, en la oficina del fiscal de Nueva York, pero ninguno de los dos se encuentra en estos momentos en el trabajo. Daniel, el agente de Georgia, lleva fuera desde el lunes. Su hermana, Susannah, ha pedido unos días de permiso esta misma tarde. He dejado recado a sus responsables de que me llamen.

Pero aún había más, Vito lo notaba; y seguro que lo que venía era peor.

– Dímelo ya, Liz.

– La policía de White Plains, en Nueva York, ha encontrado a Kyle Lombard en su tienda de antigüedades.

El corazón de Vito se mantuvo en vilo.

– ¿Muerto?

– Con una bala entre los ojos. Parece de un arma alemana, antigua. Nos enviarán la bala para que la comparemos con la de la víctima de la primera fila. La policía local ha registrado la tienda y ha encontrado todo tipo de objetos medievales de procedencia ilegal ocultos bajo tierra. A tu Sophie le espera un buen trabajo de campo.

Vito procuró que se le asentara el estómago. Ahora el peligro que acechaba a «su Sophie» era manifiesto.

– ¿Qué hay de los otros dos, Shafer y Brewster?

– Parece que Shafer también estaba a tiro, por así decirlo. Otro balazo entre los ojos. A los dos los ataron a una silla y les dispararon en la misma tienda. A Brewster aún no lo hemos localizado.

– Si Lombard comerciaba, podríamos comprobar los registros de ventas. A lo mejor encontramos algún vínculo con el asesino.

– Eso no va a ser posible. A Lombard le limpiaron el ordenador y esparcieron los papeles de los archivos por el despacho. Y, por si fuera poco, la policía federal se ha hecho con la tienda y los inventarios de Lombard. Está claro que traficaba con armas, tuvieran seiscientos años o sesenta. Me temo que tarde o temprano nos presionarán para que les pasemos el caso.

Vito frunció el entrecejo.

– Tú no lo permitirás, ¿verdad?

– Si está en mi mano, no. Pero si yo fuera tu responsable, que lo soy, te recomendaría que volvieras aquí y pusieras punto final a esto cuanto antes si no quieres recibir ayuda que no deseas.

– Mierda. -Vito exhaló un suspiro-. ¿Sabe Sophie algo de lo de Lombard y Shafer?

– La he llamado y se lo he dicho. Es una mujer inteligente, Vito. Ha dicho que no saldría sola y que nos avisaría para que pasáramos a recogerla cuando termine la jornada.

– De acuerdo, bien hecho.

– ¿Y tú? ¿Estás bien? -preguntó Liz.

– No, no mucho. Pero si ella se anda con cuidado… Será cuestión de atrapar a ese tío.

– Sí. Hasta pronto.

Vito colgó y, con el entrecejo fruncido, se quedó mirando el edificio que albergaba oRo.

– Se han cargado a Lombard y a Clint Shafer. Un balazo entre los ojos. Con una Luger.

– Mierda -masculló Nick-. Imagino que es la forma de que no atemos cabos por esa parte.

Vito se dispuso a apearse del vehículo.

– Vamos a hablar con Van Zandt un ratito más.

Pero Nick lo detuvo.

– Primero tienes que comer y después tienes que calmarte. Si lo intimidas, desaparecerá. Y ya te he dicho que no pienso sacarte las castañas del fuego.

– De acuerdo.

– Tal vez será mejor que esta vez hable yo -propuso Nick.

Vito retiró el envoltorio de plástico de su sándwich con mala cara.

– De acuerdo.


Nueva York,

jueves, 18 de enero, 15:05 horas

– El señor Van Zandt no está.

Vito miró de hito en hito a la secretaria de expresión malcarada.

– ¿Cómo dice?

Nick se aclaró la garganta.

– El señor Van Zandt nos ha dicho que estaría aquí esta tarde.

– Ha recibido una llamada de un cliente y ha tenido que marcharse.

– ¿Y a qué hora ha sido eso? -preguntó Nick.

– Hacia el mediodía.

Nick asintió.

– Ya. Bueno, entonces, ¿puede usted facilitarnos una lista de los empleados?

Vito se mordió la lengua. Sabía que Nick, al igual que él, estaba convencido de que el sobre que la mujer les tendió con fastidio no contenía la información que deseaban.

Nick extrajo de él un folio con el membrete de oRo; el mensaje era claro y conciso.

– «Vuelvan con una orden judicial» -leyó Nick-. Firmado: «Jager A. Van Zandt.»Muy bien. Eso haremos. -Extrajo una hoja en blanco de la impresora de la secretaria-. ¿Puede anotar aquí su nombre, por favor? Quiero asegurarme de que en la orden aparece escrito correctamente. Luego firme.

La mujer dejó de pronto de mostrarse tan insolente. Escribió su nombre y entregó la hoja a Nick.

– Ya saben por dónde se sale.

– Por el mismo sitio que hemos entrado -repuso Nick con una sonrisita y su peculiar acento del sur-. Que tenga un buen día.

Cuando estuvieron dentro del coche, Nick dobló el papel con el nombre de la secretaría y se lo guardó en el bolsillo junto con el sobre.

– Son muestras de caligrafía -dijo-. Para compararlas con las cartas de Claire.

– Buen trabajo. Gracias, Nick. Estaba demasiado alterado para actuar bien.

– Tú me has asistido a mí muchas veces. Me parece que formamos un buen equipo.

– Disculpen. -Un hombre corría hacia ellos con semblante angustiado-. ¿Salen de oRo?

– Sí, señor -respondió Vito-. Pero no somos de la empresa.

– Llevo tratando de localizar a Derek Harrington desde ayer. Siempre me dicen que no está.

– ¿Para qué quiere ver a Harrington? -quiso saber Nick.

– Es por mi hijo. Me prometió que les mostraría una fotografía suya a los dibujantes.

A Vito se le cayó el alma a los pies a la vez que crecía su temor.

– ¿Por qué, señor?

– Hace tiempo que desapareció y una persona que trabaja en la empresa dijo que lo había visto. Posó para ellos, y quiero saber cuándo y dónde. Por lo menos así sabré por dónde empezar a buscarlo.

Vito se sacó la placa del bolsillo.

– Soy el detective Ciccotelli, y este es mi compañero, el detective Lawrence. ¿Cómo se llama? ¿Lleva encima alguna fotografía de su hijo?

El hombre entornó los ojos ante la placa.

– ¿Son de Filadelfia? Yo soy Lloyd Webber. -Le entregó a Vito una fotografía-. Este es mi hijo, Zachary.

Era el joven que había recibido el disparo en la cabeza.

– El uno-tres -masculló.

– ¿Cómo? ¿Qué significa eso? -preguntó Webber.

– Llamaré a Carlos y a Charles -propuso Nick en voz baja, y se retiró para telefonear.

Vito miró al hombre a los ojos.

– Lo siento, señor. Me parece que hemos encontrado el cadáver de su hijo.

La mirada de Webber se debatía entre la incredulidad y la amarga aceptación.

– ¿En Filadelfia?

– Sí, señor. Si su hijo es quien creemos, lleva muerto alrededor de un año.

Webber se deshinchó.

– Lo sabía, solo que no quería creerlo. Tengo que llamar a mi mujer.

– Lo siento -repitió Vito.

Webber asintió con rigidez.

– Ella querrá saber cómo murió. ¿Qué le digo?

Vito vaciló. Liz querría mantener en secreto el máximo de información, pero aquel padre merecía saber qué le había ocurrido a su hijo; estaba seguro de que Liz estaría de acuerdo en eso.

– Le dispararon, señor.

Webber lanzó una mirada furibunda al edificio.

– ¿En la cabeza?

– Sí, pero le agradeceríamos que de momento se guarde esa información para usted.

Él asintió, aturdido.

– Gracias. No le diré a mi mujer dónde le dispararon.

Vito lo observó alejarse unos tres metros y llamar a su esposa. Luego tragó saliva al ver que los hombros de Webber empezaban a elevarse con movimientos convulsivos.

– Mierda -susurró Vito con rabia al oír acercarse a Nick-. Te juro que tengo muchas ganas de encontrarlo. Y de hacerle pagar.

– Lo sé. Charles y Carlos me han pedido que los esperemos aquí hasta que consigan la orden judicial. Tratarán de hacerse con todos los documentos de oRo.

Vito y Nick oyeron cerrarse la puerta de un coche tras ellos y ambos se volvieron. Un hombre se apeó del taxi en el que viajaba, con semblante triste y resuelto.

– ¿Son ustedes los detectives de Filadelfia?

– Sí -respondió Nick-. ¿Quién nos busca?

El hombre se plantó frente a ellos con las manos embutidas en los bolsillos de su abrigo.

– Me llamo Tony England. Trabajaba para oRo hasta hace dos días. Derek Harrington era mi jefe.

– ¿Qué ocurrió? -quiso saber Nick.

– Me marché. Jager estaba obligando a Derek a hacer cosas con las que él no estaba de acuerdo. Y yo tampoco. No podía quedarme en la empresa de brazos cruzados mientras Jager se lo cargaba todo.

– ¿Cómo ha sabido que nos encontraría aquí? -preguntó Vito.

– oRo es una empresa pequeña. Treinta segundos después de que entraran por la puerta, todo el mundo lo sabía. Un viejo amigo me llamó y me dijo que habían preguntado por Derek. He venido enseguida pero ya se habían marchado. -England entornó los ojos al ver a Webber, que a pesar de haber finalizado la llamada seguía allí plantado, dándoles la espalda, llorando en silencio-. ¿Quién es ese hombre?

Vito miró a Nick y este hizo un discreto gesto de asentimiento. Vito le mostró la fotografía.

– El padre de este chico. Se llama Zachary. Está muerto.

El rostro enjuto de England perdió todo el color.

– Qué mierda. Qué puta mierda. Es… -Miró horrorizado la fotografía-. Santo Dios. Qué hemos hecho.

– ¿Sabe quién dibujó al chico para el videojuego, señor England? -preguntó Nick en tono quedo.

England entrecerró los ojos.

– Frasier Lewis. Espero que le frían el trasero y que se pudra en el infierno.

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