Las diez en punto.
Myron volvió a dar el nombre de Win y entró en el recinto del Merion. Buscó el Jaguar de Win, pero no estaba a la vista. Aparcó y comprobó que no había guardas. Todos estaban apostados en la entrada principal. Aquello facilitaba las cosas.
Cruzó de un salto la cuerda blanca que delimitaba el campo de golf y comenzó a atravesarlo. Ya era de noche, pero las luces de las casas que había a los lados del camino permitían avanzar sin problemas. Pese a su fama, el campo del Merion era diminuto. Desde el aparcamiento hasta Golf Course Road, a través de dos calles, había menos de cien metros.
La humedad flotaba en el aire y Myron no tardó en notar la camisa pegajosa. El canto de los grillos era tan monótono como un disco de Mariah Carey, aunque menos irritante. La hierba le hacía cosquillas en los tobillos.
A pesar de su natural aversión al golf, Myron se sentía como si aquel lugar fuese una especie de tierra sagrada y él estuviera cometiendo un sacrilegio al pisarla. Los fantasmas poblaban la noche, tal como ocurría en cualquier lugar que hubiese dado pie a una leyenda. Myron recordó la vez en que había estado a solas en el estadio de los Celtics de Boston. Fue una semana después de que éstos le ficharan tras la primera ronda de la selección para la NBA. Clip Arnstein, el mítico presidente de los Celtics, lo había presentado a la prensa aquel mismo día. Lo pasó en grande. Entre risas y bromas, los periodistas le dijeron de Myron que sería el próximo Larry Bird. Aquella noche, a solas en la famosa pista del Boston Carden, tuvo la vivida impresión de que las banderas que conmemoraban los campeonatos obtenidos por el club comenzaban a ondear en el aire inmóvil, dándole la bienvenida y susurrándole historias del pasado y promesas del porvenir.
Myron no llegó a jugar un solo partido en aquella pista.
Aminoró el paso al llegar a Golf House Road y saltó la cuerda blanca. Entonces se agachó detrás de un árbol. Aquello no iba a ser fácil. Ahora bien, tampoco le resultaría sencillo a su presa. En los vecindarios como aquél cualquier cosa sospechosa se detectaba enseguida. Por ejemplo, un automóvil estacionado donde no correspondía. Por eso Myron había dejado su coche en el aparcamiento del Merion. ¿Habría hecho lo mismo el secuestrador? ¿Tendría el coche en la calle? ¿Lo habría acompañado alguien hasta allí?
Sin atreverse a ponerse en pie, salió como una flecha hasta otro árbol. Supuso que debía de tener un aspecto bastante cómico: un individuo de casi dos metros de estatura y más de ochenta kilos de peso corriendo de un arbusto a otro como si fuese un chico jugando al escondite.
Pero ¿qué otra opción tenía?
No podía ponerse a caminar despreocupadamente por la calle. El secuestrador podría verlo. El éxito de su plan se basaba en que él descubriera al secuestrador antes de que éste lo descubriese a él. ¿Cómo hacerlo? Lo cierto es que no tenía ni idea. Lo mejor que se le ocurrió fue ir estrechando el cerco alrededor de la casa de los Coldren, al acecho de…, bueno, de lo que fuera.
Escudriñó los alrededores, en busca de algún sitio que el secuestrador pudiera utilizar como puesto de observación, de un lugar seguro donde esconderse, y desde el cual un hombre provisto de unos prismáticos tuviera una buena visión de la casa. Nada. Era una noche absolutamente apacible y sin viento.
Avanzó con sigilo de arbusto en arbusto, y luego fue acercándose, trazando una espiral, a la casa de los Coldren. De pronto cayó en la cuenta de que estaba exponiéndose demasiado, y procuró esconderse mejor, confundirse con el entorno.
Se sentía como una especie de guerrero ninja.
Las luces brillaban en las espaciosas casas de piedra con contraventanas negras. Todas eran imponentes y bastante bonitas; transmitían cierto aire de intimidad hogareña.
Estaba cada vez más cerca de la vivienda de los Coldren. Seguía sin ver nada, ni un solo coche aparcado en los caminos. Sudaba a mares. Dios, cuánto deseaba darse una ducha. Se puso en cuclillas y siguió vigilando la casa.
¿Y ahora qué?
Esperar. Estar alerta ante cualquier movimiento. La vigilancia y todo lo que tuviese que ver con ella no eran el fuerte de Myron. Win era quien solía ocuparse de esas tareas. Tenía la paciencia y la disciplina necesarias. Myron ya se estaba impacientando. Ojalá se hubiese llevado una revista o cualquier otra cosa para leer.
Al cabo de tres minutos, la monotonía se rompió al abrirse la puerta principal. Myron se incorporó. Esme Fong y Linda Coldren aparecieron en el umbral. Se despidieron. Esme dio a Linda un firme apretón de manos y se dirigió hacia su coche. Linda Coldren cerró la puerta. Esme Fong puso el coche en marcha y se fue.
Aquel asunto de la vigilancia deparaba una emoción tras otra.
Myron se situó detrás de un arbusto. Había montones de arbustos por allí. Mirara hacia donde mirase, veía arbustos de diversos tamaños y formas. A los ricos de abolengo les encantaban los arbustos, decidió Myron. Se preguntó si habrían dispuesto alguno en la cubierta del Mayflower.
Empezó a tener calambres en las piernas de tanto estar en cuclillas. Las estiró, primero una y luego la otra. La rodilla mala, la que había puesto fin a su carrera como jugador de baloncesto, empezó a dolerle. Estaba acalorado, pegajoso y entumecido. Ya iba siendo hora de largarse.
Entonces oyó un ruido.
Parecía proceder de la puerta trasera de la casa de los Coldren. Suspiró, se puso en pie haciendo crujir los huesos y la rodeó. Se ocultó detrás de un arbusto y asomó con cuidado la cabeza.
Jack Coldren se hallaba en el patio trasero, con el palo de golf entre las manos, hablando acaloradamente con su cadi, Diane Hoffman. Ninguno de los dos parecía muy complacido. Myron no podía oírlos, pero ambos gesticulaban como posesos.
Estaban discutiendo.
Por supuesto, era probable que aquello no tuviera nada de extraño. Los cadis y los jugadores discutían a menudo. Recordó haber leído que Seve Ballesteros, el antiguo niño prodigio español, siempre se peleaba con su cadi. Era algo consabido. Pura rutina, un cadi y un jugador profesional en plena riña, más aún durante un torneo tan cargado de tensiones como el Open de Estados Unidos.
Aunque el momento elegido era muy curioso.
Reflexionemos por un instante. Un hombre recibe una llamada espantosa de un secuestrador. Presuntamente, oye a su hijo chillar de miedo o de dolor. Un par de horas después lo vemos en el patio trasero de su casa discutiendo sobre su backswing con su cadi.
¿Tenía sentido todo aquello?
Myron resolvió acercarse un poco más, pero no había forma de hacerlo directamente. Debería recurrir otra vez a los arbustos, desplazarse hasta un lado de la casa y rodearlos por detrás. Se lanzó hacia la izquierda y se arriesgó a mirar de nuevo. Seguían abroncándose. De pronto, Diane Hoffman dio un paso hacia Jack y le dio un bofetón.
El sonido rasgó la noche como una guadaña. Diane Hoffman gritó algo ininteligible. Myron acertó a oír la palabra «cabrón», pero nada más. Diane arrojó el cigarrillo a los pies de Jack y se fue hecha una furia. Jack bajó la vista, meneó lentamente la cabeza y volvió a entrar en la casa.
«Vaya, vaya -pensó Myron-. Habrán tenido alguna dificultad con ese backswing.»
Myron permaneció oculto tras el arbusto. Oyó que un coche se ponía en marcha en el camino de entrada. Era el de Diane Hoffman. Por un instante se preguntó qué pintaba ella en todo aquello. Era obvio que había estado en la casa. ¿Acaso era el misterioso vigilante? Consideró la posibilidad. La idea apenas estaba comenzando a tomar forma en su mente, cuando divisó al hombre.
O al menos supuso que se trataba de un hombre.
Era bastante difícil saberlo desde donde estaba agazapado. Myron no daba crédito a lo que veía. Se había equivocado por completo. El malhechor no había estado oculto entre los arbustos ni en ningún otro sitio por el estilo. Myron observó en silencio que una figura vestida de negro salía de una ventana del piso superior. Para ser más exactos, si la memoria no le fallaba, de la ventana del dormitorio de Chad Coldren.
Vaya, vaya.
Myron se agachó. ¿Qué hacer? Necesitaba de un plan. Sí, un plan. Buena idea. Pero ¿qué plan? ¿Caer sobre el intruso? No. Mejor seguirlo. Quizá lo condujese hasta Chad Coldren.
Volvió a mirar a hurtadillas. La figura vestida de negro había bajado por un enrejado blanco cubierto de hiedra. Saltó cuando faltaban un par de metros. En cuanto sus pies tocaron el suelo, salió corriendo a toda velocidad.
Estupendo.
Myron fue tras la figura, procurando mantenerse tan alejado de ella como le fuera posible. La figura, no obstante, corría. Aquello hacía que seguirla en silencio resultara bastante complicado. Pero Myron guardó una buena distancia. No quería correr el riesgo de ser descubierto. Además, era bastante probable que el intruso tuviese un coche o que alguien lo recogiera. Apenas circulaban vehículos por aquellas calles. Myron distinguiría con seguridad el sonido de un motor.
¿Y entonces qué?
¿Qué haría Myron cuando el intruso subiera al coche? ¿Correr de regreso en busca del suyo? No, aquello no daría resultado. ¿Seguir el coche a pie? Carecía de sentido. Así pues, ¿qué iba a hacer exactamente?
Buena pregunta.
Ojalá Win estuviera allí.
El intruso siguió corriendo sin parar. A Myron empezó a faltarle el aire. Por Dios, pero ¿a quién demonios estaba dando caza? ¿A Carl Lewis? Recorrieron otros cuatrocientos metros antes de que la figura girara abruptamente hacia la derecha y se perdiera de vista. El viraje fue tan rápido que por un instante Myron creyó haber sido descubierto. Imposible. Estaba demasiado alejado y su presa en ningún momento había mirado hacia atrás.
Myron trató de darse aún más prisa, pero la calzada estaba llena de grava. Era imposible correr sin hacer ruido. Aun así, tenía que recuperar terreno. Corrió de puntillas, lo cual le confirió el aspecto de un Barishnikov con disentería. Rezó para que nadie lo viera.
Llegó al cruce. La calle se llamaba Green Acres, lo que le recordó la antigua serie de televisión del mismo nombre. La sintonía empezó a sonar en su cabeza, como si alguien hubiese pulsado los botones de un tocadiscos automático. No podía pararla. Eddie Albert conducía un tractor. Eva Gabor abría paquetes en un ático de Manhattan. Sam Drucker saludaba desde el mostrador de su tienda de artículos diversos. El señor Haney enganchaba los pulgares a sus tirantes. Arnold, el cerdo, gruñía.
Sin duda, la humedad estaba reblandeciéndole el cerebro.
Myron giró a la derecha y miró hacia delante.
No vio nada.
Green Acres era una calle sin salida bastante corta, a cuyos lados se alzaban unas cinco casas. Casas suntuosas, o al menos eso supuso Myron. Altísimas cercas de arbustos (y dale con los arbustos) flanqueaban la calle. En los senderos de entrada había verjas cerradas, de las que funcionan por control remoto o bien pulsando una combinación en un teclado. Myron se detuvo y recorrió la calle con la mirada.
¿Dónde se había metido nuestro muchacho?
Notó que el pulso se le aceleraba. Ni rastro de él. La única escapatoria era el bosque que había al final de la calle. Debía de haberse metido ahí, pensó Myron, siempre y cuando hubiera tenido la intención de huir y no la de esconderse entre los arbustos. Al fin y al cabo, cabía la posibilidad de que hubiese descubierto que lo seguían. Quizás había decidido ocultarse, esperar a que Myron pasara por su lado y saltar sobre él.
Aquellas ocurrencias no eran nada reconfortantes.
¿Y entonces qué?
Myron se lamió el labio superior cubierto de sudor. Tenía la boca terriblemente reseca. «Ánimo, Myron», se dijo a sí mismo. Medía un metro noventa y tres y pesaba ochenta y dos kilos. Además, era cinturón negro de taekwondo y un luchador bien entrenado. Estaba en condiciones de repeler cualquier ataque.
Salvo si el tipo iba armado.
Eso constituía una dificultad añadida. El entrenamiento y la experiencia en la lucha cuerpo a cuerpo resultaban de gran ayuda, pero no lo hacían a uno inmune a las balas. Ni siquiera a Win. Naturalmente, Win no habría sido tan estúpido como para meterse en semejante lío.
Myron sólo iba armado cuando lo consideraba absolutamente necesario. Win, en cambio, llevaba en todo momento consigo dos pistolas y algún arma blanca.
Así pues, ¿qué hacer?
Miró alrededor, pero no había muchos lugares donde esconderse. Las cercas de arbustos eran impenetrables. Sólo quedaba el bosque al final de la calle, pero parecía espeso e inhóspito, y no había farolas por allí.
¿Debía internarse en él?
No. En el mejor de los casos, resultaría inútil. No tenía ni idea de lo grande que era el bosque, ni de qué dirección seguir, ni de nada. La probabilidad de dar con el intruso era remota. Seguramente había decidido esconderse un rato, a la espera de que Myron se largara.
Largarse. Parecía el mejor plan.
Myron retrocedió hasta el principio de Green Acres.
Giró a la izquierda, recorrió unos doscientos metros y se apostó detrás de otro arbusto. Los arbustos y él ya se trataban de tú a tú. A aquél lo bautizó con el nombre de Frank.
Esperó una hora. No apareció nadie.
Estupendo.
Por fin se puso en pie, se despidió de Frank y fue en busca de su coche. El malhechor tenía que haber huido a través del bosque, lo cual significaba que había previsto una vía de escape o, lo que era más probable, que conocía a fondo la zona. También podía significar que se trataba de Chad Coldren. O que los secuestradores sabían muy bien lo que se llevaban entre manos, en cuyo caso a esas alturas seguramente se habrían enterado de la participación de Myron, así como de que los Coldren habían desobedecido sus órdenes.
Myron esperaba de todo corazón que se tratara de una broma de mal gusto y no de un secuestro, pues de lo contrario las repercusiones eran imprevisibles. Se preguntó cómo reaccionarían los secuestradores ante lo que acababa de hacer. Y mientras proseguía su camino, recordó la última llamada telefónica y el sonido angustioso y sobrecogedor del chillido de Chad Coldren.