22

Esperanza propuso un plan.

– La viuda de Lloyd Rennart se llama Francine. Es artista.

– ¿De qué clase?

– No lo sé. Pintora, escultora, ¿qué más da?

– Sólo era curiosidad. Continúa.

– La he llamado y le he dicho que eras reportero del Coastal Star. Es un periódico de la zona de Spring Lake. Estás preparando un artículo sobre el estilo de vida de varios artistas locales.

Myron asintió. Era un buen plan. La gente no suele rechazar la oportunidad de ser entrevistada si eso ayuda a promocionar su actividad.

Win ya había hecho arreglar las ventanas del coche de Myron, quien no tenía ni idea de cómo lo había conseguido. Los ricos, ya se sabe, son diferentes. El trayecto duró aproximadamente dos horas. Eran las ocho de la tarde del sábado. Al día siguiente Linda y Jack Coldren entregarían el dinero del rescate, ¿Cómo lo harían? ¿Se reunirían en un lugar público? ¿Habría un mediador? Por enésima vez, Myron se preguntó cómo les estaría yendo a Linda, Jack y Chad. Se imaginaba el aspecto que debía de presentar el rostro juvenil y despreocupado de Chad mientras le cortaban el dedo. Se preguntaba si el secuestrador habría empleado un cuchillo afilado, una cuchilla de carnicero, un hacha, una sierra…

Se preguntaba qué se sentiría.

Francine Rennart no vivía en Spring Lake, sino en Spring Lake Heights. Había una gran diferencia. Spring Lake se hallaba a orillas del océano Atlántico y era una localidad costera tan hermosa como cabía esperar. Había mucho sol, muy pocos crímenes y casi ninguna etnia minoritaria. Esto último, sin embargo, constituía un problema. La espléndida localidad recibía el apodo de la Irlandesa. Eso significaba que no había buenos restaurantes. Ni uno solo. La idea que los lugareños tenían de la haute cuisine consistía en que la comida se sirviera en platos en lugar de en canastas. Si a alguien le apetecía algo exótico, iba a una tienda de comida china para llevar cuyo ecléctico menú incluía delicadezas tan exóticas como el pollo chow mein, y, para los más aventureros, el pollo lo mein. Ése era el problema de muchas de aquellas poblaciones. Necesitaban unos cuantos judíos, o gays, o lo que fuera para salpimentar la existencia, para añadir un poco de teatro y un par de clubes nocturnos interesantes.

Sólo es una opinión personal.

Si Spring Lake era una película antigua, Spring Lake Heights era la otra cara de la moneda. No se trataba de un barrio bajo ni nada por el estilo. La zona donde vivían los Rennart era una especie de urbanización de casas prefabricadas, a medio camino entre los campamentos de caravanas y las colonias de pisos construidos en desnivel de finales de los sesenta. Genuino sabor americano.

Myron llamó a la puerta. Una mujer que supuso era Francine Rennart abrió la mosquitera. Su sonrisa impostada estaba sombreada por el gancho intimidador que tenía por nariz. Tenía el pelo castaño y sin brillo, completamente desordenado, como si acabara de quitarse los rulos y no hubiese tenido tiempo de peinarse.

– Hola -la saludó Myron.

– Usted debe de ser del Coastal Star.

– En efecto -Myron le tendió la mano-. Soy Bernie Worley.

– Se presenta usted en un momento muy oportuno -dijo Francine-. Acabo de inaugurar una exposición.

Entre el mobiliario del salón no había nada de plástico, aunque debería haberlo habido. El sofá era de un verde descolorido. La butaca reclinable (una Barca Lounge genuina) era marrón y estaba llena de desgarrones remendados con cinta aislante. El televisor tenía la antena encima y una pared estaba cubierta con una colección de platos que Myron había visto anunciada en Parade.

– Mi estudio está en la parte trasera -indicó ella.

Francine Rennart lo condujo hasta un espacioso anexo situado después de la cocina. Era una habitación de paredes blancas con muy pocos muebles. En medio había un sofá con un muelle a la vista, una silla de cocina apoyada contra él y una alfombra enrollada. Una especie de manta cubría un objeto de forma triangular. Cuatro papeleras de cuarto de baño se alineaban junto a la pared del fondo, Myron supuso que debido a las goteras.

Francine Rennart no lo invitó a tomar asiento, sino que permaneció junto a él en el umbral y preguntó:

– ¿Qué le parece?

Myron sonrió, se hallaba atrapado en una encrucijada. No era tan estúpido como para preguntar «¿Qué me parece el qué?», pero tampoco lo bastante listo como para saber a qué. demonios se refería. De modo que se quedó callado, con una sonrisa similar a la que exhiben los presentadores de televisión tras anunciar una pausa para la publicidad.

– ¿Le gusta? -insistió Francine Rennart.

– Ajá -repuso Myron sin dejar de sonreír.

– Ya sé que no está al alcance de todo el mundo.

– Hmmm -fue todo lo que consiguió expresar él.

Ella le escrutó el rostro un instante. Él mantuvo la sonrisa idiota.

– Usted no sabe nada sobre instalaciones, ¿no es verdad?

Myron se encogió de hombros.

– Me ha pillado. -Cambió de táctica al vuelo-. Verá, lo que ocurre es que no suelo hacer crónicas de este tipo. Soy periodista deportivo. Ése es mi fuerte. -Su fuerte. Nótese la genuina jerga de reportero-. Pero Tanya, o sea mi jefa, necesitaba que alguien redactara un artículo sobre estilos de vida, y cuando Jennifer llamó diciendo que estaba enferma, bueno, me tocó a mí. Es un reportaje sobre varios artistas locales: pintores, escultores… -No se le ocurría ninguna otra clase de artista, de modo que no siguió-. En fin, quizá pueda usted explicarme un poco lo que hace.

– Mi obra es sobre espacios y conceptos. Consiste en crear estados de ánimo.

Myron asintió.

– Entiendo.

– No es arte per se, en el sentido clásico. Va más allá. Es el paso siguiente en el proceso evolutivo del arte.

– Entiendo -repitió Myron.

– Todo cuanto hay en esta exposición sirve a un propósito. El lugar donde he colocado el sofá. La textura de la moqueta. El color de las paredes. La forma en que el sol entra por las ventanas… La combinación de estos elementos crea un ambiente específico.

Myron hizo un ademán hacia la… obra de arte.

– ¿Y cómo vende algo de estas características?

– No se vende -respondió ella.

– ¿Cómo dice?

– El arte no tiene nada que ver con el dinero, señor Worley. Los verdaderos artistas no asignan un valor monetario a su obra. Sólo los mercenarios lo hacen.

Sí, como Miguel Ángel y Da Vinci, menudos mercenarios.

– ¿Qué hace entonces con esto? -inquirió él-. Quiero decir, ¿se limita a guardarlo en esta habitación, sin más?

– No. Introduzco cambios. Monto otras piezas. Creo algo nuevo.

– ¿Y qué pasará con ésta?

Ella sacudió la cabeza.

– El arte no tiene nada que ver con la permanencia. La vida es transitoria. ¿Por qué no va a serlo también el arte?

De modo que era eso.

– ¿Tiene nombre esta clase de arte?

– Instalación. Aunque no me gustan nada las etiquetas.

– ¿Cuánto hace que se dedica a… al arte de las instalaciones?

– Llevo dos años trabajando en mi doctorado en el New York Art Institute.

Myron procuró no mostrar su sobresalto.

– ¿Asiste a clases para hacer esto?

– Sí. Tienen un programa muy selectivo.

Claro, pensó Myron, como un curso de reparación de vídeos y televisores de esos que anuncian en las revistas.

Por fin regresaron a la sala de estar. Myron se sentó en el sofá. Con cuidado, pues quizá también fuese una obra de arte. Esperó a que ella le ofreciera una galleta, u otra obra de arte con forma de galleta.

– No acaba de comprenderlo, ¿verdad?

Myron se encogió de hombros.

– Quizá si añadiera una mesa de póquer y unos tahúres.

Francine Rennart soltó una carcajada.

– No estaría nada mal -dijo.

– Si me lo permite, ¿podríamos cambiar de tema? -propuso Myron-. ¿Qué le parece si hacemos algo sobre Francine Rennart, la persona?

Ella se mostró un tanto precavida, pero dijo:

– De acuerdo, pregunte.

– ¿Está casada?

– No. -Su voz sonó como un portazo.

– ¿Divorciada?

– No.

Al reportero Bolitar le encantaban los entrevistados locuaces.

– Entiendo -dijo-. En ese caso supongo que no tendrá hijos.

– Tengo un hijo.

– ¿Qué edad tiene?

– Diecisiete. Se llama Larry.

Un año mayor que Chad Coldren. Interesante.

– ¿Larry Rennart?

– Sí.

– ¿Dónde estudia?

– Aquí mismo, en el instituto Manasquan. Está en el último curso.

– Estupendo. -Myron se arriesgó y dio un mordisco a una galleta-. Tal vez podría entrevistarlo, también.

– ¿A mi hijo?

– Claro. Sería interesante incorporar alguna cita del hijo pródigo hablando de lo orgulloso que está de su madre, de cómo la apoya en lo que hace, esa clase de cosas. -El reportero Bolitar resultaba patético.

– No está en casa.

– Vaya.

Esperó a que le diera más detalles, pero no lo hizo.

– ¿Dónde está Larry? -preguntó Myron-. ¿Vive con su padre?

– Su padre está muerto.

Por fin. Myron supo disimular con maestría.

– Caray, lo siento. No he… Quiero decir, es usted tan joven. No se me ha ocurrido la posibilidad de… -El reportero Bolitar se mostraba aturrullado.

– No se preocupe -dijo Francine Rennart.

– Le pido que me disculpe.

– Está bien.

– ¿Hace tiempo que enviudó?

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Antecedentes.

– ¿Antecedentes?

– Sí. Me parece esencial para comprender a Francine Rennart, la artista. Deseo explorar cómo ha afectado la viudez a su persona y a su arte. -El reportero Bolitar demuestra sus tablas.

– Hace poco que soy viuda.

Myron señaló hacia el… estudio.

– Así pues, cuando creó esa obra, ¿condicionó la muerte de su marido el resultado final? Me refiero al color de las papeleras o la forma de enrollar esa alfombra.

– No, lo cierto es que no.

– ¿Cómo murió su marido?

– ¿A santo de qué…?

– Una vez más, lo considero importante para asimilar el contenido de su obra. ¿Fue un accidente, por ejemplo? La clase de muerte que nos hace reflexionar sobre la volubilidad del destino. ¿Una enfermedad larga? Ver sufrir a un ser querido…

– Se suicidó.

Myron fingió sorprenderse.

– Lo lamento mucho -dijo.

Ella empezó a ponerse a todas luces nerviosa. Mientras Myron la observaba, sintió una horrible punzada en el corazón. «Afloja -se dijo-. Deja de centrarte sólo en Chad Coldren y recuerda que esta mujer también ha sufrido. Estuvo casada con ese hombre. Lo amó, vivió con él, construyeron juntos una vida y le dio un hijo.»

Y después de todo eso, prefirió poner fin a su vida en lugar de pasarla junto a ella.

Myron tragó saliva. Jugar de aquel modo con el dolor de un ser humano era, en el mejor de los casos, una injusticia. Menospreciar la labor artística de aquella mujer porque no la entendía era cruel. Myron no se gustaba mucho en aquel momento. Por un instante pensó que debía marcharse, pues las posibilidades de que aquello tuviera algo que ver con el caso eran muy remotas, pero, por otra parte, tampoco podía olvidarse sin más de un chico de dieciséis años al que le habían amputado un dedo.

– ¿Estuvieron casados mucho tiempo?

– Casi veinte años -respondió ella en voz baja.

– No quisiera entrometerme, pero ¿cómo se llamaba?

– Lloyd Rennart.

Myron entrecerró los ojos como quien trata de recordar algo.

– ¿Por qué me suena ese nombre?

Francine Rennart se encogió de hombros.

– Era copropietario de un bar en Neptune City. El RustyNail.

– Claro -dijo Myron-. Ahora caigo. Pasaba mucho tiempo allí, ¿verdad?

– Sí.

– Dios mío, si yo lo conocía. Lloyd Rennart. Ahora me acuerdo. Había enseñado golf, ¿verdad? Estuvo en el circuito durante un tiempo.

Francine Rennart frunció el entrecejo.

– ¿Cómo lo sabe?

– Por el Rusty Nail. Soy un gran aficionado al golf. Como jugador soy una calamidad, pero sigo el golf como otros siguen la Biblia. -Estaba dejando de hacer pie, pero quizá llegase a alguna parte-. Su marido fue cadi de Jack Coldren, ¿verdad? Hace mucho tiempo. Recuerdo que lo comentamos.

Ella tragó saliva con dificultad.

– ¿Qué le contó?

– ¿Contar?

– Sobre su época como cadi.

– Oh, poca cosa. Solíamos charlar de nuestros jugadores favoritos, Nicklaus, Trevino, Palmer, o de los grandes campos; sobre todo del Merion.

– No.

– ¿Perdón?

– Lloyd nunca hablaba de golf -dijo ella con voz firme.

El reportero Bolitar se cubre de gloria.

Francine Rennart lo miró de soslayo.

– No puede ser de la compañía de seguros. Ni siquiera he reclamado… -Reflexionó por un instante-. Espere un momento. Me ha dicho que era periodista deportivo. Por eso está aquí. Jack Coldren vuelve al ruedo y usted está preparando un artículo sobre su vida.

Myron negó con la cabeza. Se sintió avergonzado. «Ya basta», pensó. Respiró hondo varias veces y dijo:

– No.

– Entonces ¿quién es?

– Me llamo Myron Bolitar. Soy agente deportivo.

– ¿Qué quiere de mí? -preguntó ella, desconcertada.

Myron buscó las palabras adecuadas, pero todas le parecían insuficientes.

– No estoy seguro. Probablemente nada; ha sido una pérdida de tiempo absurda. Tiene razón. Jack Coldren ha regresado al circuito, pero es como si…, como si el pasado lo persiguiera. A él y a su familia les están pasando cosas terribles. Y se me ocurrió…

– ¿Qué se le ocurrió? -le espetó ella-. ¿Que Lloyd había regresado de entre los muertos para vengarse?

– ¿Quería vengarse?

– Lo que sucedió en el Merion pasó hace mucho tiempo. Antes de que yo lo conociera.

– ¿Llegó a superarlo?

Tras reflexionar por unos segundos, Francine Rennart dijo:

– Le llevó mucho tiempo. Lloyd no pudo encontrar empleo en el mundillo del golf después de lo ocurrido. Jack Coldren seguía siendo un niño mimado y nadie quería contrariarlo. Lloyd perdió a todos sus amigos. Empezó a beber más de la cuenta. -Titubeó-. Tuvo un accidente.

Myron guardó silencio mientras Francine respiraba hondo.

– Perdió el control de su coche. -Su voz parecía la de un autómata-. Chocó contra otro coche. En Narberth. Cerca de donde vivía entonces. -Se detuvo y lo miró-. Su primera esposa murió en el acto.

Myron sintió un escalofrío.

– No lo sabía -dijo en voz baja.

– Fue hace mucho tiempo, señor Bolitar. Nos conocimos poco después. Nos enamoramos. Dejó de beber y compró aquel bar. Ya sé que parece extraño. Un alcohólico propietario de un bar. Pero a él le dio resultado. También compramos esta casa. Yo creía…, creía que todo iba bien.

Myron esperó un poco. Entonces preguntó:

– ¿Su marido le dio a Jack Coldren el palo equivocado a propósito?

La pregunta no pareció sorprenderla. Jugueteó con los botones de la blusa y se tomó su tiempo antes de responder.

– La verdad es que no lo sé. Nunca hablaba de ese incidente. Ni siquiera conmigo. Sin embargo, había algo ahí. Quizá fuera culpa, no lo sé. -Se alisó la falda con ambas manos-. Pero todo esto es irrelevante, señor Bolitar. Aunque Lloyd hubiera guardado rencor a Jack, ahora está muerto.

Myron trató de encontrar una manera delicada de preguntarlo, pero no se le ocurrió ninguna.

– ¿Encontraron su cadáver, señora Rennart?

Aquellas palabras la golpearon como un puñetazo en el bajo vientre.

– Era…, era una grieta muy profunda -dijo ella con voz entrecortada-. No había modo de… La policía dijo que no podían enviar a nadie allí abajo. Era demasiado peligroso. Pero no es posible que Lloyd sobreviviera. Escribió una nota. Dejó su ropa. Aún conservo su pasaporte…

Myron asintió.

– Naturalmente -dijo-. Lo entiendo.

Pero mientras se dirigía hacia la puerta, tuvo la seguridad de no estar entendiendo absolutamente nada.

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