19

Las chicas seguían en la misma mesa de la zona de bares y restaurantes del centro comercial. Resultaba asombroso. El cielo soleado y el gorjeo de los pájaros invitaban a disfrutar de los largos días de verano al aire libre. Los colegios estaban cerrados y, sin embargo, montones de adolescentes perdían el tiempo encerrados en una versión magnificada de la típica cafetería de centro docente, lamentándose del día en que tendrían que regresar al colegio.

Myron sacudió la cabeza. Reprobaba la actitud de los adolescentes, signo inequívoco de juventud desaprovechada. Pronto les estaría gritando que espabilaran.

En cuanto entró en la zona de restaurantes, todas las chicas del grupo se volvieron hacia él. Era como si tuvieran detectores de personas conocidas en cada una de las entradas del recinto. Myron no titubeó. Forzando una expresión lo más severa posible, avanzó decidido hacia ellas. Mientras se acercaba, estudió sus rostros. Al fin y al cabo, no eran más que adolescentes. La culpable, Myron estaba seguro, se delataría.

Y así fue. Casi al instante.

Era la que había sido el blanco de las bromas del día anterior, de quien se habían mofado por ser la destinataria de una sonrisa del Sarnoso. Missy, Messy o algo por el estilo. Todo encajaba. El Sarnoso no había seguido el rastro de Myron. Le habían pasado la información. Lo habían planeado todo. Por eso él sabía que Myron había estado haciendo preguntas sobre él. Así se explicaba la aparente coincidencia fortuita de que el Nazi Sarnoso estuviese vagando por la zona de restaurantes hasta que apareció Myron.

Le habían tendido una trampa.

La del cabello a lo Elsa Lancaster levantó la cara y preguntó en tono prepotente:

– ¿Qué pasa?

– Aquel tío intentó matarme -espetó Myron.

Un montón de gritos de asombro. La emoción encendió sus rostros. Para la mayoría de ellas, aquello era como un programa de televisión en vivo y en directo. Sólo Missy, Messy o como se llamase permaneció inmóvil como una roca.

– Aunque no hay de qué preocuparse -prosiguió Myron-. Estamos a punto de pillarlo. En un par de horas estará bajo arresto. En estos momentos, la policía lo está buscando. Sólo quería daros las gracias por vuestra cooperación.

– Pensaba que no eras policía -dijo Missy o Messy.

– Voy de incógnito -repuso Myron.

– Oh. Vaya. Cielos.

– ¡Joder!

– ¡Jo!

– Qué alucinante.

– ¿Vamos a salir en tele?

– ¿En las noticias de las seis?

– Ese tío de Canal Cuatro es todo una monada, ¿sabes?

– Tengo el pelo hecho un asco.

– Qué va, Amber. El mío sí que está horroroso.

Myron se aclaró la garganta.

– Estamos a punto de resolver el caso. Sólo hay algo que aún no tenemos: el cómplice.

Myron esperó a que una de ellas dijera, «¿Cómplice?», pero ninguna lo hizo.

– Alguien de este centro comercial ayudó a ese desgraciado a dar conmigo -añadió.

– ¿Aquí?

– ¿En nuestro centro comercial?

– Imposible.

– Ni hablar.

Pronunciaban las palabras «centro comercial» con la misma devoción con la que otras personas pronuncian la palabra «sinagoga».

– ¿Alguien ayudó a ese tarado?

– ¿En nuestro centro comercial?

– ¡Jo!

– No me lo puedo creer.

– Pues créetelo -dijo Myron-. De hecho, es posible que el cómplice esté aquí ahora mismo, vigilándonos.

Volvieron la cabeza en todas direcciones. Hasta Missy o Messy se las ingenió para aparentar sorpresa, aunque su interpretación resultó poco inspirada.

Myron había mostrado el palo. Ahora iba a probar con la zanahoria.

– Veréis, chicas, quiero que mantengáis los ojos y los oídos bien abiertos. Pescaremos al cómplice. No hay la menor duda. Los tíos como él siempre hablan. Pero si el cómplice no era más que un desgraciado… -Observó sus rostros inexpresivos y prosiguió-: Si ella, pongamos por caso, no sabía con quién estaba tratando y decidiera informarme enseguida, antes de que los polis la pillen, pues bueno, seguramente podría ayudarla a quedar al margen. De lo contrario, quizá le acusasen de intento de asesinato.

Nada. Myron lo había previsto. Missy o Messy jamás lo admitiría delante de sus amigas. La cárcel daba mucho miedo, pero ella era una adolescente y representaba poco más que una cerilla mojada ante el fuego de las miradas de «los suyos».

– Hasta la vista. -Myron se dirigió al otro extremo de la zona de restaurantes. Se apoyó contra una columna, apostado en el camino que iba de la mesa de las chicas a los aseos. Esperó, convencido de que Missy o Messy se excusaría e iría a su encuentro. Y así fue. Tras unos cinco minutos, se puso de pie y echó a andar hacia él. Myron esbozó una sonrisa. Pensó que quizás hubiera estado bien ser profesor de instituto. Modelar mentes jóvenes, intentar cambiar vidas para mejorarlas.

Missy o Messy torció en dirección a la salida, alejándose de Myron.

¡Maldición!

Myron corrió tras ella, con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¡Mindy! -De pronto recordó su nombre.

Ella se volvió, pero no dijo nada.

Él puso voz melosa y trató de mostrarse comprensivo.

– Cualquier cosa que me cuentes será confidencial -en tono amable-. Si estás metida en esto…

– Déjame en paz, ¿vale? Yo no estoy metida en nada.

Lo apartó y pasó apresurada por delante de Foot Locker y Athlete's Foot, dos tiendas que Myron siempre había creído que eran la misma, alter egos si se quiere, del mismo modo que nunca se ven a Batman y a Bruce Wayne en la misma habitación.

Myron la observó alejarse. No se había derrumbado, y debía admitir que le sorprendía. Asintió y el plan de apoyo se puso en marcha. Mindy seguía huyendo, volviéndose a mirar cada dos por tres para asegurarse de que Myron no la seguía. Y no lo hacía.

Mindy, sin embargo, no se percató de la atractiva mujer hispana vestida con pantalón vaquero que tenía pocos metros a su izquierda.


Mindy encontró un teléfono público junto a una tienda de discos que presentaba el mismo aspecto que todas las tiendas de discos de los centros comerciales. Echó un vistazo alrededor, metió una moneda en la ranura y marcó un número. Su dedo acababa de pulsar el séptimo dígito cuando una mano menuda le pasó por encima del hombro y colgó el teléfono.

Giró sobre sí misma y vio a Esperanza.

– ¡Eh!

– Suelta ese teléfono -masculló Esperanza.

– ¡Eh!

– Exacto, eh. Ahora suelta el teléfono.

– ¿Tú quién coño eres?

– Suelta el teléfono -repitió Esperanza-, o te lo meteré por la nariz.

Desconcertada, Mindy obedeció. Pocos segundos después apareció Myron. Miró a Esperanza y preguntó:

– ¿Por la nariz?

Ella se encogió de hombros.

– No puedes hacer esto -exclamó Mindy.

– ¿Hacer el qué? -inquirió Myron.

– Obligarme a colgar el teléfono -respondió Mindy, confusa.

– Ninguna ley me lo impide -replicó Myron. Se volvió hacia Esperanza-. ¿Sabes si hay alguna ley que lo impida?

– ¿Que impida colgar un teléfono? -Esperanza negó categóricamente con la cabeza-. No, señor.

– Ya ves, no estoy quebrantando la ley. Sin embargo, sí que existe una ley contra los cómplices de los criminales. Es un delito grave por el que se va a parar a la cárcel.

– Yo no he ayudado a nadie, tío.

Myron se volvió hacia Esperanza.

– ¿Tienes el número?

Esperanza asintió y se lo dio.

– Veamos de quién es.

Una vez más, la era cibernética hacía que aquella tarea fuese una nimiedad. Cualquiera podía comprar un programa de ordenador en la tienda de informática de su barrio o entrar en determinadas páginas web como Biz, teclear el número y, voila, se obtenían el nombre y la dirección correspondientes.

Esperanza utilizó su teléfono móvil para marcar el número personal de la nueva recepcionista de MB SportsReps. Se llamaba, oportunamente, Big Cyndi. Con un metro noventa y ocho de estatura y más de ciento treinta kilos de peso, Big Cyndi había sido luchadora profesional bajo el apodo de Big Chief Mama, compañera de cartel de Esperanza Pequeña Pocahontas Diaz. En el cuadrilátero Big Cyndi lucía un maquillaje estrafalario, el pelo muy corto y de punta, camisetas ceñidas que realzaban su musculatura, y una espantosa mirada feroz y sarcástica y en la boca un gruñido permanente. En la vida real, la verdad sea dicha, era exactamente igual.

Esperanza le dio el número a Cyndi en español.

– Eh, oye, yo me largo de aquí -dijo Mindy.

Myron la agarró del brazo.

– Lo dudo.

– ¡Eh! No puedes retenerme, tío.

Myron no la soltó.

– Gritaré que me estás violando -insistió la chica.

Myron puso los ojos en blanco.

– Sí. Junto a un teléfono público de un centro comercial, a plena luz de los fluorescentes y en compañía de mi novia.

Mindy miró a Esperanza.

– ¿Es tu novia?

– Sí.

Esperanza se puso a silbar cierta melodía romántica.

– Pero no puedes hacer que me quede contigo.

– No lo entiendo, Mindy. Pareces una buena chica. -Aunque llevaba puestos unos leotardos negros, sandalias de tacón, un top rojo y lo que parecía un collar de perro al cuello-. ¿Me estás diciendo que ese tío merece que te metan en la cárcel? Trafica con drogas, Mindy. Ha intentado matarme.

Esperanza colgó el auricular.

– Es un bar que se llama Parker Inn.

– ¿Sabes dónde está? -le preguntó Myron a Mindy.

– Sí.

– Pues vamos.

Mindy se resistió.

– Suéltame -dijo, arrastrando la última e.

– Esto no es ningún juego, Mindy. Has colaborado con un tipo que ha intentado matarme.

– Porque tú lo digas.

– ¿Cómo?

Mindy cruzó los brazos en actitud amenazante, masticando chicle.

– O sea, ¿cómo sé que no eres tú el malo, eh?

– ¿Cómo dices?

– Tú, ayer, como que te presentas, ¿vale?, todo misterio y tal, ¿vale? No tienes identificación ni nada. ¿Cómo sé que no vas a por Tito? ¿Cómo sé que no eres otro traficante que quiere quitarle su territorio?

– ¿Tito? -repitió Myron, mirando a Esperanza-. ¿Un neonazi que se llama Tito?

Esperanza se encogió de hombros.

– Sus amigos no lo llaman Tito -continuó Mindy-. Es una pasada de largo, ¿captas? Así que lo llaman Tit.

Myron y Esperanza se miraron y sacudieron la cabeza. Demasiado fácil.

– No estoy tomándote el pelo, Mindy -dijo Myron despacio-. Tito es un sujeto peligroso. Puede que esté implicado en el secuestro y mutilación de un chico que debe de tener más o menos tu edad. Alguien le cortó un dedo al chico y se lo envió a su madre.

– Oh, eso es como bestial -Mindy hizo una mueca.

– Ayúdame -le pidió Myron.

– ¿Eres poli?

– No -respondió Myron-. Sólo intento salvar a ese muchacho.

– Entonces, largo -dijo la chica-. No me necesitas.

– Me gustaría que nos acompañaras.

– ¿Por qué?

– Para que no se te ocurra avisar a Tito.

– No lo haré.

Myron negó con la cabeza.

– Además, sabes cómo llegar al Parker Inn. Eso. nos ahorrará tiempo.

– Ni hablar. No pienso ir contigo.

– Si no lo haces -la amenazó Myron-, le contaré a Amber, a Trish y a las demás todo lo que sé acerca de tu nuevo novio.

– ¡No es mi novio! -exclamó Mindy-. Sólo hemos salido un par de veces.

Myron sonrió.

– Pues mentiré. Les diré que ya te has acostado con él.

– ¡No es verdad! Esto es como injusto.

Myron se encogió de hombros.

Mindy intentó mostrarse amenazadora. No duró mucho.

– Vale, vale, voy con vosotros. -Señaló a Myron con el dedo-. Pero no quiero que Tit me vea, ¿vale? Me quedaré en el coche.

– Trato hecho -aceptó Myron.

El siguiente paso era dar caza a un hombre llamado Tit. Y luego, ¿qué?


El Parker Inn era el clásico bar de currantes y moteros racistas. El aparcamiento estaba abarrotado de furgonetas y motos. A través de la puerta, que se abría sin cesar, se oía música country. Varios hombres con gorras de béisbol usaban una pared del edificio como urinario. De vez en cuando uno se volvía y meaba encima de su vecino, suscitando una sarta de palabrotas y carcajadas.

En el coche, aparcado al otro lado de la calle, Myron miró a Mindy.

– ¿Sueles venir a este antro?

Ella se encogió de hombros.

– Habré venido como un par de veces. En busca de emociones, ya me entiendes…

Myron asintió.

– ¿Por qué no te rocías con gasolina y enciendes una cerilla?

– Vete a la mierda, ¿vale? Qué pasa, tío, ¿ahora resulta que eres mi padre?

Él levantó las manos. La muchacha tenía razón. No era asunto suyo.

– ¿Ves la furgoneta de Tito?

Myron no conseguía llamarlo Tit. Tal vez lo hiciese si tenía ocasión de conocerlo mejor.

Mindy recorrió el aparcamiento con la mirada.

– No.

– ¿Sabes dónde vive?

– No.

Myron sacudió la cabeza.

– Trafica con drogas, lleva una esvástica tatuada y no tiene culo. Pero, claro, lo que pasa es que, en el fondo, Tito tiene un gran corazón.

– Vete a tomar por el culo, ¿vale? -masculló Mindy.

Myron volvió a levantar las manos. Los tres se recostaron en sus respectivos asientos y observaron. No pasaba nada.

Mindy dejó escapar un profundo suspiro.

– Oye, tío, ya está bien; quiero irme a casa.

– Tengo una idea -intervino Esperanza.

– ¿Cuál? -preguntó Myron.

Esperanza se sacó la camisa de los pantalones vaqueros y se anudó el faldón por encima del obligo. Su vientre era plano y moreno. Luego se desabrochó varios botones hasta conseguir un atrevido escote que dejaba a la vista los bordes del sujetador. Myron advirtió que era negro. Finalmente hizo girar el retrovisor y empezó a aplicarse montones de maquillaje. Se ahuecó un poco el pelo y enrolló la vuelta de los pantalones. Cuando hubo terminado, dedicó una sonrisa a Myron.

– ¿Qué tal estoy? -preguntó.

– ¿Piensas meterte ahí dentro con ese aspecto? -dijo él, que por un instante sintió que le temblaban las rodillas.

– Así es como viste todo el mundo ahí.

– Pero no a todo el mundo le queda como a ti -observó.

– Vaya. -Esperanza sonrió-. Un piropo.

– Quiero decir que pareces una bailarina de West Side Story -repuso Myron, y añadió-: Si te conviertes en mi socia, no te vistas así para asistir a los consejos de administración.

– Trato hecho -aceptó Esperanza-. ¿Puedo irme ya?

– Primero llámame al móvil. Quiero estar seguro de oír todo lo que sucede.

Ella asintió y marcó el número. Él contestó. Comprobaron la conexión.

– No te hagas la heroína -agregó Myron-. Limítate a averiguar si está ahí. Si ves que se te escapa de las manos, sal corriendo.

– De acuerdo.

– Deberíamos tener una palabra clave. Algo que puedas decir si me necesitas.

Esperanza asintió, fingiendo tomárselo en serio.

– Si pronuncio la frase «eyaculación precoz», significa que quiero que entres corriendo.

– No te lo tomes a broma. -Myron abrió la guantera y sacó una pistola. Esta vez no lo pillarían desprevenido-. Ahora, vete.

Esperanza se apeó y cruzó la calle. Un Corvette negro trucado se detuvo a su lado. Un gorila cubierto de cadenas de oro aceleró el motor y sacó la cabeza por la ventanilla, dirigió una sonrisa a Esperanza y volvió a pisar el pedal del gas. Esperanza miró el coche, y luego al conductor.

– He oído decir que la tienes corta -soltó.

El gorila se largó. Esperanza se encogió de hombros y se despidió de Myron con la mano. No era una frase muy original, pero nunca fallaba.

– Por Dios, me encanta esta mujer -le dijo Myron.

– Es como total -convino Mindy-. Ojalá tuviera su pinta.

– Deberías desear ser como ella -señaló él.

– ¿Qué diferencia hay? Seguro que le va como de puta madre, ¿verdad?

Esperanza entró en el Parker Inn. Lo primero que la impactó fue el hedor, una penetrante combinación de olor a vómito y sudor rancio, sólo que peor. Arrugó la nariz y se adentró en el local. El entarimado estaba cubierto de serrín. Las lámparas estilo Tiffany de pega que colgaban del techo derramaban sobre las mesas de billar una luz sórdida y mortecina. Entre los clientes había el doble de hombres que de mujeres. Todo el mundo iba horriblemente vestido.

Esperanza echó un vistazo a la sala y, hablando en voz alta para que Myron la oyera a través del teléfono, dijo:

– Aquí hay un centenar de tíos que encajan con tu descripción. Es como pedirme que encuentre un implante de silicona en un club de strip-tease.

Myron tenía el micrófono del teléfono desconectado, pero ella habría apostado a que se estaba partiendo de risa. Un implante de silicona en un club de strip-tease. «No está mal -pensó-. Nada mal.»

¿Y ahora qué?

Los clientes no dejaban de mirarla, pero estaba acostumbrada a eso. Pasaron tres segundos antes de que se le acercara un hombre. Llevaba la barba larga y enredada, llena de restos de comida. Le dedicó una sonrisa desdentada y la miró de arriba abajo con absoluto descaro.

– Tengo una lengua fantástica -dijo el tipo.

– Es posible, pero te faltan unos cuantos dientes. -Esperanza lo hizo a un lado y se encaminó hacia la barra.

Dos segundos después, un tío se le acercó de un salto. Llevaba un sombrero de vaquero. Un sombrero de vaquero en Filadelfia… Algo no encajaba.

– Hola, preciosa, ¿no te conozco?

Esperanza asintió.

– Otra frase como ésa -dijo-, y comienzo a desnudarme.

El vaquero celebró su ocurrencia con un grito, como si fuese lo más divertido que había oído en la vida.

– No, pequeña, no lo digo para ligar contigo. Lo digo en serio… -Su voz pareció quebrarse-. ¡Pequeña Pocahontas! ¡La princesa india! Eres Pequeña Pocahontas, ¿verdad? No lo niegues, cariño. ¡Eres tú! ¡No me lo puedo creer!

Myron debía de estar pasándoselo en grande.

– Encantada de conocerte -dijo Esperanza-. Me alegra que te acuerdes de mí.

– Joder, Bobby, echa un vistazo a esto. ¡Es Pequeña Pocahontas! ¿Te acuerdas? ¿La pequeña arpía calentorra de la lucha libre?

– ¿Dónde está? -Otro tipo se acercó, con los ojos como platos, borracho y contento-. ¡Joder, tienes razón! ¡Es ella!

– Gracias por acordaros de mí, colegas -dijo ella-, pero…

– Me acuerdo de una vez que luchaste contra Tatiana la Husky Siberiana. ¿Te acuerdas? Joder, se me puso tan dura que por poco reviento los pantalones con la polla.

Esperanza consideró que debía recordar ese pequeño dato para cuando escribiera sus memorias.

Un camarero enorme vino a su encuentro. Parecía salido del desplegable de una revista de moteros. Extra corpulento y extra pavoroso. Tenía el pelo largo, una larga cicatriz en el rostro y los brazos cubiertos de tatuajes de serpientes. Lanzó una mirada feroz a los dos hombres, que se marcharon al instante. Entonces volvió los ojos Esperanza.

– ¿Quién cojones eres tú, encanto? -le preguntó.

– ¿Es una nueva manera de preguntar a un cliente qué quiere beber?

– No. -El tipo la miró de arriba abajo. Apoyó los enormes brazos sobre el mostrador y añadió-: Eres demasiado guapa para ser de la pasma, y también demasiado guapa para venir a ligar a este antro.

– Gracias, hombre -dijo Esperanza-. ¿Y tú quién eres, si se puede saber?

– Hal. Soy el dueño de esto.

– Hola, Hal.

– Hola. Ahora dime, ¿qué demonios quieres?

– Intento pillar algo de hierba -respondió ella.

– Ya -dijo Hal, meneando la cabeza-. Deberías ir a Spic City a buscar eso. A comprárselo a uno de los tuyos, y no te ofendas. -Se inclinó, acercándose todavía más a ella, que no pudo evitar preguntarse si haría buena pareja con Big Cyndi, a quien le gustaban los moteros cachas-. Vamos al grano, preciosa. ¿Qué quieres?

Esperanza decidió probar la vía directa.

– Estoy buscando a un pedazo de escoria llamado Tito. La gente lo llama Tit. Flaco, cabeza rapada…

– Sí, sí, a lo mejor lo conozco. ¿Cuánto?

– Cincuenta dólares.

Hal soltó una risotada.

– ¿Pretendes que traicione a un cliente por cincuenta pavos?

– Cien.

– Ciento cincuenta. Ese saco de mierda me debe dinero.

– Trato hecho -dijo ella.

– Enséñame la guita.

Esperanza sacó los billetes de su monedero. Hal fue a tomarlos, pero ella los retiró a tiempo.

– Tú primero -dijo.

– No sé dónde vive -repuso Hal-. Viene por aquí todas las noches, menos los miércoles y los sábados, con una panda de maricas que van a paso de ganso.

– ¿Por qué los miércoles y sábados? -preguntó ella.

– ¿Cómo cojones quieres que lo sepa? Noche de bingo y misa de víspera, a lo mejor. O a lo mejor se la cascan en grupo y se ponen a gritar «¡Hail, Hitler!» como idiotas mientras se corren. ¿Cómo coño voy a saberlo?

– ¿Cuál es su verdadero nombre?

– Ni idea.

Esperanza miró alrededor.

– ¿Alguno de estos muchachos lo conoce?

– No creo -contestó Hal-. Tit siempre viene con la misma panda de mamones, y se van juntos. Nunca hablan con nadie. Está prohibido.

– Me parece que no te gusta mucho.

– Es un punki imbécil. Todos lo son. Gilipollas que echan la culpa de todo al hecho de ser mutaciones genéticas de otras personas.

– ¿Y por qué los dejas frecuentar tu local, entonces?

– Porque, a diferencia de ellos, yo sí sé que estamos en Estados Unidos, donde puedes hacer lo que quieras. Todo el mundo es bienvenido aquí. Blancos, negros, hispanos, orientales… Hasta los estúpidos punkis.

Esperanza esbozó una sonrisa. A veces se encuentra gente tolerante en los lugares más insospechados.

– ¿Qué más puedes decirme?

– Eso es todo lo que sé. Hoy es sábado. Mañana estarán aquí.

– Estupendo -dijo Esperanza. Partió los billetes en dos-. Te daré la otra mitad mañana.

Hal alargó una manaza y le atenazó un antebrazo. Su mirada adoptó un matiz agresivo.

– No te pases de lista, monada -dijo entre dientes-. Si grito «toda vuestra» te tengo tendida boca arriba encima de una mesa de billar en cinco segundos. Me das los ciento cincuenta ahora. Luego rompes otros cien por la mitad para que mantenga la boca cerrada. ¿Lo captas?

A Esperanza el corazón le latía con tanta fuerza que estaba a punto de salírsele del pecho.

– Lo capto -respondió, y le tendió la otra mitad de los billetes. Luego sacó otro de cien, lo rompió y se lo entregó.

– Lárgate, dulzura. Pitando -masculló el motero.

No tuvo que pedírselo dos veces.

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