31

La Academia Episcopal. El alma mater de la educación de Win.

Esperanza había pasado a recogerlo por el hotel donde se hospedaba Esme Fong y lo había llevado hasta allí. Aparcó al otro lado de la calle, se volvió hacia él y preguntó:

– ¿Y ahora qué?

– No lo sé. Matthew Squires está ahí dentro. Podemos esperar a la hora del almuerzo y entonces intentar entrar.

– Es un plan condenadamente malo -dijo Esperanza.

– ¿Tienes alguna idea mejor?

– Podemos entrar ahora mismo si fingimos que somos un matrimonio que busca colegio para sus hijos.

– ¿Crees que dará resultado? -preguntó Myron tras reflexionar unos segundos.

– Siempre será mejor que quedarse aquí de brazos cruzados.

– Ah, antes de que se me olvide. Quiero que compruebes la coartada de Esme. Es el portero de noche del hotel, se llama Miguel.

– Miguel -repitió ella-. Me lo pides porque soy hispana, ¿verdad? -En gran parte, sí. A ella le traía sin cuidado. -He llamado a Perú esta mañana.

– He hablado con un comisario de allí. Dice que Lloyd Rennart se suicidó.

– ¿Qué hay del cadáver?

– El acantilado se llama la Garganta del Diablo. Nunca encuentran los cuerpos. Por lo visto, es bastante frecuente que se produzcan suicidios en ese lugar.

– Estupendo. ¿Crees que podrías recabar más información sobre Rennart?

– ¿Como qué?

– Cómo compró el bar de Neptune, cómo compró la casa de Spring Lake Heights. Cosas así.

– ¿Por qué quieres esos datos?

– Lloyd Rennart era el cadi de un golfista novato. Eso no produce mucha pasta, que digamos.

– Quizá le llovió algo del cielo después de que Jack perdiera el Open.

Esperanza entendió a dónde quería ir a parar.

– ¿Crees que alguien pagó a Rennart para que hiciera perder adrede a Coldren?

– No -respondió Myron-, pero creo que cabe la posibilidad.

– No será fácil rastrear eso.

– Inténtalo, al menos. Además, Rennart sufrió un accidente de coche muy grave hace veinte años, en Narbeth. Es una pequeña localidad que está cerca de aquí. Su primera esposa murió en la colisión. Mira a ver qué puedes averiguar.

Esperanza frunció el entrecejo.

– ¿Como qué?

– Como si iba bebido, si hubo cargos contra él, si falleció alguna otra víctima.

– ¿Porqué?

– Tal vez alguien se fastidió. Quizá la familia de su primera esposa deseaba vengarse.

– ¿Y entonces, qué? -insistió Esperanza-. Esperan veinte años, siguen a Lloyd Rennart hasta Perú, lo arrojan por un precipicio, regresan, secuestran a Chad Coldren, matan a Jack Coldren… ¿Captas mi punto de vista?

Myron asintió.

– Y no te falta razón. Sin embargo, sigo queriendo averiguar cuanto sea posible sobre Lloyd Rennart. Creo que hay una conexión en algún punto. Sólo tenemos que descubrir dónde.

– No acabo de verlo claro -dijo Esperanza. Se echó el cabello hacia atrás-. Yo sigo pensando que Esme Fong es un sospechoso mucho mejor.

– De acuerdo; pero aun así me gustaría que lo investigaras. Averigua lo que puedas. También está el hijo, Larry Rennart, de diecisiete años. A ver si averiguas qué ha sido de él.

Esperanza se encogió de hombros.

– Será una pérdida de tiempo, pero tú mandas. -Hizo un ademán señalando el colegio-. ¿Quieres entrar ahora?

– Claro.

Antes de que se apearan, unos nudillos gigantescos golpearon suavemente la ventanilla del coche. El ruido sobresaltó a Myron, que se volvió: el musculoso hombre negro enorme con el pelo a lo Nat King Cole, el del Court Manor Inn, lo miraba con una sonrisa. Nat le indicó con un gesto que bajara la ventanilla. Myron obedeció.

– Hombre, me alegra encontrarte otra vez -dijo a modo de saludo-. Al final no me diste el número de tu barbero.

El hombre negro se rió entre dientes. Formó un marco con sus manazas, juntó los pulgares y tendió los brazos, acercándolos y alejándolos de su rostro como suelen hacer los directores de cine.

– ¿Usted con un corte así, señor Bolitar? -dijo el hombre al tiempo que negaba con la cabeza-. No sé por qué no acabo de imaginármelo. -Se inclinó y tendió la mano a Esperanza por delante de Myron.

– Me llamo Carl.

– Esperanza -dijo ella, y le estrechó la mano.

– Sí, ya lo sé.

Esperanza lo miró con los ojos entrecerrados.

– Creo que te conozco. -Chasqueó los dedos-. Mosambo, el Asesino Keniano.

Carl sonrió.

– Me alegra ver que la Pequeña Pocahontas me recuerda.

– ¿El Asesino Keniano?

– Carl era luchador profesional -le explicó Esperanza-. Una vez estuvimos juntos en el ring. Fue en Boston, ¿verdad?

Carl subió al asiento trasero del coche. Se inclinó hacia delante, de modo que su cabeza quedó entre el hombro derecho de Esperanza y el izquierdo de Myron.

– En el Centro Cívico de Hartford -dijo.

– En el equipo mixto -apostilló Esperanza.

– Exacto -convino Carl con una amplia sonrisa-. Hazme un favor, Esperanza, pon el coche en marcha. Sigue recto hasta el tercer semáforo.

– ¿Te importaría decirnos qué está pasando? -preguntó Myron.

– Claro, señor Bolitar. ¿Ve el coche que tenemos detrás?

Myron miró por el espejo retrovisor.

– ¿El que ocupan esos dos gorilas?

– Sí. Vienen conmigo, y son mala gente, Myron. Ya sabes que los chavales de hoy en día son muy violentos. Se supone que nosotros tres debemos escoltaros hasta un destino desconocido. De hecho, se supone que ahora mismo os estoy apuntando con una pistola, pero, qué demonios, somos amigos, ¿verdad? No es necesario, tal como yo lo veo. Así que arranque y todo recto, señor Bolitar. Esos dos gorilas nos seguirán.

– Antes de arrancar -dijo Myron-, ¿te importa que dejemos ir a Esperanza?

Carl rió entre dientes.

– Sería un poco sexista, ¿no le parece?

– ¿Cómo dices?

– Si Esperanza fuese un hombre, como, pongamos, su amigo Win, ¿habría tenido el mismo gesto de cortesía?

– Tal vez -respondió Myron, pero hasta Esperanza sacudió la cabeza.

– No lo creo, señor Bolitar, y confíe en mí: sería un paso en falso. Esos gamberros de ahí atrás querrían saber qué está pasando. La verían salir del coche y, ya sabe, tienen ganas de acción… Les encanta hacer daño a la gente. Sobre todo a las mujeres. Y quizás, y que quede claro que digo quizás, Esperanza sea una especie de póliza de seguro. Si estamos solos puede que usted intente hacer algo estúpido; en cambio, si Esperanza se queda con nosotros es probable que se sienta menos inclinado a hacerlo.

Esperanza miró a Myron; al ver que asentía, puso el coche en marcha.

– Gira a la izquierda en el tercer semáforo -le indicó Carl.

– Dime una cosa -dijo Myron-. ¿Reginald Squires está tan chalado como dicen?

Todavía inclinado hacia delante, Carl se volvió hacia Esperanza.

– ¿Se supone que debe admirarme su aguda capacidad de razonamiento deductivo?

– Sí -contestó Esperanza-. De lo contrario, se llevará un disgusto terrible.

– Lo suponía. Y para contestar a su pregunta, señor Bolitar, le diré que Squires no está chalado; cuando toma su medicación, claro.

– Muy reconfortante -observó Myron.

La pareja de gorilas no se despegó de su coche en los quince minutos que duró el trayecto. Myron no se sorprendió cuando Carl le dijo a Esperanza que entrara en la calle Green Acres. Al aproximarse a la entrada principal de la casa, la verja de hierro se abrió con un chirrido. Recorrieron el sinuoso sendero de entrada a través del espeso bosque de la finca. Después de algo más de quinientos metros, llegaron a un claro en el que se alzaba un edificio grande, rectangular y sin el menor atractivo, como el gimnasio de un instituto.

La única entrada que Myron acertó a ver era una puerta de garaje. Como si obedeciera a una seña convenida, la puerta empezó a abrirse hacia arriba. Carl le indicó a Esperanza que entrase. Cuando se hubieron internado lo bastante, Carl le ordenó que aparcara y apagara el motor. El coche de los gorilas entró tras ellos e hizo lo mismo.

La puerta del garaje volvió a bajar, y el lugar quedó sumido en la más absoluta oscuridad.

– Entrégueme su pistola, señor Bolitar -dijo Carl.

Myron no pudo por menos de obedecer.

– Baje del coche.

– Pero es que tengo miedo a la oscuridad -bromeó Myron.

– Tú también, Esperanza -agregó Carl.

Se apearon los tres, así como los dos gorilas que los habían seguido. Sus pasos resonaban sobre el suelo de hormigón, indicándole a Myron que se hallaban en una habitación muy grande. Las luces del interior de los coches proporcionaban algo de claridad, pero ésta duró muy poco. Myron no llegó a distinguir nada antes de que se cerraran las puertas. Rodeó el automóvil y encontró a Esperanza, que le tomó ambas manos. Permanecieron quietos y a la expectativa.

De pronto, la luz de un reflector les dio directamente en la cara. Myron cerró los ojos con fuerza. Se llevó una mano al rostro y fue abriéndolos poco a poco, parpadeando. Había un hombre de pie ante la luz brillante. Su cuerpo proyectaba una sombra gigantesca sobre la pared que había detrás de él. El efecto le recordó el símbolo del murciélago de Batman.

– Nadie oirá sus gritos -les advirtió Carl.

– ¿Esa frase no es de una película? -preguntó Myron-. Aunque creo que la frase era: «Nadie os oirá gritar», pero tal vez me equivoque.

De pronto, resonó una voz.

– Ha muerto gente en esta habitación -dijo-. Me llamo Reginald Squires. Responderá a todas mis preguntas o usted y su amiga serán los siguientes.

Myron miró a Carl, cuyo rostro era la viva imagen del estoicismo. Myron se volvió de nuevo hacia la luz.

– Usted es rico, ¿verdad?

– Muy rico -lo corrigió el otro.

– En ese caso podría haber contratado a un guionista mejor -añadió Myron, y echó un vistazo a Carl, que negó levemente con la cabeza. Uno de los dos gorilas dio un paso al frente. Bajo la luz del reflector, Myron observó la sonrisa psicótica de aquel hombre. Notó que todos sus músculos se tensaban y esperó.

El gorila levantó el puño y lo descargó contra la cabeza de Myron, pero éste se agachó y el golpe erró el blanco. Mientras el puño pasaba ante sus narices, Myron agarró la muñeca del gorila, puso el antebrazo contra el omóplato de éste y tiró de la articulación en una dirección en la que se suponía que no debía doblarse. El gorila hincó una rodilla en tierra. Myron presionó un poco más. El otro intentaba soltarse. Myron le dio un rodillazo directo en la nariz. Se oyó un crujido. Myron notó que el cartílago nasal del tipo cedía y se abría en abanico.

El otro gorila desenfundó la pistola y apuntó a Myron.

– ¡Alto! -gritó Squires.

Myron soltó a su presa, que cayó al suelo.

– Pagará por esto, señor Bolitar. -A Squires le gustaba que su voz resonara con fuerza-. Robert.

– Sí, señor Squires -dijo el gorila de la pistola.

– Pega a la chica. Fuerte.

– Sí, señor Squires.

– ¡Eh, pégame a mí! -gritó Myron-. Soy yo quien se ha pasado de listo.

– Y éste es su castigo -dijo Squires con calma-. Pégale a la chica, Robert. Ahora mismo.

El tal Robert avanzó hacia Esperanza.

– Señor Squires -intervino Carl.

– Dime, Carl.

Carl dio un paso hacia la luz.

– Permítame que yo lo haga.

– Pensaba que no era tu estilo, Carl.

– No lo es, señor Squires, pero Robert puede hacerle un daño irreparable.

– Esa es mi intención.

– No, señor…, perdón, quiero decir que dejará marcas o le romperá algo. Usted sólo quiere que le duela, y yo soy experto en eso.

– Lo sé, Carl. Por eso te pago lo que te pago.

– Entonces déjeme hacer mi trabajo. Puedo golpearla sin que le queden marcas o lesiones permanentes. Sé controlarme. Conozco los puntos clave.

Squires lo consideró por un instante.

– ¿Le dolerá mucho? -preguntó al cabo-. ¿Le dolerá mucho?

– Sí, si es lo que usted quiere. -Carl se mostraba reticente pero resuelto.

– Sí, es lo que quiero.

Carl avanzó hacia Esperanza. Myron intentó interponerse en su camino, pero Robert le hundió el cañón de la pistola en el cuello. No podía hacer nada. Lanzó una mirada de furiosa advertencia a Carl.

– No lo hagas -le dijo.

Carl no le hizo ningún caso. Se plantó delante de Esperanza, que lo miraba desafiante, y sin más preámbulo le asestó un puñetazo en el vientre.

La fuerza del golpe levantó a Esperanza del suelo. Soltó un quejido y se dobló por la cintura. Cayó de rodillas al suelo. Se hizo un ovillo buscando protección, con la boca muy abierta, tratando de recobrar el aliento. Carl la contempló sin emoción. Luego miró a Myron, que masculló:

– Hijo de puta.

– Ha sido sólo culpa suya, señor Bolitar -replicó Carl.

Esperanza comenzó a arrastrarse. Seguía sin poder respirar. Myron se sentía furioso. Dio un paso hacia ella, pero Roben volvió a detenerlo apretando con mayor fuerza el cañón de la pistola contra su cuello.

– Ahora me escuchará, ¿no es así, señor Bolitar? -intervino nuevamente Squires…

Myron respiraba con fuerza, intentando controlar su ira. Todo su ser clamaba venganza. Observó en silencio a Esperanza retorcerse en el suelo. Poco después ella se las arregló para ponerse a gatas. Tenía la cabeza gacha y jadeaba. Se oyó una arcada. Luego otra.

Aquel sonido llamó la atención de Myron.

Había algo en aquel sonido… Myron hizo memoria. Había algo extrañamente familiar en aquella situación, en la forma en que se había doblado y rodaba por el suelo, como si ya lo hubiese visto antes. Pero era imposible. ¿Cuándo habría…? De pronto dio con la respuesta.

En el ring.

«Dios mío -pensó Myron-. ¡Está fingiendo!»

Myron miró de reojo a Carl. Había un esbozo de sonrisa en su rostro.

Vaya hijo de puta. ¡Era un farol!

Reginald Squires se aclaró la garganta.

– Hace días que viene demostrando un interés malsano por mi hijo, señor Bolitar -prosiguió con voz atronadora-. ¿Acaso es una especie de pervertido?

Myron estuvo a punto de soltar otra agudeza, pero se tragó las palabras.

– No.

– Entonces dígame qué quiere de él.

Myron miró hacia la luz entornando los ojos. Seguía sin poder ver más que la silueta desdibujada de Squires. ¿Qué era lo mejor que podía decirle? Sin duda, el tío estaba loco de atar, así que, ¿cómo debía jugar sus cartas?

– Imagino que se habrá enterado del asesinato de Jack Coldren -dijo Myron.

– Por supuesto.

– Trabajo en el caso.

– ¿Pretende descubrir quién asesinó a Jack Coldren?

– Sí.

– Pero a Jack lo mataron anoche -señaló Squires-, y usted preguntó por mi hijo el sábado.

– Es una larga historia -dijo Myron.

La sombra de Squires se encogió de hombros.

– Tenemos todo el tiempo del mundo.

¿Por qué sabía Myron que iba a decir aquello?

Como no tenía nada que perder, Myron le refirió a Squires cuanto sabía sobre el secuestro de Chad. O casi todo. Insistió varias veces en que el secuestro propiamente dicho había tenido lugar en el Court Manor Inn. Tenía una razón para ello, relacionada con el egocentrismo. Reginald Squires reaccionó de forma previsible.

– ¿Me está diciendo -gritó- que secuestraron a Chad Coldren en mi motel?

Su motel. Myron se lo había figurado. Eso explicaba la presencia de Carl.

– Exacto -dijo Myron.

– Carl.

– Sí, señor Squires.

– ¿Sabías algo sobre este secuestro?

– No, señor Squires.

– Bien, habrá que hacer algo al respecto -señaló Squires-. Nadie hace algo así en mi territorio. ¿Me oyes? Nadie.

Aquel tío había visto demasiadas películas de gángsteres.

– Quienquiera que lo haya hecho, es hombre muerto -añadió-. ¿Me oye? Los quiero muertos. ¡Muertos! ¿Comprende lo que estoy diciendo, señor Bolitar?

– Muertos -dijo Myron, asintiendo.

La sombra de Squires lo señaló con un dedo.

– Encuéntrelo para mí. Descubra quién hizo esto y entonces llámeme. Yo me haré cargo. ¿Lo comprende, señor Bolitar?

– Lo llamo. Usted se encarga.

– Ahora, váyase. Encuentre a ese miserable cabrón.

– Eso está hecho, señor Squires -dijo Myron-, pero el caso es que necesito ayuda.

– ¿Qué clase de ayuda?

– Con su permiso, me gustaría hablar con su hijo Matthew. Necesito averiguar qué sabe sobre este asunto.

– ¿Qué le hace pensar que él está al corriente de algo?

– Es el mejor amigo de Chad. Puede que haya oído o visto algo. No lo sé, señor Squires, pero me gustaría comprobarlo.

Se produjo un breve silencio.

– Hágalo -dijo Squires al cabo-. Carl lo acompañará de regreso al colegio. Matthew hablará sin ninguna traba con usted.

– Gracias, señor Squires.

La luz se apagó, sumiéndolos de nuevo en una densa oscuridad. Myron tanteó el camino hasta la puerta del coche. Esperanza, que seguía «recobrándose», se las ingenió para hacer lo mismo. También Carl. Los tres subieron al coche.

Myron se volvió y miró a Carl, que se encogió de hombros y dijo:

– Imagino que olvidó tomar la medicación.

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