Victoria Wilson tomó el mando de inmediato.
– Iremos nosotros a recogerlo -decidió ella-. Mientras, no dejes de hablar con él.
Linda empezó a negar con la cabeza.
– Pero yo quiero…
– Confía en mí, cariño. Si acudes, todos esos polis y periodistas te seguirán. Myron y yo, en cambio, podemos despistarlos si es preciso. No quiero que la policía hable con tu hijo antes que yo. De modo que te quedas aquí y mantienes la boca cerrada. Si la policía se presenta con una orden, los dejas entrar, pero, pase lo que pase, no dices nada. ¿Entendido?
Linda asintió.
– Bien, ¿dónde está?
– En la calle Porter.
– Perfecto, dile que la tía Victoria va para allá. Nos ocuparemos de él.
Linda la tomó del brazo, con expresión de súplica.
– ¿Lo traerás aquí?
– Por el momento no, cariño -respondió la abogada con voz de aburrimiento-. La policía lo vería, y eso no nos conviene. Harían demasiadas preguntas.
No tardarás en reencontrarte con él. -Se volvió y echó a andar hacia la puerta.
Con aquella mujer no se podía discutir.
Una vez en el coche, Myron preguntó:
– ¿De qué conoce a Linda?
– Mis padres fueron sirvientes de los Buckwell y los Lockwood -contestó-. Me crié en sus fincas.
– Y en algún momento del camino ingresó en la facultad de derecho.
La abogada frunció el entrecejo.
– ¿Piensa escribir mi biografía?
– Sólo pregunto.
– ¿Por qué? ¿Le sorprende que una mujer negra de mediana edad se encargue de los asuntos legales de una acaudalada familia de blancos?
– Francamente, sí -admitió Myron.
– No me sorprende, pero ahora no hay tiempo para eso. ¿Tiene alguna pregunta importante que hacer?
– Sí -respondió Myron, que era quien conducía-. ¿Qué es lo que no me ha contado?
– Nada que necesite saber.
– Soy procurador en este caso. Tengo que saberlo todo.
– Más adelante. Ahora centrémonos en el muchacho.
Otra vez aquel tono monocorde que imposibilitaba toda discusión.
– ¿Está segura de que lo que hacemos es lo correcto? Me refiero a no informar a la policía sobre el secuestro.
– Siempre podemos contárselo más tarde -repuso Victoria Wilson-. Éste es el error que comete la mayor parte de los abogados. Creen que tienen que contarlo todo cuanto antes, pero eso puede resultar perjudicial. Siempre se está a tiempo de hablar.
– No sé si estoy muy de acuerdo.
– Mire, Myron, si en algún momento necesitamos a un experto en negociar contratos sobre zapatillas deportivas le otorgaré el mando, pero mientras sigamos haciendo frente a un caso criminal, permita que sea yo quien tome las decisiones, ¿de acuerdo?
– La policía quiere interrogarme.
– No tiene por qué decir nada. Está en su derecho. No pueden obligarlo.
– A no ser que me manden una citación.
– Ni siquiera en ese caso. Usted es el procurador de Linda Coldren.
Myron sacudió la cabeza.
– Eso sólo es válido a partir del momento en que me pidió que ejerciese como tal, pero tienen derecho a preguntarme lo que quieran sobre lo que haya sucedido antes.
– Se equivoca. -Victoria Wilson suspiró-. Cuando Linda Coldren solicitó su ayuda por primera vez, ya sabía que era un abogado colegiado. Por consiguiente, todo cuanto le haya dicho está sujeto a esa relación que establecieron.
Myron no pudo reprimir una sonrisa.
– Lleva usted las cosas muy lejos.
– Es así, sencillamente. No importa lo que usted quiera hacer; moral y legalmente no está autorizado a hablar con nadie.
Sin duda, era una excelente abogada.
Myron pisó el acelerador. Nadie los seguía; la policía y los periodistas se habían quedado en la casa. Todas las emisoras hablaban del caso. Los locutores repetían una y otra vez la única declaración que Linda Coldren había hecho: «Todos estamos muy tristes por esta tragedia. Les pido encarecidamente que respeten nuestro dolor.»
– ¿Redactó usted esa declaración? -preguntó Myron.
– No. Lo hizo Linda antes de que yo llegara a su casa.
– ¿Por qué?
– Supuso que de ese modo se quitaría a los periodistas de encima. Ahora ya sabe cómo van estas cosas.
Enfilaron la calle Porter. Myron miró hacia ambas aceras.
– Allí -indicó Victoria Wilson.
Myron lo vio. Chad Coldren estaba acurrucado en el suelo. Seguía sosteniendo el auricular del teléfono con una mano, pero no hablaba. La otra mano presentaba un abultado vendaje. Myron se sintió mareado. Se detuvieron junto al muchacho, que tenía la mirada perdida al frente.
La expresión de indiferencia abandonó por unos instantes el rostro de Victoria Wilson, que dijo:
– Ya me ocupo yo.
Bajó del coche y se aproximó al chico. Se agachó y lo tomó entre sus brazos. Le quitó el auricular de las manos, dijo algo y colgó. Luego ayudó a Chad a ponerse en pie, mientras le acariciaba el pelo y le susurraba palabras de consuelo. Ocuparon el asiento trasero. Chad apoyó la cabeza en el hombro de Victoria, que trataba de aliviarlo y acallarlo. A una señal de la abogada, Myron arrancó el coche.
Chad no dijo nada durante todo el trayecto. Nadie le pidió que lo hiciera. Victoria le dio a Myron la dirección del edificio de su oficina, en Bryn Mawr. Allí tenía también su consulta Henry Lane, médico de los Coldren y viejo amigo de la familia. El doctor deshizo el vendaje de Chad y examinó al muchacho mientras Myron y Victoria esperaban en otra habitación. Myron caminaba de un lado a otro. Victoria hojeaba una revista.
– Deberíamos llevarlo a un hospital -opinó Myron.
– El doctor Lane decidirá si es necesario. -Victoria bostezó y pasó una página.
Myron trató de asimilar los últimos acontecimientos. Entre las acusaciones de la policía y la reaparición de Chad sano y salvo, casi se había olvidado de Jack Coldren. Jack había muerto. A Myron le resultaba casi imposible comprenderlo. No podía pasar por alto la ironía del asunto: el hombre por fin tenía la oportunidad de redimirse y terminó muerto en el mismo obstáculo que había alterado su vida por completo veintitrés años atrás.
El doctor Lane apareció en el umbral.
– Chad ya está mejor -anunció-. Puede hablar y está lúcido.
– ¿Cómo sigue su mano? -preguntó Myron.
– Tendrá que vérsela un especialista, pero no hay infección ni nada por el estilo.
Victoria Wilson se puso en pie.
– Me gustaría hablarle.
Lane asintió.
– Mi deber es pedirle que sea benévola con él, Victoria, aunque sé que no me va a hacer ningún caso.
Su boca se arqueó levemente. No fue una sonrisa ni nada por el estilo, pero transmitió una enorme humanidad.
– Tendrá que quedarse aquí fuera, Henry. Puede que la policía le pregunte qué ha oído.
El médico volvió a asentir.
– Me hago cargo.
Victoria miró a Myron.
– Deje que hable yo.
– De acuerdo.
Cuando Myron y Victoria entraron en la habitación, Chad estaba contemplando su mano vendada como si esperara que el dedo amputado fuera a brotar de un momento a otro.
– Hola Chad.
Levantó la vista muy despacio. Tenía los ojos arrasados en lágrimas. Myron recordó lo que Linda le había contado a propósito de la pasión del muchacho por el golf. Otro sueño hecho pedazos. El chico aún no lo sabía, pero a partir de aquel momento él y Myron iban a ser almas gemelas.
– ¿Quién es usted? -preguntó Chad a Myron.
– Es un amigo -intervino Victoria Wilson. Incluso con el chico, su tono era de absoluta indiferencia-. Se llama Myron Bolitar.
– Quiero ver a mis padres, tía Vee.
Victoria se sentó delante de él.
– Han ocurrido muchas cosas, Chad. No te lo voy a contar todo ahora. Tienes que confiar en mí, ¿de acuerdo?
Chad asintió.
– Necesito que me digas qué te ha sucedido añadió la abogada-. Todo. Desde el principio.
– Un hombre se metió en mi coche -dijo Chad.
– ¿Iba solo?
– Sí.
– Adelante. Dime qué pasó.
– Yo estaba en un semáforo, y aquel tío abrió la puerta del lado del acompañante y subió al coche. Llevaba un pasamontañas y me puso una pistola en la cara. Me dijo que siguiera conduciendo.
– Muy bien. ¿Qué día fue eso?
– El jueves.
– ¿Dónde estabas la noche del miércoles?
– En casa de mi amigo Matt.
– ¿Matthew Squires?
– Sí.
– De acuerdo, muy bien. -Victoria Wilson miraba fijamente al chico-. Ahora dime, ¿dónde estabas cuando ese hombre se metió en tu coche?
– A un par de manzanas del instituto.
– ¿Todo esto pasó antes o después de asistir a clase?
– Después. Iba de camino a casa.
Myron guardaba silencio. Se preguntaba a santo de qué mentía el muchacho.
– ¿Dónde te llevó ese hombre?
– Me dijo que rodease la manzana. Nos detuvimos en un aparcamiento que hay por allí. Entonces me puso algo en la cabeza. Un saco de arpillera o algo así. Me dijo que me tumbara en el asiento de atrás y entonces se puso al volante. Luego sólo sé que estuve en una habitación. Me obligaba a llevar el saco en la cabeza todo el rato, así que no pude ver nada.
– ¿No llegaste a verle la cara?
– No.
– ¿Seguro que era un hombre? ¿Podría haber sido una mujer?
– Le oí hablar varias veces. Era un hombre. Al menos, uno de ellos lo era.
– ¿Había más de uno?
Chad asintió.
– El día que me hizo esto… -Levantó la mano vendada. Su rostro revelaba una pasmosa perplejidad. Miró al frente con los ojos empañados-. Llevaba ese saco de arpillera en la cabeza. Tenía las manos atadas a la espalda. -Su voz, ahora, era tan monocorde como la de Victoria-. El saco me picaba mucho. Me tenía que rascar las mejillas con los hombros. Da igual, el hombre vino y me quitó las ligaduras. Entonces me asió la mano y la puso sobre la mesa. No dijo nada. No me avisó. Todo pasó en un instante. El tío puso mi mano en la mesa. No vi nada. Sólo oí un golpe. Luego tuve una sensación muy extraña. Al principio no me dolía. No sabía qué pasaba. Entonces noté algo húmedo y caliente. La sangre, supongo. El dolor apareció unos segundos después. Me desmayé. Al despertar, tenía la mano vendada. Las punzadas eran espantosas. Seguía con la cabeza metida en ese saco de arpillera. Entró alguien. Me dio unas pastillas que aliviaron un poco el dolor. Entonces oí voces. Dos. Me pareció que discutían.
Chad Coldren se calló como si le faltara el aliento. Myron miró a Victoria Wilson. Ella no se acercó a consolar al muchacho.
– ¿Las dos voces eran de hombre?
– En realidad, una parecía de mujer, pero no presté mucha atención. No estoy seguro.
Chad volvió a mirarse el vendaje.
– No hay mucho que contar, tía Vee. Estuve así unos días. Ni siquiera sé cuántos. Me alimentaban a base de pizza y refrescos. Un día trajeron un teléfono. Me hicieron llamar al Merion y preguntar por papá.
La llamada al Merion en la que se pedía el rescate, pensó Myron. La segunda llamada de los secuestradores.
– También me hicieron gritar.
– ¿Te hicieron gritar?
– Vino ese tío. Me dijo que chillara y que lo hiciera como si me estuviera haciendo daño. Si no lo obedecía, me haría chillar de verdad. Así que estuve chillando como diez minutos, hasta que quedó satisfecho.
El chillido de la llamada desde el centro comercial, pensó Myron, cuando Tito había pedido los cien mil dólares.
– Eso es más o menos todo, tía Vee.
– ¿Cómo te escapaste? -preguntó Victoria.
– No me escapé. Me han soltado. Hace un rato alguien me ha conducido hasta un coche. Todavía llevaba el saco de arpillera en la cabeza. Hemos circulado un rato. Entonces el coche se ha detenido. Alguien ha abierto la puerta y me ha dado un empujón. Y ya está.
Victoria y Myron se miraron. Ella asintió despacio. Myron supuso que eso significaba que era su turno.
– Está mintiendo.
– ¿Qué? -dijo Chad.
Myron se volvió hacia el muchacho.
– Estás mintiendo, Chad, y lo que es peor, la policía se dará cuenta de que mientes.
– ¿Qué está diciendo? -Los ojos del muchacho buscaron los de Victoria-. ¿Quién es este tío?
– Utilizaste tu tarjeta bancaria a las seis horas y dieciocho minutos de la tarde del jueves, en la calle Porter -dijo Myron.
Chad abrió los ojos como platos.
– No fui yo. Fue el hijo de puta que me secuestró. La sacó de mi cartera…
– Tenemos el vídeo, Chad.
El muchacho abrió la boca, sin articular palabra.
– Me obligó -balbuceó…
– He visto la cinta, Chad. Se te ve encantado, incluso sonríes. No ibas solo. También sé que pasaste la noche en el motel de mala muerte que hay junto al banco.
Chad bajó la cabeza.
– ¿Chad? -dijo Victoria. No parecía nada contenta-. Mírame, muchacho.
Chad levantó los ojos lentamente.
– ¿Por qué me mientes? -le preguntó la abogada.
– No tiene nada que ver con lo que ha sucedido, tía Vee.
El rostro de la mujer se mantuvo impasible.
– Empieza a hablar, Chad. Ahora mismo.
El muchacho volvió a bajar la cabeza, contemplando la mano vendada.
– Ocurrió todo tal y como lo he contado, sólo que el hombre no se subió al coche. Llamó a la puerta de mi cuarto en ese motel. Entró con una pistola. Todo lo demás es la pura verdad.
– ¿Cuándo fue eso?
– El viernes por la mañana.
– ¿Y por qué me has mentido, entonces?
– Lo prometí -exclamó-. Quería mantenerla al margen de todo esto.
– ¿A quién? -preguntó Victoria.
Chad Coldren se mostró sorprendido.
– ¿No lo sabes?
– La cinta la tengo yo -aclaró Myron-, todavía no se la he enseñado.
– Tía Vee, tienes que mantenerla al margen. Podría ser fatal para ella.
– Cariño, escúchame con mucha atención. Me parece muy bien que intentes proteger a tu novia, pero ahora no tengo tiempo para eso.
Chad miró a Myron y luego a Victoria.
– Quiero ver a mi madre, por favor.
– Ya la verás, cariño. Muy pronto -dijo ella-. Pero antes tienes que contarme quién es esa chica.
– Le prometí que lo mantendría en secreto.
– Si puedo evitar que su nombre salga a la luz, lo haré.
– No puedo, tía Vee.
– Olvídelo, Victoria -intervino Myron-. Si no nos lo dice, podemos ver la cinta juntos y ponernos directamente en contacto con la chica. Aunque es probable que la policía la encuentre antes. Ellos también tienen una copia de la cinta, y seguro que no se preocuparán tanto por sus sentimientos.
– No lo comprenden -dijo Chad, mirando alternativamente a Victoria Wilson y a Myron-. Se lo prometí. Puede meterse en un lío tremendo.
– Hablaremos con sus padres, si es preciso -señaló Victoria-. Haremos cuanto podamos.
– ¿Con sus padres? -Chad se mostró desconcertado-. No me preocupan sus padres. Ya es mayorcita… -Se le quebró la voz.
– ¿Con quién estabas, Chad?
– Juré no decirlo nunca, tía Vee.
– Muy bien -dijo Myron-, no perdamos más tiempo con esto, Victoria. Dejémoslo en manos de la policía.
– ¡No! -Chad bajó la vista-. Ella no tiene nada que ver con esto, ¿vale? Estábamos juntos. Salió un momento de la habitación y entonces ese hombre me secuestró. No fue culpa suya.
Victoria adelantó su silla.
– ¿Quién es, Chad?
Habló despacio y a regañadientes, pero sus palabras se entendieron con toda claridad.
– Su nombres es Esme Fong -repuso el muchacho a regañadientes-. Trabaja en una empresa llamada Zoom.