No podía hacerse nada más por aquella noche. Acercarse a la finca de los Squires podía resultar arriesgado en el mejor de los casos. Tampoco era aconsejable llamar por teléfono o establecer otro tipo de contacto con los Coldren, y parecía demasiado tarde para intentar localizar a la viuda de Lloyd Rennart. Por último, y quizá lo más importante, Myron estaba exhausto.
Así pues, pasó la velada en la casa para invitados con los dos mejores amigos que tenía en el mundo. Myron, Win y Esperanza estaban tumbados, cada uno en una butaca. Vestían pantalón corto y camiseta y descansaban entre mullidos cojines. Myron bebió demasiado Yoo-Hoo; Esperanza bebió demasiada Coca-Cola light; Win bebió casi la suficiente cerveza Brooklyn. Había galletas saladas, ganchitos de maíz y pizza. Las luces estaban apagadas. El televisor de pantalla gigante, encendido. Win había grabado hacía poco un montón de episodios de La extraña pareja. Iban ya por el cuarto, y sin parar. Lo mejor de esa serie, decidió Myron, era su consistencia. No había ningún episodio flojo. ¿Cuántos programas podían presumir de lo mismo?
Myron dio un bocado a un trozo de pizza. Necesitaba aquello. Desde que los Coldren habían entrado en su vida, apenas había pegado ojo. Sentía el cerebro reseco y los nervios hechos trizas. Sentado en compañía de Win y Esperanza, Myron disfrutaba de momentos de verdadera satisfacción.
– Sencillamente, no es cierto -sentenció Win.
– Ni hablar -dijo Esperanza, dejando caer un ganchito de maíz.
– Os aseguro que sí -insistió Myron-. Jack Klugman lleva peluquín.
La voz de Win fue tajante:
– Oscar Madison jamás lo haría. -El tono de Win fue tajante-. Jamás. Felix, tal vez, pero ¿Oscar? Imposible.
– Pues eso es un peluquín -porfió Myron.
– Te confundes con el episodio anterior-señaló Esperanza-. Donde sale Howard Cosell.
– Sí, eso es -convino Win, haciendo chasquear los dedos-. Howard Cosell llevaba peluquín.
Myron levantó la vista al techo, exasperado.
– No me confundo con Howard Cosell. Sé distinguir a Howard Cosell de Jack Klugman. Creedme. Klugman lleva peluquín.
– ¿Dónde está la raya? -lo desafió Win, señalando la pantalla-. No veo ninguna raya ni cambio de color ni nada. Y suelo ser muy bueno detectando rayas.
– Yo tampoco la veo -dijo Esperanza, mirando la pantalla con los ojos entrecerrados.
– Somos dos contra uno -apuntó Win.
– Muy bien -dijo Myron-. No me creáis.
– Salía con su propio pelo en Quincy -observó Esperanza.
– No -repuso Myron-; no era suyo.
– Dos contra uno -repitió Win-. Gana la mayoría.
– Muy bien -repitió Myron-. Allá vosotros y vuestra ignorancia.
En la pantalla, Felix era el cabecilla de un grupo llamado Felix y sus Sofisticatos. Interpretaban un tema muy rítmico, que resultaba pegadizo.
– ¿Qué te hace estar tan seguro de que lleva peluca? -preguntó Esperanza.
– En los límites de la realidad -le respondió Myron.
– ¿Cómo dices?
– En los límites de la realidad. Jack Klugman salía en dos episodios.
– Ah, sí -intervino Win-. Esperad, no me lo digáis, a ver si me acuerdo. -Hizo una pausa, dándose golpecitos en los labios con el dedo índice-. Había uno con el niño Kip, interpretado por… -Calló, aunque conocía la respuesta. La convivencia con sus amigos consistía en un interminable juego de trivialidades.
– Bill Mummy -dijo Esperanza.
Win asintió.
– Cuyo papel más famoso fue…
– Will Robinson -dijo Esperanza-. Perdidos en el espacio.
– ¿Te acuerdas de Judy Robinson? -Win suspiró-. Toda una belleza terrícola, ¿no?
– Con excepción de su ropa -objetó Esperanza-. ¿Jerseys de terciopelo para un viaje espacial? ¿A quién se le ocurriría?
– Y no podemos olvidar al doctor Zachery Smith -agregó Win-. El primer personaje gay de una serie de televisión.
– Intrigante, conspirador, cobarde, con un toque de pedofilia -dijo Esperanza, sacudiendo la cabeza-. Hizo que el movimiento de liberación homosexual retrocediera veinte años.
Win se sirvió otra porción de pizza. La caja era blanca con letras rojas y verdes y la típica caricatura de un chef orondo atusándose un fino bigote con las puntas de los dedos. En la caja podía leerse (y esto es absolutamente cierto): «Nosotros ponemos la pizza. Usted, el resto.»
– No recuerdo otro capítulo de En los límites de la realidad en la que aparezca el señor Klugman -dijo Win.
– Fue en el episodio del jugador de billar -le informó Myron-. También salía Jonathan Winters.
– Ah, sí. -Win asintió con expresión grave-. Ahora me acuerdo. El fantasma de Jonathan Winters juega a billar con el personaje del señor Klugman.
– Respuesta acertada.
– ¿Y qué tienen que ver esos dos episodios de En los límites de la realidad con el pelo del señor Klugman?
– ¿Los tienes en vídeo?
Win hizo una pausa.
– Me parece que sí. Grabé la última reposición. Seguro que encontramos al menos uno de esos episodios.
– Busquémoslos -propuso Myron.
Estuvieron por lo menos veinte minutos inspeccionando la enorme colección de vídeos hasta que por fin encontraron el episodio donde aparecía Bill Mummy. Win lo metió en el reproductor y volvió a instalarse en su butaca. Lo miraron en silencio.
– Que me parta un rayo -espetó Esperanza pocos segundos después.
Jack Klugman apareció en blanco y negro gritando «Kip», el nombre de su hijo muerto; sus gritos atormentados perseguían la imagen de una tierna aparición del pasado. La escena resultaba bastante conmovedora, aunque tampoco es que viniera al caso. El elemento clave, por supuesto, residía en que, a pesar de que aquel episodio era unos diez años anterior al de La extraña pareja, Jack Klugman aparecía prácticamente calvo.
Win meneó la cabeza.
– Eres bueno -susurró-. Condenadamente bueno. -Miró a Myron-. Me siento humillado ante tu presencia.
– No te lo tomes mal -dijo Myron-. Cada cual es bueno en lo suyo.
La conversación no fue más allá de aquella indirecta.
Rieron. Bromearon. Nadie mencionó el secuestro ni a los Coldren; nadie habló de negocios ni de asuntos de dinero ni de fichar a Tad Crispin ni del dedo amputado del chico de dieciséis años.
Win fue el primero en quedarse dormido. Luego Esperanza. Myron intentó hablar por teléfono con Jessica, pero no la encontró. No se sorprendió. Jessica a menudo dormía mal. Dar un paseo, según ella, la relajaba. Oyó su voz en el contestador y sintió como si se hundiera algo en su interior. Después de la señal, dejó un mensaje:
– Te quiero -dijo-. Y te querré siempre.
Colgó el auricular. Gateó hasta el sofá y se tapó con una colcha hasta el cuello.