17

– Hola.

Myron se volvió. Era Linda Coldren. Llevaba un pañuelo a la cabeza y gafas de sol. Parecía Greta Garbo hacia 1984. Abrió el bolso.

– He desviado el teléfono de casa a éste -susurró, señalando el teléfono móvil que guardaba en el bolso-. ¿Le importa que me siente?

– Por favor -le invitó Myron.

Linda tomó asiento frente a él. Las gafas de sol eran grandes, pero no impidieron que Myron entreviera una sospechosa sombra rojiza alrededor de sus ojos. La nariz también presentaba el aspecto de haber sido frotada por un exceso de pañuelos de papel.

– ¿Alguna novedad? -preguntó.

Myron le relató su encuentro con los nazis. Ella hizo unas cuantas preguntas complementarias. La paradoja la atormentaba una vez más: deseaba que su hijo estuviera a salvo, pero al mismo tiempo no quería que todo aquello fuese simplemente una broma de mal gusto.

– Sigo pensando que deberíamos ponernos en contacto con los federales -dijo Myron-. Puedo hacerlo con discreción.

Ella negó con la cabeza.

– Es demasiado arriesgado.

– También lo es seguir así.

Linda Coldren volvió a negar con la cabeza y se recostó en la silla. Permanecieron callados un rato. Linda miraba fijamente por encima del hombro de Myron.

– Cuando Chad nació, me retiré casi dos años -dijo al fin-. ¿Lo sabía?

– No -respondió Myron.

– El golf femenino… -masculló Linda-. Estaba en mi mejor momento, era la mejor jugadora del mundo, y, sin embargo, no recuerda haber leído nada al respecto.

– No me interesa mucho el golf -se excusó Myron.

– Sí, ya -replicó ella con un resoplido-. Si Jack Nicklaus se hubiese retirado durante dos años, seguro que se habría enterado.

Myron asintió. La verdad era que estaba en lo cierto.

– ¿Le resultó duro regresar? -preguntó.

– ¿Lo dice por lo que representaba volver a jugar o por tener que separarme de mi hijo?

– Por las dos cosas.

Linda respiró hondo y meditó la respuesta.

– Echaba de menos jugar -contestó al cabo-. No tiene idea de cuánto. Recuperé el primer puesto de la clasificación en un par de meses. En cuanto a Chad…, bueno, todavía era un bebé. Contraté a una niñera que viajaba con nosotros.

– ¿Cuánto duró esa situación?

– Hasta que Chad cumplió tres años. Entonces me di cuenta de que no podía seguir llevándolo de aquí para allá. No era conveniente para él. Un niño necesita cierta estabilidad. De modo que tuve que elegir.

Se hizo el silencio.

– No me malinterprete -prosiguió-. No siento lástima de mí misma y me alegra que a las mujeres se nos brinden oportunidades. Pero lo que no te dicen es que cuando tienes opciones se te viene encima el sentimiento de culpabilidad.

– ¿A qué tipo de culpabilidad se refiere?

– Culpabilidad de madre, la peor de todas. El remordimiento es constante. Te obsesiona en sueños. Te señala con un dedo acusador. Cada golpe preciso con el palo de golf me recordaba que había abandonado a mi hijo. En cuanto podía cogía un avión para volver a casa. Me perdí algunos torneos que tenía verdaderas ganas de jugar. Me esforcé enormemente para compatibilizar mi carrera profesional con mi maternidad, y cada día que pasaba me sentía como una sinvergüenza egoísta. -Miró a Myron-. ¿Me comprende?

– Sí, creo que sí.

– Pero en realidad no comparte mi punto de vista.

– Claro que sí.

Linda Coldren le dedicó una mirada cargada de escepticismo.

– Si hubiese sido una madre corriente, ¿habría sospechado tan pronto que Chad estaba detrás de esto? ¿Acaso el hecho de que me considere una madre despreocupada no ha influido en sus ideas?

– Madre despreocupada, no -la corrigió Myron-. Padres despreocupados.

– Es lo mismo.

– No. Usted ganaba más dinero que su esposo. Si alguien tenía que quedarse en casa, debería haber sido Jack.

Linda sonrió.

– ¿No estamos pasándonos de políticamente correctos?

– No necesariamente. Quizá sólo estemos siendo prácticos.

– No es tan sencillo, Myron. Jack adora a su hijo. Durante los años en que ni siquiera se clasificaba para los torneos del circuito permanecía en casa con él. Pero enfrentémonos a los hechos: nos guste o no, la madre es quien soporta esa carga.

– Que así sea no lo hace más justo.

– Tampoco tiene por qué anular mi propia iniciativa. Como he dicho, tuve ocasión de elegir. Si pudiera volver a empezar, volvería a jugar en el circuito profesional.

– Y volvería a sentirse culpable.

Linda asintió.

– La elección y la culpa van de la mano -dijo-. Son inseparables.

Myron bebió un sorbo de su Yoo-Hoo.

– Dice que Jack pasaba temporadas en casa…

– Sí -repuso ella-. Cuando no superaba los cortes. ¿Los cortes?

– Las eliminatorias -aclaró Linda-. Cada año, los ciento veinticinco jugadores que más dinero ganan obtienen automáticamente su tarjeta para el Circuito de la PGA. Siempre hay un par más que la consiguen a través de sus patrocinadores. El resto está obligado a superar los cortes; es decir, las eliminatorias. Si no lo hacen, no juegan.

– ¿Se decide todo en un solo torneo?

– Exacto -repuso ella.

«Menuda tensión», pensó Myron.

– Así pues, cuando Jack no pasaba los cortes, ¿se quedaba en casa durante todo el año?

Linda asintió con la cabeza.

– ¿Qué tal se llevaban Chad y Jack? -preguntó Myron.

– Chad veneraba a su padre -contestó Linda.

– ¿Y ahora?

Ella desvió la mirada. Myron creyó advertir una expresión de dolor en su rostro.

– Ahora Chad es mayor y se pregunta por qué su padre pierde una y otra vez. Ya no sé lo que piensa. Pero Jack es un buen hombre. Se esfuerza muchísimo. Tiene que entender lo que le ocurrió, Myron. Perder el Open de aquel modo… quizá le parezca melodramático en exceso, pero mató algo en su interior. Ni siquiera tener un hijo le devolvió la confianza en sí mismo.

– No tendría que haberle afectado tanto -opinó Myron, que creyó oír el eco de la voz de Win en sus palabras-. Sólo era un torneo más.

– Usted jugó en muchos partidos importantes -dijo ella-. ¿Alguna vez echó a perder una victoria como lo hizo Jack?

– No.

– Yo tampoco.

Dos hombres canosos que lucían sendos pañuelos verdes al cuello se abrieron paso hasta el bufé. Se inclinaron sobre cada una de las especialidades y fruncieron el entrecejo como si las fuentes estuvieran llenas de hormigas. Aun así, llenaron abundantemente sus platos.

– Hay algo más -anunció Linda.

Myron esperó.

Ella se ajustó las gafas y apoyó las manos sobre la mesa.

– Jack y yo hace años que no estamos… juntos.

Al ver que no continuaba, Myron dijo:

– Pero siguen casados.

– Sí.

Quería preguntarle por qué, pero habría sido una obviedad.

– Soy un recordatorio constante de sus fracasos -prosiguió ella-. A un hombre no le resulta fácil asumirlo. Se supone que somos compañeros de viaje, pero yo poseo lo que Jack más ansia. -Se dio un golpecito en la cabeza-. Qué curioso…

– ¿El qué?

– Jamás he tolerado la mediocridad en el campo de golf. Sin embargo, he permitido que presidiera mi vida privada. ¿No le parece extraño?

Myron se encogió de hombros. Linda parecía irradiar infelicidad, como si se tratara de una fiebre extrema. Había levantado la vista y sonreía. Aquella sonrisa lo estaba embriagando, incluso podría llegar a partirle el corazón. Se sorprendió deseando inclinarse y abrazar a Linda Coldren. Lo dominaba un impulso casi incontrolable de estrecharla contra su cuerpo y sentir la caricia de sus cabellos en la cara. Trató de recordar la última vez que había experimentado semejante sensación por una mujer que no fuese Jessica; no se le ocurrió ninguna respuesta.

– Hábleme de usted -le pidió Linda de súbito.

El cambio de tema lo sorprendió desprevenido.

– Es muy aburrido -respondió Myron, sacudiendo la cabeza.

– Lo dudo mucho -dijo ella en tono jocoso-. Vamos, hombre. Me distraerá.

Myron volvió a menear la cabeza.

– Sé que por poco se convierte en jugador profesional de baloncesto -añadió Linda-. Sé que se lesionó una rodilla. Sé que estudió derecho en Harvard. Y sé que intentó volver a las pistas hace unos meses. ¿Quiere llenar los espacios en blanco?

– Lo ha resumido bastante bien.

– No lo creo, Myron. Tía Cissy no nos aconsejó que le pidiéramos ayuda porque juegue bien al baloncesto.

– Trabajé un tiempo para el Gobierno.

– ¿Con Win?

– Sí.

– ¿Haciendo qué?

Myron negó otra vez con la cabeza.

– ¿Alto secreto? -aventuró ella.

– Algo por el estilo.

– Y es novio de Jessica Culver.

– Sí.

– Me gustan sus libros.

Él asintió.

– ¿Está enamorado? -preguntó Linda.

– Mucho.

– ¿Qué quiere?

– ¿Que qué quiero?

– De la vida. ¿Cuál es su sueño?

Myron sonrió.

– Lo dice en broma, ¿verdad?

– Sólo voy al grano -repuso Linda mirándolo fijamente-. Sea sincero conmigo, Myron; ¿qué es lo que más desea en el mundo?

Myron notó que se sonrojaba.

– Quiero casarme con Jessica -le contestó-. Quiero mudarme a las afueras y formar una familia.

Linda se echó hacia atrás en la silla, como dándose por satisfecha.

– ¿De veras?

– Sí.

– ¿Como sus padres?

– Sí.

Ella sonrió.

– Eso está muy bien.

– Es sencillo -dijo él.

– No todos estamos hechos para llevar una vida sencilla -señaló Linda-, aunque eso sea lo que en el fondo deseemos.

Myron asintió.

– Muy profundo, Linda. No sé qué ha querido decir, pero ha sonado muy profundo.

– Yo tampoco lo sé. -Linda rió. Su risa era grave y gutural, y a Myron le gustó-. Dígame dónde conoció a Win.

– En el primer curso de la facultad -contestó Myron.

– No lo he visto desde que tenía ocho años. -Linda Coldren tomó un trago de su agua con gas-. Por entonces yo tenía quince, y ya hacía un año que salía con Jack, lo crea o no. Por cierto, ¿sabía que Win adoraba a Jack?

– No -respondió Myron.

– Pues es verdad. Lo seguía a todas partes. Y Jack podía llegar a ser insoportable en aquella época. Intimidaba con amenazas a los demás chicos. Era endiabladamente malicioso. A veces, incluso cruel.

– ¿Y usted se enamoró de él pese a ello?

– Tenía quince años -dijo Linda, como si eso lo explicara todo. Y quizás así fuese.

– ¿Cómo era Win de niño? -preguntó Myron.

Ella volvió a sonreír; el gesto acentuó las arrugas de las comisuras de los labios y los ojos.

– Le gustaría poder comprender su personalidad, ¿no?

– Mera curiosidad -dijo Myron, pero sintió cómo la verdad que encerraban sus palabras le aguijoneaba. Deseó poder retirar la pregunta. Ya era demasiado tarde.

– Win nunca fue un niño feliz. Siempre estaba -Linda buscó la palabra adecuada- aislado, eso es. No sé cómo expresarlo. No es que fuera alocado ni desabrido ni agresivo ni nada por el estilo, pero había algo en él que no era normal. Siempre, incluso de niño, tenía esa peculiar habilidad para mostrarse indiferente.

Myron asintió. Sabía muy bien a qué se refería.

– Tía Cissy también es así.

– ¿Se refiere a la madre de Win?

Linda asintió.

– Esa mujer es puro hielo cuando se lo propone. Hasta con Win. Se comporta como si no existiera.

– Imagino que alguna vez hablará de él -aventuró Myron-. Con su padre, por lo menos.

Linda negó con la cabeza.

– Cuando la tía Cissy le dijo a mi padre que se pusiera en contacto con Win, fue la primera vez en años que lo llamó por su nombre.

Myron guardó silencio. Otra vez la pregunta obvia flotaba en el aire sin ser formulada: ¿qué había ocurrido entre Win y su madre? Pero Myron no iba a pronunciarla. Aquella conversación ya había llegado demasiado lejos. Preguntar constituiría una traición imperdonable; si Win quería que se enterara, ya se lo contaría él mismo.

Pasó el tiempo sin que ninguno de los dos se percatara. Siguieron charlando, en especial acerca de Chad y de la clase de hijo que era. Jack se había mantenido firme y conservaba la muy considerable ventaja de ocho golpes. Si cometía algún error, sería peor que veintitrés años atrás.

La tienda comenzó a vaciarse, pero Myron y Linda se quedaron conversando un rato más. Una sensación de intimidad empezó a embargarlo; le costaba trabajo respirar cuando la miraba. Cerró los ojos un instante. Se dio cuenta de que, en realidad, no estaba sucediendo nada. Si había alguna clase de atracción, se trataba simplemente del clásico caso de «síndrome de compasión hacia la damisela afligida», y no había sentimiento menos políticamente correcto, por no decir primitivo, que ése.

El público se había marchado ya. Durante un buen rato no apareció nadie. En un momento determinado, Win asomó la cabeza por la puerta de la tienda. Al verlos juntos, enarcó una ceja y se escabulló.

Myron miró la hora en su reloj de pulsera.

– Debo irme. Tengo una cita.

– ¿Con quién?

– Tad Crispin.

– ¿Aquí, en el Merion?

– Sí.

– ¿Cree que le llevará mucho rato?

– No.

Ella empezó a juguetear con su alianza.

– ¿Le importa que lo espere? -preguntó-. Quizá podamos cenar juntos. -Se quitó las gafas. Tenía los ojos hinchados, pero su mirada era clara y firme.

– De acuerdo -respondió Myron.

Al cabo de unos minutos se encontró con Esperanza en la sede del club.

– ¿Qué pasa? -preguntó Myron al ver que le dedicaba una mueca.

– ¿Estás pensando en Jessica? -preguntó ella con suspicacia.

– No, ¿porqué?

– Porque pones esa cara repugnante de mocoso con mal de amores. Ya sabes. Esa que me da ganas de vomitar en tus zapatos.

– Vamos -dijo él-. Tad Crispin nos espera.

La reunión finalizó sin que se llegara a ningún acuerdo. No obstante, cada vez estaban más cerca de alcanzarlo.

– Menudo contrato ha firmado con Zoom -le dijo Esperanza-. Es un fiasco de marca mayor.

– Lo sé.

– A Crispin le gustas.

– Ya veremos qué pasa -repuso Myron.

Se excusó y regresó presurosamente a la tienda. Linda Coldren ocupaba el mismo asiento, dándole la espalda, y mantenía la misma actitud regia.

– ¿Linda?

– Está anocheciendo -dijo ella en voz baja-. A Chad no le gusta la oscuridad. Sé que ya ha cumplido los dieciséis, pero por si acaso todavía dejo encendida la luz del recibidor.

Myron permaneció inmóvil. Cuando Linda se volvió, él sintió que algo se le clavaba en el corazón al ver su sonrisa por primera vez.

– Cuando Chad era pequeño -continuó ella- siempre llevaba consigo a todas partes un palo de golf de plástico rojo y una bola Wiffle. Es curioso. Cuando ahora pienso en él, así es como lo veo. Con ese pequeño palo rojo. Hacía mucho tiempo que no me lo imaginaba de esa manera. Ya está hecho todo un hombre, pero desde que ha desaparecido sólo se me presenta la imagen de aquel niño alegre golpeando bolas de golf en el patio trasero.

Myron asintió y tendió una mano hacia ella.

– Vámonos -dijo con amabilidad.

Linda se puso de pie. Caminaron juntos en silencio. El cielo nocturno brillaba tanto que parecía estar mojado. Myron deseó darle la mano, pero no lo hizo. Cuando llegaron al coche, Linda desbloqueó las cerraduras con un mando a distancia. Luego abrió la puerta mientras Myron empezaba a rodear el vehículo hacia el lado del pasajero. Se detuvo en seco.

El sobre estaba encima del asiento del conductor.

Durante varios segundos ninguno de los dos se movió. El sobre era de papel manila, lo bastante grande para una fotografía de veinte por veinticinco. Era plano salvo en la parte central, algo abultada.

Linda Coldren levantó la vista hacia Myron, que se agachó y levantó el sobre por los bordes. Había algo escrito en el reverso, con letras mayúsculas:


LE ADVERTÍ QUE NO PIDIERA AYUDA

AHORA CHAD PAGA EL PRECIO DE SU ERROR

SI VUELVE A CONTRARIARNOS

SERÁ MUCHO PEOR


Myron sintió que el miedo le atenazaba el pecho. Se incorporó lentamente y tocó con un solo nudillo la parte abultada del sobre. Parecía arcilla. Con mucho cuidado, rasgó el cierre, puso el sobre boca abajo y dejó caer el contenido sobre el asiento del coche.

Un dedo amputado rebotó dos veces antes de posarse definitivamente.

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