Myron pisaba a fondo el acelerador.
En la calle Chestnut, junto a la Cuatro está prohibido aparcar, pero aquello no le hizo titubear. Antes de que el coche se detuviera por completo, Myron ya se había apeado, haciendo caso omiso del coro de cláxones que acababa de provocar. Cruzó con premura el vestíbulo del Omni y se metió en el primer ascensor abierto que encontró. Cuando llegó al último piso, buscó el número de la habitación y llamó con fuerza.
Norm Zuckerman abrió la puerta.
– Bubbe -dijo con una amplia sonrisa-. Qué sorpresa tan agradable.
– ¿Puedo pasar?
– ¿Tú? Por supuesto, querido, faltaría más.
Myron lo había apartado de un empujón y ya estaba dentro. El salón de la suite era, para emplear la jerga del folleto del hotel, espacioso y de elegante mobiliario. Esme Fong estaba sentada en un sofá. Levantó la vista hacia Myron con expresión de carnero degollado. Carteles, pruebas de imprenta, anuncios y demás parafernalia publicitaria caían en cascada de la mesita de café y alfombraban el suelo. Myron entrevió retratos ampliados de Tad Crispin y Linda Coldren. Había logotipos de Zoom por todas partes.
– Estábamos planeando estrategias de promoción -explicó Norm-, aunque, oye, podemos tomarnos un respiro, ¿verdad, Esme?
Esme asintió con la cabeza.
Norm se acercó al mueble-bar.
– ¿Quieres tomar algo, Myron? No creo que haya Yoo-Hoo por aquí, pero seguro que…
– No quiero nada -lo interrumpió Myron.
– Caray, Myron, cálmate -dijo Norm-. ¿Qué mosca te ha picado?
– He venido a prevenirte, Norm.
– ¿A prevenirme de qué?
– No me gusta hacer esto. En lo que a mí respecta, tu vida amorosa debería ser un asunto personal, pero no es tan sencillo. Al menos, no ahora. Saldrá a la luz, Norm, y lo lamento.
Norm Zuckerman permaneció inmóvil. Abrió la boca como quien va a protestar, pero cambió de idea.
– ¿Cómo te has enterado?
– Estuviste con Jack en el Court Manor Inn. Una camarera os vio.
Norm miró a Esme, que mantenía la cabeza erguida. Se volvió otra vez hacia Myron.
– ¿Sabes lo que ocurrirá si corre la voz de que soy gay?
– No puedo hacer nada, Norm.
– Yo soy mi empresa, Myron. Zoom se dedica a la moda, la imagen y el deporte, y resulta que este colectivo es el más descaradamente homofóbico del planeta. La percepción lo es todo en este negocio. Si averiguan que soy gay, ¿sabes qué ocurrirá? Pues que Zoom se irá a la mierda.
– No estoy tan seguro de que sea así -alegó Myron- pero, en cualquier caso, no puede hacerse nada.
– ¿Lo sabe la policía? -preguntó Norm.
– No, aún no.
– En ese caso, ¿por qué tiene que hacerse público? No fue más que una cana al aire, por el amor de Dios. De acuerdo, me cité con Jack. Nos gustábamos. Ambos teníamos mucho que perder si no lo manteníamos en secreto. Eso es todo. No tiene nada que ver con su asesinato.
Myron miró de reojo a Esme, que le rogaba silencio con la mirada.
– Por desgracia -dijo Myron-, creo que sí tiene que ver.
– ¿Eso crees? ¿Te dispones a destruirme valiéndote de una suposición?
– Lo lamento.
– ¿No puedo hacerte cambiar de parecer?
– Me temo que no.
Norm se alejó del mueble bar y se desplomó en una silla. Hundió el rostro en las palmas de sus manos y deslizó los dedos hacia el cuello, hundiéndolos en su cabellera.
– Me he pasado toda la vida mintiendo, Myron -comenzó-. Pasé mi infancia en Polonia fingiendo que no era judío. ¿Puedes creerlo? Yo, Norm Zuckerman, fingiendo ser un gentil holgazán. Pero sobreviví. Vine aquí y me he pasado mi vida adulta fingiendo ser más hombre que nadie, una especie de Casanova, el típico tío que siempre lleva una chica guapa colgada del brazo. Te acostumbras a mentir, Myron. Resulta más fácil, ¿entiendes lo que quiero decir? La mentira se convierte en una especie de segunda realidad.
– Lo siento, Norm.
Norm respiró hondo y esbozó una sonrisa de hastío.
– Quizá sea para bien -dijo-. Mira a Dennis Rodman. Va por ahí de travestido, y no le ha pasado nada, no he hecho ningún mal, ¿verdad?
– No. Tienes razón.
Norm Zuckerman levantó los ojos hacia Myron.
– Oye, en cuanto llegué a este país, me convertí en el judío más panfletario que hayas visto jamás. ¿No es cierto? Dime la verdad, ¿soy o no soy el judío más panfletario que has conocido?
– Vaya si lo eres -dijo Myron.
– Puedes apostar tu flaco trasero a que lo soy. Y cuando comencé, todo el mundo me decía que no me pusiera tanto en evidencia. No seas tan judío, me decían. Tan étnico. Nunca serás aceptado. -El rostro de Norm revelaba genuina esperanza-. Quizá pueda hacer lo mismo. Volver a dar la cara, ¿entiendes lo que digo?
– Sí, lo entiendo -respondió Myron en voz baja y preguntó-: ¿Quién más sabía lo tuyo con Jack?
– ¿Cómo?
– ¿Se lo contaste a alguien?
– No, claro que no.
Myron hizo un ademán hacia Esme.
– ¿Qué me dices de una de esas novias que llevas del brazo? ¿Qué me dices de alguien que prácticamente vive contigo? ¿No le habría resultado de lo más fácil descubrirlo?
Norm se encogió de hombros.
– Supongo que sí. Cuando estás tan unido a alguien terminas confiando en él. Bajas la guardia. De modo que tal vez lo supiera. Pero ¿qué más da?
Myron miró a Esme.
– ¿Prefieres contárselo tú?
– No sé de qué me estás hablando -repuso Esme con absoluta calma.
– ¿Contarme el qué?
Myron no apartó sus ojos de los de ella.
– Me preguntaba por qué habías seducido a un chico de dieciséis años. No me malinterpretes. Tu actuación merece un fuerte aplauso, con toda esa verborrea sobre la soledad y lo tierno que era Chad y su falta de prejuicios. Era de lo más elocuente, pero aun así me sonó hueca.
– ¿De qué demonios estás hablando, Myron? -intervino Norm.
Myron hizo caso omiso de él.
– Y luego estaba el asunto de esa coincidencia tan extraordinaria -prosiguió dirigiéndose a Esme-. Tú y Chad aparecéis en el mismo motel al mismo tiempo que Jack y Norm. Demasiado extraño. No me lo pude tragar. Aunque, claro, tú y yo sabemos que no fue mera coincidencia. Tú lo planeaste así.
– ¿Qué planeó? -quiso saber Norm-. Myron, ¿puedes decirme que diablos está pasando?
– Norm, me explicaste que Esme trabajaba en la campaña de baloncesto de Nike -dijo Myron-. Que dejó ese empleo para unirse a tu equipo.
– ¿Y qué?
– ¿Aceptó un salario inferior?
– Un poco. -Norm se encogió de hombros-. No mucho.
– ¿Cuándo se incorporó a Zoom exactamente?
– No lo sé.
– ¿Dentro de los últimos ocho meses?
Norm meditó por unos instantes.
– Sí, ¿y qué?
– Esme sedujo a Chad Coldren. Se citaron en el Court Manor Inn, pero no lo llevó allí en busca de sexo o porque se sintiera sola. Llevarlo allí formaba parte de una encerrona.
– ¿Qué clase de encerrona?
– Quería que Chad viera a su padre con otro hombre.
– ¿Qué?
– Quería hundir a Jack. No fue una coincidencia. Esme conocía tus hábitos. Se enteró de tu aventura con Jack, de modo que se las ingenió para que el chico viera qué clase de hombre era su padre en realidad.
Esme guardaba silencio.
– Dime una cosa, Norm -añadió Myron-. ¿Jack y tú teníais que veros el jueves por la noche?
– Sí -respondió Norm.
– ¿Qué ocurrió?
– Jack me llamó para cancelar la cita. Cuando llegó al aparcamiento, se asustó. Me dijo que había un coche conocido.
– Más que conocido -dijo Myron-. Era el de su hijo. Se fue antes de que Chad tuviera ocasión de verlo; -Se puso en pie y se acercó a Esme-. Ya casi puedo reconstruirlo desde el principio -le dijo-. Jack era el líder del Open. Chad estaba allí, delante de tus narices. Así que secuestraste a Chad para desconcentrar a Jack. Ocurrió tal y como me lo imaginaba, sólo que se me escapó tu verdadero motivo. ¿Por qué secuestrar a Chad? ¿Por qué deseabas vengarte de Jack Coldren? Sí, el dinero era parte del motivo. Sí, querías que la nueva campaña de Zoom fuese un éxito. Sí, sabías que si Tad Crispin ganaba el Open te proclamarían el genio mundial de la mercadotecnia. Todo eso estaba en juego, pero, claro, no explicaba por qué habías llevado a Chad al Court Manor Inn antes, repito, antes de que Jack encabezara la clasificación del torneo.
Norm suspiró.
– Dínoslo tú, Myron. ¿Qué razón podía tener Esme para desear hacer daño a Jack?
Myron metió la mano en el bolsillo y sacó una vieja fotografía. La primera página del álbum de boda. Lloyd y Lucille Rennart. Sonrientes. Felices. De pie el uno al lado del otro. Lloyd de esmoquin. Lucille sosteniendo un ramo de flores, deslumbrante en su vestido blanco. Pero aquello no era lo que había conmocionado a Myron hasta la médula. Lo que le había impresionado no tenía nada que ver con lo que Lucille llevaba o sostenía; se trataba más bien de lo que era.
Lucille Rennart era asiática.
– Lloyd Rennart era tu padre -afirmó Myron-. Tú ibas en el coche el día en que se estrelló contra un automóvil aparcado. Tu madre murió. A ti también te ingresaron en el hospital.
Esme permanecía inmóvil, pero su respiración se hizo entrecortada.
– No estoy seguro de lo que pasó luego -prosiguió Myron-. Supongo que tu padre tocó fondo. Era alcohólico. Acababa de matar a su mujer. Se sentiría acabado e inútil. Así que tal vez comprendió que no podía ocuparse de ti. O de que no te merecía. O quizá llegó a alguna clase de acuerdo con la familia de tu madre. A cambio de no presentar cargos, Lloyd renunciaría a tu custodia. No sé lo que ocurrió, pero a ti terminó criándote la familia de tu madre. Cuando Lloyd hubo rehecho su vida es probable que considerara que no estaba bien arrancarte de tu nuevo hogar. O quizá temiese que su hija no aceptaría al padre que había sido responsable de la muerte de su madre. Como quiera que fuese, Lloyd guardó silencio. No le habló de ti ni siquiera a su segunda esposa.
Las lágrimas rodaban por las mejillas de Esme Fong. Myron también tenía ganas de llorar.
– ¿Me equivocó en algo, Esme?
– Ni siquiera sé de qué estás hablando.
– Aparecerán documentos -señaló Myron-. El certificado de nacimiento, por descontado. Es probable que haya papeles de tu adopción. A la policía no le llevará mucho tiempo seguir las pistas. -Levantó la fotografía y continuó, en voz baja-. El parecido entre tú y tu madre será más que suficiente.
Esme seguía derramando lágrimas, pero no lloraba. Nada de sollozos. Nada de temblores. Sólo lágrimas.
– Puede que Lloyd Rennart fuese mi padre -le dijo al fin Esme-, pero sigues sin poder demostrar lo demás. El resto es pura conjetura.
– No, Esme. En cuanto la policía confirme vuestro parentesco, el resto vendrá rodado. Chad les dirá que fuiste tú quien sugirió tomar una habitación en el Court Manor Inn. Investigarán con más detenimiento la muerte de Tito. Hallarán alguna conexión. Fibras. Cabellos. Todas las piezas encajarán. Aunque hay algo que quisiera preguntarte.
Ella no se inmutó.
– ¿Por qué le cortaste el dedo a Chad? -preguntó Myron.
De pronto, Esme salió corriendo. Myron se abalanzó para cortarle el paso, sin éxito. Ella no se precipitó hacia la salida, sino hacia el dormitorio. Su dormitorio. Myron saltó por encima del sofá y corrió a la habitación, pero llegó demasiado tarde.
Esme Fong empuñaba una pistola. Apuntaba al pecho de Myron, que al ver sus ojos comprendió que no habría confesión alguna, ninguna explicación, nada de charla. Estaba dispuesta a disparar.
– No te molestes -dijo Myron.
– ¿Cómo?
Sacó su teléfono móvil y se lo tendió.
– Es para ti.
Esme permaneció inmóvil por unos instantes. Luego, sin bajar el arma, alargó el brazo y tomó el teléfono. Se lo llevó al oído. Myron percibió con claridad que una voz decía:
– Soy el detective Alan Corbett del Departamento de Policía de Filadelfia. Estamos al otro lado de la puerta y hemos oído cuanto se ha dicho ahí dentro. Baje el arma.
Esme miró a Myron. Seguía apuntándole al pecho. Myron notaba las gotas de sudor resbalándole por la espalda. Mirar el cañón de un arma es como contemplar el negro abismo de la muerte. Sólo ves el cañón, sólo el cañón, como si creciera hasta adquirir unas dimensiones imposibles, preparándose para engullirte entero.
– Sería una estupidez -dijo Myron.
Ella asintió y bajó el arma.
– Y también inútil.
La pistola cayó al suelo. La puerta se abrió de golpe. Entró un enjambre de policías.
Myron bajó la vista hacia el arma.
– Un treinta y ocho -dijo dirigiéndose a Esme-. ¿Es la pistola con la que mataste a Tito?
La expresión de su rostro le dio la respuesta. El examen balístico sería concluyente. Estaba a merced del ministerio fiscal.
– Tito estaba loco -dijo Esme-. Le cortó el dedo al muchacho. Empezó a exigir dinero. Tienes que creerme.
Myron asintió de forma evasiva. Ella ensayaba su defensa, pero por alguna razón a Myron le pareció que decía la verdad.
Corbett le puso las esposas.
Esme se apresuró a concluir su alegato.
– Jack Coldren destruyó a mi familia. Arruinó la vida de mi padre y mató a mi madre. ¿Y todo por qué? Mi padre no hizo nada malo.
– Sí -repuso Myron-, lo hizo.
– Se equivocó al sacar el palo de la bolsa, si hay que creer lo que decía Jack Coldren. Cometió un error. Fue un accidente. ¿Tenía que pagar tan alto precio?
Myron no dijo nada. No había sido un error. Tampoco un accidente. Y Myron ignoraba qué precio tendría que haber pagado Lloyd.