Myron abrió los ojos de par en par, incapaz de articular palabra. Lo invadió un terror en estado puro. Empezó a temblar y se le entumeció todo el cuerpo. Bajó la vista hacia la nota que aún sostenía en la mano. Una voz interior le decía: «Es culpa tuya, Myron. Es culpa tuya.»
Se volvió hacia Linda Coldren. Permanecía boquiabierta, con los ojos muy abiertos.
Myron intentó acercarse, pero ella se tambaleó como un boxeador que ya no es capaz de recobrar fuerzas durante la cuenta atrás.
– Debemos avisar a alguien cuanto antes -consiguió balbucear Myron-. Tengo amigos en el FBI.
– No -repuso ella con voz firme.
– Linda, escúcheme…
– Lea la nota.
– Pero…
– Lea la nota -repitió ella. Bajó la cabeza con expresión torva-. Usted queda al margen de esto, Myron. Desde ahora mismo.
– No sabe con qué se enfrenta.
– ¿Ah no? -Linda levantó la cabeza con gesto agresivo y añadió-: Me enfrento a un psicópata sin escrúpulos, la clase de monstruo que mutila ante la menor provocación. -Se acercó al coche-. Le ha cortado un dedo a mi hijo sólo porque he hablado con usted. ¿Qué cree que hará si desobedezco de nuevo sus órdenes?
A Myron le daba vueltas la cabeza.
– Linda, pagar el rescate no garantiza…
– Eso ya lo sé.
– Pero… -Myron se sentía confuso, y entonces soltó algo sumamente estúpido-. Ni siquiera sabe si el dedo es suyo.
Ella bajó la mirada. Con una mano, contuvo un sollozo. Con la otra, acarició el dedo amorosamente, sin rastro de repulsa en el semblante.
– Se equivoca -dijo Linda en voz baja-. Sé que lo es.
– Puede que ya esté muerto.
– En ese caso, no importa lo que haga, ¿no le parece?
Myron prefirió no añadir nada más. Ya había dicho suficientes tonterías. Sólo necesitaba unos instantes para reponerse, para decidir cuál debía ser el paso siguiente.
«Es culpa tuya, Myron. Es culpa tuya.»
Intentó apartar aquellos pensamientos de su mente. Al fin y al cabo, había pasado por peores situaciones. Había visto cadáveres, se había enfrentado a personas indeseadas, había atrapado y entregado asesinos a la justicia. Sólo necesitaba…
«Siempre con la ayuda de Win, Myron. Nunca por tu cuenta.»
Linda Coldren sostenía el dedo. A pesar de las lágrimas que rodaban por sus mejillas, su rostro permanecía impasible.
– Adiós, Myron.
– Linda…
– No voy a desobedecer otra vez.
– Tenemos que analizar los hechos…
Ella negó con la cabeza.
– No debimos haberle avisado.
Con el dedo amputado de su hijo entre las manos, como si fuese un pollito, Linda Coldren subió al coche. Depositó con cuidado el dedo y puso el coche en marcha. Acto seguido accionó el cambio de marchas y se fue.
Myron se dirigió hacia su automóvil. Permaneció varios minutos sentado, respirando profundamente y procurando serenarse. Había estudiado artes marciales desde que Win le hablara del tae kwon do en su primer año de universidad. La meditación era parte importante de lo que habían aprendido, y, sin embargo, Myron nunca acabó de entender los principios básicos. Su mente tendía a perderse en divagaciones. Intentó poner en práctica las reglas más elementales. Cerró los ojos. Aspiró despacio por la nariz, haciendo bajar el aire de modo que sólo el vientre se dilatara. Soltó el aire por la boca, más despacio aún, vaciando los pulmones por completo.
«Muy bien -se dijo a sí mismo-, ¿cuál será el próximo paso?»
La primera respuesta que emergió a la superficie fue la más elemental: rendirse. «Abandona aunque te cueste. Date cuenta: no estás ni mucho menos en tu ambiente. En realidad, nunca trabajaste para los federales. Sólo acompañabas a Win. Te has metido donde no debías y a un chico de dieciséis años le ha costado un dedo, si no más. Tal como dijo Esperanza, sin Win estás perdido. Aprende la lección y abandona el caso.»
¿Y luego qué? ¿Dejar que los Coldren hicieran frente a aquella crisis por sí mismos?
De haberlo hecho así, Chad Coldren seguiría teniendo diez dedos.
Aquella idea hizo que algo se desmoronara en su fuero interno. Abrió los ojos. El corazón empezó a martillear de nuevo. No podía llamar a los Coldren. No podía llamar a los federales. Si seguía investigando por su cuenta la vida de Chad Coldren se vería en peligro.
Puso el coche en marcha, tratando aún de mantener la calma. Tenía que ser frío y analítico. Tenía que descubrir alguna pista en aquel último acontecimiento. Aunque fuese por un instante. Olvidar el horror. Olvidar el hecho de que quizá se había equivocado. Autoconvencerse de que el dedo no era más que un indicio. Sólo un indicio…
Uno: el lugar donde había sido depositado el sobre era sospechoso. Dentro del coche cerrado de Linda Coldren (sí, estaba cerrado; Linda había utilizado el control remoto para abrirlo). ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿El secuestrador había forzado el vehículo? Era una posibilidad, pero ¿cómo habría podido hacer algo así en el aparcamiento del Merion? ¿Nadie lo había descubierto? Probablemente. ¿Acaso Chad Coldren tenía una llave y el secuestrador la había empleado? Era una hipótesis interesante, pero no podría confirmarla hasta que hablase con Linda, lo cual era imposible.
Estaba en un callejón sin salida. Al menos por el momento.
Dos: había más de una persona involucrada en el secuestro. No se requerían grandes dotes deductivas para darse cuenta. Para empezar, estaba el Nazi Sarnoso. La llamada telefónica desde el centro comercial, así como su comportamiento posterior, demostraba que estaba implicado en el asunto. No obstante, no había forma de que un sujeto como el Sarnoso se colara en el Merion y depositara a escondidas el sobre en el coche de Linda Coldren sin levantar sospechas. Y mucho menos durante el Open de Estados Unidos. La nota, además, advertía a los Coldren que no volvieran a «contrariarlos». Contrariar. No parecía una palabra que pudiera haber utilizado el Sarnoso.
Hasta aquí perfecto. ¿Qué más?
Tres: los secuestradores eran a un mismo tiempo depravados y estúpidos. Lo de depravados resultaba obvio; lo de estúpidos, quizá no tanto. Sin embargo, había que considerar los hechos. Por ejemplo, exigir un rescate desorbitado al inicio del fin de semana, sabiendo que los bancos no abrían hasta el lunes, ¿acaso revelaba inteligencia? No saber cuánto pedir las dos primeras veces que habían llamado, ¿acaso no resultaba extraño? Y, por último, ¿constituía un acto de prudencia y profesionalidad amputar el dedo de un muchacho sólo porque sus padres han conversado con un agente deportivo? La verdad es que no tenía ningún sentido.
A no ser, claro, que los secuestradores ya supieran que Myron era algo más que un mero agente deportivo.
Sin embargo, ¿cómo podían saberlo?
Myron enfiló el largo camino de entrada de la casa de Win. Alguien, a lo lejos, sacaba caballos del establo. Mientras se aproximaba a la casa de invitados, Win apareció en el umbral. Myron detuvo el coche y se apeó.
– ¿Qué tal ha ido tu entrevista con Tad Crispin? -preguntó Win.
Myron avanzó presuroso hacia él.
– Le han cortado un dedo -repuso entre dientes-. Los secuestradores. Le han cortado un dedo a Chad Coldren. Lo han dejado en el coche de Linda.
La expresión de Win no se alteró.
– ¿Lo has descubierto antes o después de tu entrevista con Tad Crispin?
Myron se quedó perplejo ante semejante pregunta.
– Después.
Win asintió lentamente con la cabeza.
– Entonces mi primera pregunta sigue en pie. ¿Qué tal ha ido tu entrevista con Tad Crispin?
Myron retrocedió como si le hubiesen dado una bofetada.
– Por todos los santos -dijo con un tono casi reverente-. No hablarás en serio.
– Lo que le ocurra a esa familia no me atañe. Lo que se refiere a tus acuerdos comerciales con Tad Crispin, sí.
Myron sacudió la cabeza, estupefacto.
– Me parece increíble que puedas llegar a mostrarte tan frío…
– Oh, venga.
– ¿Venga qué?
– Hay tragedias mucho peores en este mundo que la de un chaval que pierde un dedo. La gente muere, Myron. Las inundaciones borran del mapa pueblos enteros. Los hombres hacen cosas espantosas a los niños todos los días. -Win hizo una pausa-. Por ejemplo, ¿has leído el periódico de la tarde?
– ¿Por qué te vas por las ramas?
– Sólo intento que lo comprendas -prosiguió Win con voz demasiado lenta y comedida-. Los Coldren no significan nada para mí, no más que un desconocido cualquiera, y tal vez menos. El periódico está llenó de desgracias que me afectan de modo más personal. Por ejemplo… -Calló y miró fijamente a Myron a los ojos.
– Por ejemplo, ¿qué? -preguntó Myron.
– Han surgido novedades en el caso de Kevin Morris -repuso Win-. ¿Estás familiarizado con el asunto?
Myron negó con la cabeza.
– Dos niños de siete años, Billy Waters y Tyrone Duffy, faltaban de sus hogares desde hacía casi tres semanas. Desaparecieron mientras regresaban de la escuela a casa en bicicleta. La policía interrogó a un tal Kevin Morris, un hombre con un largo historial de perversiones múltiples, incluidos abusos sexuales a menores. Le habían visto merodear por los alrededores del colegio. Pero el señor Morris contaba con un abogado muy listo. No había ninguna prueba física y a pesar de que las pruebas circunstanciales eran bastante convincentes, pues las bicis de los chicos fueron halladas en un vertedero próximo a la casa del señor Morris, éste fue puesto en libertad.
Myron sintió que el frío le oprimía el corazón.
– ¿Y en qué consiste la novedad, Win?
– Anoche la policía recibió cierta información.
– ¿A qué hora?
– Muy tarde -repuso Win, y tras una pausa añadió-: Según parece, alguien fue testigo de cómo Kevin Morris enterraba los cuerpos junto a un camino que atraviesa el bosque, no lejos de Lancaster. La policía los desenterró de madrugada. ¿Sabes lo que encontraron?
Myron volvió a negar con la cabeza, le daba miedo abrir la boca.
– Tanto Billy Waters como Tyrone Duffy estaban muertos. Habían abusado sexualmente de ellos y los habían mutilado de tal forma que los medios de comunicación no han osado hablar de ello. La policía ha encontrado suficientes pruebas en el lugar como para arrestar a Kevin Morris. Huellas dactilares en un escalpelo. Bolsas de plástico iguales a las que Morris tenía en la cocina. Tienen muestras de semen, que según el examen preliminar coinciden con el hallado en los chicos.
Myron pestañeó.
– Es bastante probable que el señor Morris sea condenado -concluyó Win.
– ¿Qué se sabe de la persona que llamó para informar? ¿Actuará como testigo?
– Lo curioso -dijo Win- es que llamó desde un teléfono público y no dio su nombre. Al parecer nadie sabe de quién se trata.
– ¿Y la policía ha arrestado a Kevin Morris?
– Sí.
– Me sorprende que no lo mataras -le dijo Myron.
– Entonces es que en realidad no me conoces.
Un caballo relinchó. Win se volvió y contempló al magnífico animal. Algo extraño le oscureció el semblante por un segundo; un sentimiento de pérdida, tal vez.
– ¿Qué te hizo, Win?
Win siguió con la mirada perdida en la distancia. Ambos sabían a quién se refería Myron.
– ¿Qué te hizo para que le guardes tanto rencor?
– No te pases con las hipérboles, Myron. No soy tan simple. Mi madre no es la única responsable de mi forma de ser. Un hombre no es fruto de un único incidente, y disto mucho de estar loco, tal como antes has sugerido. Como todo ser humano, elijo mis propias batallas. Lucho un poco, tal vez más que la mayoría, y normalmente en el bando adecuado. He luchado por Billy Waters y Tyrone Duffy, pero no tengo el menor deseo de luchar por los Coldren. Ésa es mi elección. Tú, como mi amigo más íntimo, deberías respetar eso. No deberías aguijonearme ni hacerme sentir culpable por el hecho de que no me implique en una batalla en la que no me interesa participar.
Myron no estaba seguro de lo que debía decir. Se asustaba cuando no comprendía la fría lógica de Win.
– Win.
Win apartó la vista del caballo. Miró a Myron, que agregó:
– Estoy en apuros. Necesito que me ayudes.
La voz de Win se tornó de repente amable; en su rostro reflejó algo parecido a la aflicción.
– Si fuese cierto, sabes bien que estaría contigo. Pero no estás en ningún apuro del que no puedas salir con facilidad. Da marcha atrás, Myron. Tienes la opción de poner fin a tu compromiso. Arrastrarme a esto contra mi voluntad, haciendo semejante uso de nuestra amistad, está mal. Abandona, por una vez.
– Sabes que no puedo hacerlo.
Win asintió y se dirigió hacia su coche.
– Como he dicho antes, cada cual elige su propia batalla.
Cuando Myron entró en la casa de invitados, Esperanza estaba gritando:
– ¡Bancarrota! ¡Pierde un turno! ¡Bancarrota!
Myron se le acercó por detrás. Estaba viendo La rueda de la fortuna.
– ¡Esta mujer es tan codiciosa! -exclamó ella, indicando la pantalla-. Ha ganado más de seis mil dólares y sigue apostando. Me pone enferma.
La ruleta se detuvo, señalando la reluciente casilla de los mil dólares. La mujer pidió una B. Había dos. Esperanza gimió.
– Has vuelto pronto -observó-. Pensaba que salías a cenar con Linda Coldren.
– He cambiado de planes.
Ella por fin se volvió y lo miró a los ojos.
– ¿Qué ha pasado?
Myron se lo contó. Esperanza fue palideciendo a medida que escuchaba.
– Necesitas a Win -dijo cuando Myron terminó.
– No piensa colaborar.
– Tienes que tragarte ese estúpido orgullo masculino y pedírselo. Ruégaselo si es necesario.
– Acabo de hacer ambas cosas. Ha sido inútil.
En la televisión, la mujer insaciable seguía tentando a la suerte. Aquello siempre desconcertaba a Myron. ¿Por qué los concursantes que a todas luces conocían la solución del rompecabezas seguían arriesgándose? ¿Para gastar dinero? ¿Para asegurarse de que sus oponentes también conocían la respuesta?
– Sin embargo -dijo-, tú estás aquí.
Esperanza lo miró.
– ¿Y?
Él sabía cuál era la auténtica razón por la que Esperanza había acudido allí sin demora. Por teléfono le había dicho que no trabajaba bien estando sola. Aquellas palabras revelaban mucho sobre el verdadero motivo por el cual había huido de la Gran Manzana.
– ¿Me quieres ayudar? -preguntó Myron.
La mujer de la televisión se inclinó hacia delante, hizo girar la rueda y empezó a aplaudir y a chillar.
«¡Vamos, vamos, otros mil!»
Sus contrincantes también aplaudían, como si deseasen que se saliera con la suya. Era increíble.
– ¿Qué quieres que haga? -preguntó Esperanza.
– Te lo explicaré por el camino. Si me quieres acompañar.
Ambos observaron cómo la rueda perdía velocidad. La cámara se desplazó para ofrecer un primer plano. La flecha se situó finalmente sobre la palabra BANCARROTA. El público gimió. La mujer mantuvo la sonrisa, pero ahora presentaba el aspecto de alguien que acaba de recibir un puñetazo en la boca del estómago.
– Eso es un presagio -comentó Esperanza.
– ¿Bueno o malo? -se interrogó Myron.
– Ya lo veremos.