13

A la luz del día, la calle Green Acres era aún más imponente. Estaba flanqueada por setos muy espesos de unos tres metros de altura. Myron aparcó el coche ante la verja de hierro forjado y se aproximó al interfono. Pulsó el botón y esperó. Había varias cámaras de vigilancia. Algunas permanecían fijas. Otras zumbaban al girar lentamente de un lado a otro. Myron constató que la casa disponía de sensores de movimiento, alambre de espinos, dobermans…

Se trataba, sin duda, de una fortaleza bien protegida.

Una voz tan impenetrable como los arbustos surgió del altavoz.

– ¿En qué puedo servirle?

– Buenos días -dijo Myron, mostrando una sonrisa amistosa a la cámara más cercana pero procurando que no se le confundiera con un vendedor. Hablar a una cámara. Era como estar en un programa de televisión -. Busco a Matthew Squires.

– ¿Cómo se llama, señor? -preguntó la voz tras una pausa.

– Myron Bolitar.

– ¿El señorito Squires lo espera?

– No. -¿El señorito Squires?

– Entonces, ¿no tiene Una cita concertada?

¿Una cita concertada con un crío de dieciséis años? ¿Quién se creía que era aquel muchacho?

– No, me temo que no.

– ¿Puedo preguntarle el propósito de su visita, señor?

– Deseo hablar con Matthew Squires.

– Lamento comunicarle que en este momento no va a ser posible -repuso la voz.

– ¿Puede decirle que se trata de algo relacionado con Chad Coldren?

Otra pausa. Las cámaras empezaron a efectuar piruetas. Myron miró alrededor. Todas las lentes apuntaban hacia abajo desde las alturas, mirándolo fijamente como alienígenas hostiles o televisores de restaurante barato.

– ¿En qué sentido tiene que ver eso con el señorito Coldren? -preguntó la voz.

Myron miró de reojo una de las cámaras.

– ¿Puedo saber con quién tengo el placer de estar tratando?

No hubo respuesta.

Myron se mantuvo en silencio por un instante; luego añadió:

– Debería decir: soy el gran y poderoso Oz.

– Lo lamento, señor. No se recibe a nadie sin cita previa. Que tenga un buen día.

– Espere un momento. ¿Oiga? ¿Oiga?

Myron volvió a pulsar el botón. No hubo respuesta. Mantuvo el dedo en él durante varios segundos. Seguía sin haber respuesta. Levantó la vista hacia la cámara y mostró su mejor sonrisa, la de padrazo sencillo y atento. Probó suerte saludando con la mano. Nada. Dio un paso atrás y agitó el brazo con un saludo a lo Jack Kemp, como quien lanza un balón de fútbol americano. Nada.

Permaneció allí un minuto más. Todo aquello le parecía muy extraño. ¿Todo aquel dispositivo de seguridad para un muchacho de dieciséis años? Algo no acababa de ser kosher. Pulsó el botón una vez más. Al ver que nadie respondía, miró hacia la cámara, apoyó los pulgares en cada oreja, comenzó a mover los dedos hacia atrás y hacia delante y sacó la lengua.

Ante la duda, actúa con madurez.

Una vez en el coche, descolgó el teléfono y marcó el número de su amigo el sheriff Jake Courter.

– Oficina del sheriff.

– Hola, Jake. Soy Myron.

– Joder. Algo me decía que no debía venir en sábado.

– Vaya, me ofendes. En serio, Jake, ¿todavía te conocen como el campeón de las fuerzas del orden?

El sheriff dejó escapar un suspiro y preguntó:

– ¿Qué cojones quieres, Myron? Sólo he venido para adelantar trabajo burocrático.

– Quienes velan por la paz y la justicia no pueden tomarse ni un respiro, ¿eh Jake?

– Exacto -dijo Jake-. Esta semana he salido a atender doce llamadas. ¿Adivinas cuántas fueron falsas alarmas?

– Trece.

– Casi aciertas.

Durante más de veinte años, Jake Courter, un hombre negro bastante corpulento, había sido policía en varias de las peores ciudades del país. Detestaba aquel trabajo y aspiraba a llevar una vida más tranquila. De modo que dimitió del cuerpo y se mudó a la pintoresca (léase inocente) ciudad de Reston, Nueva Jersey. En busca de un empleo cómodo, presentó su candidatura a sheriff. Reston era una villa universitaria (léase liberal) y, por consiguiente, Jake hizo hincapié en su «negritud» (tal como él decía) y ganó con facilidad. «Sencillamente recurrí al sentimiento de culpa que caracteriza al hombre blanco», le explicó a Myron.

– ¿Añoras las emociones de la gran ciudad? -preguntó Myron.

– Tanto como añoraría un herpes -le replicó Jake-. Venga, Myron, ya está bien de cumplidos y lisonjas. Soy como un títere en tus manos, ahora. ¿Qué quieres?

– Estoy en Filadelfia, por el Open.

– Eso es golf, ¿verdad?

– Sí, golf, y me gustaría saber si has oído hablar de un tal Squires.

Se produjo un silencio.

– Oh, joder -masculló Jake.

– ¿Cómo?

– ¿En qué lío te has metido ahora?

– En ninguno. Sólo que me sorprende que tenga un dispositivo de seguridad tan extraordinario para proteger su casa…

– ¿Y qué coño has ido a hacer en su casa?

– Nada.

– Claro -dijo Jake-. Supongo que sólo pasabas por allí.

– Algo parecido.

– Y una mierda. -Jake suspiró-. Qué demonios, ya no es de mi competencia. Reginald Squires, alias Big Blue.

Myron hizo una mueca.

– ¿Big Blue?

– Oye, todos los gángsteres necesitan un apodo. A Squires se le conoce como Big Blue. Blue por lo de sangre azul.

– Vaya con estos gángsteres -dijo Myron-. Lástima que no demuestren su creatividad en negocios legales.

– Negocios legales -repitió Jake-. No me vengas con tonterías. Squires se hizo con la pasta de su familia y recibió una educación privilegiada y toda esa mierda.

– ¿Y qué hace en tan malas compañías?

– ¿Quieres que te lo diga en pocas palabras? El hijo de puta está loco de remate. Le divierte hacer daño a la gente. Un poco como Win.

– Win no se divierte haciendo daño a la gente.

– Si tú lo dices.

– Cuando Win hace daño a alguien es por un motivo: evitar que reincida, o castigarlo, o lo que sea.

– Por supuesto, por supuesto -dijo Jake-. Te veo particularmente susceptible, Myron.

– Ha sido un día muy largo.

– Sólo son las nueve de la mañana.

– El tiempo no lo miden sólo las manecillas del reloj.

– ¿Quién dijo eso?

– Nadie. Me lo acabo de inventar.

– Deberías plantearte escribir tarjetas de felicitación.

– Dime, ¿en qué anda metido Squires, Jake?

– ¿Quieres oír algo curioso? No estoy seguro. Nadie lo está. Drogas y prostitución; ya sabes, esa clase de mierda…, pero por todo lo alto. Nada muy bien organizado, sin embargo. Es más como un juego, ¿entiendes? Se mete en cualquier cosa que le parece emocionante y luego se desentiende.

– ¿Crees que sería capaz de secuestrar a alguien?

– Oh, mierda, vuelves a estar implicado en algo, ¿verdad?

– Sólo te he preguntado si a Squires podría ocurrírsele perpetrar secuestros.

– Ya. Conforme. Como si fuese una pregunta hipotética, al estilo de «si un oso caga en el bosque y no hay nadie cerca, ¿sigue apestando?».

– Exactamente. ¿Huelen a secuestro sus asuntos?

– Que me aspen si lo sé. Ese tipo está completamente loco. Se relaciona con un hatajo de esnobs: fiestas aburridas, comida asquerosa, reír chistes que no tienen la menor gracia, charlar con la misma gente aburrida de las mismas tonterías aburridas y sin sentido…

– Tengo la impresión de que los admiras enormemente.

– Es sólo una opinión, amigo mío. Lo tienen todo, dinero, grandes casas, clubes selectos… y están muertos de aburrimiento. Hace que me pregunte si quizá Squires también se siente así, ¿sabes?

– Ja -dijo Myron-. Y Win es el malo de la película, ¿no es eso?

Jake rió.

Touché. Pero, volviendo a tu pregunta, no sé si Squires se metería en un secuestro. Aunque no me sorprendería.

Myron le dio las gracias y colgó el auricular. Levantó la vista. Allí había, como mínimo, una docena de cámaras de seguridad.

¿Qué hacer?

Por lo que podía deducir, lo más probable era que en ese momento Chad Coldren estuviera observándolo a través de una de aquellas cámaras de seguridad, partiéndose de risa. Todo aquel asunto podía no ser más que un ejercicio absolutamente fútil. Por supuesto, Linda Coldren le había prometido que contrataría sus servicios. Por más que no quisiera reconocerlo, la idea no le resultaba del todo desagradable. Consideró la posibilidad y esbozó una sonrisa. Tenía que conseguir arreglárselas de algún modo para fichar también a Tad Crispin…

«Eh, Myron, el muchacho puede estar corriendo un serio peligro.»

O, lo que era más probable, un mocoso malcriado o un adolescente abandonado (elija usted mismo) estaba haciendo novillos y divirtiéndose a costa de sus padres.

De modo que la pregunta seguía en el aire: ¿qué hacer?

Volvió a pensar en la cinta de vídeo donde aparecía Chad en el cajero automático. No había entrado en detalles con los Coldren, pero le fastidiaba. ¿Por qué allí? ¿Por qué en aquel cajero automático en concreto? Si el muchacho se había fugado y buscaba un escondite, habría necesitado sacar dinero. Hasta ahí muy bien, tenía sentido.

Ahora bien, ¿por qué hacerlo en la calle Porter? ¿Por qué no en un banco más cerca de su casa? Y aún más importante: ¿qué se le había perdido a Chad Coldren en aquella zona? Allí no había nada. No era un alto entre autopistas ni nada por el estilo. El único lugar de todo el vecindario donde podía necesitar dinero en efectivo era el Court Manor Inn. Myron volvió a recordar la actitud del motelier extraordinaire, y tuvo una corazonada.

Puso el coche en marcha. Podría tratarse de un indicio. Valía la pena comprobarlo.

Por supuesto, Stuart Lipwitz había dejado bien claro que no tenía la menor intención de hablar. Sin embargo, a Myron se le ocurrió que disponía de la herramienta adecuada para hacerle cambiar de opinión.

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