10

«Mientras tanto, en la majestuosa Wayne Manor…»

Aquella voz en off de la serie Batman siempre acudía a la mente de Myron cuando llegaba a la verja de hierro forjado que delimitaba la finca de los Lockwood. En realidad, el hogar de la familia de Win apenas guardaba parecido alguno con la casa de Bruce Wayne, aunque irradiaba un aura semejante. Un larguísimo camino serpenteaba desde la entrada hasta una imponente mansión de piedra situada en lo alto de la colina. Había grandes extensiones de césped, jardines exuberantes y colinas frondosas, así como una piscina, un estanque, una pista de tenis, una cuadra y unos cuantos obstáculos para practicar saltos de equitación. Considerada en conjunto, la finca Lockwood era majestuosa y señorial.

Myron y Win se alojaban en la casa de invitados, o como gustaba llamarla el padre de Win, «el cabañón». Vigas a la vista, suelos de madera, chimenea, cocina moderna con un gran mostrador central y salón de billar, por no mencionar cinco dormitorios, cuatro cuartos de baño y un aseo. Menuda choza.

Myron procuró poner un poco en orden los acontecimientos, pero sólo daba con una serie de paradojas del tipo «¿qué fue primero, el huevo o la gallina?». El móvil, por ejemplo, era una de ellas. Por un lado, tendría sentido secuestrar a Chad Coldren para impedir que Jack Coldren venciera. Ahora bien, Chad había desaparecido antes de que comenzara el torneo, lo que significaba que el secuestrador era o muy precavido o todo un profeta. Por otro lado, habían pedido cien mil dólares de rescate, lo que indicaba que se trataba de un secuestro por dinero. Cien mil dólares era una cantidad significativa, algo escasa para un secuestro, ciertamente, pero nada desdeñable por unos pocos días de trabajo.

De todos modos, si aquello era un simple secuestro para obtener dinero de mala manera, el momento elegido era bien curioso. ¿Por qué habían decidido hacerlo durante la época del año en que se jugaba el Open de Estados Unidos? Es más, ¿por qué secuestrar a Chad justo cuando hacía veintitrés años de la última vez que el Open se había celebrado en el Merion, y Jack Coldren tenía la oportunidad de redimirse del mayor fracaso deportivo de su vida?

Demasiada coincidencia.

Todo hacía pensar en una broma de mal gusto cuyo guión se desarrollaba más o menos así: Chad Coldren desaparece antes del torneo para fastidiar a su padre. En vista de que eso no da resultado, pues al contrario de lo previsto papá empieza a ganar, modifica la intención inicial y simula su propio secuestro. De ser así, cabía suponer que había sido Chad Coldren a quien había visto descolgarse de la ventana de su habitación. ¿Quién mejor que él? Chad Coldren conocía la zona. Seguramente sabía cómo atravesar el bosque, o quizás estuviera escondido en casa de algún amigo que vivía en la calle Green Acres.

Encajaba. Tenía sentido.

Por supuesto, siempre y cuando Chad tuviese verdadera antipatía hacia su padre. ¿Había alguna prueba de ello? Myron así lo creía. Para empezar, Chad contaba dieciséis años de edad. No era una edad fácil. Como prueba resultaba poco consistente, sin duda, pero era un dato que merecía tenerse en cuenta. En segundo lugar, y mucho más importante, Jack Coldren era el prototipo del padre ausente. Ningún deportista se ausenta tanto de su casa como un golfista. Ni los jugadores de baloncesto, ni los de fútbol, ni los de béisbol, ni los de hockey. Sólo los tenistas se les acercan. Tanto en el tenis como en el golf, los torneos se celebran a lo largo de todo el año. No existe una llamada «temporada», como tampoco se da eso de «jugar en casa». Con suerte, un golfista juega en el campo del club al que pertenece una vez al año.

Por último, y quizá se trate del dato más determinante, Chad había estado ausente durante dos días sin que nadie pestañeara siquiera. Más allá del discurso progresista de Linda Coldren sobre niños responsables y educación infantil moderna, la única explicación racional de su sangre fría era que aquello ya hubiera ocurrido otras veces, por lo que no resultaba inesperado.

Sin embargo, el guión de la broma de mal gusto también presentaba fisuras.

Por ejemplo, ¿cómo encajaba aquel tipo «grunge total» del centro comercial?

En efecto, ahí residía el quid de la cuestión. ¿Qué papel desempeñaba el Nazi Sarnoso en todo aquello? ¿Acaso Chad Coldren contaba con un cómplice? Posiblemente, pero lo cierto era que aquello no encajaba bien en un guión que tenía como tema la venganza. Aun considerando que Chad estuviera detrás del asunto, Myron se cuestionaba hasta qué punto un golfista repipi y ricachón habría decidido aliarse con un «cabeza rapada de pega» con su esvástica tatuada incluida.

Así pues, ¿de qué manera quedaba Myron ante todo aquello…?

Perplejo.

Al detener el coche junto a la casa de invitados, el corazón le dio un vuelco. El Jaguar de Win estaba allí, así como un Chevy Nova verde.

Oh, Dios.

Myron bajó lentamente del coche. Se fijó en la matrícula del Nova: desconocida, tal como suponía. Tragó saliva y se alejó.

Abrió la puerta principal de la casa y agradeció el súbito encontronazo con el aire acondicionado. Las luces estaban apagadas. Permaneció un instante de pie en el vestíbulo con los ojos cerrados, dejando que el aire fresco le acariciara la piel. Un enorme reloj de caja hacía tictac.

Myron abrió los ojos y encendió la luz con un gesto rápido.

– Buenas noches.

Se volvió hacia la derecha. Win estaba arrellanado en un sillón de piel de respaldo alto, junto a la chimenea. En la mano tenía una copa de coñac.

– ¿Estabas sentado ahí a oscuras? -le preguntó Myron.

– Sí.

Myron frunció el entrecejo.

– Un poco teatral, ¿no te parece?

Win encendió una lámpara cercana. Tenía el rostro sonrosado, tal vez por efecto de la bebida.

– ¿Te apuntas?

– Claro. Vuelvo enseguida.

Myron se sirvió un Yoo-Hoo frío de la nevera y tomó asiento en un sofá, frente a su amigo. Agitó la lata y la abrió. Bebieron en silencio durante un rato. Se oía el tictac del reloj. Unas sombras alargadas reptaban por el suelo formando finos zarcillos semejantes a hebras de humo. Lástima que estuvieran en pleno verano. A un marco como aquél sólo le faltaba el crepitar de un buen fuego y tal vez el aullido del viento. El aire acondicionado no causaba el mismo efecto.

Myron empezaba a sentirse a gusto cuando oyó correr el agua del váter. Dirigió a su amigo una mirada de interrogación.

– No estoy solo -explicó Win.

– Oh. -Myron recompuso su postura en el sofá-. ¿Una mujer?

– Tus dotes adivinatorias nunca dejarán de asombrarme.

– ¿La conozco? -preguntó Myron.

Win negó con la cabeza.

– Ni yo la conozco -repuso.

Como siempre… Myron miró fijamente a su amigo.

– ¿Quieres que hablemos de ello?

– No.

– Estoy dispuesto, si quieres hacerlo.

– Sí, ya lo veo.

Win hizo girar la copa entre las manos, apuró su contenido de un trago y alargó el brazo con esfuerzo para coger la botella de cristal. Hablaba con cierta dificultad. Myron trató de recordar la última vez que había visto a Win, el vegetariano, el maestro en varias artes marciales, el meditador trascendental, el hombre tan a gusto y a sus anchas en su entorno social, beber más de la cuenta.

Hacía mucho tiempo.

– Me gustaría hacerte una pregunta sobre golf -dijo Myron.

Win asintió, invitándolo a proseguir.

– ¿Crees que Jack Coldren se mantendrá al frente de la clasificación hasta el final?

Win se sirvió coñac.

– Ganará -sentenció.

– Pareces muy seguro.

– Lo estoy.

– ¿Por qué?

Win se llevó la copa a los labios y miró por encima del borde.

– He visto sus ojos.

Myron hizo una mueca.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó.

– El brillo en la mirada. Vuelve a tenerlo.

– Estás de broma, ¿verdad?

– Tal vez, pero deja que te pregunte una cosa.

– Adelante.

– ¿Qué diferencia a los grandes deportistas de los muy buenos? ¿Qué los convierte en ganadores?

– Él talento -repuso Myron-. El entrenamiento. La habilidad.

Win negó con la cabeza.

– Vamos, sé que sabes la respuesta -dijo.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Muchos tienen talento y entrenan. Hay algo más en el arte de crear a un verdadero ganador.

– ¿Ese brillo en la mirada al que te refieres?

– Sí.

– No te pondrás ahora a cantar Eye of the Tiger, ¿verdad? -dijo Myron en tono burlón.

Win irguió la cabeza.

– ¿Quién cantaba esa canción?

El constante juego de las trivialidades. Win conocía la respuesta, por supuesto.

– Salía en Rocky II, ¿verdad?

– En Rocky III -corrigió Win.

– ¿Es en la que sale Míster T?

Win asintió.

– ¿Quién interpretaba…?

– Clubber Lange.

– Muy bien. Ahora contéstame, ¿quién cantaba la canción?

– No me acuerdo.

– El nombre del grupo era Survivor -señaló Win-. Resulta irónico teniendo en cuenta lo pronto que desaparecieron del mapa, ¿no?

– Así es -convino Myron-. ¿Y en qué consiste esa línea divisoria, Win? ¿Qué hace a un ganador?

Win tomó otro sorbo de coñac.

– El deseo -respondió.

– ¿El deseo?

– El anhelo.

– Ajá.

– No tiene nada de sorprendente -dijo Win-. Piensa en los ojos de Joe DiMaggio. O en los de Larry Bird. O en los de Michael Jordan. Recuerda las fotografías de John McEnroe en sus comienzos, o las de Chris Evert. Fíjate en Linda Coldren. -Hizo una pausa-. Mírate en el espejo.

– ¿En el espejo? ¿Yo tengo esa mirada?

– Cuando estabas en la pista -dijo Win despacio-, tus ojos eran los de un demente.

Se sumieron en un profundo silencio, Myron tomó un trago de Yoo-Hoo. El aluminio frío era agradable al tacto.

– Hablas como si todo este asunto del deseo fuese algo ajeno a ti -observó Myron.

– Lo es.

– Pamplinas.

– Soy un buen golfista -admitió Win-. Rectifico: soy un muy buen golfista. Jugué bastante en mi juventud. Incluso he ganado algún que otro torneo, pero nunca lo he deseado lo bastante como para subir al siguiente nivel.

– Yo te he visto en el ring -contraatacó Myron-. En combates de artes marciales. Y a mí me parecías lleno de esa clase de deseo.

– Se trata de algo muy distinto -pretextó Win.

– ¿Qué quieres decir?

– No considero que los torneos de artes marciales sean competiciones deportivas en las que el vencedor se lleva a casa un trofeo que le permite vanagloriarse ante colegas y amigos; como tampoco los considero competiciones que conduzcan a esa clase de emoción vacía que los más inseguros percibimos como gloria. Para mí, la lucha no es un deporte. Tiene que ver con la supervivencia. Si me permitiera perder allí -señaló hacia un ring imaginario-, podría acabar perdiendo en la vida real. -Win miró hacia arriba-. Aunque… -Su voz de desvaneció.

– ¿Aunque? -repitió Myron.

– Aunque quizás ya lo hayas comprendido.

– Vaya.

– Mira, Myron, para mí la lucha es cuestión de vida o muerte. Ahora bien, los deportistas de quienes estamos hablando se pasan de rosca. Cada competición, hasta la más banal, la contemplan como una cuestión de vida o muerte; y perder es morir.

Myron asintió. No se lo tragaba, pero qué más daba. Que hablase.

– Hay algo que se me escapa -dijo-. Si Jack experimenta ese deseo tan especial, ¿por qué no ha ganado ni un solo torneo profesional?

– Lo perdió.

– ¿El qué, el deseo?

– Sí.

– ¿Cuándo?

– Hace veintitrés años.

– ¿Durante el Open?

– Sí -repuso Win-. La mayoría de los deportistas se van consumiendo poco a poco hasta perderlo. Se cansan de jugar o ganan lo suficiente como para apagar cualquier hoguera que arda en sus entrañas. Pero ése no fue el caso de Jack. Su fuego lo extinguió una sola ráfaga helada y certera. Casi podías verlo. Hace veintitrés años. El hoyo dieciséis. La bola fue a parar a la trampa de arena. Sus ojos nunca han vuelto a ser los mismos.

– Hasta ahora -agregó Myron.

– Hasta ahora -convino Win-. Le ha costado veintitrés años, pero ha vuelto a avivar la llama.

Ambos bebieron. Win dio un sorbo; Myron, un trago largo. El batido de chocolate le refrescó deliciosamente la garganta.

– ¿Cuánto hace que conoces a Jack? -preguntó Myron.

– Cuando nos conocimos yo tenía seis años y él quince.

– ¿Ya se le veía el deseo por aquel entonces?

Win sonrió.

– Se habría dejado arrancar un riñón con una cuchara antes que ser derrotado en el campo de golf. -Volvió la mirada hacia Myron-. ¿Que si a Jack Coldren se le veía el deseo? Él era el deseo por definición.

– Da la impresión de que llegaste a sentir una gran admiración por él.

– Ajá.

– ¿Y ya no es así?

– No.

– ¿Qué te hizo cambiar de parecer? -Crecí.

– Caray. -Myron se tomó otro trago de Yoo-Hoo-. Mal asunto.

Win rió entre dientes.

– No lo entenderías.

– Ponme a prueba.

Win dejó la copa de coñac sobre la mesa, se inclinó despacio hacia adelante y preguntó:

– ¿Qué tiene de grandioso ganar?

– ¿Cómo dices?

– La gente adora a los vencedores. Los respeta. Los admira; no, los reverencia. Emplea términos como «héroe», «coraje» y «perseverancia» para describirlos. Quiere acercarse a ellos y tocarlos. Quiere ser como ellos. -Win abrió los brazos-. Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que queremos emular de un ganador? ¿La capacidad para rehusar percatarse de todo aquello que no sea la persecución de un engrandecimiento vano y absurdo? ¿La obsesión ególatra por lucir un trozo de metal colgando del cuello? ¿El estar dispuesto a sacrificar cualquier cosa, incluso personas, con vistas a vencer a otro ser humano para hacerse con una miserable estatuilla? -Alzó la mirada hacia Myron. Su rostro había perdido la serenidad acostumbrada-. ¿Por qué aplaudimos semejante muestra de egoísmo, de egolatría?

– El espíritu competitivo no tiene por qué ser tan negativo, Win. Estás hablando de casos extremos.

– Es que a quien admiramos más es a los radicales. Por su naturaleza, lo que tú llamas «espíritu competitivo» conduce al extremismo y lo destruye todo a su paso.

– No seas simplista, Win.

– Es que es así de simple, amigo mío.

Ambos se arrellanaron en sus respectivos asientos. Myron contempló las vigas del techo. Al cabo de un rato, dijo:

– No tienes razón.

– ¿Ah no?

Myron no sabía cómo explicarlo.

– Cuando yo jugaba al baloncesto -empezó-, quiero decir, cuando puede decirse que me metí de lleno y alcancé el nivel del que hablas, a duras penas pensaba en el marcador. De hecho, apenas pensaba en mis rivales o en vencer a nadie. Estaba solo, en la zona. Te va a parecer estúpido, pero jugar rindiendo al máximo era algo semejante al Zen.

Win asintió con la cabeza.

– ¿Y cuándo te sentías así?

– ¿Cómo dices?

– ¿Cuándo te sentías más Zen, como dices tú?

– No te sigo.

– ¿En los entrenamientos? No. ¿Durante un partido sin importancia o cuando tu equipo llevaba una ventaja de treinta puntos? No. Lo que te producía ese sudoroso estado de Nirvana, amigo mío, era la competición. El deseo, la imperiosa necesidad de derrotar a un oponente de primera categoría.

Myron abrió la boca para replicar, pero se contuvo. El agotamiento estaba empezando a vencerlo.

– No estoy seguro de tener una respuesta a eso -dijo-. Lo cierto es que en el fondo me gusta ganar. No sé por qué. También me gustan los helados. Y tampoco sé por qué.

Win frunció el entrecejo.

– Un símil muy acertado -le dijo categóricamente.

– Oye, es tarde.

Myron oyó que un coche se detenía frente a la casa. Una muchacha rubia entró en la estancia procedente de otra habitación y sonrió. Win le devolvió la sonrisa. Ella se inclinó y le besó. Win nunca se mostraba grosero con sus ligues. No era de los que las echaban precipitadamente. No tenía inconveniente en que se quedaran a pasar la noche, si eso las hacía más felices. Había quien confundía aquello con amabilidad o con cierta sensiblería. Craso error. Win de jaba que se quedaran porque significaban muy poco para él. Nunca le llegaban al corazón. Nunca lo conmovían. Entonces, ¿por qué les permitía permanecer a su lado?

– Ha llegado mi taxi -anunció la rubia.

Win sonrió sin ninguna expresión.

– Lo he pasado bien -agregó ella.

Win permaneció en silencio.

– Puedes localizarme a través de Amanda, si quieres. -La chica miró a Myron, luego otra vez a Win-. Bueno, ya sabes.

– Sí -dijo Win-. Ya sé.

La muchacha, algo azorada, les dedicó una nueva sonrisa y se marchó.

Myron la observó, procurando que su rostro no trasluciera su sobresalto. ¡Una prostituta! ¡Por Dios, era una prostituta! Le constaba que Win había recurrido a ellas en el pasado (a mediados de los ochenta solía encargar comida china del Hunan Grill y prostitutas asiáticas del burdel Noble House para lo que llamaba sus «noches chinas»), pero ¿seguir haciéndolo, a estas alturas y a su edad?

Entonces Myron se acordó del Chevy Nova y se le heló la sangre.

Se volvió hacia su amigo. Se miraron fijamente.

– No te pongas en plan moralista -dijo Win.

– Yo no he abierto la boca.

– En efecto. -Win se puso en pie.

– ¿Adónde vas?

– Afuera.

Myron notó que el corazón le latía con fuerza.

– ¿Te importa que te acompañe?

– Sí.

– ¿Qué coche te llevas?

– Buenas noches, Myron -se limitó a contestar Win.

La mente de Myron trató de encontrar alguna solución inmediata, pero le constaba que sería inútil. Win iba a salir. No habría forma de detenerlo.

Win se detuvo al llegar a la puerta y se volvió hacia Myron.

– ¿Me permites que te haga una pregunta?

Myron asintió con la cabeza, incapaz de articular palabra.

– ¿Fue Linda Coldren quien se puso en contacto contigo?

– No -respondió Myron.

– Entonces, ¿quién?

– Tu tío Bucky.

Win enarcó una ceja.

– ¿Y quién le recomendó nuestros servicios a Bucky?

Myron aguantó la mirada de Win con firmeza, pero no podía dejar de temblar. Win asintió y se volvió hacia la puerta.

– Win.

– Vete a dormir, Myron.

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