Myron llamó por el teléfono del coche.
– ¿Señora Rennart? Soy Myron Bolitar.
– Dígame, señor Bolitar.
– Le prometí que iría llamándola periódicamente para mantenerla informada.
– ¿Ha descubierto algo nuevo?
Myron se preguntó cómo proceder.
– Sobre su marido, no. De momento nada indica que la muerte de Lloyd no fuese un suicidio.
– Entiendo.
Silencio.
– Entonces ¿por qué me llama, señor Bolitar?
– ¿Se ha enterado ya del asesinato de Jack Coldren?
– Claro -respondió Francine Rennart-. Sale en todos los canales. No sospechará de Lloyd…
– No -dijo Myron-, pero según la esposa de Jack, Lloyd le envió una postal desde Perú. Justo antes de su muerte.
– Entiendo. ¿Qué decía?
– Sólo había una palabra escrita: «Perdón.» Sin firma.
Tras una breve pausa, Francine Rennart dijo:
– Lloyd está muerto, señor Bolitar. Jack Coldren también. Deje que descansen en paz.
– No pretendo perjudicar la reputación de su marido, pero empieza a estar claro que alguien obligó a Lloyd a sabotear a Jack o que le pagaron por hacerlo.
– ¿Y quiere que yo le ayude a demostrarlo?
– Quienquiera que fuese puede que haya asesinado a Jack y mutilado a su hijo. Su marido le mandó una postal a Jack pidiendo su perdón. Con el debido respeto, señora Rennart, ¿no cree que Lloyd querría que me ayudara?
Otra pausa.
– ¿Qué quiere de mí, señor Bolitar? -dijo ella al cabo-. No sé nada sobre lo que ocurrió.
– Soy consciente de ello señora Rennart, pero quizá conserva papeles viejos de Lloyd. ¿Llevaba él un diario, tal vez? ¿Algo que nos pueda dar una pista?
– No escribía ningún diario.
– Pero puede que haya alguna otra cosa. -«Sé amable, Myron; avanza con pies de plomo»-. Si Lloyd obtuvo una compensación -bonito eufemismo para hablar de soborno-, puede que haya recibos bancarios, cartas o algún otro documento.
– Guardo unas cajas en el sótano -dijo ella-. Fotos viejas y algunos papeles, quizá… Pero no creo que haya ningún extracto de cuenta. -Dejó de hablar por un instante. Myron mantuvo el auricular pegado a la oreja-. Lloyd siempre tenía dinero en efectivo -prosiguió en voz baja-. Lo cierto es que nunca le pregunté de dónde lo había sacado.
Myron se humedeció los labios.
– Señora Rennart, ¿me permitiría echar un vistazo a esas cajas?
– Esta noche -accedió-. Venga esta noche.
Esperanza todavía no había regresado al cabañón. Myron acababa de sentarse a descansar cuando sonó el intercomunicador.
– ¿Si?
El guarda que vigilaba la verja principal habló con una dicción perfecta.
– Señor, han venido a verle un caballero y una joven dama. Afirman que no pertenecen a ningún medio de comunicación.
– ¿Le han dado el nombre?
– El caballero dice que se llama Carl.
– Déjelos pasar.
Myron salió a recibirlos y observó al Audi amarillo canario avanzar por el sendero de entrada. Carl aparcó el coche y se apeó. Llevaba el pelo recién planchado. Una muchacha negra que no debía de tener más de veinte años salió por la puerta del acompañante. Miraba alrededor con ojos como platos.
Carl se volvió hacia los establos y se protegió los ojos con su manaza. Una amazona ataviada con todos los atributos cabalgaba por una especie de pista de obstáculos.
– ¿Eso es lo que llaman carrera de obstáculos? -preguntó.
– Me has pillado -dijo Myron.
Carl siguió observando. La amazona desmontó. Se desabrochó el casco negro y dio unas palmadas al caballo. Carl dijo:
– No se ve a muchos hermanos vestidos así -comentó Carl.
– ¿Y qué me dices de los palafreneros de librea?
– Buena salida -observó Carl entre risas-. No ha sido fantástica, pero no ha estado mal.
No le faltaba razón.
– ¿Has venido a tomar lecciones de hípica?
– Me parece que no, señor Bolitar -respondió Carl-. Le presento a Kiana. Creo que puede sernos de ayuda.
– ¿Sernos?
– Usted y yo estamos juntos en esto, señor Bolitar. -Carl sonrió-. A mí me toca el papel de negro simpático.
Myron sacudió con la cabeza.
– No.
– ¿Cómo dice?
– El negro simpático siempre termina muerto. Y a menudo al principio de la película…
Aquello acalló a Carl por unos instantes.
– Maldita sea, lo había olvidado -dijo al cabo.
Myron se encogió de hombros, como diciendo «qué le vamos a hacer».
– Dime, ¿quién es ella?
– Kiana trabaja de camarera en el Court Manor Inn.
Myron la miró. Todavía estaba lo bastante lejos como para no oír lo que hablaban.
– ¿Qué edad tiene?
– ¿Por qué lo pregunta?
Myron se encogió de hombros.
– Por curiosidad. Parece muy joven.
– Tiene dieciséis años, y ¿sabe qué, señor Bolitar? No es madre soltera, no vive de los subsidios y no es yonqui.
– No he dicho que lo fuera. -Ajá. Espero que toda esa mierda racista no haya hecho mella en usted.
– Oye, Carl, hazme un favor, reserva tu conferencia sobre sensibilización racial para otro día menos ajetreado. ¿Qué es lo que sabe esta chica?
Carl se volvió hacia ella y le hizo una seña de que se aproximara. Kiana obedeció.
– Le mostré esta foto -Carl le entregó a Myron una instantánea de Jack Coldren- y recordó haberlo visto en el Court Manor.
Myron echó una ojeada a la fotografía y luego miró a Kiana.
– ¿Viste a este hombre en el motel?
– Sí. -Su voz firme y potente no casaba con su edad. Dieciséis años. Tenía la misma edad que Chad. Costaba creerlo.
– ¿Recuerdas cuándo?
– La semana pasada. Lo vi dos veces.
– ¿Dos veces?
– Sí.
– ¿Eso fue el jueves o el viernes?
– No. -Kiana hacía gala de un gran aplomo: ni se frotaba las manos, ni taconeaba, ni desviaba la mirada-. Fue el lunes o el martes. El miércoles como muy tarde.
Myron asimiló aquel dato. Jack había estado dos veces en el Court Manor antes que su hijo. ¿Por qué? La razón resultaba bastante obvia: si el matrimonio estaba acabado para Linda, probablemente lo estuviese también para Jack. Él también tendría sus relaciones extramatrimoniales. Quizás aquello era lo que había presenciado Matthew Squires. Quizá Jack había acudido a su propia cita y había descubierto el coche de su hijo. Parecía encajar…
Ahora bien, no dejaba de ser una enorme casualidad. ¿Padre e hijo terminan en el mismo antro y al mismo tiempo? Cosas más raras se habían visto, pero ¿cuántas probabilidades había?
Myron hizo un ademán señalando la fotografía de Jack.
– ¿Iba solo?
Kiana sonrió.
– El Court Manor no suele alquilar habitaciones a clientes solitarios.
– ¿Viste con quién estaba?
– Sólo por un instante. El tío de la foto entró a inscribirse. Su colega se quedó en el coche.
– Pero ¿llegaste a verla?
Kiana lanzó una mirada a Carl, luego a Myron.
– A verlo.
– ¿Cómo dices?
– El tío de la fotografía no vino al motel con una mujer -explicó.
Aquello fue como un cubo de agua fría para Myron. Miró a Carl, que asintió. Otro clic. El matrimonio sin amor. Había comprendido por qué Linda Coldren se aferraba a él: tenía miedo de perder la custodia de su hijo; pero ¿qué razones tenía Jack? ¿Por qué no la había abandonado? De pronto el motivo se le hizo transparente: estar casado con una mujer atractiva que viajaba sin cesar constituía una tapadera perfecta. Recordó la reacción de Diane Hoffman al preguntarle si era amante de Jack, la forma en que sonrió y dijo: «¿Con el viejo Jack?»
Porque el viejo Jack era homosexual.
Myron volvió a centrar su atención en Kiana.
– ¿Podrías describir al hombre que lo acompañaba?
– Mayor, de unos cincuenta o sesenta años. Blanco. Pelo oscuro bastante largo y barba espesa. Es cuanto puedo decirle.
Myron no necesitaba más.
Las piezas comenzaban a encajar. Todavía no estaba resuelto, ni mucho menos, pero de pronto había dado un salto cualitativo hacia la resolución del rompecabezas.