Tito, el Nazi Sarnoso, no aparecía por el Parker Inn.
Myron aguardaba sentado en su coche al otro lado de la calle. Como de costumbre, detestaba la vigilancia. En aquella ocasión, sin embargo no hubo lugar para el aburrimiento: la expresión de dolor de Francine Rennart no dejaba de atormentarlo. Se preguntaba qué efectos tendría a largo plazo aquella visita. Hasta ese día la mujer había hecho frente a su aflicción en privado, había mantenido enterrados sus demonios particulares. De pronto se había presentado él para remover la tierra firme. Había procurado consolarla, pero, al fin y al cabo, ¿qué podía decirle él?
Hora de cierre. Ni rastro de Tito. En cambio, sus dos compinches (el Prisionero y el Fugitivo) llegaron a las diez y media. A la una de la madrugada salieron juntos. El Fugitivo llevaba muletas: sin duda eran las secuelas, Myron estaba seguro, de la patada que le había propinado en la rodilla. Myron sonrió. Era una victoria modesta, pero cada cual se conforma con lo que puede.
El Prisionero iba tomado del brazo de una chica con todo el aspecto de ser la clase de mujer que se rendía a los encantos de un cabeza rapada cubierto de tatuajes.
Ambos hombres hicieron un alto para orinar contra la pared del local. El Prisionero no soltó a su chica ni por un instante. Dios Santo. Habían meado tantos hombres en aquel muro que Myron se preguntó si habría lavabos en el interior del local. Los dos hombres se separaron. El Prisionero subió a un Ford Mustang por el lado del pasajero. Conducía la chica. El Fugitivo llegó cojeando hasta su motocicleta y ató las muletas con unas correas a un lado. Los vehículos partieron en direcciones opuestas.
Myron decidió seguir al Fugitivo. Ante la duda, mejor decidirse por el lisiado.
Se mantuvo a buena distancia, maniobrando con suma cautela. Valía más perder el rastro que arriesgarse a ser descubierto. No obstante, la persecución no duró mucho. Tres manzanas más abajo, el Fugitivo aparcó y se metió en lo que un día había sido una casa. Las paredes estaban desconchadas. Uno de los pilares del porche delantero se había desplomado, de modo que parecía que un gigante hubiese partido en dos el alero del tejado, Los cristales de las dos ventanas del primer piso estaban rotas. La única razón posible de que aquel tugurio no hubiese sido expropiado era que al inspector del ayuntamiento le hubiese entrado un ataque de risa tan grande que le hubiera impedido redactar el requerimiento judicial correspondiente.
Bien, ¿y ahora qué?
Esperó durante una hora a que pasara algo. No pasó nada. Había visto encenderse y apagarse la luz de uno de los dormitorios. Aquello fue todo. Tuvo la sensación de estar perdiendo lastimosamente el tiempo.
¿Que debía hacer?
No conocía la respuesta. De modo que cambió de pregunta.
¿Qué haría Win en su lugar?
Sin duda sopesaría los riesgos. Win se daría cuenta de que la situación era desesperada, de que alguien le había cortado un dedo a un muchacho de dieciséis años y que lo más importante era rescatar a éste cuanto antes.
Myron asintió. Había llegado el momento de actuar como Win.
Se apeó. Asegurándose de no ser visto. Rodeó la casa. El patio trasero estaba sumido en la oscuridad. Atravesó una zona cubierta de maleza, tropezó con un adoquín, después con un rastrillo y finalmente con la tapadera de un cubo de basura. Se golpeó la espinilla dos veces; tuvo que morderse el labio inferior para no soltar una maldición.
La puerta trasera estaba entablada con listones de madera contrachapada. La ventana de la izquierda, sin embargo, estaba abierta. Myron se asomó al interior. La oscuridad era total. Se encaramó con cuidado y entró en la cocina.
El olor a podrido era espantoso. Oyó un zumbido de moscas. Por un instante, temió tropezar con un cadáver, pero aquel hedor era diferente, más próximo al de un contenedor de basura. Inspeccionó las demás habitaciones, andando de puntillas, evitando pisar las numerosas partes de suelo en las que el entarimado había desaparecido. Ni rastro de un muchacho de dieciséis años maniatado al que le faltase un dedo. Myron siguió la pista de unos ronquidos hasta el cuarto en el que había visto luz un rato antes. El Fugitivo estaba acostado boca arriba. Dormido. Confiado.
Aquello iba a cambiar muy pronto.
Myron dio un salto y descargó todo su peso sobre la rodilla mala del Fugitivo. Éste abrió los ojos como platos y soltó un grito, que Myron acalló de inmediato de un puñetazo en la boca, para a continuación sentarse a horcajadas sobre él y hundirle el cañón de la pistola en la mejilla.
– Vuelve a gritar y eres hombre muerto -masculló Myron.
El Fugitivo permaneció con los ojos muy abiertos. De la boca le chorreaba un hilillo de sangre. No gritó. A pesar de todo, Myron estaba decepcionado consigo mismo. ¿Vuelve a gritar y eres hombre muerto? ¿No se le había podido ocurrir algo menos convencional?
– ¿Dónde está Chad Coldren? -preguntó.
– ¿Quién?
Myron metió a la fuerza el cañón de la pistola en la boca ensangrentada del Fugitivo, rompiéndole algún que otro diente y provocándole una arcada.
El Fugitivo guardó silencio. Era un tipo valiente. O quizá, sólo quizá, no podía hablar porque Myron estaba hundiéndole el cañón de la pistola hasta la garganta. «Afloja un poco, Bolitar.» Sin alterar un ápice a severidad de su expresión, Myron sacó despacio el cañón.
– ¿Dónde está Chad Coldren?
El Fugitivo jadeó e intentó recobrar el aliento.
– Lo juro por Dios, no sé de qué me habla.
– Dame una mano.
– ¿Qué?
– Dame una mano.
El Fugitivo levantó una mano. Myron agarró la muñeca, la hizo girar y dio un tirón al dedo corazón. Lo dobló hacia dentro y lo aplastó contra la palma. El chico arqueó la espalda a causa del dolor.
– No necesito un cuchillo -dijo Myron-. Puedo triturarlo y dejarlo hecho astillas.
– No sé de qué me habla -balbuceó el Fugitivo-. ¡Lo juro!
Myron apretó un poco más. No quería partirle el dedo. El Fugitivo volvió a arquear la espalda. «Sonríe un poco -pensó Myron-. Así es como lo hace Win. Apenas esboza una leve sonrisa. Quieres que tu víctima piense que eres capaz de cualquier cosa, que eres frío como un témpano, que hasta puede que disfrutes con lo que haces. Ahora bien, no quieres que piense que estás loco de remate, fuera de control, que eres un chiflado dispuesto a hacerle daño haga lo que haga. Hay que explotar ese punto medio.»
– Por favor…
– ¿Dónde está Chad Coldren?
– Oye, yo estaba allí cuando te atacó, ¿vale? Tit me dijo que me daría cien dólares, pero no conozco a ningún Chad Coldren.
– ¿Dónde está Tit?
– En su choza, supongo. No lo sé.
¿Choza? El neonazi empleaba una jerga callejera anticuada. Ironías de la vida.
– ¿Tito no suele quedar con vosotros en el Parker Inn?
– Sí, pero hoy no ha aparecido.
– ¿Tenía que ir?
– Supongo. Aunque tampoco es que hubiésemos quedado.
Myron asintió.
– ¿Dónde vive?
– Mountainside Drive. Al final de la calle. La tercera casa a la izquierda después de la curva.
– Como me estés mintiendo, volveré aquí y te arrancaré los ojos.
– No miento. Mountainside Drive.
Myron señaló con el cañón de la pistola el tatuaje de la esvástica.
– ¿Por qué llevas eso?
– ¿El qué?
– La esvástica, imbécil.
– Porque estoy orgulloso de mi raza, por eso.
– ¿Te gustaría meter a todos los judíos en cámaras de gas y matar a todos los negros?
– No vamos de ese palo. -Había más seguridad en la voz del Fugitivo; tenía el tema bien estudiado-. Estamos a favor del hombre blanco. No queremos que nos invadan los negros. No queremos que nos pisoteen los judíos.
Myron asintió.
– Te comunico que en estos momentos tienes a un judío encima de ti -dijo. En la vida, intentas obtener satisfacción de donde puedes-. ¿Sabes qué es la cinta aislante?
– Sí.
– ¡Caramba! Y yo que pensaba que todos los neonazis erais idiotas. ¿Dónde la tienes?
El Fugitivo entrecerró los ojos, como si en efecto estuviera pensando.
– No tengo.
– Qué lástima. Pensaba atarte con ella, para que no pudieras avisar a Tito. Pero si no tienes, tendré que dispararte en las rodillas.
– ¡Espera!
Myron empleó casi todo el rollo.
Tito estaba sentado al volante de su camioneta. Muerto.
Había recibido dos disparos en la cabeza, probablemente a quemarropa. Un espectáculo de lo más sangriento. Le habían destrozado la cabeza.
Pobre Tito. Sin cabeza y sin culo. Myron no rió. Una vez más se dio cuenta de que el humor negro no era su fuerte.
Conservó la calma, probablemente porque seguía actuando como Win. No había luces encendidas en la casa. Las llaves de Tito seguían puestas en el contacto. Myron las extrajo y abrió la puerta principal. Inspeccionó la casa y confirmó lo que ya había supuesto: allí no había nadie.
¿Y ahora qué?
Haciendo caso omiso de la sangre y la materia gris, Myron regresó a la camioneta y efectuó un minucioso registro. Desde luego, aquello no era lo suyo. Myron volvió a pensar cómo lo haría Win. No era más que protoplasma, se dijo. Sólo hemoglobina, plaquetas, enzimas y otras sustancias que le habían enseñado en las clases de biología del instituto y que ya había olvidado. El bloqueo mental dio suficiente resultado como para permitirle hurgar a tientas debajo de los asientos y en las hendiduras de la tapicería. Sus dedos tropezaron con montones de mugre. Bocadillos resecos. Envoltorios de Wendy's. Migajas de distintas formas y tamaños.
Uñas cortadas.
Myron contempló el cuerpo sin vida del Sarnoso y sacudió la cabeza. Demasiado tarde para una reprimenda, pero qué demonios.
Entonces dio con el tesoro.
Un anillo de oro. Tenía grabada una insignia de golf en la parte exterior y «C.B.C.» en el interior. Chad Buckwell Coldren.
Eureka.
El primer pensamiento de Myron fue que Chad Coldren había tenido la astucia de quitárselo y depositarlo allí a modo de indicio. Como en una película. El muchacho enviaba un mensaje. Si Myron hubiese interpretado su papel correctamente, habría negado con la cabeza, lanzado el anillo al aire y murmurando: «Chico listo.»
Sin embargo, el pensamiento que lo asaltó fue descorazonador.
El dedo amputado que habían hallado en el coche de Linda Coldren era un anular.