16

Myron llamó por teléfono y dio el número de matrícula de la camioneta, pero no sirvió de nada. Hacía cuatro años que ese número había sido retirado de la circulación.

El Sarnoso debía de haber arrancado la matrícula a cualquier otro coche en algún vertedero o algo por el estilo. Nada fuera de lo común. El delincuente menos experimentado sabe que para no dejar rastro es imprescindible sustituir las matrículas del vehículo que se emplea para cometer el delito.

Rodeó la manzana y registró el interior del edificio en busca de pistas. Jeringuillas, latas de cerveza aplastadas y bolsas vacías de Doritos yacían esparcidas por el suelo de hormigón. También había un cubo de basura vacío. Myron sacudió la cabeza. El solo hecho de ser traficante de drogas ya era despreciable, pero ¿tenían que vivir a la fuerza entre la mierda?

Inspeccionó el lugar un rato más. El edificio estaba abandonado y medio quemado. No se veía a nadie, ni nada que pudiese servir de pista.

Perfecto. Entonces, ¿qué significaba todo aquello? ¿Que los tres coqueras eran los secuestradores? A Myron le costaba trabajo imaginárselo. Los coqueros desvalijan casas, asaltan a la gente en los callejones, atacan con barras de hierro, pero no suelen planear secuestros tan complicados.

Ahora bien, por otra parte, ¿hasta qué punto era tan complicado aquel secuestro? Las dos primeras veces que el secuestrador había llamado, ni siquiera sabía cuánto dinero quería por el rescate. ¿No resultaba un poco extraño? ¿Era posible que todo aquello fuese obra de un hatajo de coqueros sarnosos salidos de madre?

Myron subió al coche y se dirigió a casa de Win. Éste tenía un montón de coches. Cambiaría el suyo por otro que no tuviera las ventanillas destrozadas. El dolor parecía remitir. Uno o dos moretones, pero nada roto. Por suerte, ningún golpe le había alcanzado de lleno.

Barajó diversas posibilidades y se las ingenió para idear un guión de los hechos bastante decente. Por una razón u otra al parecer Chad Coldren había decidido alquilar una habitación en el Court Manor Inn. Quizá para pasar un buen rato con una chica. Quizá para comprar algo de droga. Quizá porque le agradaba la extraordinaria amabilidad del servicio. Lo que fuere. Según la cámara de seguridad del banco, Chad había sacado dinero en efectivo de un cajero automático de la zona. Luego se había registrado en el hotel para pasar la noche. O una hora. O lo que fuere.

Una vez en el Court Manor Inn, algo salió mal. Por más que Stu Lipwitz lo negara, el Court Manor era un antro de lo más sórdido regentado por gente sumamente sospechosa. No resultaba difícil meterse en líos en semejante lugar. Quizá Chad Coldren había pretendido comprar drogas al Sarnoso. Quizás había presenciado un crimen. Quizás había hablado más de la cuenta y algún desaprensivo se había percatado de que pertenecía a una familia acaudalada. En cualquier caso los caminos de Chad Coldren y de la cuadrilla del Nazi Sarnoso se habían cruzado. El resultado había sido un secuestro.

En cierto modo, encajaba.

Aquélla era la clave: en cierto modo.

En la carretera, camino del Merion, Myron se dedicó a desinflar su propio guión mediante unos cuantos pinchazos estratégicos. Ante todo, el momento elegido. Myron estaba convencido de que el secuestro guardaba alguna relación con el hecho de que Jack volviera a intervenir en el Open de Estados Unidos y de que fuera precisamente en el Merion. No obstante, en el guión que protagonizaba el Sarnoso el momento elegido debía leerse como mera coincidencia. Muy bien, quizá Myron podría aceptarla como tal. Sin embargo, ¿cómo se había enterado el Nazi Sarnoso (apostado junto a un teléfono público del centro comercial) de que Esme Fong estaba en casa de los Coldren? ¿Cómo encajaba en el argumento el hombre que se había descolgado desde la ventana para luego desaparecer en Green Acres (sujeto que Myron había dado por sentado que era Matthew Squires o Chad Coldren)? ¿Estaba el bien custodiado Matthew Squires relacionado con los coqueros sarnosos? ¿O era pura coincidencia que el hombre de la ventana desapareciese por Green Acres?

El globo de aquel guión se deshinchaba por momentos.

Cuando Myron llegó al Merion, Jack Coldren se hallaba en el hoyo catorce. Su pareja de la jornada era nada más y nada menos que Tad Crispin. Aunque no había de qué sorprenderse. El primer y el segundo clasificado solían constituir la pareja final del día.

El juego de Jack seguía siendo impecable, aunque no espectacular. Sólo había perdido un golpe de ventaja, por lo que mantenía una confortable distancia de ocho golpes respecto de Tad Crispin. Myron anduvo con dificultad hasta el green del catorce. Green, aquella palabra otra vez. Pensé en lo que significaba: verde. Estaba del color verde hasta las narices. La hierba y los árboles eran verdes, por supuesto, pero también las carpas, los voladizos, los marcadores, las numerosas torres y andamios de la televisión; todo era de un verde exuberante que armonizaba con el pintoresco entorno natural, a excepción de los carteles de los patrocinadores, que eran tan sutiles como los rótulos luminosos de los hoteles de Las Vegas. Aunque, no nos engañemos, los patrocinadores pagaban el salario de Myron, de modo que habría resultado hipócrita quejarse.

– Myron, cariño mío, mueve el culo y ven aquí.

Norm Zuckerman le hacía señas de que se acercara agitando el brazo con vehemencia. Esme Fong se encontraba a su lado.

– Hola, Norm -saludó Myron-. Hola, Esme.

– Hola, Myron -dijo Esme. Iba vestida un poco más informal, aunque seguía aferrada a su maletín como si fuese una especie de talismán.

Norm dejó caer su manaza sobre el hombro dolorido de Myron y dijo:

– Dime la verdad sólo la verdad y nada más que la verdad, ¿de acuerdo?

– La verdad -respondió Myron.

– Muy gracioso. Dime tan sólo una cosa: ¿me consideras un hombre justo? La verdad. ¿Crees que soy un hombre justo?

– Bastante -concedió Myron.

– Muy justo, ¿no es cierto? Soy un hombre muy justo.

– No te pases.

– De acuerdo -dijo Norm-, como quieras. Dejémoslo en justo. Me parece bien, lo acepto. -Miró a Esme Fong-. No olvides que Myron es mi adversario, mi peor enemigo. Siempre estamos en bandos opuestos. Sin embargo, está dispuesto a reconocer que soy un hombre justo. ¿Ha quedado claro?

Esme puso los ojos en blanco.

– Sí, Norm, pero estás predicando ante conversos. Ya te he dicho que estaba de acuerdo contigo en este…

– ¡So! -dijo Norm, como si refrenara a un caballo fogoso-. Para el carro un momento. Me interesa la opinión de Myron. La cuestión es la siguiente: he comprado una bolsa de golf. Sólo una. Quiero ver qué tal me va. Me ha costado quince mil por un año.

Comprar una bolsa de golf significaba en gran medida lo que parecía. Norm Zuckerman había pagado los derechos para anunciarse en una. En otras palabras: la bolsa llevaría estampado un logo de Zoom. La mayor parte de las bolsas de golf lucían anuncios de las grandes empresas del sector, como Ping, Titleist, Golden Bear y otras por el estilo; pero cada vez más a menudo empresas que no tenían nada que ver con el golf se valían de ellas para anunciarse. McDonald's, por ejemplo, o colchones Spring-Air. Hasta Pennzoil. Pennzoil. Como si alguien que asistiera a un torneo de golf se pudiera ver afectado por un logo de Pennzoil y saliera de allí con la idea de comprar una lata de aceite.

– ¿Y bien?

– Pues, ¡mírala! -Norm señaló a un cadi-. O sea, ¡sencillamente mírala!

– Es lo que estoy haciendo.

– Dime, Myron, ¿ves algún logo de Zoom?

El cadi sostenía una bolsa de golf. Como todas las bolsas, llevaba colgadas en la parte superior unas toallas que se empleaban para limpiar los palos.

– Puedes contestar en voz alta, Myron -añadió Norm Zuckerman con el sonsonete de un profesor de primaria-. Di simplemente «no». Si es pedir demasiado de tu exiguo vocabulario, puedes limitarte a menear a cabeza, así. -Le mostró cómo hacerlo.

– Está debajo de la toalla -dijo Myron.

Norm se llevó una mano a la oreja.

– ¿Cómo dices?

– El logo está debajo de la toalla.

– ¡Debajo de la toalla! -exclamó Norm. Varios espectadores se volvieron y lo miraron con expresión airada-. ¡Cuántos beneficios me proporciona eso! Cuando filmo un anuncio para la televisión, ¿qué bien me haría que colgaran una toalla delante de la cámara? Cuando pago a todos esos necios una cantidad astronómica de dólares para que se pongan mis zapatillas, ¿de qué me serviría que se envolvieran los pies con toallas? Si todas las vallas que me pertenecen estuvieran cubiertas con enormes toallas…

– Me hago una idea, Norm.

– Pues eso, que no estoy pagando quince mil dólares para que un cadi idiota tape mi logo. De modo que me acerco al cadi idiota y le pido amablemente que aparte la toalla de mi logo, y el hijo de puta me mira así, Myron, como si fuese un pedazo de mierda. Como si fuese un judío del gueto que se caga en los gentiles.

Myron echó un vistazo a Esme, que sonrió y se encogió de hombros.

– Ha sido un placer verte, Norm -dijo Myron.

– ¿Qué? ¿Crees que no tengo razón?

– Comprendo tu punto de vista.

– Pues dime, si se tratara de tu cliente, ¿qué harías?

– Asegurarme de que el cadi mantuviera el logo a la vista.

– Exactamente. -Norm volvió a apoyar una mano en el hombro de Myron, bajó la cabeza y añadió en voz baja-: Oye, ¿qué está pasando entre tú y el golf, Myron?

– ¿A qué te refieres?

– No eres golfista ni tienes ningún cliente que lo sea. De pronto te veo acosando a Tad Crispin, y ahora me entero de que frecuentas a los Coldren.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Corre el rumor. Soy un hombre con acceso a los canales de información más sorprendentes. Así que dime: ¿a qué viene este repentino interés por el golf?

– Soy agente deportivo, Norm. Me dedico a representar deportistas, y los jugadores de golf lo son.

– De acuerdo, pero ¿qué pasa con los Coldren?

– No acabo de entenderte.

– Oye, Jack y Linda son una gente encantadora. Bien relacionados, no sé si sabes qué quiero decir.

– No sé qué quieres decir.

– LBA representa a Linda Coldren. Nadie deja a LBA, y lo sabes. Son demasiado importantes. Jack… bien, no ha hecho nada hasta la fecha, ni siquiera se ha preocupado de tener agente. De modo que lo que intento comprender es por qué de pronto a los Coldren les interesa tanto exhibirse en tu compañía.

– ¿Por qué quieres comprenderlo?

Norm se llevó una mano al pecho.

– ¿Que por qué quiero comprenderlo?

– Sí, ¿por qué te importa tanto?

– ¿Por qué? -repitió Norm, esta vez con incredulidad-. Voy a decirte por qué. Por ti, Myron. Te estimo, lo sabes bien. Somos hermanos. Miembros de la tribu. Sólo quiero lo mejor para ti. Juro por Dios que hablo en serio. Si alguna vez necesitaras recomendación, te la daría, lo sabes bien.

– Ajá -Myron distaba mucho de estar convencido-. Así pues, ¿dónde está el problema?

Norm levantó las manos.

– ¿Quién dice que exista un problema? ¿Acaso he dicho que hubiera algún problema? ¿He pronunciado la palabra «problema»? Sólo soy curioso, eso es todo. Forma parte de mi naturaleza. Voy por ahí haciendo un montón de preguntas. Meto la nariz donde no me llaman. Es parte de mi carácter.

– Ajá -repitió Myron. Dirigió la vista hacia Esme Fong, que estaba demasiado lejos para oír de qué hablaban. Ella se encogió de hombros. Trabajar para Norman Zuckerman conllevaba encoger los hombros con mucha frecuencia. Aunque aquello era parte de la técnica de Norm, constituía su versión particular del policía bueno y el policía malo. Él se presentaba como un sujeto excéntrico, cuando no totalmente irracional, mientras que su ayudante (siempre joven, brillante, atractiva) ofrecía un sosiego al que la gente se asía como a un salvavidas.

Norm le dio un codazo y señaló a Esme con un ademán de la cabeza.

– Es guapa, ¿eh? Sobre todo para tratarse de una tía de Yale. ¿Te has fijado en la gente que se matricula en esa universidad? No me sorprende que los llamen los Bulldogs.

– Tú siempre tan progresista, Norm.

– No me jodas, Myron. Soy viejo, y por lo tanto se me permite mostrarme insensible. En un hombre mayor, la insensibilidad resulta entrañable. Un cascarrabias entrañable, así es como lo llaman. Por cierto, creo que Esme sólo es mitad y mitad.

– ¿Mitad y mitad?

– China -aclaró Norm-. O japonesa. O lo que sea. Creo que también es medio blanca. ¿Tú qué opinas?

– Hasta la vista, Norm.

– Bueno, como quieras. Me da igual. Pero dime, Myron, ¿cómo has logrado conquistar a los Col-dren? ¿Te los ha presentado Win?

– Adiós, Norm.

Myron siguió su camino, deteniéndose un momento para observar el drive de un golfista. Intentó seguir el recorrido de la bola. Fue inútil. La perdió de vista casi de inmediato. Aquello, a decir verdad, no tenía por qué constituir una sorpresa (al fin y al cabo, se trataba de una minúscula esfera blanca cubriendo a un promedio de aproximadamente doscientos kilómetros por hora una distancia de varios cientos de metros), sólo que Myron parecía ser la única persona que, pese a prestar atención, no había aprendido a realizar aquella proeza oftálmica de proporciones halconianas. Golfistas. La mayoría no acertaba a leer los carteles que indicaban la salida de la autopista, y en cambio era capaz de seguir la trayectoria de una pelota de golf a través de varios sistemas solares.

No cabía la menor duda: el golf era un deporte muy extraño.

El campo estaba atestado de aficionados, aunque, a juicio de Myron, «aficionados» no era una palabra que los describiera con exactitud. «Feligreses» resultaba más acertada. Un arrobamiento constante flotaba en los campos de golf; los ojos abiertos como platos y una actitud acallada y respetuosa. Cada vez que un jugador golpeaba la pelota, el alivio del público alcanzaba proporciones casi orgásmicas. La gente clamaba su dicha y exhortaba a la bola con el ardor de los concursantes de El precio justo: «¡Corre!; ¡Para!; ¡Gira!; ¡Entra!; ¡Enseña los dientes!; ¡Rueda!; ¡Deprisa!; ¡Baja!; ¡Sube!», casi como un agresivo instructor de mambo. Se lamentaban ante un snap hook, un wicked slice o un babied putt; ante un césped blando, un césped duro o un green irregular; cada vez que la bola salía de la calle e iba a parar a la maleza, a los árboles o a las trampas de arena. Daban muestras de admiración ante un jugador entregado, un drive imponente o un hoyo en uno. Dirigían miradas airadas al que sugería en voz alta que un determinado tee-shot convertía a un jugador determinado en un «paleto», y acusaban a otro de golpear la bola «con el bolso» cuando no alcanzaba el hoyo.

Myron sacudió la cabeza. Todos los deportes tienen su jerga particular, pero la empleada para el golf era una especie de rap para ricos.

Sin embargo, en un día como aquél (el sol brillaba, el cielo era de un azul inmaculado y la brisa veraniega olía como el cabello de una amante) Myron se sintió más próximo a la cofradía del golf. Se imaginaba el campo libre de espectadores, la paz y la tranquilidad, el mismo aura que empujó a los monjes budistas hasta sus retiros en las cumbres de las montañas, la hierba verde que el mismísimo Dios desearía pisar descalzo. No es que Myron pensara en convertirse (era un descreído de proporciones heréticas), pero al menos entrevió, por un breve instante, por qué aquel juego atrapaba y engullía por completo a tanta gente.

Cuando llegó al hoyo catorce, Jack Coldren se estaba poniendo en posición para efectuar un putt de cuatro metros y medio. Diane Hoffman sacó el asta del hoyo. En casi todos los campos del mundo, el asta tenía un banderín en el extremo superior. Ahora bien, aquello, en el Merion, no bastaba. En lugar del banderín, el asta estaba rematada con una cesta de mimbre. Nadie sabía por qué. Win le había contado una historia según la cual los antiguos escoceses que inventaron el golf solían llevar el almuerzo en cestas colgadas de palos que luego empleaban para señalar los hoyos, pero Myron tenía la sospecha de que aquella historia tenía más de creencia popular que de realidad. Como quiera que fuese, los socios del Merion veneraban aquellas cestas de mimbre colgadas de un palo. Golfistas.

Myron intentó aproximarse a Jack Coldren para ver el «brillo en la mirada» que había mencionado Win. A pesar de sus protestas, Myron sabía perfectamente lo que Win había querido decir la noche anterior cuando se refirió a los intangibles que separaban el talento en bruto de la grandeza efectiva: deseo, corazón, perseverancia… Win había aludido a ellos como si representaran el mal. No era así; de hecho, era todo lo contrarío, y Win debería saberlo mejor que nadie. Parafraseando, aun a riesgo de abusar, una famosa cita política: el extremismo, si persigue la excelencia, deja de ser un vicio.

Jack Coldren presentaba una expresión relajada, despreocupada y distante. Sólo había una explicación para aquello: Jack se las había ingeniado para alcanzar, contra viento y marea, la zona sagrada, aquel espacio tranquilo en el que no tenían cabida ni público ni día de paga ni campo famoso ni hoyo siguiente ni presión agotadora ni contrincante hostil ni esposa número uno del mundo ni hijo secuestrado. La zona de Jack era un espacio restringido que sólo comprendía su club, una pequeña bola y un hoyo. Todo lo demás se desvanecía como una secuencia onírica se desvanece en una película.

Myron advirtió que estaba ante Jack Coldren en su estado más puro. El Jack Coldren golfista. Un hombre que deseaba ganar. Que lo necesitaba. Myron lo comprendió. Él también había estado allí (su zona consistía en una pelota grande anaranjada y un aro metálico) y una parte de sí mismo permanecería para siempre atrapada en aquel mundo. Resultaba agradable estar ahí. Era, en muchos aspectos, el mejor lugar donde uno podía estar. Win se equivocaba. Ganar no era un objetivo menospreciable. Era una meta noble. Jack había encajado los golpes que le había asestado la vida. Se había esforzado y había luchado. Se había visto vapuleado y vituperado. Sin embargo allí estaba, con la cabeza bien alta, camino de la redención. ¿A cuántas personas se les brindaba semejante oportunidad? ¿A cuántas personas se les presentaba realmente la ocasión de sentir aquella emoción, de morar aunque sólo fuera brevemente en tan sublime altiplano, de sacudir el corazón y los sueños con tamaña pasión inextinguible?

Jack Coldren lanzó el putt. Myron se sorprendió de sí mismo cuando se dio cuenta de que estaba prestando atención a la trayectoria precisa de la bola hacia el hoyo, sumándose al arrebato colectivo que con tanto ardor arrastraba a hordas de espectadores a los acontecimientos deportivos. Contuvo el aliento y notó que una lágrima se le escurría por la mejilla cuando la bola cayó dentro. Un birdie. Diane Hoffman cerró el puño y lo blandió en el aire. La ventaja volvía a ser de nueve golpes.

Jack levantó la vista hacia el público. Agradeció los aplausos llevándose la mano al sombrero, aunque no veía nada. Seguía en la zona. Luchaba por permanecer allí. Por un instante, sus ojos se cruzaron con los de Myron, que sencillamente asintió, sin pretender enviarle ninguna señal que lo devolviera a la realidad. «Quédate en tu zona», pensó Myron. En la zona, un hijo no sabotea adrede el sueño más preciado de su padre.

Myron se encaminó hacia el village. Los campeonatos de golf establecían una jerarquía sin precedentes entre el público asistente. Es cierto que en la mayoría de los terrenos de juego solía haber distintas categorías; determinados espectadores tenían mejores localidades que otros, por supuesto, y los escogidos podían acceder a palcos de tribuna e incluso a los asientos situados junto al campo. No obstante, en esos casos bastaba con que uno entregara la entrada al acomodador y ocupara su sitio. En el golf, en cambio, uno exhibía su pase durante todo el día. El público con entrada general (léase: los siervos) solía llevar una vulgar etiqueta adhesiva pegada a la camisa. Los demás llevaban una tarjeta de plástico colgada al cuello mediante una cadena metálica. Los patrocinadores (léase: los señores feudales) lucían tarjetas rojas, plateadas o doradas, en función de la cantidad de dinero que hubiesen gastado sus respectivas empresas. También había pases diferentes para los familiares y amigos de los jugadores, para los socios del club, para los directivos e incluso para los agentes deportivos de cierta categoría. Y las distintas tarjetas daban acceso a distintos lugares. Por ejemplo, para entrar en el village había que llevar una tarjeta de color; pero se necesitaba una dorada para acceder a una de las tiendas más exclusivas, las que estaban estratégicamente instaladas en lo alto de las colinas, como los cuarteles de una vieja película de guerra.

El village no era más que una hilera de carpas, cada una de ellas patrocinada por una gran empresa u otra. El objetivo teórico de gastar como mínimo cien mil dólares en alquilar una tienda durante cuatro días era impresionar a los clientes y aparecer en los medios de comunicación. La verdad, sin embargo, era que las tiendas servían para que los peces gordos de la empresa asistiesen al torneo gratis. Era cierto que se invitaba a un montón de clientes importantes, pero Myron también se había percatado de que los principales directivos de la empresa siempre se las ingeniaban para aparecer por allí. Y el alquiler de cien mil dólares era sólo el comienzo, ya que la tarifa no incluía la comida, las bebidas ni el servicio, por no mencionar los vuelos en primera clase, las suites en hoteles de lujo, las limusinas, etcétera, para los peces gordos y sus invitados.

Myron dio su nombre a la encantadora recepcionista de la tienda de Lock-Horne. Win aún no había llegado; Esperanza estaba en un rincón, sentada a la mesa.

– Tienes un aspecto asqueroso -le dijo ella a modo de saludo.

– Quizá, pero tengo suerte de encontrarme fatal.

– ¿Qué te ha pasado?

– Me han atacado tres coqueros nazis armados con barras de hierro.

Esperanza enarcó una ceja.

– ¿Sólo tres?

Aquella mujer siempre estaba de broma. Myron le describió la pelea y el modo en que había escapado por los pelos. Cuando hubo terminado, Esperanza sacudió la cabeza y dijo:

– Eres un desastre.

– Me pondré bien, tranquilízate.

– He encontrado a la esposa de Lloyd Rennart. Es artista o algo así, vive en la costa de Nueva Jersey.

– ¿Hay algún indicio sobre el cuerpo de Lloyd Rennart?

– He comprobado las páginas web del NVI y de Treemaker -dijo Esperanza-. No se ha expedido ningún certificado de defunción.

Myron la miró.

– Bromeas.

– No. Aunque puede que aún no se haya publicado en la red. Las demás oficinas están cerradas hasta el lunes. Además, que no se haya expedido quizá no signifique nada.

– ¿Por qué no? -preguntó él.

– Una persona debe llevar desaparecida cierto tiempo antes de que se la declare oficialmente fallecida -explicó Esperanza-. No sé cuánto, cinco años o algo así. Pero lo que a menudo sucede es que los parientes más cercanos presentan una instancia con vistas a reclamar el seguro y los bienes del supuesto finado. Ahora bien, Lloyd Rennart se suicidó.

– De modo que no hay seguro que valga -dijo Myron.

– Exacto. Y suponiendo que Rennart y su esposa hubiesen tramado juntos todo el tinglado, tampoco habría ninguna necesidad de forzar las cosas.

Myron asintió con la cabeza. Tenía sentido, pero no dejaba de ser otra fastidiosa cutícula inflamada que pedía a gritos una manicura.

– ¿Quieres beber algo? -preguntó.

Esperanza negó con la cabeza.

– Vuelvo enseguida -dijo Myron, y fue a servirse un Yoo-Hoo. Win se había asegurado de que la tienda de Lock-Horne estuviera bien abastecida. En un rincón, un monitor de televisión mostraba la clasificación del torneo. Jack acababa de terminar el hoyo quince. Tanto él como Crispin habían conseguido el par. A menos que se desmoronara de repente, Jack iba a lograr una enorme ventaja en el recorrido final del día siguiente.

Cuando Myron se hubo sentado de nuevo a la mesa, Esperanza dijo:

– Me gustaría comentarte algo.

– Dispara.

– Es sobre mi graduación.

– De acuerdo.

– Llevas tiempo eludiendo el tema.

– Pero ¿qué dices?, si soy yo el pesado que quiere asistir a tu graduación, ¿recuerdas?

– No me refiero a eso. -Esperanza comenzó a juguetear con el envoltorio de una pajita-. Estoy hablando de lo que ocurrirá después de que me gradúe. Pronto seré una abogada con todas las de la ley. Mis funciones en la empresa deberían cambiar.

Myron asintió.

– Estoy de acuerdo.

– Para empezar, me gustaría tener mi propio despacho.

– No disponemos de espacio.

– La sala de reuniones es demasiado grande -contraatacó ella-. Se puede utilizar parte de ese espacio y otro poco de la sala de espera. No será un despacho muy grande, pero me bastará.

Myron asintió lentamente.

– Podemos estudiarlo.

– Para mí es importante, Myron.

– Conforme. Parece viable.

– En segundo lugar, no quiero un aumento.

– ¿No?

– Eso es.

– Curiosa técnica de negociación, Esperanza, pero me has convencido. Aunque me hubiera encantado concederte un aumento, te prometo que no recibirás ni un centavo más. Me doy por vencido.

– Ya lo estás haciendo otra vez.

– ¿Haciendo el qué?

– Tomarme el pelo cuando hablo en serio. A ti no te gustan los cambios, Myron. Me consta. Por eso has vivido con tus padres hasta hace pocos meses. Por eso sigues con Jessica aunque deberías haberte olvidado de ella hace años.

– Hazme un favor -le dijo él con cansancio-. Ahórrame tu psicoanálisis de aficionada; ¿lo harás?

– Sólo expongo los hechos. No te gustan los cambios.

– ¿Y a quién le gustan? Además, quiero a Jessica. Lo sabes muy bien.

– De acuerdo, la quieres -concedió Esperanza para zanjar el asunto-. Tienes razón, fio debería haber mencionado el tema.

– Bien. ¿Hemos terminado?

– No. -Esperanza dejó de jugar con el envoltorio de la pajita. Cruzó las piernas, puso las manos en el regazo y añadió-: No me resulta fácil hablar de esto.

– ¿Prefieres que lo dejemos para otra ocasión?

Ella puso los ojos en blanco.

– No, no quiero dejarlo para otra ocasión. Quiero que me escuches. Que me escuches de verdad.

Myron permaneció callado.

– La razón por la que no quiero un aumento -prosiguió Esperanza- es que no quiero trabajar para otros. Mi padre trabajó toda su vida como empleado para todo tipo de mamones. Mi madre se pasó la suya limpiando casas ajenas. -Hizo una pausa, tragó saliva y respiró hondo-. No quiero que me pase lo mismo. No quiero pasarme la vida trabajando para nadie.

– ¿Ni para mí?

– Para nadie, ¿entiendes? -Esperanza sacudió la cabeza-. Joder, cuando quieres eres un poco duro de entendederas.

– Pues no veo a dónde quieres ir a parar con todo esto.

– Quiero ser socia -declaró ella.

– ¿De MB SportsReps? -preguntó Myron tras hacer una mueca.

– No, de AT &T. Pues claro que de MB.

– Pero es que se llama MB -dijo Myron-. Eme de Myron. Be de Bolitar. Tú te llamas Esperanza Diaz. No puedo ponerle MBED. ¿Qué clase de nombre sería ése?

Ella lo miró antes de responder.

– Ya lo estás haciendo otra vez. Estoy intentando mantener una conversación seria.

– ¿Ahora? Eliges precisamente el momento en que acaban de golpearme con una barra de hierro en la cabeza…

– En el hombro.

– Da igual. Mira, ya sabes cuánto significas para mí…

– Esto no tiene nada que ver con nuestra amistad -lo interrumpió Esperanza-. En este momento no me importa lo que yo pueda significar para ti. Me importa lo que significo para MB SportsReps.

– Significas mucho para MB. Mucho más de lo que te imaginas.

– ¿Pero?

– Pero nada. Sólo que me has cogido desprevenido. Acaba de agredirme una banda de neonazis. Eso produce extrañas alteraciones en la psique de las personas como yo. Además, estoy procurando resolver un posible caso de secuestro. Sé perfectamente que las cosas han dé cambiar. Tenía planeado traspasarte más responsabilidades, permitir que te hicieras cargo de más negociaciones, contratar a alguien más. Pero establecer una sociedad… Eso es harina de otro costal.

– ¿Así pues? -insistió ella, inasequible al desaliento.

– Me gustaría meditarlo, sencillamente. ¿Cómo tienes previsto convertirte en socia? ¿Qué porcentaje quieres? ¿Piensas comprar acciones o invertirás horas de trabajo? Hay un montón de aspectos sobre los que discutir, y no creo que éste sea el momento más indicado para hacerlo.

– Muy bien. -Esperanza se puso en pie-. Voy a dar una vuelta por el sector reservado a los jugadores, a ver si charlo un rato con alguna esposa.

– Buena idea.

– Hasta luego -dijo ella, y se volvió para marcharse.

– Esperanza.

Lo miró.

– No te has enfadado, ¿verdad? -le preguntó él.

– No me he enfadado.

– Encontraremos una solución.

Esperanza asintió.

– Muy bien.

– No olvides que hemos quedado con Tad Cris-pin una hora después de que finalice el recorrido. En el sector de los jugadores.

– ¿Quieres que asista a la reunión?

– Sí.

– De acuerdo -repuso ella, y se marchó.

Myron se arrellanó en el asiento y la observó alejarse. Fantástico. Justo lo que necesitaba. Que la mejor amiga con que contaba se convirtiera en su socia no podía dar buen resultado. El dinero echaba a perder las relaciones personales; era ley de vida, así de simple. Su padre y su tío (que eran los hermanos más unidos que cupiera imaginar) lo habían intentado, con resultados desastrosos. Su padre terminó por comprar la parte del tío Morris, y estuvieron cuatro años sin dirigirse la palabra. Myron y Win se habían esforzado por mantener sus negocios separados al tiempo que compartían los mismos intereses y objetivos. De ese modo no había interferencias profesionales ni dinero que repartir. Con Esperanza todo había ido de perlas, pero se debía a que su relación siempre había respetado el orden jerárquico: él era el jefe y ella la empleada. Sus respectivas funciones estaban bien definidas. Sin embargo, la comprendía. Esperanza merecía aquella oportunidad. Se la había ganado a pulso. No sólo era una empleada importante de MB, sino que formaba parte de la empresa.

Entonces, ¿qué hacer?

Agitó el contenido de la lata de Yoo-Hoo a la espera de que se le ocurriera una idea. Por fortuna, sus pensamientos aguardaron emboscados hasta que alguien le dio un golpecito en el hombro.

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