9. Carol Brady

Maureen nunca se había alegrado tanto de ver una botella de whisky. Pidió un Glenfiddich con hielo y zumo de lima. El camarero le preguntó si lo decía en broma. Maureen tuvo que explicarle paso a paso cómo se preparaba.

– Sirva el Glenfiddich en un vaso, muy bien. Ahora póngale los cubitos. Y ahora, añada el zumo de lima.

– ¿Cuánto quiere?

– La misma cantidad que de whisky.

El camarero miró la bebida mientras la ponía sobre la barra.

– Si el jefe entrara y me viera sirviendo whisky de malta con jugo de lima, no sé qué me diría.

– Sí, ya -dijo Maureen y se lo bebió de tres tragos, deseando que Leslie estuviera con ella.

El whisky se deslizó por su garganta, le besó el estómago y un escalofrío agradable le recorrió la columna vertebral. Una sensación de bienestar se acomodó en su nuca. Puso un billete de diez libras sobre la barra.

– Otro, por favor.

El camarero preparó la sencilla bebida con movimientos complicados. Se la sirvió y le preguntó qué nombre tenía.

– Whisky con lima -dijo Maureen y fue a sentarse a una mesa.

El interior de DiPriano era modernista. La decoración era orgánica y ligeramente puesta al azar, como se supone que tiene que ser el modernismo. La iluminación le daba al local un aspecto acogedor. Pasado el bar, con su barra cóncava con el borde de cromo, se encontraba el atril del maître, de forma convexa y hecho en madera de nogal: era la antesala del restaurante, que estaba decorado con frescos con conchas de color melocotón suave.

Maureen no iba vestida acorde a la categoría del restaurante. Los otros clientes del bar-salón Ostra llevaban trajes de lana y de lino. Ella iba con la camiseta del Dinamo Anticapitalista y con los vaqueros negros. Cogió el whisky y se pasó a una mesa que estaba más cerca de unos turistas alemanes, siempre omnipresentes, que vestían de manera desenfadada con ropa informal y chillona.

Carol Brady llegó dos whiskies más tarde. Pasó por el bar sin detenerse y entró en el restaurante. El hombre del pelo engominado trotaba tras ella, pisándole los talones. Carol Brady se acercó a una mesa, esperó a que su ayudante le retirara la silla y se sentó de cara al bar. El maître le sonrió desde detrás de su atril y le hizo una pequeña reverencia.

El mensajero risitas de Brady era mucho más bajo, de lo que Maureen había imaginado. Llevaba un traje azul barato, zapatos marrones sin cordones y calcetines blancos. Miró hacia el bar y vio que Maureen les observaba expectante. Le hizo una señal con la mano para que se les uniera.

– Hola -dijo Maureen inquieta, de pie junto a la mesa y sujetando el vaso con lo que quedaba de su whisky.

Brady levantó los ojos hacia ella.

– Sí -dijo-, hola.

Brady la miró de arriba abajo. Su mirada de desaprobación se detuvo en el pecho de Maureen. Leyó lo que había escrito en la camiseta.

– ¿No vas a sentarte?

Maureen lo hizo.

Carol Brady no era atractiva. Tenía muchas arrugas pero no parecía que fueran el resultado de haberse divertido demasiado. Los párpados le caían sobre las pestañas achaparradas, presionándolas hacia abajo. Tras esas pequeñas cortinas de piel, sus ojos aparecían rojos por la desesperación estremecedora que produce la muerte reciente de un familiar. Se le estaba cayendo el pelo. Lo tenía castaño y se lo peinaba con laca. Parecía un casco hecho de encaje.

El camarero les trajo la carta, que estaba encuadernada en cuero, y la señora Brady le pidió una botella grande de agua mineral. Cuando se fue, Brady le dijo que Douglas nunca le había hablado de ella.

– ¿Cómo os conocisteis?

– En un bar -dijo Maureen con voz débil, y sintió como si su presencia allí supusiera una mancha en la reputación de Douglas.

Brady fingía estar leyendo la carta.

– Entonces no fue a través de su trabajo. -Lo dijo como si sólo estuviera confirmando los hechos pero esperó porque quería oírselo decir a Maureen.

Ella miraba incómoda la carta. Podía ser que Joe McEwan se lo contara a Carol Brady si no lo hacía ella misma.

– No era mi psiquiatra -dijo Maureen.

– ¿Entonces no era su psiquiatra? ¿Lo fue alguna vez?

– Nunca.

– Comprendo -dijo Brady con rapidez y pasó la página de la carta.

Maureen cerró la suya y la dejó sobre la mesa.

– Señora Brady -dijo-, siento muchísimo lo de su hijo.

Carol Brady hizo rechinar los dientes mientras sus ojos se volvían rosados de repente y se le humedecían. Los cerró rápido para intentar no llorar. Durante unos segundos llenos de tensión, Maureen pensó que Brady iba a ponerse a sollozar de manera incontrolable.

– Lo siento -dijo Maureen otra vez-. No tendría que haberle dicho que nos viéramos aquí. Hubiera podido venir al piso.

Brady tomó aire insegura y su dolor se alejó.

– Me alegro de haber quedado aquí -dijo llevándose un pañuelo de lino a la nariz.

Maureen esperó a que dijera por qué se alegraba o por qué este lugar era mejor que cualquier otro, pero no lo hizo.

– Pidamos algo de comer -dijo Brady al fin-. ¿Por qué no comes langostinos? Aquí los preparan muy bien.

– De acuerdo -dijo Maureen, ansiosa por complacerla. Pidió langostinos y Brady escogió bacalao ahumado y mejillones para su silencioso, ayudante.

– Oí que ha estado en Brasil -dijo Maureen.

Brady puso cara de desagrado y se lanzó a un discurso sobre el vuelo tan malo que había tenido. El clima era demasiado caluroso y la comida demasiado picante para ella. La conferencia había sido una pérdida de tiempo. Habló del viaje, le contó cada detalle sobre sucesos y personajes anodinos durante todo el rato que estuvieron esperando a que llegaran los platos y durante gran parte de la comida. No se le daba muy bien contar historias y, a juzgar por la cara de aburrimiento de su ayudante, ya las había contado varias veces. Pero el propósito de su discurso no era embelesar a su público, sino tranquilizarse a sí misma. Mientras hablaba consiguió salvarse del abismo del dolor y se perdió en una serie de contratiempos sin importancia.

A Maureen no se le exigía hablar: todo lo que tenía que hacer era comer y escuchar, pero su mente fantaseaba una y otra vez con la botella de Glenfiddich de la barra del bar. La veía en sus pensamientos, iluminada por detrás como si fuera una aparición divina.

Estaban acabando de almorzar cuando Brady empezó a hablar de los periodistas. La habían acosado sin piedad en el aeropuerto y no dejaban de llamar a su despacho.

– Sanguijuelas -dijo enfadada-. La mayoría de ellos son unas malditas sanguijuelas.

Maureen le contó el incidente con el fotógrafo en la taquilla del teatro y las llamadas a su madre. Brady la miró.

– He oído que tu madre está… indispuesta -dijo.

– Sí, está indispuesta -dijo Maureen, agradecida por el eufemismo-. Hay una pasa de melancolía celta en mi familia. Es por la sangre irlandesa.

– ¿Melancolía celta? -Brady la miró sin entenderla.

– Alcoholismo.

– Comprendo -dijo Brady-. Dijeron que venías de una familia de indeseables.

A Maureen se le cayó el tenedor, que chocó ruidosamente contra el plato.

– ¿Quién le dijo eso de mi familia?

– La policía -dijo Brady, y le sonrió de una forma extrañamente insultante-. ¿Qué es una «familia de indeseables»? ¿Sois todos unos borrachos?

– ¿La policía le dijo eso?

Brady dejó los cubiertos en el plato y se limpió las comisuras de los labios con la servilleta.

– ¿También le dijo la policía que me estaba quedando en casa de un amigo en Maryhill? ¿Es así como me localizó?

– Tenía que verte -dijo Brady, como si eso lo explicara todo.

– No tienen ningún derecho a contarle nada de mí -dijo Maureen, que se sentía acosada.

– Baja la voz, querida -dijo Brady y llamó al camarero con la mano-. Imagino que querrás un café -señaló el vaso de Maureen-. ¿O prefieres otro whisky?

La pregunta era ridicula. Maureen no podía volver a su casa, su novio estaba muerto, la madre engreída de éste la había citado para un almuerzo de mierda y era domingo por la tarde. Por supuesto que preferiría beberse un puto whisky.

– Tomaré café -dijo Maureen-. Gracias.

Brady comunicó el pedido al camarero y le dio unos golpecitos en el brazo a su ayudante.

– Ve a la barra y espérame allí.

Cuando ya no podía oírla, se inclinó hacia adelante.

– ¿Cómo pudiste seducir a Douglas sabiendo que estaba casado?

– No sabía que estaba casado.

– ¿Planeabas alejar a Douglas de Elsbeth?

– No planeé alejarle de ella. Douglas era mayorcito, tomaba sus propias decisiones.

– Douglas era un niño. Si le hubieras conocido mejor, lo habrías sabido -dijo, aludiendo a alguna cuestión familiar que no era asunto de Maureen.

Recuperaron la compostura mientras el camarero les servía el café.

Brady echó un poco de leche al suyo y lo removió rápido, con ritmo.

– ¿Douglas te pagaba el piso?

– No -dijo Maureen indignada.

– Supongo que te dio dinero -siguió Brady-. ¿Por eso nunca te has molestado en conseguir un trabajo decente?

– Escuche, sólo hacía ocho meses que conocía a Douglas y hace tres años que tengo este empleo.

– Pero no eres ambiciosa -dijo Brady en un tono despectivo-. Nunca has buscado un trabajo mejor.

– No todo el mundo ambiciona tener un cargo importante.

Brady la miró con escepticismo.

– Oh, ¡vamos! -dijo Brady y tomó un sorbo de café juntando los labios como si bebiera por una pajita.

Maureen estaba cansada de la implacable hostilidad refinada de Brady. Dejó la taza de café en el plato, la apartó y alzó el vaso con lo que quedaba de whisky. Bebió un trago generoso, observando por encima del borde del vaso cómo Brady le sonreía con desprecio.

– Comprendo que esté enfadada, señora Brady -dijo Maureen en un tono suave-. Lamento la situación por la que está pasando, pero eso no me hace responsable del comportamiento de Douglas.

– ¿Te dio dinero?

– ¿Por qué insiste en ese tema?

– ¿Por qué no me respondes?

– No me dio dinero -dijo-. Nunca me dio dinero.

Brady le dirigió una mirada de desprecio y de repente Maureen quiso largarse de allí y perderla de vista para siempre.

Brady suavizó el tono de voz.

– Me estás mintiendo. Mentiste a la policía y ahora me mientes a mí. ¿Estabas borracha la noche en que mataron a Douglas?

– ¿Por eso está tan enfadada conmigo?

– ¿Le mataste tú?

Maureen se reclinó en su asiento y miró a Brady fijamente.

– ¿Cree que yo le maté?

– Sí -dijo con seguridad, clavando la mirada en Maureen-. Creo que fuiste tú.

– ¿Cómo puede estar aquí sentada conmigo si piensa eso?

– Quería verte, sólo una vez, y comprobarlo.

– ¿Cree que habría venido aquí si lo hubiera hecho yo? ¿Cree que podría sentarme a comer con usted si lo hubiera hecho yo?

Brady apartó la mirada.

– La gente no siempre recuerda lo que ha hecho estando borracha.

Maureen dejó el vaso en la mesa.

– Creo que me marcho ya -dijo.

Brady la cogió de la muñeca y tiró de ella para que Maureen se acercara, de modo que sus caras quedaron separadas sólo unos centímetros.

– Te atraparán y lo sabes -dijo-. Te cogerán y si no lo hacen ellos, lo haré yo.

– ¿Me está amenazando?

– ¿Tú qué crees?

– Escuche -dijo Maureen-. No soy nadie y no tengo nada. Nada de lo que pueda hacer me hará daño.

Retorció la muñeca y la liberó de las garras de Brady, tiró algo de dinero sobre la mesa y se marchó del restaurante.

Se fue directa a una cabina de Buchanan Street y marcó varios números para hablar con Liam pero no lo localizó en ninguno de ellos. Al final, le dejó un mensaje en el contestador en el que le decía que limpiara la casa de arriba abajo y que sacara la basura porque su suegro iba a hacerle una visita. Si no lo hacía tendría problemas. Era urgente. Esperaba que el mensaje fuera difícil de entender sin llegar a ser indescifrable.

Compró una botella de whisky excesivamente cara en un pub cerca de la estación, volvió a casa de Benny e hizo reales las peores expectativas de Carol Brady: se bebió el whisky directamente de la botella y perdió el sentido en el sofá mientras escuchaba los himnos religiosos de un programa de televisión. Se despertó a las tres de la madrugada y la cabeza le daba vueltas. Tuvo que sentarse en el sillón más de una hora, bebiendo traguitos de té con leche y deseando que se le pasara el mareo, antes de conseguir quedarse dormida otra vez.

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