34. Fuego

Todavía estaba oscuro cuando sonó el despertador de bolsillo, que la sacó de su sueño con su sonoro pitido. Lo cogió, se incorporó y recordó al instante por qué lo había puesto. Fue a la cocina, se encendió un cigarrillo y se hizo una taza grande de café bien cargado con agua tibia. Se lo bebió todo a pesar de lo mal que sabía. Se agachó junto al fregadero, cogió el termo y sacó los guantes de goma de la bolsa de plástico. Se los puso con mucho cuidado para evitar tocar la parte externa con las manos desprotegidas. Cuando sacó el termo y desenroscó la tapa vio que había pequeños trozos de papel sin disolver flotando en la superficie. Desdobló un filtro nuevo y lo puso en el cono. Sujetando el cono encima de una sartén, le dio unos golpecitos al termo. Mezclados con el café salieron fragmentos de papel empapados, que se quedaban pegados a las paredes del filtro. Cuando el café se hubo filtrado, lo calentó a fuego lento en el fogón de gas, y lo vigiló con atención para asegurarse de que no lo calentaba demasiado. No sabía si el calor podía estropear el ácido. Añadió un poquito de leche y los tres sobres de azúcar.

Después de verter el café otra vez en el termo, echó lejía diluida en la sartén y limpió la encimera. Puso todos los restos de envoltorios y filtros en la bolsa de plástico gruesa, la enrolló y la metió en el fondo de la mochila.

Se puso los vaqueros negros, las botas y un jersey, el gorro de lana, los guantes de Leslie y el abrigo. Dejó en el piso la bufanda escocesa porque la delataría. Revisó el bolsillo para ver si llevaba el peine-navaja y se dijo a sí misma que se trataba de él, que ella tenía razón. No haría falta llegar a ese extremo. Con el termo sería suficiente.


El autobús verde llegó justo cuando el ferry daba marcha atrás despacio para acercarse a la rampa de hormigón, removiendo el agua sucia debajo de él. El grupo de pasajeros que esperaba se echó a caminar deprisa, temían perder el ferry y les dieron golpes y empujones a las pocas personas que desembarcaban. Bajaron tres coches. Era poca la gente que llegaba a la isla por la mañana: la mayoría de pasajeros lo utilizaba para ir a trabajar a la isla mayor. Acostumbrando los ojos a la tenue luz, consiguió echar un buen vistazo a las personas que bajaban del ferry y esperó hasta el último momento antes de subir para que no se le escapara nadie.

Subió la empinada escalera de metal hasta la cubierta superior, observando el oleaje y los remolinos del agua negra iluminada por las luces blancas del barco. Al otro lado de la bahía, la brisa del amanecer balanceaba sin parar la hilera de luces de la central eléctrica. Maureen tenía la nariz entumecida por el frío. Se apretó fuerte el abrigo y encendió un cigarrillo. Era uno de los de Leslie, de una marca más fuerte que los que ella compraba.

El ferry cruzó la bahía y arribó a Largs. Aquí no hubo empujones vergonzosos: el hombre que cogía los billetes contuvo a todo el mundo hasta que no quedó nadie en el ferry. Maureen se quedó detrás de un bote salvavidas de la cubierta superior y bajó la vista para mirar a los pasajeros que subían a bordo. Si él cogía este ferry, no iba a pie.

Sólo subió un coche, un Astra conducido por una mujer. Cuando el ferry estaba a medio camino de vuelta a Cumbrae, Maureen bajó a la cubierta de los coches, se quedó detrás de la escalera de metal y observó a la mujer. No la conocía.

A medida que el ferry llegaba a Cumbrae y volvía a partir por segunda vez hacia Largs, un sol magnífico fue alzándose sobre la bahía. La luz amarillenta doraba las crestas de las olas grises y picadas. Un grupo mayor de pasajeros y ocho coches esperaban en Largs para embarcarse en la segunda travesía. Los rayos del sol que empezaba a salir chocaban en diagonal contra los techos de los coches, proyectando sombras oscuras sobre los rostros de los conductores a medida que iban frenando para entregar los billetes al revisor. No pudo distinguir a nadie con claridad, pero estaba lista: agarró el peine-navaja por la parte de las púas, por si acaso.

Tuvo que esperar a que el ferry se pusiera en marcha y se adentrara otra vez en la bahía para bajar las escaleras y echar un vistazo. Estaba en la penumbra, examinando a los conductores, cuando le vio sentado pacientemente en un Jaguar blanco. Llevaba guantes y descansaba las manos sobre el volante. Con la mano derecha sujetaba un cigarrillo. Llevaba una chaqueta verde y un sombrero de pescador. A la luz del sol sus gafas de montura metálica destellaban.

Antes de cruzar la cubierta para dirigirse al coche, Maureen soltó el peine, respiró hondo y tocó la bolsa para asegurarse de que todavía llevaba el termo.

Dio unos golpecitos en la ventanilla del pasajero. Él se inclinó sobre la tapicería de piel blanca y miró a Maureen. Su semblante no se alteró. Tocó la puerta y la ventanilla bajó automáticamente.

– Hola, Maureen.

– Oh, Angus, gracias a Dios. ¿Te ha llamado Siobhain?

Angus pestañeó.

– Sí -dijo sin mucha convicción, y se reclinó en su asiento, por lo que Maureen no podía verle bien los ojos.

– No me creo que hayas venido -dijo ella-. Ha sido muy amable de tu parte. ¿Puedo subir? -Angus tragó saliva y miró a los lados-. Siobhain está conmigo. Vinimos juntas.

– Oh, bien -dijo él, y sonrió. No era una sonrisa demasiado buena. Maureen había imaginado que lo haría mejor. Angus abrió la puerta del pasajero y dejó sus dedos enguantados en el tirador, como si se resistiera a soltarlo. Maureen puso la bolsa en el suelo y subió al coche antes de que Angus tuviera tiempo de poner alguna objeción.

– ¿No te dijo Siobhain que yo estaba con ella? -le preguntó. Maureen recorría con los ojos las facciones de Angus, levantaba las cejas cada dos palabras, arrugaba la frente y hablaba demasiado rápido. Se frenó-. Me sorprende que no te lo haya dicho porque sabe que nos conocemos.

– No me dijo nada de ti -dijo Angus, y dio una calada al cigarrillo-. Quizás se olvidó.

– Dios mío, no me sorprendería nada. Supongo que estaba sufriendo una crisis cuando te llamó, ¿no?

– Sí -contestó-. Estaba muy alterada.

– ¿Qué te dijo?

– Oh, sólo si podía venir a buscarla cuanto antes, ya sabes, cosas así. ¿Por qué has cogido el ferry a esta hora de la mañana?

– Tenía que enviar un fax al trabajo -dijo Maureen. Fue lo primero que se le ocurrió-. Se me olvidó entregar la baja.

– ¿En la isla no hay fax? Uno piensa que sería especialmente útil para una zona tan mal comunicada.

Angus estaba nervioso, Maureen nunca le había oído hablar con tanta formalidad, y saber que él la estaba cagando hizo que se sintiera infinitamente más cómoda, como si todo aquello estuviera destinado a ir sobre ruedas. Maureen saboreó la sensación y se dio cuenta de que tenía los hombros muy cargados.

– Sí -dijo Maureen, y estiró el cuello para relajar los músculos contraídos-. Hay uno en la oficina de correos pero está roto.

Metió la mano en la bolsa, asombrada de la extraña tranquilidad que sentía, y sacó el termo.

Angus frunció el ceño y apagó el cigarrillo en el cenicero.

– Bueno, ¿cómo está Siobhain?

Maureen desenroscó la tapa y mantuvo en equilibrio la taza plateada en las rodillas.

– Para serte sincera, no está muy bien. Pero, por otro lado, se pone a hablar muy deprisa y, la verdad, no entiendo demasiado bien su acento.

– Sí, es difícil.

– Supongo que tú estarás acostumbrado a su manera de hablar.

– Sí.

– Bueno, no me ha hablado de ti pero se nota que le ha ido bien tenerte como psiquiatra -dijo Maureen, y sonrió tímidamente-. Pone una expresión curiosa cuando sale tu nombre.

Angus sonrió con humildad mirando el salpicadero. Maureen utilizó la ocasión para buscar la marca de Tipp-Ex con el dedo y lo mantuvo allí para no tener que buscar más.

– ¿Tartamudeaba cuando hablasteis por teléfono? -le preguntó Maureen.

– Un poco. Pero pudo darme la dirección -dijo Angus, y metió la mano en el bolsillo, sacó un paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo antes de ofrecerle uno a Maureen.

– Acabo de fumarme uno. Gracias -dijo Maureen. Cogió la taza con firmeza y echó el café deprisa. Por el rabillo del ojo vio que Angus la miraba con interés. Un olor a chocolate amargo del café caliente emanaba del termo. Maureen levantó la taza para llevársela a la boca y miró a Angus. Él la observaba atentamente. Maureen bajó la taza-. Te daría un poco pero le he puesto un montón de azúcar.

– Yo lo tomo con azúcar.

– ¿Sí?

– Sí -dijo asintiendo con la cabeza, y sonrió-. Lo tomo con muchísimo azúcar.

– Vaya -dijo Maureen con voz animada-, bienvenido al club de los que tomamos azúcar. No quedamos demasiados hoy por hoy, ¿verdad?

– No -dijo Angus esbozando una sonrisa ancha.

Maureen le pasó la taza. Angus se la acercó a la nariz y la olió antes de beber.

– Es café de calidad -dijo, y tomó otro sorbo.

– Es café de verdad -dijo Maureen, y giró el termo hasta que tuvo la marca blanca delante de ella-. Lo trajimos con nosotras -dijo, e inclinó el termo cuarenta y cinco grados, con la esperanza de que Angus no se diera cuenta de que lo que bebía Maureen era aire. Él le ofreció la taza medio llena-. No, tranquilo -dijo ella, y alzó el termo-. Acábatelo.

Maureen observó a Angus mientras éste levantaba la taza y se bebía hasta la última gota de café. Alargó la taza para devolvérsela. Maureen no quería tocarla. Puso la tapa y le acercó el termo a Angus. Él enroscó la tapa, girándola hasta que estuvo bien cerrada. Le sonrió.

– Me alegro de verte -dijo.

Maureen le devolvió la sonrisa.

– Sí, yo también me alegro de verte, Angus.

Notaron que la parte inferior del barco rozaba la pendiente de la rampa de hormigón y que el casco bajaba enfrente de ellos como si fuera un puente levadizo. Los pasajeros salieron delante de ellos, corriendo por la rampa hacia el autobús que ya les esperaba.

Angus puso el coche en marcha, condujo a través del casco del ferry, subió la rampa de hormigón, giró a la izquierda para coger la carretera y siguió los indicadores hacia Millport. Fueron por la parte este de la isla, pasando por delante de la roca del león, que se veía magnífica con los primeros rayos de la mañana tras ella, atravesaron Kames Bay y llegaron al paseo marítimo de Millport. Angus miraba a la carretera y leía los números de los portales.

– ¿Cuál es? ¿El número seis? -preguntó.

– Sí -contestó Maureen-. El número seis.

– El último piso -dijo Angus sonriendo para él.

Aparcó el coche enfrente de la cafetería, puso el freno de mano, abrió la puerta y salió. Las tiendas estaban abriendo, las persianas de la tienda de alquiler de bicicletas estaban medio subidas y un hombre con barba y una gran barriga cervecera sacaba bicicletas de colores y triciclos, que iba colocando en filas en la acera. La panadería estaba abierta: en el escaparate había expuestas bandejas llenas de pastas y bollos, barras de pan recién hechas y pasteles helados. La papelería estaba abierta. Paulsa le había dicho que quizá tardaría una hora en hacer efecto y sólo hacía quince minutos más o menos que Angus se había bebido el café.

Maureen se bajó del coche con la mochila y cerró la puerta. Rodeó el capó para unirse a Angus. Un Land Rover conducía despacio por el paseo, seguido de cerca por el autobús verde y metalizado.

Retrocedieron hacia el Jaguar y esperaron que pasaran el coche y el autobús. Llevaba una cartera Gladstone larga hasta los pies, que tenía el fondo plano y se cerraba con una hebilla. Estaba hecha con una piel marrón oscura impecable.

– Qué bolsa más bonita -dijo Maureen mientras pasaba el Land Rover-. Hoy en día no se ven muchas.

– Me la hicieron por encargo. Para sustituir a otra que ya estaba vieja.

El autobús del ferry pasó delante de ellos y Maureen alargó la mano enguantada hacia Angus.

– ¿Me la dejas ver?-le preguntó.

– ¿La cartera?

– Sí.

Angus agarró con más fuerza el asa de piel.

– Es que llevo mis notas y todo.

Maureen sonrió inocentemente.

– Oh, vamos, Angus, difícilmente voy a robártela, ¿no crees?

– No -dijo estúpidamente-. Pero es mi deber profesional no dejártela.

Se volvió y cruzó la carretera. Maureen le observó. Su chaqueta de tweed estaba rota por detrás, la costura de debajo del brazo se estaba deshaciendo y estropeaba la forma. Los zapatos estaban hechos a mano.

Maureen salió trotando tras él.

– Oye, ¿puedes esperarme un minuto? Tengo que comprar algo.

Hubiera querido que Angus se quedara fuera pero entró en la papelería con ella. Como no quería que la vieran con él, se fue hacia el estante de las revistas y dejó a Angus solo junto al expositor de los libros. Quizá consiguiera salir de la tienda sin hablar con él. Cogió una tableta de chocolate y una botella de leche de la nevera y comprobó la fecha de caducidad para perder tiempo. Angus estaba al otro lado de la tienda. Tampoco quería que nadie le viera con ella: se había bajado el sombrero y miraba algunos pósters. Junto a él, una cola ordenada de pensionistas esperaba pacientemente bajo un cartel rojo. De repente, Maureen vio el cartel y se dio cuenta de que estaban en la oficina de correos. Se dirigió deprisa a pagar, le dio el dinero del chocolate y de la leche al hombre barbudo de la caja y salió de allí.

Angus la siguió hasta la calle y la cogió del codo para hacer que se volviera hacia él.

– Sí que tienen fax -le dijo mirándola con los ojos medio cerrados.

– Sí, y ya te he dicho que estaba roto.

– No habían puesto ningún cartel ni nada.

Maureen pensó en el día en que había vuelto a la Clínica Rainbow, en el momento en que Angus la había llamado Helen y había fingido no acordarse de ella. La había reconocido en el mismo instante en que ella había abierto la puerta y le había dado el café; sabía que había sido así, pero Maureen había disimulado su inquietud, creyendo que lo que había sentido era desconcierto provocado por el hecho de que Angus se hubiera olvidado de ella. Había fingido que no se acordaba de ella cuando sólo unos días antes se había paseado por su casa con un impermeable ensangrentado, había dejado pisadas y le había cortado sus suaves huevos a Douglas.

– ¿Tienes que enviar un fax? -le preguntó Maureen aparentando estar confusa.

– No.

Se quedaron mirándose.

– ¿Entonces? -dijo Maureen.

Angus giró la cabeza y miró a la bahía.

– Nada -dijo-. Es sólo que… No lo sé.

Maureen miró la hora. Sería mejor que se marcharan de allí antes de que empezara a sentir los efectos.

– Lo siento, Angus, no sé qué quieres decir. ¿Tienes que ponerte en contacto con alguien? Arriba tenemos teléfono si necesitas llamar a una ambulancia para Siobhain.

– De acuerdo -dijo indeciso-. Entonces, no pasa nada.

– Estamos en el número seis -dijo Maureen, y echó a andar. Le llevó por las escaleras empinadas sin atreverse a mirar la puerta del primer piso por si Angus la veía. Cerró los ojos con fuerza, deseando que Siobhain y Leslie se quedaran dentro. Angus la siguió hasta el último piso.

Esperó a tenerle a su lado en el rellano de arriba antes de sacar las llaves. Se colocó perpendicularmente a la puerta, con la espalda pegada a la pared, mientras introducía la llave en la cerradura, la giraba y le indicaba que entrara primero. Angus retrocedió caballerosamente y le hizo un gesto para que pasara ella delante. Maureen no podía insistir sin levantar sospechas. Entró en el recibidor de paredes rosas con flores. Angus la siguió y cerró la puerta con cuidado, sin hacer ruido. Maureen oyó que corría el cerrojo, lo que les dejaba encerrados juntos allí dentro. Maureen se dirigió a la puerta del salón. Angus iba tras ella, se le acercaba demasiado. En un intento apresurado de alejarse de él Maureen abrió de un empujón la puerta del salón, que golpeó la pared, y una ola de calor asfixiante invadió el recibidor.

– Dios mío -dijo Angus palideciendo-. ¿Qué pasa aquí?

– Hace mucho calor -dijo Maureen.

Ella entró en el salón como si estuviera buscando a alguien.

– Sí, pero, ¿por qué hace tanto calor?

– Es la calefacción. ¿Hola? -dijo dulcemente.

– ¿Dónde está Siobhain?

– Me parece que no está.

Angus dejó caer la cartera y el sombrero en el suelo, se quitó la chaqueta y la sostuvo con el brazo. Se le estaban formando dos redondeles debajo de los sobacos. Se secó la frente reluciente con la mano.

Maureen le miró y sonrió. Él le devolvió la sonrisa, un poco confuso, jadeando levemente por culpa del calor insoportable. Movió un poco la cabeza y se recobró, recordándose a sí mismo que tenía la cartera en el suelo.

– Maureen -dijo Angus, y se deslizó hacia ella atravesando un quilómetro de moqueta-, me gustas.

Angus fue a cogerla por la cintura pero Maureen se apartó de él rápidamente.

A Angus le quemaba la piel, el calor intentaba salir de su cuerpo como fuera, notaba que granos de sangre del tamaño de monedas se le reventaban en la espalda. Eran de un rojo intenso y quemaban. Un torrente de sudor ardiente le entró en el ojo izquierdo. Se quitó las gafas y levantó el brazo para secarse el párpado pero tenía algo en la manga de la camisa que se movía. Lo miró. Se estaba quemando. Pequeñas llamas deformadas bailaban en su brazo, llamas de dibujos animados con ojos rojos y sonrisas perversas de dientes afilados. Se fijó con más atención. Eran llamas de verdad, naranjas por abajo y azules por arriba, como salidas de un soplete. Intentó respirar. El aire caliente le secó la garganta y la boca y le quemó la tráquea. Intentó tumbarse y rodar sobre sí mismo para apagar el fuego, pero no podía moverse bien. Se cayó de rodillas y apoyó pesadamente la cabeza y los hombros en la pared roja.

Maureen le tiraba del pelo ardiente, le cogía por el pelo, arrastrándole hacia algún lugar. Le puso un brazalete de metal alrededor de la muñeca. Ahora estaba sujeto a la cama y tiraba con todas sus fuerzas pero la cama le seguía, pellizcándole la muñeca y haciendo que le brotara sangre caliente alrededor de las esposas.

– Me estoy quemando -dijo llorando.

Maureen recogió la chaqueta, el sombrero y las gafas de Angus del suelo y los puso sobre una silla. Le desató los zapatos y se los quitó, le desabrochó los pantalones, dejó que le cayeran y se los quitó por los pies vestidos con unos calcetines. Le examinó rápidamente los bolsillos y encontró su cartera. No cogió el dinero y sacó cualquier cosa que pudiera identificarle: carnés de bibliotecas, resguardos de cajeros automáticos, tarjetas de crédito. Metió la nota que había escrito para McEwan en la cartera, que guardó en el bolsillo de los pantalones de Angus. Los dobló y los dejó pulcramente sobre la silla.

– Sabes… -dijo Angus en voz baja-, lo sabías.

Maureen llevó el televisor portátil del salón al cuarto, lo dejó en el suelo, lo enchufó y lo encendió.

– ¿Dónde está Siobhain? ¿Por qué no puedo verla? -dijo Angus mientras las lágrimas resbalaban por su rostro-. Suéltame.

– Eras el psiquiatra de Benny, ¿verdad? Le chantajeaste por el robo de las tarjetas de crédito. Le amenazaste con chivarte a la policía y arruinar su carrera.

– Sí. Haz que pare, por favor.

– ¿Hiciste que fuera al piso a dejar el cuchillo?

– Sí. Por favor… haz que pare.

– ¿Te contó él lo del armario?

– Sí… -Angus murmuraba tonterías. La cabeza le colgaba sobre el pecho.

– Quiero que sepas -dijo Maureen despacio para que Angus recordara sus palabras-, que esto es por Siobhain, por Yvonne, por Iona y por todas las demás. Y por Douglas y por Martin.

– No sé quién es Martin -dijo con un tono inocente.

Maureen se quedó quieta y le miró. Era un hombrecillo encorvado que sudaba en ropa interior. Un hilo de saliva gruesa le colgaba a un lado de la boca abierta y aterrizó despacio en su camisa.

– Martin es el tipo al que mataste en el Northern.

– El portero.

– Sí, el portero.

Angus levantó la cabeza. Tenía los ojos muy abiertos, demasiado abiertos.

– Lo sabías -gritó, recuperando la coherencia de repente. Tenía la cara roja y la voz tensa y ahogada, como si estuviera cagando-. Por eso tenías esos sueños. Me dijiste que su uña te había cortado pero te folló. Lo sabes. Te folló.

Maureen avanzó dos pasos corriendo y le pateó la cabeza. Más que oír el crujido, lo sintió. Retrocedió. Angus tenía la boca abierta y llena de sangre y la nariz se le estaba hinchando rápidamente.

– Te folló -dijo arrastrando las palabras con dificultad y balbuceando entre la sangre.

Maureen le dio otra patada. Angus cerró los ojos y, de repente, se calmó.

– ¿Vas a matarme?

– Sí.

– ¿Me estoy quemando?

– Sí, Angus, te estás quemando.

Angus recobró el aliento y soltó un grito de lamento. Maureen subió el volumen del televisor al máximo y esperó a que dejara de chillar. Abrió la puerta y bajó las escaleras.


Siobhain y Leslie estaban sentadas a la mesa que estaba junto a la ventana comiendo cereales con leche. Detrás de ellas el sol brillaba sobre la bahía como en una postal y barcas azules y rojas de madera se balanceaban sobre el agua.

– Hola -dijo Siobhain-. ¿Dónde estabas?

– Tenemos que irnos de aquí ahora mismo -dijo Maureen, y fue a la cocina. Cogió una bayeta de debajo del fregadero y la utilizó para limpiar cualquier cosa que hubiera podido tocar los cartones de ácido.

Leslie fue corriendo al cuarto y se vistió. Siobhain se dirigió a la entrada de la cocina arrastrando los pies.

– ¿Por qué tenemos prisa?

– Siobhain, ¿confías en mí?

– Sí.

– Entonces, por favor, muévete y vístete. Tenemos que salir de aquí dentro de diez minutos.

– Tienes sangre en la frente -dijo, y se fue arrastrando los pies.

Leslie apareció en la puerta de la cocina, resollando y subiéndose la cremallera de los pantalones. Parecía aterrorizada.

– ¿Qué quieres que haga?

– Recógelo todo -dijo Maureen-. Déjalo todo limpio y ordenado para que no se queje el propietario. Y deja diez libras de propina en la mesa.

– ¿De propina?

– Como gesto de buena voluntad.

– Tienes sangre en la frente.

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