33. Millport

Maureen se levantó con el cuerpo más dolorido que la mañana anterior. El suelo duro se le había clavado en el hueso de la cadera y lo tenía entumecido. Se levantó deprisa, contenta de dejar el suelo. Por el ventanal vio que Leslie estaba fuera, sentada en una tumbona en la terraza, bebiendo café y comiendo una tostada. Siobhain estaba a su lado, apoyada en la barandilla, mirando abajo a la explanada.

Eran las doce y media. Maureen llamó a Lynn a la consulta.

– Hola -le dijo-. Soy la ardillita. ¿Sabes algo?

– Sí -dijo Lynn-. ¿Para el viernes? Me parece que sí que podrá ser.

– ¿Puedes hablar? ¿Te llamo más tarde?

– ¿Me dice su nombre? -dijo Lynn, y se quedó un momento callada-. ¿Puede deletreármelo? -Y Lynn empezó a deletrear un nombre familiar como si estuviese repitiendo el que le decían desde el otro lado de la línea. Perfecto-. ¿Lo ha entendido todo bien?

– Me has dado el nombre del médico de Benny ¿verdad?

– Sí, por supuesto.

– Lynn, te debo una.

– Sí, así es -dijo Lynn-. Hasta entonces. Adiós.

– Adiós, Lynn.

Maureen colgó y se vistió. El jersey mostaza empezaba a oler mal y la frescura de sus vaqueros era un recuerdo lejano, pero se dijo a sí misma que pronto estaría en casa y que podría hacer la colada, y que si no volvía a casa dentro de dos días, no importaría demasiado si llevaba la ropa limpia o no.

– Leslie -la llamó Maureen desde dentro del piso-. ¿Tienes una bolsita o una caja donde pueda poner algunas cosas?

Leslie miró dentro del salón.

– ¿Qué has dicho?

– Tengo unas cosas que quiero guardar aparte. ¿Tienes una bolsita o algo así?

– Mira debajo del fregadero.

Maureen hurgó entre las bolsas. Buscaba una que fuera gruesa. En el suelo, al fondo, encontró una caja hexagonal de cartón color azul marino que ponía «Boothy and Co». Levantó la tapa. En una esquina había trozos mellados de caramelos polvorientos. Cogió una bolsa pequeña de plástico grueso, metió el resto en el armario y fue hacia la terraza.

– ¿Puedo coger esta caja?

– Claro -dijo Leslie-. Hace años que la tengo. No me decido a tirarla porque es muy bonita pero tampoco le he encontrado un uso.

– Bien -dijo Maureen, y entró otra vez.

Puso la bolsa de café de Colombia dentro de la caja junto con los sobres de azúcar que había cogido en la cafetería del aeropuerto la tarde anterior. Cogió tres filtros de café del armario de Leslie y encontró un despertador de bolsillo y un bote de Tipp-Ex en un cajón lleno de chucherías. Leslie entró en la cocina, dejó su taza vacía y puso agua a calentar.

– ¿Quieres un café? -le preguntó.

– Sí, por favor.

– ¿Qué estás haciendo?

– Preparo algunas cosas.

Leslie cogió una taza limpia del armario y observó a Maureen mientras ésta doblaba los filtros de café y la bolsa de plástico y los guardaba en la caja de cartón.

– ¿Este despertador funciona, Leslie?

– Sí. Le puse pilas nuevas.

Leslie hizo café y se sirvió un poco.

– ¿Te dejo con lo tuyo entonces?

– Sí. ¿Cómo está Siobhain?

– Igual -contestó Leslie, y miró dentro de la caja de cartón-. ¿Qué estás haciendo, Maureen?

– ¿Quieres saberlo?

Leslie pensó en ello.

– No -dijo al final.

– Necesitaré tus esposas -dijo Maureen-, si me las prestas.

Leslie parecía desconcertada.

– Claro.

– Y tus guantes de piel.

– Vale -le dijo ella, y se fue a buscarlos a su cuarto.

– Y leche -susurró Maureen para sí misma-. Necesitaré leche.

Llovía a cántaros. Los niños se habían ido de la explanada y Siobhain y Leslie habían puesto las tumbonas contra la pared para no mojarse. Estaban sentadas en silencio, cogidas de la mano, y miraban cómo la lluvia erosionaba las pequeñas montañas de basura.

– ¿Puedo llevarme esto también? -preguntó Maureen.

Leslie miró los guantes de goma manchados y el cono de plástico para los filtros de café que Maureen tenía en la mano.

– Cógelos y quédatelos, si quieres.

Parecía confusa y algo más que un poco asustada.

– Sí, tendré que quedármelos -dijo Maureen, y volvió a la cocina.

Leslie no tenía ninguna bolsa de viaje así que metieron las braguitas, la caja de cartón y los jerseis por si hacía frío en bolsas de plástico mal escogidas que tenían las asas alargadas por el uso. Maureen cogió las bolsas y tomó el autobús hacia el centro, arrastrando tras de sí al Ford azul con los dos policías dentro. Se bajó frente a la estación de autobuses de Buchanan Street y esperó en la acera para cruzar, asegurándose de que el Ford azul estaba ahí. El coche se detuvo un poco más abajo y ella cruzó. El policía que ocupaba el asiento del pasajero salió del coche y la siguió a pie. Pasó por delante de la entrada estrecha de la estación y se escondió tras la puerta del aparcamiento de varias plantas. El policía pasó de largo, a no más de metro y medio de ella, y entró en la estación. Maureen dobló la esquina corriendo, bajó trotando las escaleras empinadas hacia la parada de taxis, entró en uno y le dijo al taxista que la llevara a la estación de tren.

Cuando bajaron por la carretera, Maureen echó un vistazo por la ventanilla y vio el Ford azul aparcado en el arcén. El conductor examinaba atentamente a los peatones que pasaban.

El taxi la dejó en la entrada. Se detuvo frente a la ventanilla de billetes y, como si fuera un acto de fe, compró tres billetes de ida y vuelta. En el kiosko de al lado, cogió un bloc de notas Basildon Bond, un bolígrafo Bic y se acercó a un dependiente con la cara llena de granos que colocaba tabletas de chocolate en los estantes.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? -dijo Maureen sonriendo. El hombre alzó la vista-. Me preguntaba si estos blocs se venden mucho.

– Sí -le contestó-. Los tenemos en todas las tiendas del país. Los vendemos a cientos.

– Genial -dijo Maureen-. Gracias.

Pagó en la caja lo que había cogido y se apoyó en la mesita de la lotería para escribir la nota. Lo hizo con la mano izquierda para que no reconocieran la letra. En la parte de arriba de la página anotó el número de teléfono, con el prefijo, de la comisaría de Stewart Street y, debajo, la extensión del despacho de McEwan. «Por favor, llamen a este número en caso de emergencia. Pregunten por el Inspector Jefe Joe McEwan y díganle que soy el responsable de lo ocurrido a Martin Donegan y a Douglas Brady». Dobló la hoja hasta dejarla del tamaño de una tarjeta de crédito y se la guardó en el bolsillo trasero de los vaqueros.


Leslie y Siobhain todavía no habían llegado a la estación. Por los altavoces sonaba una versión instrumental de American Pie. Maureen esperaba en medio del vestíbulo de suelo de mármol e intentaba poner sus pensamientos en orden y calcular el tiempo del que disponía: el tren enlazaba con el último ferry a Cumbrae. Aunque alguien condujera a mil por hora todo el rato hasta llegar a Largs, no conseguiría coger el último ferry de las ocho y veinte. Sería seguro anunciar su marcha.

Se dirigió a las cabinas telefónicas junto a la salida lateral y llamó a Scaramouch Street.

– Oye -dijo cuando contestó Benny-. No encuentro a Liam. ¿Puedes llamarle y decirle que me voy a Millport con Siobhain a pasar un par de días?

– Vale -dijo Benny-. ¿Cuándo volveréis?

– Dentro de un par de días como máximo. Dile que estamos en el mismo edificio en el que nos quedamos la última vez, pero en el piso de arriba. Me dijo que la policía te había interrogado.

– Sí -dijo, y de repente pareció que se quedaba sin aire-. Querían mis huellas dactilares. Las deben de haber encontrado en tu casa, ¿no?

– Sí, supongo.

– Nos vemos cuando vuelvas. Mañana tengo el último examen.

– Sí, ya te llamaré.

– Perfecto, pásalo bien.

– Hasta luego, Benny -dijo, y colgó.

Recogió las bolsas y se dirigió despacio hacia el Bullet, un monumento conmemorativo de la Gran Guerra, que consistía en una concha de latón puesta verticalmente. Todavía no había rastro de Leslie y de Siobhain. Sólo faltaban siete minutos para que saliera el tren.

– ¡Leche! -dijo Maureen de repente, y fue corriendo a la tienda.

Cuando salió, vio a Leslie que guiaba a una Siobhain de movimientos lentos a través de la entrada principal de la estación. Quedaban cuatro minutos para que arrancara el tren. Maureen se dirigió hacia ellas, cogió a Siobhain del brazo, la llevó por el andén, la ayudó a subir el escalón del tren y la sentó en el asiento de la ventana cerca de la puerta. Leslie las siguió con las bolsas. El tren emitió un zumbido y calentó motores. Las puertas anunciaron su cierre con un pitido y el tren arrancó despacio y salió de la estación.

El revisor pasó a por los billetes mientras el tren se alejaba de la ciudad. Maureen se los entregó. El hombre los picó los tres a la vez y echó un vistazo a las bolsas.

– ¿Van de vacaciones?

– Sí -dijo Maureen.

– Me temo que no tendrán buen tiempo.

– Sí, bueno.

La negra noche apareció tras la ventana y al cabo de unos minutos se adentraron en el campo oscuro. El cristal doble reflejaba el interior del vagón como si fuera el espejo de un borracho y mostraba dos sombras temblorosas de todo.

Al cabo de una hora llegaron a la costa, donde las montañas altas se precipitaban hacia el negro mar, todavía en calma debido a la proximidad de las islas. El tren disminuía de velocidad a medida que se acercaba a Largs, adentrándose de forma rutinaria en el único andén de la estación. Leslie ayudó a Siobhain a levantarse y a bajar del tren y Maureen cogió las bolsas. Bajaron la calle principal, oscura y desierta, hacia el muelle. Al otro lado de la bahía vieron las luces del pequeño ferry amarrado en la pequeña isla de Cumbrae.

La isla es una montaña escarpada de roca arenisca que tiene una superficie llana de tierra a su alrededor. Ha sido un destino turístico desde los años cincuenta y sus mayores atracciones son el destartalado campo de golf de Millport, las extrañas formaciones rocosas, pintadas para que parezcan animales, y una carretera de circunvalación que rodea la isla y que puede recorrerse en bici en menos de una hora.

Maureen dejó a Leslie y a Siobhain con las bolsas y fue a la ventanilla a comprar tres billetes y a averiguar a qué hora salía el ferry de la mañana. Cuando volvió al muelle, el grupo de pasajeros que embarcaba a pie había avanzado un metro y medio por la rampa de hormigón y la cola de coches se movía lenta e impacientemente.

El hombre que recogía los billetes, que llevaba un anorak amarillo fluorescente y unas botas de agua verdes y grandes, siguió a los coches, se paró en el casco del barco e indicó a los pasajeros que fueran pasando. Éstos cogieron sus bolsas y bajaron hacia el ferry. Maureen entregó los billetes. El hombre los comprobó y se los metió en el bolsillo.

– Eh, que son de ida y vuelta -dijo Leslie.

– No los van a necesitar -dijo él con rapidez, y alargó la mano hacia la pareja de mochileros que aguardaba tras ellas.

Maureen tiró a Leslie de la manga.

– ¿Te acuerdas de la última vez que vinimos? -le dijo-. Sólo venden billetes de ida y vuelta. El ferry es el único modo para entrar o salir de la isla.

El ferry tenía dos cubiertas altas a cada lado de la cubierta de coches. La vista de la bahía era mejor desde allí, pero Siobhain no pudo subir la escalera de metal empinada, así que tuvieron que conformarse con quedarse dentro. Recorrieron el pasillo estrecho y se sentaron en un banco de piel sintética roja bajo las ventanas. El ferry se agitó en el agua ruidosamente y partió rumbo a la bahía. Las luces de los barcos de la armada de Dunoon pasaban despacio por delante de la ventana.

Maureen estaba segura de que había calculado bien el tiempo, pero quería comprobar que no las había seguido nadie. Dejó a Leslie y a Siobhain sentadas abajo e hizo una visita rápida a la cubierta, examinando todas las caras y mirando dentro de los coches. No reconoció a nadie.

El ferry viró y atracó en Cumbrae. Esperaron a que todo el mundo saliera, levantaron a Siobhain y la llevaron hacia la puerta. Al final se encontraron con el grupo de peatones en lo alto de la rampa de hormigón empinada que salía del ferry. Se reunieron todos en la parada de autobús que estaba junto a la carretera. Las luces de los coches que desembarcaban pronto fueron desapareciendo a medida que se perdían por la carretera a Millport. El ferry levantó el casco y se alejó para pasar la noche en el muelle principal. Delante de ellas se alzaba una montaña escarpada y cubierta de hierba. Estaba muy oscuro.

Un destello de luz apareció tras la falda izquierda de la montaña abrupta y oyeron que el autobús se acercaba. Dobló la esquina, cegándolas unos segundos, realizó una maniobra experta de cambio de sentido en la estrecha carretera y se detuvo delante de la multitud que esperaba. Era un autobús muy viejo, pintado de verde y beige, de techo redondeado y refuerzos metalizados. La puerta se abrió y los pasajeros se agruparon para subir con sus equipajes. Los residentes en la isla le dijeron hola al conductor y éste les devolvió el saludo. Mientras Maureen compraba los billetes, Leslie ayudó a Siobhain a subir los escalones y fueron a sentarse en la parte de atrás. Los mochileros se tomaron tiempo para acomodar sus bolsas debajo de los asientos y en los compartimientos situados encima de sus cabezas. Las mujeres que volvían a casa de su trabajo en la isla mayor colocaron las bolsas de la compra en el compartimiento que había en la parte delantera del autobús.

Cuando todos los pasajeros se hubieron sentado, el conductor se dio la vuelta y dijo:

– ¿Ya están todos listos?

La multitud contestó al conductor con un coro desigual de «listos» y «síes».

– Entonces, vamonos -dijo, y puso el motor en marcha. El autobús dejó el arcén traqueteando y se incorporó a la carretera vacía.

– Mira -dijo Leslie, y le dio un codazo a Siobhain-, la roca del león.

A un lado de la carretera surgía un afloramiento alto de piedra arenisca que se había ido erosionando hasta adquirir la forma vaga de un león. Sólo parecía un león si uno lo miraba desde un ángulo concreto y con buena luz. Estaba oscureciendo y el autobús ya había pasado de largo cuando Leslie lo señaló. Siobhain miró por la ventana.

– ¿La has visto? -le dijo Leslie. Siobhain asintió con la cabeza pero parecía ligeramente perpleja. Maureen pensó que quizá fuera una buena señal: hacía días que Siobhain no parecía nada ni siquiera ligeramente.

El autobús se detuvo en Kames Bay para que se bajara una señora que llevaba tres bolsas del supermercado Asda. El conductor cerró la puerta, arrancó y siguió camino a Millport.

– ¡Eh! -dijo Leslie-. ¡La roca del cocodrilo!

En la playa había una roca alargada y plana a la que le habían pintado unos ojos grandes y alegres y una boca de cocodrilo. Siobhain la vio y sonrió.

– ¿A que es genial? -dijo Leslie con ternura, y se dio la vuelta para volver a mirarla.

– Leslie -dijo Maureen-: Es una roca grande y vieja con una boca pintada.

– Ya lo sé. Me gusta.

El autobús recorrió el paseo marítimo de Millport. Hacía tiempo que había pasado la temporada vacacional y aún quedaban dos meses para que llegaran las Navidades, pero bombillas de colores pasteles descoloridos todavía colgaban de los hilos colocados de farola a farola. La marea estaba baja y las barcas de madera, pintadas de colores brillantes, estaban embarrancadas en la orilla, esperando.

El autobús las dejó en el Hotel George, un edificio de tres pisos enjalbegado, con ventanas de bordes negros y con un cartel escrito con letras góticas.

– Vaya -dijo Leslie-. Qué bonito.

Tenían que pagar el alquiler de los pisos y recoger las llaves en una cafetería de comida rápida. Maureen entró y pagó uno de los apartamentos. Envió a Leslie a que pagara el otro.

– Dale este dinero al hombre -dijo Maureen, y le alargó un sobre, pero Leslie dijo que ella lo pagaría-. Es de Douglas -le dijo Maureen-. Cógelo. Y no levantes la cabeza. Que no te vea la cara.

El número 6 del edificio Paseo Marítimo era un bloque de pisos construido encima de la tienda de artículos de broma «El emporio de la risa». El vestíbulo estaba descubierto y las escaleras eran estrechas y empinadas. Siobhain se agarró a la barandilla de madera y subió los peldaños uno a uno. Maureen cogió las bolsas de plástico.

– Voy pasando -dijo, y subió corriendo las escaleras de dos en dos hasta que llegó al último rellano. Se peleó con los guantes de piel de Leslie antes de conseguir meter la llave en la cerradura y abrir la puerta.

El piso era pequeño y disponía del mínimo número legal de muebles: mesa, camas, sillas y sofá. Las paredes del recibidor y del salón estaban recubiertas de un papel horroroso de color rosa con flores, pero el piso era acogedor y el propietario les había dejado una bandeja de galletas rellenas de mermelada. A Maureen le embargó un sentimiento de culpa.

Se aseguró de que la televisión funcionara, encendió la calefacción al máximo para que el piso pareciera habitado, corrió las cortinas y cerró la puerta con dos vueltas cuando salió. Se quitó los guantes mientras bajaba corriendo dos tramos de escaleras. A Siobhain y a Leslie les faltaba otro tramo para llegar al rellano de su piso.

– Éste es el nuestro -dijo Maureen, y metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.

– Es el piso en el que nos quedamos cuando saliste del Northern -dijo Leslie, y subió las escaleras deprisa, dejando que Siobhain salvara los últimos peldaños ella sola.

– El mismo -dijo Maureen.

Lo habían redecorado desde la última vez que estuvieron allí: Maureen recordaba que el papel de las paredes del recibidor era de mala calidad y que tuvo que resistir una y otra vez el deseo de arrancarlo. Ahora las paredes estaban pintadas de un azul pálido. El salón tenía una moqueta azul nueva y las paredes estaban recubiertas de un papel con remolinos rosas y grises. Habían hecho una chapuza: las esquinas se estaban levantando y los bordes superpuestos amenazaban un deterioro inminente.

– Me acuerdo de este sofá -dijo Leslie, y se dejó caer en él-. Nos peleábamos para ver quién tenía que dormir aquí, ¿te acuerdas?

– Sí.

Era de terciopelo gris con bandas en relieve en diagonal. Debajo de la ventana había una mesa de madera de pino con sillas a juego. En el dormitorio había dos camas individuales, separadas por una mesita de madera oscura que tenía una lámpara de pantalla roja y un cenicero encima. Siobhain entró por la puerta.

– Vale -dijo Leslie-. Me importa una mierda a quién le toca. Esta noche yo duermo en una cama.

– Siobhain -dijo Maureen-. Tú dormirás en la otra. Yo tengo que levantarme pronto mañana.

Tendría que estar lista a las seis para coger el primer ferry que llegaba a la isla.

Parecía que Siobhain había recobrado un poco el ánimo. Miró por la ventana las bombillas de colores y asintió cuando Maureen le preguntó si quería pescado para cenar.

Cuando Leslie bajó a la cafetería, Maureen sacó algunos platos del armario de la cocina y le encendió la televisión a Siobhain. Leslie volvió con distintos platos de comida para compartir entre las tres. Siobhain se comió toda la tripa de cordero rellena sin ofrecerles nada a ellas y luego engulló todo lo demás que le pusieron delante, acompañando la comida con una taza gigante de té dulce.

– Debías de tener hambre -le dijo Leslie a Siobhain mirándole la parte de delante del jersey, que estaba cubierta de manchas de comida y de rebozado.

Siobhain se sonrojó.

– Sí -susurró, y Maureen podría haberse echado a llorar al oír su voz.

En la tele ponían la versión original de El planeta de los simios, con Charlton Heston. Leslie y Siobhain querían verla, así que, encorvadas por el peso, llevaron el televisor al dormitorio y lo colocaron encima de la cajonera que había al pie de las camas. Se turnaron para ir al baño, se lavaron los dientes y se pusieron el pijama.

Maureen se aseguró de que estuvieran instaladas en el dormitorio antes de poner el agua a calentar. Sacó el termo y la caja de cartón de la bolsa de plástico y abrió la caja con reverencia. Puso el filtro en el cono y dio unos golpecitos en la bolsa de papel del café para que éste fuera cayendo dentro. Colocó el cono en el termo y echó el agua hirviendo dentro, mientras escuchaba cómo las burbujas espumosas se secaban y estallaban a un lado del filtro. Era fundamental que sólo hubiera café para uno, así que midió la cantidad llenando la taza de rosca del termo hasta el borde con café humeante y tiró el resto por el fregadero.

Con muchísimo cuidado pintó con el Tipp-Ex dos diminutas líneas paralelas en el borde interior plateado. Cuando se secó, rascó los extremos para que quedaran lo más delgados e invisibles posible. Sería su señal, la parte que podía tocar con los labios sin correr ningún peligro.

Sujetando los guantes de goma por la apertura, los puso a contraluz para comprobar que no tuvieran ningún agujero. Se los puso y sacó la bolsa de Paulsa del bolsillo, la abrió rompiéndola imprudentemente. Dobló la hoja perforada bastante holgadamente, echó su contenido en el termo y contempló cómo el cartón poroso flotaba en el café, cómo se empapaba en el líquido y se volvía marrón hasta que se hundió por el peso y desapareció bajo la superficie negra. Enroscó la tapa bien fuerte y guardó la envoltura rasgada y los guantes de goma en una bolsa de plástico.

El armario de debajo del fregadero estaba lleno de productos de limpieza. El optimista propietario los había puesto ahí para recordar a los inquilinos que limpiaran. Maureen apartó los botes, colocó el termo al fondo y se lavó las manos obsesivamente antes de acostarse.

Se tumbó en el incómodo sofá y miró hacia la bahía bañada por la luz de la luna. Estaba sudando y oía los comentarios de Leslie sobre la película en la otra habitación. Sustituía las frases de los personajes poniendo voces estúpidas. Maureen recordó que Leslie había hecho lo mismo cuando ella había estado enferma.

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