Leslie vivía en el tercer piso de un edificio antiguo de seis plantas. Tenía suerte: sus vecinos eran gente mayor y afable; se pasaban casi todo el día en casa y casi toda la noche la pasaban durmiendo. Habían enmoquetado el suelo de la entrada y habían puesto plantas y visillos en las ventanas para que el vestíbulo tuviera un aspecto acogedor.
Leslie se detuvo frente al portal, llevó la moto a la parte trasera y la ató a una argolla de metal enganchada a un bloque de hormigón. Tres niñas pequeñas saltaban a la comba. Dejaron de jugar y se quedaron mirando a Maureen. La más pequeña tenía la cabeza cuadrada y demasiado grande en relación a su cuerpo, y el pelo fino y escaso, como el de un bebé, recogido en una cola de caballo. Llevaba una falda rosa pálido y un jersey de lana rojo con manchas de lejía en las mangas. Tenía restos de zumo de naranja en los labios. Maureen le hizo una mueca y la niña se sonrojó, soltó una risita y se subió la falda para taparse la cara manchada de zumo.
– Esta es la pequeña Magsie -dijo Leslie-. Tiene tres años y medio, ¿verdad, pequeñaja?
La pequeña Magsie siguió tapándose la cara con la falda y se rió tímidamente, balanceando el cuerpo de un lado para otro.
– Sí -dijo la mayor de las niñas, que no tendría más de siete años-. Yo soy su hermana mayor y hoy tengo que cuidarla.
La pequeña Magsie salió corriendo.
– Joder, no seas estúpida, Magsie -le gritó su hermana mayor, que corrió tras ella y la agarró por el jersey. Escupió en un pañuelo de papel y lo restregó por la cara de la pequeña Magsie para quitarle los restos de zumo de naranja. Magsie se sujetaba al jersey de su hermana con las dos manos y se reía mientras ésta le limpiaba la cara.
– ¿Has visto? -dijo Leslie-. Se comportan como pequeñas mamas antes de dejar de ser niñas.
Leslie hizo café y escuchó a Maureen mientras le contaba lo que había ocurrido.
Habían pasado dos horas y estaban cansadas. Leslie sirvió una jarra de cerveza para cada una y calentó una olla de cocido con carne, cebolla y zanahorias cortadas a rodajas pequeñas.
– No es propio de ti cocinar, Leslie -dijo Maureen, que había untado de mantequilla cuatro rebanadas de pan y las estaba colocando en un plato.
– Lo ha preparado la señora Gallagher, la vecina de enfrente.
– ¿Y cómo lo has conseguido? ¿Se lo has robado?
– No -dijo Leslie-, me lo trajo. Siempre lo hace. Le sobra y me lo da.
– A veces, Una también lo hace, cuando prepara algún pastel.
– ¿Cómo está? ¿Ya se ha quedado preñada?
– Sí, es una pesadilla. Pasó a verme el otro día. Mi madre le está diciendo a todo el mundo que estoy loca. Dijo que podía ser que hubiera matado a Douglas y que quizá no lo recordase.
Leslie puso el cocido en dos tazones.
– Creo que tendrías que alejarte de ella. No te enfades, ya sé que es tu madre y todo eso pero es…
– Ya lo sé, Leslie, no tienes que decirlo en voz alta.
– Pues deberías decirlo tú.
– Lo sé, pero es la única madre que tengo y mi padre es como si no existiera y ya sabes que al menos hace falta uno de los dos.
Hacía una noche agradable y a Leslie le gustaba comer en la terraza cuando había comida caliente, así que se pusieron las chaquetas, sacaron los platos fuera y se sentaron a oscuras en unas tumbonas viejas y manchadas, rodeadas por un bosque de plantas muertas. El cocido estaba espeso y salado. La terraza tenía vistas a una explanada con montículos ondulados e irregulares de basura y todo tipo de desperdicios. Los niños gritaban y se perseguían los unos a los otros, aparentemente sin ningún propósito, mientras el atardecer rojizo se mezclaba con el azul oscuro de la noche.
Maureen se acabó su plato de cocido. La explanada iba quedándose vacía, casi todos los niños se habían ido a casa a cenar. Tres o cuatro seguían aún por ahí. La luz mortecina destacaba sus siluetas mientras daban patadas contra el suelo y hablaban unos con otros. Maureen se acurrucó dentro del enorme abrigo, sujetando la jarra de cerveza entre sus manos como si se las estuviera calentando y encendió un cigarrillo.
– Entonces, ¿qué va a pasar con la casa de acogida si no prospera la apelación?
Leslie mojó una rebanada de pan untado con mantequilla en la salsa caliente de su plato.
– No tengo ni puta idea -contestó-. La semana que viene tenemos una reunión con el subcomité. En primer lugar, tendríamos que haber contratado a un abogado, pero el comité de acción no quiso, dijo que nos ahorraríamos el dinero de los gastos de toda una semana si lo hacíamos nosotros mismos. ¿Qué vas a hacer con lo de Douglas?
– Tampoco lo sé -dijo Maureen-. La policía no parece muy astuta. Pasaron por alto a Tanya la Suicida y lo de la fotografía del periódico. También pueden habérseles escapado otras cosas, cosas que yo no he descubierto por casualidad.
– Sí -dijo Leslie, examinando la salsa espesa con el tenedor en busca de algún trozo de carne-. Apuesto a que sí.
Maureen bebió un sorbo de cerveza y miró cómo Leslie arrancaba con los dientes un pedazo de carne de su tenedor.
– ¿Crees que tendría que dejarlo en manos de la policía?
Leslie habló sin dejar de masticar.
– No. Te acusarán a ti y si no pueden, irán a por Liam.
– Yo también lo creo.
Leslie se tragó el trozo de carne.
– La policía no dispone de un tiempo ilimitado para resolver casos como éste. Recurrirán a la hipótesis más obvia. Los dos parecéis sospechosos. Piénsalo. Los dos podíais entrar en la casa. Tú tienes antecedentes psiquiátricos sobre los cuales ya has mentido; eras su putita…
– Yo no era su putita.
– Así es como te llamarán ellos. Probablemente no puedan concebir que una mujer no quiera conseguir a su hombre y retenerlo. Y Liam, un tipo duro, un camello, el enemigo público número uno, su hermanita se entiende con un hombre mayor y casado. Se pone protector y lo mata.
Maureen se hundió en la tumbona.
– Prepararon las pisadas con mis zapatillas e hicieron algo en el armario. Allí es donde me encontró Liam antes de llevarme al hospital.
– ¿En ese armario?
– Sí, en ese mismo armario.
– ¿Quién coño sabía eso? Ni yo lo sabía.
– Nadie. Sólo Liam y yo.
– Lo que significa que uno de los dos se lo contó a otra persona. ¿Lo sabía Douglas? ¿Pudo habérselo dicho a alguien?
– No que yo recuerde. Dios mío, estoy jodida. Quienquiera que lo hiciera, sabía a quién escoger.
Leslie rebañó el plato con un trozo de pan.
– Ese tipo no es estúpido, ¿no crees? Tienes que encontrarle antes de que él te encuentre a ti. Tendrías que llevar algo en el bolso para protegerte.
– ¿El qué? ¿Un cuchillo?
– No, por el amor de Dios. La policía podría detenerte si te lo encontraran -dijo Leslie y encendió un cigarrillo-. Un bote de laca. Puedes vaciárselo en los ojos. O uno de esos peines de metal. Ya sabes, esos que acaban en punta. Yo tengo uno.
Leslie recogió los platos sucios y pasó por encima de las piernas de Maureen para entrar en el piso. Cuando volvió, traía el peine consigo. Se lo mostró a Maureen. Era de acero inoxidable y tenía un mango largo acabado en una punta redondeada.
– Una vez que hayas afilado la punta, pásale aceite para que el metal tenga el mismo color en todas partes.
Maureen lo cogió.
– Creo que sería incapaz de reaccionar.
– Claro que sí -dijo Leslie-. Sólo recuerda lo que él le hizo a Douglas. Es un cabrón depravado, así que no te acobardes y no esperes a que él te haga daño antes.
Volvió a pasar por encima de las piernas de Maureen. La punta de su cigarrillo dejó una marca roja brillante en el cielo oscuro. Leslie se sentó en la tumbona.
– Pero si lo hicieron mientras yo estaba trabajando, no entiendo por qué prepararon las pisadas con mis zapatillas ni por qué programaron el temporizador de la calefacción.
– Ya. Quizá fue un error.
– Pues es un error grave.
– Sí, pero eso no quiere decir que no lo sea. ¿Te acuerdas de la historia que nos contó Benny sobre esos mafiosos que mataron a un tío en el bosque? Le quemaron la cara para que nadie pudiera identificarle, le cortaron las manos y le destrozaron los dientes con un martillo. Cuando la policía encontró el cuerpo, el tío llevaba el recibo del alquiler en el bolsillo del pantalón. ¿Te acuerdas?
La imagen de la noche en que Benny les contó aquella historia se abrió paso entre sus recuerdos como una brisa cálida. Era el cumpleaños de Benny, el primero desde que estaba en Alcohólicos Anónimos y no sabían cómo ayudarle a celebrarlo. No podían ir de copas. Estaban en los días más calurosos del verano. Descapotaron el Herald de Liam y se fueron al lago Lomond. El sol se estaba poniendo y Leslie encendió una hoguera junto a la orilla mientras la oscuridad de la noche caía sobre ellos. Comieron bocadillos del Marks and Spencer's, bebieron ginger ale y se contaron sus mejores anécdotas mientras enormes y brillantes libélulas zumbaban y volaban a su alrededor.
– Estaba pensando en las tres veces que me llamaron al trabajo. Liz no conoce la voz de Douglas demasiado bien. Puede que fueran ellos que intentaban comprobar si estaba allí.
– ¿Y Liz dijo que no estabas?
– Sí. Pero, que ellos pensaran que yo no estaba allí, no quiere decir que no pudiera estar en cualquier otro sitio que me proporcionara una coartada.
– Sí -dijo Leslie, le dio una calada a su cigarrillo y miró hacia la explanada, examinando su paisaje.
– Como he dicho, el tipo ese pudo haber cometido varios errores tontos. ¿Por qué creen todos que Douglas te daba pasta?
– Ha desaparecido dinero, creo, y dan por hecho que me lo dio a mí.
Sentada en la tumbona, Maureen se echó hacia adelante, le dio una calada larga a su cigarrillo y tiró la ceniza por encima de la barandilla de la terraza. Leslie se inclinó y recostó la espalda en la tumbona.
– No hagas eso -dijo Leslie-. A veces los niños se esconden ahí abajo.
– ¿Porqué?
– Porque no pueden ir a casa.
– Lo siento.
– No pasa nada. Veamos, ¿por qué ha mencionado tu madre a Michael?
– Joder -dijo Maureen despacio y se rascó la cabeza con fuerza suficiente como para hacerse daño-. No lo sé. No quiero pensar en lo que hace Winnie. Me pone más nerviosa que pensar en el puto asesinato.
– Está bien, cariño -dijo Leslie, dándole unas palmaditas en la rodilla-. No hablaremos de ello. Me estoy congelando.
Maureen se levantó, ansiosa por cambiar de conversación.
– Entonces sacaré el whisky, ¿vale?
– Sí.
Entró en la cocina y cogió la botella del armario de debajo del fregadero. Leslie no tenía dos vasos iguales. Maureen cogió una jarra de cerveza robada en algún bar y un vaso de plástico con un dibujo de Barbie que estaban en el escurridor. Se sirvió cuatro dedos de whisky en la jarra y se lo bebió de dos tragos. La cálida réplica del whisky le subió flotando por la nariz. De vuelta a la terraza, le dio a Leslie el vaso de Barbie y le sirvió una cantidad generosa de whisky.
– Aquí tienes, y en tu vaso preferido.
– Genial, Mauri. Espero que me regales otro en mi próximo cumpleaños.
– Para cuando te jubiles te prometo que tendrás toda la vajilla.
Se acomodaron en sus tumbonas, bebieron whisky y fumaron cigarrillos.
– Me paso el día bebiendo -dijo Maureen.
– No creo que abusar del alcohol sea una forma errónea de enfrentarse a los traumas a corto plazo.
Maureen se rió sorprendida.
– Es el peor consejo que me has dado.
Leslie pensó en ello.
– Bueno, a la mierda entonces.
Maureen sintió que el whisky que había tomado en la cocina le golpeaba la cabeza y que empezaba a ver las cosas más claras.
– No quiero quedarme sentada con un peine en la mano esperando a que vengan a por mí. ¿Qué harías tú para encontrar a la persona que lo hizo?
Leslie le dio la última calada al cigarrillo y pensó en ello.
– Hasta ahora lo has hecho muy bien -dijo-. Sólo es cuestión de lógica.
– Pero supón que su comportamiento no sea lógico. Si el asesino estuviera loco, no hablaríamos de una cuestión de lógica, ¿verdad?
Leslie dejó caer el cigarrillo en un hueco que había entre las plantas muertas y lo apagó aplastándolo con el pie y esparciendo chispas de un rojo intenso entre las macetas.
– No puede ser un maníaco. Lo ha planeado todo a conciencia. Trajo la cuerda y el impermeable, entró y salió del piso sin que le viera nadie y todo eso. No parece el trabajo de una mente perturbada, ¿verdad?
– Supongo que no, pero quizás eso signifique que el asesino está loco de verdad.
– Uff -resopló Leslie y se inclinó hacia adelante-. La gente habla del asesinato como si no tuviera que ver con nada de lo que ocurre en el mundo. Pero forma parte de un todo. A veces, matar a alguien es algo racional. A veces, es lo más racional que se puede hacer. ¿Qué me dices de todos los locos que has conocido? ¿Son capaces de asesinar?
Maureen pensó en sus compañeros de la sala Jorge III del Hospital Northern.
– Qué va -dijo-. La mayoría no son capaces de casi nada.
– Yo he conocido a más gente cuerda capaz de cometer un asesinato que a gente que esté chiflada y que sea capaz de hacerlo -dijo Leslie, que se bebió de un trago el whisky y se sirvió más-. Hacer algo horrible no te convierte en un demente. Sólo te convierte en alguien horrible y Douglas no habría abierto la puerta a un psicópata, ¿no crees?
– Bueno, no me imagino a Douglas abriendo la puerta de mi piso e invitando a entrar a nadie. En primer lugar, no tendría que haber estado allí. No contestaba ni a mis llamadas cuando estaba solo en casa. -Maureen se inclinó hacia adelante, contentísima de estar segura de algo-. Entraron juntos, apuesto a que eso fue lo que pasó. Tuvo que ser eso.
– Entonces, ¿a quién crees que podría haber llevado a tu casa?
Maureen pensó en ello.
– A nadie, la verdad.
– Si crees que no pudo haber llevado a nadie a tu casa -dijo Leslie-, alguien le llevó a él. Quizá le amenazaran en algún otro sitio y le obligaron a que les llevase a tu casa.
– Sí.
– ¿Lo ves? -dijo Leslie-. Es una cuestión de lógica. ¿Por qué no contestaba al teléfono?
– No lo sé. Era como… muy reservado, ¿sabes?
– Ya. ¿Porque estaba casado?
Maureen se frotó la nuca incómoda.
– En cualquier caso -dijo Leslie-, sigo pensando que fue un acto racional, obra de una persona racional. Le descubriremos.
– Pero no conozco ni la mitad de los hechos. No sé ni lo que había en el armario.
– Entonces tendremos que averiguarlo de alguna forma -dijo Leslie, con su alentadora seguridad habitual.
Maureen se pasó los dedos por el pelo.
– Tengo miedo, Leslie.
– Sólo es un hombre, Maureen.
– También podría tratarse de una mujer.
– No -dijo Leslie-. Las mujeres no hacemos eso. Son los hombres quienes hacen este tipo de cosas horribles y depravadas. A nosotras nos preocupan temas importantes como el amor o los hijos o que no nos peguen una paliza. A ellos, sólo los coches grandes, las tías más jóvenes o cosas así.
– Puede que lo hicieran por amor o por los hijos, no lo sabemos. La mujer de la Clínica Rainbow dijo que alguien se estaba tirando a una paciente en uno de los despachos.
– ¿En un despacho?
– Sí. No parecía ni que le hubiera sorprendido. Pensaba que era yo.
– ¿Es posible que tuviera una aventura con otra a la vez?
– Es lo que yo pensé -dijo Maureen-. Hacía semanas que no echábamos un polvo.
– Entonces, es eso. Dios mío, los hombres son unos cerdos.
– De todas formas -dijo Maureen-, yo no creo que los hombres y las mujeres maten por razones distintas. Si seguimos la lógica, pudo haber sido una mujer quien matara a Douglas.
Leslie se subió el cuello de la chaqueta.
– Pero me juego lo que quieras a que no -susurró.
Desafiaron el frío y se quedaron en la terraza hasta medianoche, analizando los hechos desde todos los ángulos, acurrucadas dentro de sus abrigos, observando el vaho que salía de sus bocas.