32. La familia

Shan la dejó a dos manzanas de casa de Winnie. Todavía era pronto. Enfrente de un pub secesionista de Pollokshaws Road encontró una cabina telefónica que funcionaba. La calle larga y ancha conducía al centro de Glasgow y era la ruta principal que utilizaban coches y autobuses. Por encima del tráfico ruidoso apenas oía el tono de marcado. Llamó a Leslie.

– Estamos bien -le dijo ella gritando para que Maureen la oyera-. Llevamos todo el día viendo la tele y hemos cenado en la terraza.

– ¿Ha comido? -preguntó Maureen también gritando.

– Joder si ha comido. Todo lo que le he puesto delante. ¿Cómo te ha ido por Levanglen?

– Para serte sincera, no lo sé. Lo sabré mañana. ¿Siobhain ya habla?

Saltó la señal de fin de llamada y Maureen introdujo otra moneda de diez peniques.

– No, no ha dicho nada -gritó Leslie-. Bueno, ¿dónde estás?

– En el South Side. Esta cabina se traga el dinero -dijo Maureen, y vio un Ford azul aparcado bastante lejos al otro lado de la carretera. Era el único coche que estaba aparcado en la calle de denso tráfico. Tenía las luces apagadas pero dentro había dos hombres con la mirada fija al frente. Era el coche al que se había subido la mañana anterior con Joe McEwan.

– ¿Qué haces en el South Side? -le preguntó Leslie. -Voy a ver a mi madre. ¿Estarás bien mientras tanto?

– Debería. ¿Por qué vas a ver a Winnie?

– Voy a decirle lo que pienso de ella.

– ¡Vaya, bien hecho! ¿Vas a decírselo todo?

– Sí, todo, joder.

– ¿Incluso lo del hospital?

– Sobre todo lo del hospital.

Uno de los hombres del coche aparcado miró a Maureen. Ella le vio y le devolvió la mirada. El hombre se puso nervioso, apartó la vista y le dijo algo a su compañero.

– Pero, ¿crees que deberías hacerlo hoy, Mauri?

– Quiero hacerlo hoy -dijo ella, y escribió su nombre con el dedo en el cristal sucio-. Hoy estoy muy cabreada.


El coche grande y elegante de Una estaba aparcado fuera. Desentonaba enfrente de la pequeña casa de protección oficial. Las luces del salón estaban encendidas y las cortinas, descorridas. George estaría solo ahí dentro; Winnie nunca dejaba las cortinas descorridas cuando estaba en el salón, fuera de día o de noche. Decía que los vecinos eran unos fisgones. Las ventanas del piso de arriba estaban oscuras. Debían de estar sentadas a la mesa de la cocina, en la parte trasera de la casa.

Maureen le llevaba una botella de whisky a Winnie para engatusarla. La agarró con las dos manos y cruzó con pasos decididos la pequeña porción de césped hacia la puerta. Tocó el timbre e irguió la espalda unos centímetros. Abrió George. Parecía sorprendido de verla y con la mano le señaló el pasillo que conducía directamente a la cocina. Estaba un poco pálido y Maureen se imaginó que no podía tener una mala resaca a menos que Winnie también la tuviera. Su madre estaría relativamente acobardada y Maureen se alegraba.

La puerta estaba abierta, sujetada con un calentador de cama antiguo, y Maureen veía el interior de la cocina. Marie estaba sentada a la mesa con Una y Winnie, con las manos juntas delante de ella sobre la mesa. Winnie volvió la cara hacia Una para preguntarle algo y Marie miró con nerviosismo la taza de su madre. Entonces vio a Maureen y se levantó. Sus ojos asustados hacían que su sonrisa fuera decepcionante.

– Creía que vendrías mañana -dijo Una.

– Estaba impaciente por ver a Marie -dijo Maureen.

Marie dio un paso hacia adelante y abrazó a Maureen con rigidez. La ropa cara que llevaba se estaba desgastando por el exceso de uso. Maureen no había pensado en ello antes, pero cuando Marie iba a visitar a su familia, debía de vestirse como si fuera a una entrevista de trabajo difícil. Por la fuerza de la costumbre, Maureen le preguntó cómo le había ido el vuelo. Marie se sonrojó.

– Vine en autocar -dijo, y se sentó.

Por las miradas nerviosas y culpables que se lanzaban, Maureen adivinó que habían estado hablando de ella.

– ¿Cómo estás, mamá? -preguntó Maureen.

– Tengo gripe otra vez -dijo Winnie, que tenía los ojos tristes y rojos.

Maureen se inclinó hacia adelante para darle un beso y olió el aroma a vinagre de alguna tremenda juerga de alcohol. Se sentó a la mesa con la esperanza de poder ocultar su enfado hasta que hubiera dicho lo que necesitaba decir.

– Te he traído un regalo -dijo, y le alargó la botella de whisky a Winnie.

Una se quedó de piedra cuando la vio. De niños siempre habían intentado restringir con cuidado el acceso de Winnie a la bebida con pequeños trucos y engaños. Y ahora Maureen le suministraba botellas de whisky. Winnie estaba encantada. Sacó cuatro vasos de vino del armario y echó una buena cantidad de whisky en cada uno.

– Mamá -dijo Una con tristeza-. No puedo beberme eso.

– ¿Por qué? -le preguntó Winnie que parecía sorprendida, pero las chicas hacía años que la conocían.

– Tengo que conducir -contestó Una.

– Oh, vaya -dijo Winnie-. Ahora ya lo he servido.

Puso los vasos sobre la mesa, colocó el que sobraba cerca de ella y se sentó mientras sonreía a Maureen, a quien, erróneamente, ya tenía por su nueva amiga. Se bebió de un trago el whisky sujetando con habilidad el vaso y sonrió a Marie aguantando la mirada para que su hija no bajara la vista.

– Este whisky está muy bueno -dijo, y dejó caer la mano junto al vaso huérfano-. Pruébalo, Marie.

– ¿No te parece que Marie está estupenda, Maureen? -dijo Una, ansiosa porque la conversación empezara de una forma amistosa.

– Escuchad -dijo Maureen-, he venido porque quería hablar con todas vosotras a la vez.

Maureen encendió un cigarrillo y bebió un poco de whisky.

– ¿Es acerca de Douglas? -preguntó Winnie con dulzura.

– La verdad es que no, mamá, no -dijo con voz firme, y sintió que nada podía frenar su decisión. Por primera vez desde hacía mucho tiempo sabía que tenía razón-. Quiero deciros que sé lo que pensáis todas de mí. Creéis que estoy loca y que no recuerdo bien las cosas y que me inventé toda esa historia sobre papá. -Echó la ceniza del cigarrillo en el cenicero de cristal azul y se acabó el whisky. Nadie dijo nada-. Quiero deciros que mi memoria es tan buena como la vuestra. Podéis seguir con esa mierda revisionista tanto como queráis, pero aun así, sucedió. Aun así, él me lo hizo y nada podrá cambiar eso. Ojalá lo cambiara pero no puede. No toqué a Douglas. No fui yo. Y no podéis utilizar el hecho de que hayáis cambiado vuestra versión sobre lo ocurrido con papá para acusarme de algo así.

Una, que tenía terror a las confrontaciones, temblaba y su rostro estaba cambiando de color rápidamente.

Winnie aprovechó la distracción general para levantar el vaso de whisky sobrante y bebérselo.

– ¿De qué estás hablando? -susurró Marie-. No hemos dicho que mataras a Douglas.

Maureen sintió cómo su enfado iba a más.

– Sí que lo has dicho, zorra de mierda -susurró Maureen.

Marie negó con la cabeza estúpidamente.

– No, no lo he dicho.

– Sé que lo has dicho, así que deja de mentir.

– Pero no lo he dicho… -su voz fue apagándose y se reclinó en la silla para esconderse detrás de Una

– Sí ya -dijo Maureen-. Quizá no haya matado a Douglas pero me inventé todo el rollo de papá para divertirme, así que quién sabe lo que puedo hacer, ¿no? ¿Quién coño sabe de qué soy capaz? ¿Sabéis? La única razón por la qué no estoy en la puta cárcel ahora mismo es porque mamá tenía una borrachera histérica cuando la llevaron a la comisaría para interrogarla.

Una le cogió la mano entre las suyas y se la apretó.

– No pensamos que estés loca, Maureen. Sabemos que no estás loca -dijo. Sus ojos asustados recorrían la cara de Maureen en busca de una señal reveladora que indicara que sí lo estaba-. Te queremos. Ya lo sabes.

Maureen se desprendió de la mano de Una con una sacudida.

– Mirad -dijo, y.cogió la botella y se sirvió otra cantidad generosa de whisky, dejando que el líquido resonara en el vaso-. Recuerdo lo que sucedió desde antes de que Alistair fuera al hospital, recuerdo la casa y el armario y todo. Simplemente no sabía lo que significaba. No tiene nada que ver con mi memoria, joder. Recuerdo aquella noche y no maté a Douglas, así que si me habíais invitado a comer mañana para decirme que sí que lo hice, será mejor que os lo volváis a pensar.

– ¿De qué coño estás hablando? -dijo Winnie, y su humor cambió rápidamente por efecto del whisky-. Lo de mañana sólo era un almuerzo. Ya lo he comprado todo. Puedes mirar la nevera si no me crees.

– Sí -dijo Una-. Ha comprado un montón de comida.

– No me interesa la comida -dijo Maureen demasiado alto-. Lo que quiero deciros es que sé que no me creéis, ¿vale? Sé que os decís las unas a las otras que tengo la memoria jodida y que siempre estoy inventándome cosas y que vivo en una realidad paralela.

Winnie se inclinó hacia adelante, agarró la botella de whisky para apartarla de Maureen y se llenó el vaso hasta arriba sin ningún tipo de remordimiento.

– La maldita nevera está llena -dijo Winnie.

Maureen le arrebató la botella.

– ¿Es que no me oyes? Que se joda la comida.

– ¿De dónde ha sacado esa mierda sobre Douglas? -preguntó Winnie, que se dirigía a todas ellas menos a Maureen.

– Sí -dijo Una, quien superó su miedo al oír que surgía la posibilidad de encontrar un cabeza de turco-. ¿Quién te lo ha dicho?

– Da igual por quién me haya enterado, ¿vale? No importa…

– Liam -dijo Winnie mirando a Marie-. Liam le ha contado un montón de mierda y ella se lo ha creído, como siempre. Zorra estúpida.

– No ha sido Liam, mamá, sino tú.

Winnie se quedó pasmada.

– Yo no he dicho nada de eso.

– ¿No te acuerdas? Cuando vine a verte dos días después de que sucediera, me preguntaste si lo había hecho yo. Me acusaste.

Winnie no sabía lo que había dicho, probablemente no recordaba la visita, probablemente no recordaba nada de aquel viernes. Bebió de su vaso rebosante de whisky y levantó las cejas.

– De todas formas, Maureen -dijo con emoción o whisky o ambos en su voz-, ¿por qué has sacado el tema de tu padre?

Una se encogió y le dio una patada a Winnie por debajo de la mesa.

– Joder -susurró Winnie.

– Maureen -dijo Una rápidamente ignorando la palabrota de Winnie-, ni por un momento he pensado que tuvieras algo que ver con la muerte de Douglas.

– Ni yo -dijo Marie, y se sentó hacia adelante con impaciencia.

Maureen se inclinó hacia adelante y miró a Marie a los ojos. Marie mentía muy mal.

– Sois todas unas zorras -dijo Maureen.

Había pocas palabras que hacían que Winnie se encogiera cuando estaba muy borracha, pero todavía no lo estaba. Se quedó boquiabierta.

– Sí, mamá, incluso tú, sobre todo tú. Me habéis intimidado, acosado y hablado como si fuera una estúpida de mierda cuando soy mejor que cualquiera de vosotras. No quiero ni imaginarme qué tendríais en mente cuando decíais esas cosas de mí. Sucedió. No puedo demostrároslo pero me acuerdo. Y tú, Una, también te acuerdas. Se lo contaste a Alistair antes de que pensaras que tendrías que enfrentarte a mamá por ello, ¿verdad? Y luego te desdijiste. Marie, recuerdo que tú estabas detrás de mamá, observando cómo me sacaba del armario. Estabas detrás de ella, junto a la mesita vieja del teléfono y llorabas y llevabas aquel vestido que tenía una jirafa en el bolsillo.

Marie estaba sentada con las manos caídas sobre el regazo y la cabeza y los hombros le temblaban nerviosamente. Estaba a punto de echarse a llorar. Maureen se inclinó sobre la mesa y se encorvó para mirarla a los ojos. Clavó el dedo índice en la mesa, delante de ella.

– Sé que te acuerdas, Marie. Cuando te miro a los ojos, puedo ver que te acuerdas. Me has abandonado para no tener problemas con una madre con la que no quieres ni vivir en el mismo país.

Marie se tapó la cara y empezó a sollozar.

– Mira lo que has conseguido -dijo Una, se levantó y rodeó con sus brazos la espalda agitada de Marie. Dirigió a Maureen una mirada cargada de reproche-. Sólo ha venido a visitarnos.

Maureen se levantó y se abrochó el abrigo.

– Si yo soy la chiflada, eso os deja a salvo a todas vosotras, ¿verdad? A esta familia no le pasa nada de nada, soy yo la que tiene problemas. Bueno -dijo Maureen, y se inclinó hacia adelante para coger la botella de whisky de encima de la mesa y enroscó bien el tapón-, me voy y no volveré.

Maureen se fue de la cocina con la botella. Winnie la siguió hasta el recibidor.

– ¿Adonde vas? -le preguntó sin darse cuenta de que estaba mirando la botella.

– De eso se trata, ¿verdad, mamá? La historia de nuestra familia. Tienes una hija que va a desaparecer de tu vida y otra llorando a moco tendido en la cocina y lo único que te interesa es saber adonde va la botella de whisky.

Winnie cruzó los brazos. Parecía estar muy dolida.

– Siempre he hecho todo lo que he podido por ti, Maureen. Lo siento si no ha sido suficiente.

– Mamá -dijo Maureen-, lo único que hemos hecho ha sido mentirnos.

– ¿Cuándo nos hemos mentido, Maureen? -dijo Winnie, y esbozó una sonrisa amarga-. Te lo pregunto porque yo no te he mentido y quisiera saber cuándo lo has hecho tú.

– No tienes gripe, Winnie, tienes una resaca de la hostia. Le diste la foto a los periodistas, ¿verdad? ¿Te pagaron?

– Obviamente no tiene sentido discutir sobre esto -dijo Winnie, y cerró los ojos para desconectar-. Veo que nadie te hará cambiar de opinión al respecto.

– No -gritó Maureen-. No tiene sentido discutir sobre nada de lo que hayas hecho, ¿verdad?

– Nunca he intentado hacerte daño a propósito, Maureen -dijo Winnie en voz baja-. No sé por qué crees que…

– Joder -dijo Maureen, que abrió la puerta y salió de la casa temblando de lo enfadada que estaba-. Eres una zorra egoísta y vengativa.

Winnie echó un último vistazo lleno de dolor a la botella de whisky y le cerró la puerta en las narices a su hija.


Faltaba una hora para que cerraran los pubs y Maureen era la única persona de la parada del autobús que podía votar.

Había una multitud de adolescentes exaltados merodeando por allí. Se preguntaban cómo debían comportarse y tenían muchos, miedos secretos y paranoias. Hablaban demasiado alto y sus gestos eran muy exagerados, como si fueran actores malos en un teatro con una acústica pésima. El Ford azul estaba aparcado unos cien metros más abajo. Maureen lo miró, fingía que miraba a ver si venía el autobús. Uno de los policías tenía clavada la mirada en ella. Parecía que intentaba atraer su atención.

Al cabo de un par de minutos, llegó el autobús, Maureen subió y dejó atrás a los jóvenes. Fue al piso de arriba y se sentó a dos asientos del final. Reinaba el silencio. Había dos personas sentadas por separado en la parte delantera: una mujer que miraba por la ventana y un hombre que leía el periódico. Maureen cerró los ojos y pensó en los preciosos huevos de Douglas en medio del charco de sangre en el armario oscuro del recibidor. Y se vio a sí misma sentada ahí dentro, en la negra oscuridad, escondiéndose de nadie, sin saber si tenía diez años o veinte. Los dos espacios de tiempo parecían confundirse, de forma que ella estaba en una esquina y los huevos de Douglas estaban en la otra.

Después de todo, no era tan cabrón. Sólo era un pobre capullo que estaba aturdido y desorientado, y saber eso hizo que se sintiera más cerca de él. Pensó en las últimas semanas de su vida, cuando le contaron lo de Iona y empezó a investigar las violaciones del Northern. Maureen intentaba encontrar alguna pequeña pista que le hubiera podido hacer ver lo que sucedía en aquellos momentos. Le podría haber ayudado. Pero ella formaba parte del problema que Douglas intentaba solucionar. Él había llegado mucho más lejos de lo que ella habría imaginado.

Tenía la profunda sensación de que estaba llegando al final de una etapa dolorosa de su vida, una etapa llena de traiciones y disculpas estúpidas. Ya no se acordaba de cómo era ella cuando no estaba en ese estado de ansiedad.


Oyó a Leslie moviéndose con cuidado detrás de la puerta.

– ¿Sí?

– Soy yo.

Leslie abrió un poquito la puerta y asomó un ojo muy asustado. Sonrió insegura y dejó que la puerta se abriera. Sujetaba un viejo bastón de madera por la parte de abajo. La empuñadura de latón era la cabeza de un pato con el pico afilado y apuntando hacia fuera.

– ¿Qué pasa? -preguntó Maureen-. Das miedo.

– Sí -dijo Leslie, y cerró la puerta con dos vueltas cuando Maureen hubo entrado y volvió al salón. Todavía sujetaba el bastón.

– ¿Dónde está Siobhain?

– En la cama -susurró Leslie con urgencia y acercándose a Maureen-. Está durmiendo. Había alguien en la puerta. Hace media hora intentaron forzar la cerradura.

– ¿Y qué has hecho?

– Me quedé mirando. Tosí y se fueron. Les oí bajar las escaleras corriendo.

– ¿Benny sabe dónde vives?

– No.

– Bueno, si ha sido él, no ha podido seguirme. Acabo de llegar. Puede que fueran los niños.

Leslie parecía aliviada.

– Sí -dijo, y le pasó el bastón a Maureen-. Normalmente se ponen a jugar por los rellanos. Voy a preguntarle a la vecina de enfrente, la señora Gallagher, si han oído algo en su puerta. Quédate aquí.

Maureen se quedó tras la puerta, escuchando a Leslie llamar al piso de la señora Gallagher, al otro lado del rellano. Después de un silencio, oyó voces. Leslie seguía hablando cuando arañó la puerta para que la dejara entrar. Maureen abrió. La señora Gallagher estaba en el umbral de su puerta y llevaba una bata rosa de nailon y unas zapatillas felposas de andar por casa a juego.

– No pasa nada -dijo Leslie, con una sonrisa de oreja a oreja-. También han estado hurgando en su puerta. Serían unos ladronzuelos.

Leslie volvió a entrar en la casa, le dijo buenas noches a la señora Gallagher y cerró la puerta con llave.

– Menos mal, joder.

Leslie le cogió el bastón a Maureen y lo dejó junto a la puerta. Fueron al salón y Maureen se quitó el abrigo y lo echó encima del respaldo de una silla.

– ¿Cómo te ha ido con tu familia?

– Bueno, les dije todo lo que quería decirles pero ya está. No es que hayan comprendido exactamente mi punto de vista. Parecían confusas cuando les dije que me habían acusado de haber matado a Douglas. No sé por qué lo niegan. Seguro que algo tramaban.

– Bien -dijo Leslie, que estaba enfrente de ella con las manos juntas detrás de la espalda y se balanceaba sobre los dedos de los pies.

– Entonces, ¿nos vamos mañana?

– Sí.

– Bien.

– Bueno, he vuelto a comprar alcohol -dijo Maureen, y sacó de la mochila la botella abierta de whisky.

– Joder -dijo Leslie, y fue a la cocina y sacó dos vasos-. Bebemos demasiado -dijo mientras le pasaba el vaso a Maureen para que se lo llenara.

– Creía que abusar del alcohol era una buena forma de enfrentarse a esta situación -dijo Maureen.

– Me estoy haciendo mayor para esto -dijo Leslie-. Empiezo a resentirme durante el día.

– Son tiempos difíciles. No va a ser siempre así.

Maureen se sirvió el whisky y se lo bebió como si fuera soda. No tendría que ser capaz de bebérselo así. Estaba bebiendo demasiado. Ya ni siquiera sentía ese bienestar permanente. Se sentaron la una junto a la otra en el sofá pero Maureen vio que Leslie se ponía en el extremo más lejano, tan lejos como le era posible. Estaba pálida y miraba la pared de enfrente.

– ¿Sabes lo de mañana? -dijo con timidez-. Yo… mm… Lo he estado pensando y… mm… no sé si es una buena idea.

– ¿Qué coño estás diciendo?

– Escúchame. La policía sabe lo del hospital y lo de la lista. Puede que le atrapen en cualquier momento.

– Vendrá a por nosotras.

– Pero parece que ahora las cosas están más calmadas -dijo insegura.

– Si la policía no le coge, vendrá -dijo Maureen, y dejó el whisky sobre la mesa-. Y no creo que tengan suficientes pruebas para acusarle. No tiene prisa, puede venir a por cualquiera de nosotras cuando quiera. Ya ha matado a dos personas para encubrir las violaciones del Northern. Suponemos una amenaza mayor que Douglas si cabe, porque nosotras tenemos a Siobhain. Tiene que matarnos.

– Tengo un poco de miedo, Mauri, eso es todo -dijo Leslie-. Lo siento.

– Lo haré yo -dijo Maureen, y volvió a coger el whisky.

Bebieron en silencio hasta que Leslie habló de repente.

– Me pregunto por qué todavía no habrá venido a por nosotras.

– A mí es más difícil atacarme -dijo Maureen con tranquilidad-. He estado siempre de un lado para otro. Y, además, me vigila un coche de policía.

– ¿Te están siguiendo?

– Sí. McEwan conoce cada uno de mis movimientos durante estas últimas semanas y acabo de verles. Seguro que ahora están fuera en ese Ford azul en el que iba McEwan ayer.

Una parodia de sonrisa deformó la expresión de Leslie.

– Entonces, no podemos hacerlo, ¿no? La policía nos verá y nos detendrá.

– No, Leslie, no nos verán. Si todavía nos siguen cuando lleguemos a Largs, entonces nos iremos de allí y volveremos directo a casa. Estás muy asustada, ¿verdad?

Leslie levantó la vista, miró a Maureen y su expresión furtiva se vino abajo.

– Sí, estoy acojonada -dijo, y dejó ruidosamente el whisky en la mesita, se volvió hacia Maureen y habló entre susurros por si despertaba a Siobhain-. Me he pasado todo el día con Siobhain y no sé lo que le hizo pero no quiero que me lo haga a mí. Nunca he tenido tanto miedo. Ni Charlotte estuvo nunca tan asustada como Siobhain. Al menos a ella le quedaba un poco de personalidad, joder, y su marido la había sometido a todo tipo de prácticas quirúrgicas.

– Pero Siobhain ya estaba enferma antes de que sucediera todo. Probablemente lo ocurrido agravó su estado. No sabemos cómo es cuando está bien.

– Me apetece hacer las maletas, pillar la moto y largarme de aquí.

Maureen soltó un suspiro.

– Puedes hacerlo si quieres. Lo entenderé.

Leslie cogió su vaso y miró dentro en busca de una respuesta.

– Pero si él no ve a Siobhain subiendo al ferry de Millport, no irá, ¿verdad? Y no puedes hacer que ella le vea, ¿no? Si tú vas, yo tengo que ir.

Leslie miró a Maureen y dejó la cuestión en el aire para que Maureen le dijera que ella tampoco iría.

– Estas mujeres no pueden aportar pruebas, Leslie, no tienen nadie que las defienda aparte de nosotras. No puedo detenerme ahora.

Le contó a Leslie lo que Shan le había dicho, lo de Iona, lo de las violaciones, lo de Douglas llorando en el baño.

– ¿Estás segura de todo esto, Mauri?

– No lo sé -contestó-. Me he enterado de todo por la misma persona y no sé hasta qué punto puedo confiar en sus palabras.

Leslie resolló.

– Pues a mí no me parece muy probable -dijo-. ¿Es que el bueno de Douglas no veía un deje de ironía en vuestra relación?

– Creo que él debía de ver una ironía vergonzosa en ella -susurró Maureen-. No volvió a tocarme cuando Iona se suicidó y creo que por eso ingresó el dinero en mi cuenta.

– ¿Así que te folló y te pagó?

– No he dicho que lo que hiciera estuviera ni bien ni mal.

– Es un gran cambio de sentimientos para atribuírselo a un capullo como él.

– Pero yo creo que lo estaba intentando.

– Ese tío era un gilipollas de primer orden. Que él supiera que era un gilipollas no hace que deje de serlo.

Maureen levantó la mirada y sonrió a su amiga. Así era siempre con Leslie. La mala gente hacía cosas malas y la buena gente hacía cosas buenas; no cambiaba de opinión, no tenía momentos de comprensión, no aceptaba puntos de vista intermedios, todo era o blanco o negro. Leslie era el juez más severo.

– Bueno, sea lo que sea, no voy a dejarlo -dijo Maureen-. Voy a cogerle.

– ¿Cómo sabes que cogerás al tipo correcto?

– Lo sabré. Si va tras nosotras, seguro que es él.

Leslie soltó un suspiro.

– No quiero ir a la cárcel, Maureen. Me gusta mi vida.

– No iras a la cárcel. Ni siquiera estarás allí cuando ocurra, te lo prometo.

– No sé lo que le vas a hacer.

– Lo sé, creo que es lo mejor. Si no sabes lo que va a pasar y la policía se mete por medio, no te acusarán por ser cómplice de nada, ¿verdad?

– Quizá debería saberlo.

– No -dijo Maureen-. Creo que no.

Se quedaron en silencio un minuto. Leslie levantó el vaso.

– A la mierda, entonces.

– Que se adense mi sangre -dijo Maureen, y se acabó el whisky de un golpe pero antes de tragárselo dejó que le pasara entre los dientes hasta que le quemaron las encías.

– Necesito dormir -dijo Leslie, y sacó los sacos de dormir de detrás del sofá y los desenrolló-. ¿A qué hora quieres levantarte?

– Antes de las tres de la tarde.

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