7. Periodistas

Fue a trabajar al día siguiente sin sospechar nada. Era un sábado triste y húmedo y no había mucho trabajo en las taquillas; incluso los teléfonos estaban tranquilos. Liz estaba de mejor humor. Le contó a Maureen una historia divertida sobre la alopecia nerviosa de un tío suyo muerto hacía tiempo.

El señor Scobie no estaba, así que utilizaban el teléfono por turnos e iban y venían de los servicios para matar el tiempo. Liz se fue al baño con un periódico y Maureen llamó por teléfono. Liam no estaba en casa, así que le dejó un mensaje en el contestador. Al segundo de haber colgado, Liam ya le devolvía la llamada. La policía estaba interrogando a todos sus conocidos y le preocupaba que a alguien se le escapara algo sobre él.

– ¿Han hablado con mamá?

– Sí -dijo Liam-. Llevaba un pedo de la hostia. La estaba esperando en la planta baja. No sé lo que hizo pero estaban impacientes por sacarla de allí. No dejaba de gritar «hábeas corpus». La oía desde abajo.

– «El alcoholismo: la enfermedad secreta» -dijo Maureen entre risas, citando el título de un panfleto que les habían dado en el colegio. Su bienintencionado tutor, el señor Glascock, les hizo salir de clase y les llevó a una sala de ayuda psicopedagógica. Les habló de un grupo de apoyo a familiares de alcohólicos llamado Al-Anon y les dio unos folletos. Le dieron las gracias por preocuparse por ellos y le dijeron que sí, que irían a verle si necesitaban hablar con alguien. Se partieron de risa cuando se fue.

En el colegio habían sabido que Winnie era alcohólica cuando la directora la llamó para hablarle del comportamiento subversivo de Liam en clase. Winnie fue tambaleándose a la escuela, le dijo a la secretaria que era una gilipollas y se quedó dormida en la sala de espera. No podían despertarla. George tuvo que ir a recogerla, la llevó en brazos hasta el coche y allí siguió roncando tranquilamente. Los profesores dejaron de ponerles las cosas difíciles después de ese incidente. Los miraban con cara de lástima y hacían la vista gorda cuando no traían hechos los deberes. La forma en la que les hablaban era insultante, como si sus vidas fueran patéticas y siempre lo fueran a ser, como si no pudieran hacer nada para cambiarlas. Maureen hubiera preferido que la trataran como a una niña mala que como a una desgraciada. La provocación de Liam fue más allá: se esforzó para ser un niño malo.

– La vi ayer -dijo Maureen-. De hecho, me preguntó si había sido yo.

– Creo que tendrías que alejarte de todos ellos -dijo Liam serio-. Al menos por un tiempo, hasta que acabe todo esto.

– ¿Sabe la policía algo de tu negocio…?

Liam la interrumpió.

– No. No hablemos de eso por teléfono, colega -dijo.

Maureen se disculpó.

– ¿Has pensado en lo que te comenté? ¿Aquello de la hora de la muerte?

– Sí, Mauri. Es una tontería.

– ¿Qué me dices de lo del armario?

– Yo se lo contaría. No querrás que lo descubran por otra persona. ¿Qué tal la cabeza?

– Bueno, como siempre. Me estalla.

Liz regresó del baño y le tocó a Maureen hacer el vago. Se encerró en el lavabo y se fumó un cigarrillo. Volvió a pensar en su rutina en el piso, sentada en la cama tomando café; de pie mirando por la ventana del salón a la luz de los primeros rayos de sol de la mañana. Entró en la taquilla por la puerta lateral justo cuando Liz retiraba el cartel de volvemos en cinco minutos y subía las persianas.

Había dos hombres esperando. Maureen se detuvo. Había algo raro en ellos: estaban demasiado cerca de la ventanilla, encorvados para mirar por debajo de la persiana a medida que Liz la subía. El tipo que estaba más cerca llevaba un traje de algodón verde lima y un abrigo negro encima. El segundo llevaba un anorak de varios colores y sujetaba una cámara con teleobjetivo. Se la puso despacio delante de la cara, como si estuviera al acecho de un pájaro asustadizo y enfocó a Liz. El hombre del traje verde lima metió el puño con una grabadora por debajo de la ventanilla.

– ¿Qué tiene que decir sobre el asesinato de su novio, señorita O'Donnell? -le ladró a Liz.

El fotógrafo le iba sacando instantáneas.

– ¿Le mató usted, señorita O'Donnell? -gritó otra vez el hombre de la grabadora.

Liz reaccionó. Empujó la bandeja del cambio contra la piel suave de la muñeca del periodista, que pegó un grito pero no soltó la grabadora. Liz movió la bandeja deprisa hacia adelante y hacia atrás y le hizo sangre en la mano mientras él intentaba retirarla. El segundo hombre tomó fotos de la reacción de Liz y ella le sacó la lengua y le puso cara de loca furiosa.

Haciendo un gran esfuerzo por mantener la calma, Maureen se deslizó por la pared hasta la ventanilla, se inclinó y bajó la persiana. Se quedó quieta y Liz se sentó sin decir una palabra. Con miedo a moverse, las dos escucharon los insultos de los dos hombres y sus golpes contra la ventanilla y la puerta lateral. Al cabo de un rato, los periodistas desistieron.

– Seguro que no se han ido -susurró Liz-. Estarán al otro lado de la calle.

A sugerencia de Maureen, cerraron la taquilla, salieron por la puerta de servicio y se fueron al cine toda la tarde. Vieron una película horrorosa sobre un hombre que se dedicaba a matar gente.

– Vaya mierda de peli -dijo Maureen al salir.

– Pues a mí me ha gustado -dijo Liz-. El tío era mono.

Liz se ofreció a hacerle el turno del lunes. De todas formas le debía uno.

– Me vendría genial, Liz. Necesito tomarme un par de días libres.


Ya se estaba haciendo de noche y las calles estaban tranquilas como correspondía a un sábado a la hora de la cena, cuando las familias se reúnen para ver programas basura en la tele y colocar la compra en su sitio. Incluso el rellano de Benny estaba en silencio. No se oían los ruidos habituales que salen de la tele ni niños gritando. Parecía un cementerio.

Benny había dejado una nota en la mesita del café que decía que había ido a una reunión de Alcohólicos Anónimos y que volvería más tarde. Maureen encendió todas las luces del piso y el televisor del salón e intentó pensar en cualquier cosa que no tuviera que ver con Douglas. La casa empezó a caérsele encima.

Se preparó algo para comer, no porque tuviera hambre sino simplemente por hacer algo. Encontró algo de pan, pero no había mantequilla en la nevera.

Sonó el teléfono. Se le cayeron las rebanadas de pan y salió corriendo a cogerlo. Era Winnie. Intentaba disimular que estaba borracha poniendo voz de pija. La habían llamado algunos periodistas.

– No les digas nada, mamá, por favor. Y por Dios, no les des ninguna foto.

– No les he dicho nada -dijo Winnie-. Y tú tampoco hables con ellos.

– Difícilmente voy a hacerlo, ¿no crees?

– Bueno, a veces la gente hace cosas, cosas que normalmente no haría, cuando las cosas se ponen… un poquito…

Se le olvidó de qué estaba hablando.

– Estás borracha, ¿no?

Winnie no tenía fuerzas para pelearse con ella.

– ¿Cómo te atreves? -dijo y tiró el teléfono. Decía algo acerca de Mickey. Maureen oyó unos pasos y luego la voz de fondo de George que preguntaba algo.

Éste cogió el teléfono.

– ¿Sí?

– Hola, George. Soy yo.

– Vaya. ¿La has llamado tú?

– No. Me ha llamado ella.

– Bueno, está un poco… un poco cansada. Te ha estado llamando al trabajo esta tarde pero no contestaba nadie.

– Bueno, hay algunos problemas con la centralita. La habrán pasado con la taquilla de atrás -dijo Maureen. Era una buena mentira, inventada sobre la marcha pero había elevado demasiado el tono de voz, había hablado demasiado rápido.

– Vale. Hasta luego -dijo George con indiferencia y colgó.

Maureen mojó pan duro en un vaso de leche: era la mejor cura para la acidez. Se sentó frente al televisor e hizo zapping intentando encontrar algo que la distrajera de sus pensamientos. Los programas eran tan estúpidos que ninguno consiguió centrar su atención más de treinta segundos.

Si Benny estuviera en casa podrían ver la tele juntos. Podría llamar a Leslie pero entonces tendría que contárselo todo; y todavía no podía enfrentarse a ello.

Maureen se sobresaltó cuando llamaron a la puerta. El modo en el que tocaron era educado y no le resultaba familiar. Se dirigió con miedo hacia el recibidor deseando que no fuera la policía y se acercó a la mirilla.

Jamás le había visto. Tendría unos veinticinco años, llevaba vaqueros, una chaqueta verde de aviador y el pelo engominado hacia atrás. Estaba delante de la puerta con una pose natural, frente a Maureen, y miraba fijamente la mirilla, como si supiera que ella le observaba.

Maureen tenía la mano en el pomo y entonces la ranura para el correo se abrió lentamente.

– Maureen -susurró el hombre, que tenía una voz nasal y pedante -. Sé que estás ahí, Maureen. Te oigo moverte.

Aterrorizada de repente, se apartó hacia la pared y lentamente fue hacia el interior.

– Aún te oigo moverte -dijo-. ¿Vas a abrirme la puerta?

– ¿Quién es? -dijo Maureen en voz baja. Se le estaba formando una fina capa de sudor sobre el labio superior.

– Abre la puerta y te lo diré. -El hombre intentó abrir:

– Que te jodan.

– Vamos.

Maureen le oyó retroceder y resoplar. Debía de oír cualquier movimiento que hacía: la puerta era muy delgada. Bajó de puntillas hasta el piso de abajo. Maureen intentó respirar con normalidad. Oyó pasos en el rellano y al hombre que volvía a subir de puntillas.

De nuevo, éste se inclinó para mirar por la ranura del correo.

– ¿Aún sigues ahí? -susurró.

Maureen echó un vistazo a su alrededor en busca de un arma y descolgó una fotografía enmarcada de la pared. Podría romper el marco y sacar un pedazo de cristal a través de la ranura del correo, ponérselo delante de la cara, de los ojos, quizás, y luego podría llamar a la policía.

– ¿Todavía sigues ahí? -El hombre dejó escapar una risita y soltó la tapa de la ranura del correo, que se cerró de golpe..

Maureen dejó caer la foto. Aterrizó en una esquina de la moqueta, y el cristal saltó del marco sin romperse. Era de plexiglás.

– Vengo de parte de Carol Brady.

Maureen tardó unos segundos en reconocer el nombre.

– Quiere verte mañana.

– ¿Dónde?

– Donde quieras. ¿Por qué no quedáis para comer? Será agradable y civilizado.

Maureen se tomó un tiempo para pensarlo.

– En DiPriano -dijo. Era un marisquería de la ciudad. Sería de idiotas sugerir un lugar de menor categoría.

La ranura del correo se abrió otra vez.

– ¿A qué hora?

Maureen no sabía a qué hora abría el restaurante. No quería almorzar a la hora de mayor ajetreo.

– A las dos.

La ranura del correo se cerró.

Maureen le oyó bajar las escaleras con agilidad. Esperó en el recibidor por si volvía. Esperó mucho rato.


Con movimientos lentos, Maureen preparó el sofá cama y se acostó. Cerró los ojos y fingió estar dormida. Sólo después de que Benny llegara a casa, se preparara algo de comer y se fuera a la cama, Maureen volvió a moverse. Tenía el lado derecho del cuerpo entumecido.

Soñó con el desayuno de los domingos después de haber ido a misa. Siempre le había parecido que era una especie de trato porque tenían hambre: no podían comer antes de comulgar. Soñó con el té dulce y caliente en aquellos días en que todo el mundo lo tomaba con azúcar; con los rollitos de bacon y huevo frito y con los periódicos escritos con palabras cortas que los niños podían entender, esos que traían noticias sobre escándalos sexuales; soñó con la familia sentada alrededor de la mesa de la salita de estar como solían hacer entonces, a medio vestir para ir a misa con ropita delicada e incómoda que se habían quitado y puesto en sus cuartos: las chaquetas de terciopelo que se mancharían de grasa de bacon, las medias que les picaban y los zapatos que les apretaban. Ahora todos habían crecido, todos excepto su padre, a quien Maureen recordaba tal y como era entonces: treinta y cuatro años y el doble de grande que cualquiera de ellos; sentado en el mejor sillón, junto a la ventana.

Maureen estaba tumbada junto a la butaca de Michael. Sólo él sabía que estaba allí y no la miraba. Ella llevaba un camisón de franela muy pulcro de cuello alto, abotonado hasta arriba. Él se lo había subido desde el dobladillo arremangándolo con cuidado para dejarla desnuda de cintura para abajo. Maureen no podía levantarse porque tenía la espalda pegada al suelo. Sin apartar los ojos del periódico, Michael se agachó para tocarla. Ella intentó levantarse, agitando con fuerza brazos y piernas en el aire como una araña moribunda, pero entonces se le partieron las entrañas y un dolor la penetró a través del abdomen e hizo que se quedara quieta y cerrara los ojos.

Se despertó a las once y media más cansada que cuando se había acostado. Se puso los vaqueros y la camiseta del Dinamo Anticapitalista y bajó al quiosco a por cigarrillos. En la primera página de un dominical sensacionalista aparecía una fotografía desenfocada de Liz. Estaba mirando directamente a la cámara y hacía una mueca. En el pie de foto aparecía el nombre de Maureen. Se vio a sí misma, de cuello para abajo, en un segundo plano, alargando la mano para bajar la persiana.

Загрузка...