Maureen se secó los ojos con impaciencia, encendió un cigarrillo, se dirigió a la ventana del dormitorio y abrió de un golpe las pesadas cortinas rojas. Su piso estaba en la cima de Garnethill, la colina más alta de Glasgow y la parte norte de la ciudad, tan escarpada, se extendía ante ella, manchada por las sombras de las nubes. En la calle de abajo los estudiantes de Bellas Artes se encaminaban a sus clases matutinas.
Cuando conoció a Douglas supo que sería un hombre importante en su vida. Tenía una voz dulce y cuando decía su nombre ella sentía que era Dios quien la llamaba. Se enamoró de él a pesar de Elsbeth, a pesar de las mentiras que él le contaba, a pesar de que los amigos de ella no lo aprobaban. Recordaba los días en que lo observaba dormir. Movía los ojos tras los párpados y esa imagen le pareció tan bonita que la dejó sin aliento. Pero en la madrugada del lunes se despertó, lo miró y supo que se había acabado. Ocho largos meses de confusión emocional habían pasado en un abrir y cerrar de ojos.
En el trabajo, se lo contó a Liz.
– Sí, lo sé, lo sé -dijo Liz, peinándose hacia atrás con los dedos la melena rubia-. Antes de conocer a Garry, salía a bailar…
Era una mierda hablar con Liz. Daba igual, cuál fuera el tema, siempre acababa hablando de ella y Garry. Él era un tigre en la cama, le gustaba a todo el mundo. Liz decía que había tenido suerte al pescarlo. Maureen estaba segura de que toda esa información provenía del propio Garry. A veces se pasaba por la taquilla, se apoyaba en la ventanilla y flirteaba con Maureen cuando Liz no miraba.
Liz empezó a divagar con una historia acerca de Garry: que primero le gustó y luego no, y que luego le gustó otra vez. A las dos frases Maureen se dio cuenta de que ya había oído la historia. Empezó a dolerle la cabeza.
– Liz -le dijo-, ¿podrías hacerme un favor y atender hoy tú al teléfono? Dijo que me llamaría y no quiero hablar con él.
– Claro -dijo Liz-, no te preocupes.
A las diez y media Liz abrió desmesuradamente los ojos.
– Lo siento -contestó teatralmente al teléfono-, no está. No, entonces tampoco estará. Inténtalo mañana.
Colgó bruscamente y miró a Maureen.
– Se ha cortado.
– ¿Cortado? ¿Llamaba desde una cabina?
– Sí.
Maureen miró el reloj.
– Qué raro -dijo-. Tendría que estar trabajando.
Media hora después, Liz volvió a contestar al teléfono.
– No -dijo con rotundidad-. Ya te he dicho que no está. Inténtalo mañana.
Colgó el teléfono.
– Bueno -dijo visiblemente impresionada-, es impaciente.
– ¿También llamaba desde una cabina?
– Diría que sí. Se oían voces de fondo, como antes.
La taquilla estaba delante del Teatro Apolo, bajo una marquesina triangular en la fachada neoclásica, dispuesta para que los compradores no se mojaran si llovía mientras hacían cola para conseguir las entradas. Fuera, el día era gris y aburrido. El otoño hacía acto de presencia por primera vez, justo cuando las tardes calurosas habían empezado a convertirse en un derecho natural. El frío viento se coló por debajo de la ventanilla, y se arremolinó en la bandeja del cambio. El segundo reparto del correo trajo una carta con matasellos de Edimburgo para Maureen. La dobló por la mitad, se la metió en el bolsillo, cerró su ventanilla y le dijo a Liz que iba al baño.
Douglas decía que vivía con Elsbeth pero Maureen estaba convencida de que estaban casados: doce años juntos parecían toda una vida y mentía respecto a todo lo demás. Hacía tres meses que se habían celebrado elecciones al Parlamento Europeo y la madre de Douglas había salido elegida por la región de Strathclyde. En todos los periódicos locales aparecía la misma foto, cuidadosamente preparada, aunque tomada desde ángulos distintos: Carol Brady estaba en la entrada de un gran hotel de Glasgow, sonriente y sujetando un ramo de rosas. Douglas estaba detrás de ella, junto al alcalde, y su brazo rodeaba con naturalidad la cintura de una guapa rubia. El pie de foto decía que era Elsbeth Brady, su esposa.
Maureen había escrito al Registro Civil de Edimburgo, mandó un giro postal y detalles sobre Douglas, para pedir información acerca de los matrimonios registrados en los últimos quince años. Recordó que eso era algo que le interesaba muchísimo cuando mandó la carta tres meses atrás pero ahora que había llegado la respuesta sólo sentía curiosidad.
La puerta del baño estaba abierta porque el cubo de fregar de Audrey la sujetaba. La puerta de uno de los servicios estaba cerrada y por detrás se elevaba un hilito de humo. Maureen caminó de puntillas por el suelo recién fregado, cerró la puerta del servicio con pestillo y se sentó en la tapa del váter mientras rompía la solapa del sobre con el dedo.
El certificado de matrimonio decía que Douglas estaba casado desde 1987 con Elsbeth Mary McGregor. Maureen sintió que despertaba de su letargo, como si un ácido se precipitara hacia su estómago.
– ¿Hola? -dijo Audrey desde el otro servicio, con un tono de voz ahogado que reservaba para dirigirse a los jefes.
– No pasa nada -dijo Maureen-. Soy yo. Sigue fumando.
Cuando volvió a la taquilla, Liz estaba emocionada.
– Ha vuelto a llamar -dijo, y miró a Maureen como si aquello fuera algo bueno.
– Le he dicho que no estarías en todo el día y que no volviera a llamar. Debe de estar loco por ti.
Maureen no se esforzó en su respuesta.
– No lo creo, la verdad -dijo, y metió el certificado de matrimonio en su bolso.
A las seis Maureen llamó a Leslie al trabajo.
– Oye, ¿te apetece quedar una hora antes?
– Creía que los miércoles tenías psiquiatra.
– Bueno, sí -dijo Maureen mostrando su desagrado-. Hoy paso de ir.
– Muy bien, cielo -dijo Leslie-. Nos vemos allí a las… ¿seis y media?
– Perfecto-dijo Maureen.
Liz la ayudó a cerrar la taquilla y luego dejó que fuera Maureen quien llevara la recaudación del día a la caja fuerte, que estaba a la vuelta de la esquina. Maureen caminó despacio y tomó el camino más largo para cruzar la ciudad y así no pasar cerca del Hospital Albert. Cathedral Street parece un túnel de pruebas de aerodinámica. Es una carretera de acceso a la autopista M8, y se ideó como una autovía que albergara el tráfico más denso. Los altos edificios de oficinas a ambos lados impiden que las brisas transversales templen el viento del este cuando baja desde la colina, donde alcanza gran velocidad a medida que cruza el cementerio y llega a la calle ancha. Maureen se había equivocado con el tiempo. El vestido delgado de algodón y la chaqueta de lana que llevaba no la resguardaban del frío, y tenía los dedos de los pies entumecidos dentro de las botas.
Ahora mismo, Louisa estaría sentada en su mesa de la novena planta del hospital, con las manos juntas delante de ella, observando la puerta, esperándola. Maureen no quería ir. El eco de los pasillos y el olor a desinfectante industrial siempre la afectaban y le recordaban sus días en el Hospital Northern. Las enfermeras de allí eran amables pero le daban una comida que no le gustaba, y la vestían con las cortinas sin correr. Los servicios no tenían pestillo para que los pacientes no aprovecharan el privilegio de la intimidad para suicidarse. Cuando salió de allí, cada día era una prueba: le aterrorizaba desmoronarse y volver a ser un trozo de carne a quien vestían cada mañana por si recibía alguna visita. Su psiquiatra actual, la doctora Louisa Wishart, decía que su terror era simplemente miedo a ser vulnerable y no pérdida de dignidad. Y cada vez que iba a la consulta de Louisa el mismo hombre cincuentón y delgado estaba sentado en la sala de espera. Él seguía intentando llamar su atención y hablar con ella. Maureen reducía su tiempo de espera tanto como podía para evitarlo. Se sentaba en uno de los servicios o daba vueltas por el vestíbulo.
Iba al Hospital Albert desde que Angus Farrell de la Clínica Rainbow la envió allí ocho meses atrás. Antes de su primera sesión con Louisa sabía que no iría bien, que la terapia era un gesto inútil para tratar su profunda tristeza. Intentó dejar de acudir a las citas con la psiquiatra pero su madre, Winnie, le dio mucho la lata, la llamaba cuatro veces al día para preguntarle cómo se encontraba. Volvió al Albert y dijo que había estado resistiéndose al avance de la terapia.
Al haberse criado en la fe católica parecía que siempre buscaba que los demás aprobaran su vida interior. Por eso mentía. Cambiaba nombres e inventaba historias para divertirse. Pocas veces hablaba de su familia. Louisa sonreía con tristeza y le daba consejos obvios.
Cogió un atajo hacia High Street y bajó hasta el Pizza Pie Palace, un restaurante que pretendía tener un aire americano y que estuvo destinado a la insolvencia desde el principio. Las paredes eran de ladrillo rojo, y en ellas colgaban carteles de lata descantillados que anunciaban cigarrillos y gasolina. Dos maltrechos cactus de cartón piedra presidían ambos lados de la puerta. El capó de un Cadillac sobresalía de la pared imprudentemente, justo por encima de la caja registradora, a la altura de la frente. Vio a Leslie sentada a una mesa al fondo del local. Todavía llevaba la desgastada chupa de cuero, tenía dos cócteles enormes delante de ella y un cigarrillo en la mano. Tenía el pelo negro y corto. Lo llevaba siempre sucio por culpa del casco y las puntas le salían en todas direcciones. Tenía la nariz chata y ancha, los ojos grandes y marrones, casi negros, los dientes grandes y bien alineados. El efecto era alocado y sexy. Desplazó uno de los cócteles hacia Maureen, mientras ésta se dirigía a la mesa.
– Aloha -dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
Un camarero joven de cara resplandeciente se acercó a la mesa e interrumpió a Leslie, mientras pedía una pizza, para decirle que su chupa era muy sexy. Leslie le echó el humo a la cara.
– Que venga una camarera, joder -dijo y miró cómo se alejaba.
– Leslie -dijo Maureen-, no deberías hablarle así a la gente. El chico no sabe qué ha hecho para ofenderte.
– Que se joda, puede arreglárselas. Y si no puede, pues se ofenderá y ya seremos dos.
– Es de mala educación. No sabe qué ha hecho.
– Tienes razón, Mauri -dijo-, pero creo que es importante que nuestro joven amigo aprenda que soy una maleducada y que debería apartarse de mi vista.
Una camarera joven y enérgica se acercó a la mesa. Leslie pidió para las dos una pizza grande y crujiente con anchoas, champiñones y aceitunas negras. Maureen pidió una jarra del vino tinto más barato.
Al contrario que con Liz, era genial hablar con Leslie. Pasara lo que pasara se ponía de parte de su amiga incondicionalmente, criticaba al contrario como si nada, y nunca volvía a mencionar el asunto, pero odiaba a Douglas y se alegraba de que Maureen dijera que quería romper con él.
– Es un capullo -pescó una cereza de su copa con los dedos-. Se ha aprovechado de ti. Hacía poquísimo que habías salido del hospital y te metió mano.
– No me metió mano -dijo Maureen-. Yo le metí mano a él.
– Da igual. Liarse con una paciente es aprovecharse de la situación.
– Pero yo no era paciente suya -dijo Maureen, poniéndose al instante a la defensiva-. Yo era paciente de Angus.
– Os conocisteis en la clínica, ¿no?
– Sí -asintió Maureen incómoda.
– Y es una clínica para víctimas de abusos sexuales, ¿no?
– Sí.
– Él trabajaba allí y sabía que eras una paciente, ¿no?
– Sí, pero…
– Entonces se aprovechó de ti -dijo Leslie, alzó la copa y se la bebió demasiado rápido.
– No lo sé, Leslie, no todos se aprovechan, ¿no crees? Quiero decir que yo quería que pasara. Yo fui tan responsable como él.
– Sí -afirmó convencida-, no todos se aprovechan, pero él lo hizo. ¿Crees que podría haber adivinado que tu consentimiento estaba condicionado por el hecho de que llevaras cuatro meses fuera del psiquiátrico?
– No lo sé.
– Vamos, Maureen. Cuatro meses fuera del manicomio. Incluso un gilipollas como Douglas sabe que no es lo correcto. Está con otra persona, te pide que lo mantengas en secreto, ejerce un gran poder sobre ti. Se ha aprovechado de ti.
– De hecho no me pidió que lo mantuviera en secreto -dijo Maureen, y se puso roja de lo enfadada que estaba.
– ¿Te llevó a que conocieras a su mamá? -Leslie esbozó una sonrisa-. ¿Qué le debes a ese tipo, Mauri? Tiene acceso a tu historial psiquiátrico, joder. ¿Te parece que estáis en igualdad de condiciones?
La camarera trajo la jarra de tinto y lo sirvió como si se tratara de un buen vino. Se llevó las copas vacías. Maureen no sabía qué decir. Dio una calada al cigarrillo para ocultar su disconformidad, y lo apagó en el cenicero de cristal. Leslie tenía razón. Douglas era un verdadero capullo.
La jarra ya estaba medio vacía cuando llegó la pizza gigante. Se la comieron con los dedos, y se pusieron al día de las novedades y los cotilleos. Habían retirado la subvención para la casa de acogida a mujeres maltratadas donde trabajaba Leslie y quizá tendrían que cerrarla dentro de un mes. Llevaba a cabo una campaña para que les devolvieran la subvención y todo el mundo se hacía el sordo.
– Dios mío, es deprimente -dijo-. Estábamos tan desesperados que hasta mandamos una circular a los periódicos para contarles que iba a darse la espalda al ochenta por ciento de las mujeres maltratadas y no nos llamó nadie. A nadie le importa una mierda.
– ¿Por qué no les pedís a ellas que hablen con los periódicos? Apuesto a que cubrirían una historia de interés humano.
Leslie se sirvió un vaso de vino y pensó en ello.
– Es una idea espantosa -dijo rotundamente-. No podemos pedir a esas mujeres que prostituyan su experiencia en nuestro provecho. Las han utilizado toda su vida y a la mayoría todavía las persigue su psicópata particular.
– Vale, está bien. -Maureen se apoyó en la mesa-. No puedo evitar pensar que si a nivel mediático no ganamos el debate a favor del aborto fue porque los antiabortistas entrenaron a las mujeres para que lloraran en la tele y utilizaron fotos de bebés muertos y nosotros siempre recurrimos a las estadísticas. Deberíamos emplear discursos y argumentos emotivos.
Leslie sonrió burlonamente. El vino debía de ser muy barato porque tenía los dientes manchados de un rojo oscuro. Maureen supuso que los suyos también lo estarían.
– Sensiblería barata -dijo Leslie-. La mejor forma de convencer al ignorante.
– Por eso mismo. Deberíais hacerlo.
– Estoy harta de intentar ganar las discusiones -dijo Leslie en voz baja-. No entiendo por qué no nos unimos todas y atacamos. Doris Lessing dice que los hombres temen a las mujeres porque creen que se reirán de ellos y que las mujeres temen a los hombres porque creen que las matarán. Deberíamos ponernos violentas y acojonarles a ellos, que vieran lo que se siente.
– ¿Pero qué justificación hay para recurrir a la violencia?
– Las negociaciones -dijo Leslie, poniendo acento de Belfast- se han roto definitivamente.
– No acepto esa explicación -dijo Maureen-. Creo que lo que sucede es que has perdido la paciencia.
Era injusto que Maureen dijera eso. Leslie trabajaba en una casa de acogida con mujeres a quienes sus compañeros habían golpeado y violado sistemáticamente. En el mundo de Leslie los hombres violaban a sus hijos, golpeaban a sus mujeres en las tetas y en la boca, y les rompían botellas en la espalda. Les robaban el dinero y las dejaban medio muertas, y luego se ofendían cuando ellas los abandonaban. Si alguien tenía justificación para perder la paciencia era ella.
Leslie pensó en ello un momento. Miraba su vaso con desesperación y luchaba contra algún pensamiento. Su cara parecía derrotada por el cansancio.
– A la mierda -dijo-. Vamos a cogernos un buen pedo.
Y eso hicieron.
Tenía la mente confusa por culpa del vino tinto. Justo después de asearse se puso la camiseta más fina que tenía para mimarse a sí misma y se fue a la cama. Se tomó una dosis superior a la prescrita de un somnífero líquido y se quedó dormida con el rímel medio corrido y una pierna colgándole de la cama.