27. Gurtie

McEwan estaba en lo alto de las escaleras y le indicó con la mano que subiera. Llevaba un traje azul de seda caro y una camiseta blanca debajo.

Corrupción en Miami -dijo Maureen, señalando el traje, y antes de que las palabras salieran de su boca supo que era un error hacer ese comentario.

Maureen le siguió hacia la sala de interrogatorios. Cara a cara, McEwan parecía tan tiránico y seguro de sí mismo como siempre, pero mientras se dirigían a la sala, Maureen le sorprendió mirándola un par de veces para comprobar cómo estaba, como si tratara de juzgar cómo iba a comportarse Maureen con él. Era desconcertante. El McEwan que ella conocía hasta el momento no se rendía ante el humor de los demás: decidía adonde quería ir y simplemente arrasaba con todo, como un Godzilla con traje, convencido de que él era el protagonista de la película y que el resto de la gente eran simples extras.

McEwan abrió la puerta de la sala de interrogatorios y se hizo a un lado para que Maureen entrara sin que tuviera que decírselo.

Hugh McAskill estaba de pie, modesto, junto al radiador. La saludó con la cabeza. McEwan se sentó en su silla habitual y puso en marcha la grabadora.

– Muy bien, Maureen -dijo en voz baja-. Quiero que me cuente todo lo que sepa sobre lo ocurrido en la sala Jorge I.

Sacó un paquete de cigarrillos Superdelux bajos en nicotina y alquitrán y le ofreció uno a Maureen. No le gustaban pero cogió uno para ser amable.

– Les he contado todo lo que sé.

McEwan encendió un cigarrillo con un mechero no recargable que puso luego delante de ella. Sacó el humo y le entró en los ojos.

– No es verdad -dijo con tranquilidad, mirándola mientras se frotaba el ojo derecho con los dedos.

Maureen encendió el cigarrillo y volvió a dejar el mechero encima de la mesa, cerca de McEwan.

– Sí que es verdad.

McEwan sacó una fotocopia tamaño din A4 de debajo de sus papeles.

– Hemos encontrado esto -dijo mientras le acercaba la hoja.

Era la lista que Martin le había dado, pero no estaba escrita a bolígrafo sino a carboncillo. Había un par de nombres que no se leían bien porque había trozos donde las letras de las palabras estaban difuminadas. «Shan Ryan» era «Sno Ruom»

– Encontramos esta hoja en un bloc que Martin guardaba en un cajón -dijo McEwan-. Es una lista. Escribió el nombre de usted arriba del todo. ¿De qué es esta lista?

– Del personal médico que trabajaba en la sala Jorge I cuando se produjeron las violaciones.

McEwan esbozó una sonrisa de descontento.

– ¿Por qué se la daría a usted?

– Quería que yo se la entregase a la policía.

– ¿Y por qué no lo hizo?

– No tuve ocasión.

– Maureen -dijo McEwan mirándola con una expresión cansada y desesperada en los ojos-. Ya no vamos a por su hermano, ¿de acuerdo? Y sabemos que no fue usted. Sé que hemos tenido nuestras diferencias en el pasado pero ahora tiene que colaborar conmigo. ¿Lo entiende?

Maureen se quedó callada y miró su cigarrillo. Sería maravilloso poder delegar en la policía y retirarse, declinar la responsabilidad y dejar que McEwan hiciera todo el trabajo, que fuera él el responsable si mataban a alguien más. Pero pensó en Yvonne y en la señal de su tobillo; en la pobre Iona, ya muerta; en Siobhain; y supo que no podía dejárselo a la policía, que eso sería un acto de cobardía, que ellos todavía harían más daño a las mujeres. McEwan no había ni preguntado cómo se encontraba Siobhain.

– Me llamó su vecino de Garnethill.

– ¿Cuál? -preguntó Maureén mirándole e intentando adivinar lo que él ya sabía.

– El que vive enfrente de usted -dijo McEwan-. El italiano.

– Bien -dijo Maureen-. ¿Por qué?

– Vio a su amigo Brendan Gardner actuando de forma sospechosa cerca de su casa. ¿Le pidió usted que fuera a su piso por algo?

– ¿Hoy?

– No, ayer hizo una semana. ¿No se lo pidió?

Maureen negó con la cabeza.

– No, no se lo pedí.

– ¿Su amigo bebe?

Maureen no quería que sucediera esto: hubiera hecho lo que hubiera hecho Benny, no quería estar allí, delatándolo a la poli como si sólo se tratara de un tipo que ella conocía.

– No -contestó Maureen-. Ya no bebe. Hace tres años que no prueba el alcohol.

Maureen debía de parecer preocupada porque McEwan se atrevió a inclinarse sobre la mesa y darle una palmadita en la mano.

– No vamos a ficharle -dijo McEwan-. Sólo preguntamos. Tenemos que hacerlo.

– ¿Qué quiere decir con «ficharle»?

– Que no es un sospechoso, pero siempre aparece en un sitio u otro.

– Siobhain no le contó nada, ¿verdad? No le dijo quién las había violado.

La voz de McEwan reflejaba su exasperación.

– ¿Por qué le protege? No entiendo cómo puede protegerle tanto.

– No le protege a él, se protege a sí misma.

McEwan pensó en ello.

– No lo entiendo.

– Bueno, hay muchas razones por las que la gente no puede contar algo. -McEwan la miraba y la escuchaba con atención-. Puede que a Siobhain la amenazaran mientras la violaban. Hay gente que tiene la impresión de que si lo dice en voz alta, se vuelve real o que implicará a otros si se lo cuenta. Y hay más razones. Siobhain no intenta burlarse de ustedes.

McEwan le dio una calada a su cigarrillo y dirigió una mirada triste a la mesa. Parecía que se tomaba como un reproche personal que Siobhain fuera incapaz de hablar de la brutal violación que había sufrido.

– Bueno, volveremos a intentarlo.

– Creo que no deberían hacerlo -dijo Maureen-. No tiene ni idea por lo que le están haciendo pasar.

McEwan hizo caso omiso de las objeciones de Maureen y se sentó derecho, distanciándose de ella.

– Como iba diciendo, ahora no tiene por qué ponerse a la defensiva. Puede contarnos todo lo que sepa.

– Ya se lo he contado todo.

McEwan miró la lista.

– ¿Por qué no me la dio?

– No tuve ocasión, Joe. No es que usted haya sido muy simpático conmigo y no iba a venir corriendo hasta aquí con la lista para que me dijera que era una gilipollas.

Parecía ofendido.

– Yo nunca le he dicho nada de eso.

Maureen le miró. McEwan era un hombre distinto. Estaba atento y amable. Sus emociones eran auténticas y las desplegaba cómodamente. Le pedía a Maureen que les ayudara sin intentar amenazarla. Se había comportado de una forma insoportablemente hostil pero ahora que no sospechaba de ella, Joe McEwan era casi simpático.

– Lo siento -dijo Maureen-. Siento haberle hablado como lo hice. Se puso muy agresivo conmigo y yo no estaba en mi mejor momento.

– ¿Dónde tiene la lista?

– En casa.

– Iremos a buscarla cuando acabemos. Bien, ¿por qué hizo que le diera una lista y por qué fue a visitar a alguien que estuvo en la sala Jorge I?

– Estoy metida en todo esto -dijo Maureen-. De verdad, Joe no estoy interrogando a nadie antes de que ustedes lleguen a ellos. Hace años que conozco a Siobhain y Martin me dio la lista para que yo se la entregara a ustedes.

McEwan parecía estar molesto de verdad.

– Vamos a buscar la lista -dijo en voz alta. Se levantó, se puso detrás de ella y levantó el abrigo de Maureen de la silla. Lo abrió para ayudarla a ponérselo, le subió el pesado abrigo por la espalda y le puso bien el cuello. Ella se dio la vuelta para coger el bolso que estaba encima de la silla y miró a McEwan con el rabillo del ojo. Esbozaba una sonrisa disimulada, secreta. Joe McEwan había estado fingiendo.


La empleada eventual antipática volvía a estar en el centro para pasarse ocho horas sentada en una silla incómoda. La recepcionista fija, la mujer de mediana edad de pelo canoso, tenía encefalomielitis miálgica y se cogía bastantes días libres. La próxima vez que la llamasen de la oficina de empleo para ofrecerle este trabajo, les diría que buscaran a otra persona. En primer lugar, si no estuviera ahorrando para irse quince días de vacaciones a Corfú, nunca habría aceptado trabajar aquí, por eso no le había importado hacerlo una segunda vez. El vestíbulo tenía corrientes de aire y todo aquel sitio olía al humo asfixiante que salía de la sala de la televisión. Y todavía había otra cosa. Cuando se estaba quitando el abrigo aquella mañana, el hombre retrasado de la radio había ido directo a su mesa y la había intentado tocar. Ella no era enfermera, no tenía la formación adecuada para tratar con chiflados como ése. Había ido a notificarlo a la oficina principal pero les oyó reírse cuando se marchó. Cuando fue a por una taza de té vio a una de las trabajadoras sociales cogiéndole de la mano y hablando con él aparte, como si no hubiera pasado nada.

A la hora del almuerzo, activó el contestador, no fuera que llamara alguien, y salió a la tienda a comprarse una chocolatina y una lata de ginger ale bajo en calorías para animarse un poco. En las reuniones a las que asistía en una asociación para el control del peso le habían dicho que podía comerse una chocolatina siempre que tomara bebidas bajas en calorías. También compró una revista porque tenía un plan: la mesa de la recepción era lo suficientemente alta como para esconder la revista bajo el mostrador y leerla cuándo se suponía que tenía que estar trabajando. Si veía que venía alguien, podía taparla con algo mientras quien fuera se acercaba hacia ella y nadie se daría cuenta.

Antes de llegar al Centro de Día ya se había comido la chocolatina. Cuando volvió a estar tras la recepción, abrió la lata de ginger ale baja en calorías, bebió un buen trago y desactivó el contestador. Abrió la revista y la puso sobre la mesa. Luego, fue deprisa al otro lado del mostrador y se inclinó hacia adelante. Desde allí no se veía la revista. Sintiéndose una persona muy lista, volvió a su sitio y se sentó. Se puso a leer una historia real sobre una funeraria para perros que siempre utilizaba el mismo ataúd y cobraba 200 libras a sus clientes.

Sonó el teléfono.

– ¿Diga? -dijo apática. No contestaron pero oía un ruido extraño y fuerte al otro lado-. ¿Diga? -repitió-. Centro de Día de Dennistoun.

La persona que había llamado colgó. Confusa, colgó el teléfono y al instante, volvieron a llamar por la misma línea.

– ¿Diga? Centro de Día de Dennistoun.

Se quedó escuchando pero nadie contestó. Sólo oía el extraño ruido al otro lado. Estaba tan absorta que no se dio cuenta de que una figura entraba por la puerta más lejana: llevaba una mano en el bolsillo voluminoso con la que sujetaba un móvil. Cruzó el vestíbulo sin que le viera y se dirigió directo a la sala donde Siobhain veía la televisión, sola, sentada en su silla.

La empleada eventual pasó la página de la revista. La policía había exhumado los cadáveres de los perros después de que se lo contara todo un trabajador resentido porque lo habían echado. La dueña de uno de los perros estaba destrozada. Quería que la policía acusara a la empresa de fraude. Sabía que Scamper nunca volvería con ella pero veía a otros perritos y quería contar la historia al mayor número de gente posible para que supieran…

– ¿Qué quiere?

La mujer llevaba la chaqueta mal abotonada y su boca vieja estaba cubierta de una desagradable capa roja de pintalabios. Sonrió y se le cayó la dentadura en el mostrador, que fue rodando hasta el borde para acabar encima de la revista. Estaba llena de saliva y pintalabios y de pequeños trozos de galleta digestiva.

– Márchese -le espetó la chica, que se levantó y agarró a la mujer con fuerza por el brazo. Hizo que se diera la vuelta y le señaló la sala de la tele-. Vamos, vayase ahí dentro.

La viejecita se giró para mirarla, confusa.

– Fuera -le dijo haciendo un gesto con la mano para que se marchara.

La viejecita se fue arrastrando los pies, con el brazo extendido.

La empleada eventual cogió la revista por las puntas, echó la dentadura a la basura y arrancó las páginas donde había aterrizado.

La saliva había traspasado a las páginas siguientes. De todas formas, ya podían ser unas buenas vacaciones.

El hombre sólo había dado un paso hacia ella cuando la viejecita desdentada entró en la sala y dijo hola. Siobhain giró la cabeza despacio. Una leve sonrisa dulce se dibujó en su preciosa cara hasta que sus ojos se clavaron en él.


Maureen abrió la puerta de su piso y entró. Con la parte de abajo de su abrigo tiró uno de los montones de libros. McAskill se agachó para recogerlos.

– Déjelo, Hugh -le dijo-. De todas formas, está todo hecho un desastre.

Amontonó los libros junto a la pared.

– ¿Dónde dejó la lista? -le preguntó McEwan con amabilidad.

– Oh, Joe, está por la cocina -le contestó Maureen, y dejó la bolsa en el suelo-. Oigan, empiecen a buscar. Yo voy un momento al baño.

– ¿Dónde en la cocina? -le preguntó McEwan.

Maureen señaló el caótico recibidor.

– No soy de las que tiene un sitio especial para guardar listas -le dijo Maureen sonriendo, y cruzó el recibidor para ir al baño.

Se sentó en el borde de la bañera y sacó la lista del bolsillo. La dobló con mucho cuidado para que a un lado del pliegue quedara la lista del personal médico de Martin y, al otro, la de las compañeras de sala de Siobhain. Bajó la tapa del váter y pasó la uña por el pliegue hasta dejarlo bien plano. Desdobló la hoja, puso una mano a cada lado y, de arriba abajo, fue separando la lista de Siobhain de la parte superior. Se lamió las yemas de los dedos y las pasó por el borde rasgado de la lista de Martin para eliminar las irregularidades reveladoras. Tiró de la cadena y se lavó las manos.

Cuando volvió a la cocina, McEwan registraba las pilas de periódicos que estaban en el alféizar de la ventana y McAskill examinaba un montón de facturas que Maureen dejaba sobre un estante. Les dio la espalda, abrió el cajón donde guardaba las bolsas de plástico y fingió hurgar en él.

– La he encontrado -dijo, y le alargó la lista a McEwan, que la cogió y la puso a contraluz-. ¿Qué es lo que busca? -preguntó Maureen con inocencia.

– Nada -dijo McEwan pensativo, y pasó el pulgar y el índice por el extremo rasgado-. ¿Este papel era más largo? Me parece recordar que el bloc de notas era más largo que esta hoja. ¿Le han cortado un trozo de la parte de abajo?

Maureen se encogió de hombros.

– No que yo sepa.

– Está un poco mojado.

– Acabo de lavarme las manos.


Maureen acompañaba a los dos policías a la puerta cuando se dio cuenta de que la luz del contestador parpadeaba. McEwan miró a Maureen mientras seguía a McAskill hacia el rellano.

– Carol Brady salió en la tele ayer por la noche -le dijo-. No sé si la vio.

– No -dijo Maureen.

– Bueno, creo que los periodistas volverán a merodear por aquí. Tenga cuidado, ¿vale? -le advirtió, y le sonrió.

– Muchas gracias, Joe -le dijo Maureen y le dio una palmadita en el brazo-. Así lo haré.

Maureen cerró la puerta y esperó a que los policías hubieran bajado un par de pisos para pulsar la tecla de reproducción de mensajes del contestador. Era Lynn, tenía el día libre y le preguntaba si podía llamarla a casa.

Contestó un hombre con acento de Belfast que le dijo que iba a ver si Lynn estaba. Dejó el teléfono, dio dos pasos, llamó a una puerta y gritó algo. Maureen oía de fondo los maullidos intermitentes de los gatos. Se abrió una puerta, oyó dos pasos y Lynn cogió el teléfono.

– ¿Sí?

– ¡Lynn!

– ¡Mauri! ¿Qué pasa? ¿Cómo te va?

– Oh, mucho mejor, Lynn. Gracias por lo del otro día.

– Liam me dijo que te habías cortado el pelo y que estabas guapísima. No se me escapó que nos habíamos visto.

– Bien hecho.

– Oye, me contó lo de que Benny había ido a tu casa y que tenía una llave y todo eso.

– Por Dios, le dije que no contara nada. Es un capullo.

– Sí, tienes toda la razón -dijo Lynn en un tono cariñoso-. Bueno, el caso es que quizá pueda hacerte ese pequeño favor que me pediste.

– ¿El qué?

– La verdad es que no puedo hablar.

Debía de haber alguien cerca.

– ¿Lo del historial médico? -supuso Maureen-. ¿Sabes qué puedo hacer para verlo?

– Quizá pueda hacer más que eso. Quizá te lo pueda conseguir.

– ¿Cómo lo harás?

– Los historiales de Inverness están informatizados y mi prima trabaja allí.

– ¿Podrás averiguar el nombre del médico?

– El nombre del paciente, su dirección, su estado, el tratamiento que recibió y el médico que le atendió.

– Oh, Lynn. ¿Harías eso? Sólo necesito el nombre del médico.

– Si aparece en el historial, mi prima nos lo dirá. Pero ni una palabra a nadie, ardillita, ni a Liam. Podrían ponerme de patitas en la calle por esto.

– ¿Cuándo lo tendrás?

– ¿Dentro de un par de días? Llámame al trabajo el jueves. Por la mañana seguro que me encuentras allí.

Se despidieron con un susurro.

Maureen marcó el número del Centro de Día de Dennistoun. Contestó un hombre. Cuando le preguntó por Siobhain McCloud, le respondió titubeando con una indiferencia tan forzada que Maureen se asustó.

– ¿Es pariente suya? -le preguntó el hombre.

– Soy su prima. Dígame qué ha pasado.

– La señorita McCloud ha… me temo que… -Su voz fue apagándose, como si se hubiera apartado del teléfono para mirar algo. Maureen exigió hablar con la recepcionista. La chica cogió el teléfono.

– ¿Sí?

Maureen estaba a punto de recordarle que había estado allí aquella mañana cuando oyó que se sorbía la nariz al otro lado de la línea. Había estado llorando.

Maureen colgó el teléfono, salió corriendo de casa y paró un taxi en dirección a Dennistoun.


Maureen entró corriendo en el vestíbulo de la recepción. La vieja Gurtie de la dentadura saltarina estaba llorando junto al mostrador Se tapaba la cara con las manos y se había manchado la mejilla y la nariz de pintalabios rojo. Una mujer que llevaba un elegante traje pantalón azul oscuro estaba junto a la puerta de la sala de la tele.

– No puede entrar -le gritó cuando vio que Maureen se dirigía a toda prisa hacia ella. Maureen pasó a su lado. La mujer intentó detenerla: la agarró por detrás del abrigo y la arrastró de nuevo hacia el vestíbulo. Maureen extendió los brazos hacia atrás para librarse del abrigo y entró corriendo en la sala.

Siobhain estaba sentada en su silla, todavía de cara al televisor. Detrás, la salida de emergencia estaba abierta, lo que hacía que entrara una corriente de aire frío en la sala procedente de la callejuela trasera. Un hombre de pelo oscuro estaba sentado junto a Siobhain y le sujetaba una bolsa de papel sobre la cara. Ella la utilizaba para respirar. El hombre alzó la vista cuando Maureen se acercó y le dijo algo sobre una crisis. Maureen se inclinó sobre Siobhain. No podía hablar porque tenía la bolsa sobre la cara, estaba hiperventilándose, pero volvía a estar despierta. El terror se había adueñado de sus ojos.

Maureen dobló las rodillas, se agachó delante de Siobhain y se puso a respirar con ella. Lentamente, volvió a recuperar el aliento y el hombre le apartó la bolsa de la boca.

– Le he visto -dijo Siobhain en voz muy baja-. A él.

El hombre le dijo que Siobhain estaba viendo la televisión y que uno de los otros pacientes había entrado y le había dado un susto. Siobhain se había puesto a gritar y se había quedado sin respiración.

– Se ha exaltado y ha sufrido una crisis nerviosa -dijo mientras le cogía la mano-. ¿Verdad, cielo? -y señaló el vestíbulo de la recepción-. Casi mata a la pobre Gurtie del susto.

Maureen le cogió la mano a Siobhain.

– ¿Quieres ir a casa y echarte un ratito?

Siobhain cerró los ojos y asintió con la cabeza.

El hombre del pelo oscuro la ayudó a ponerse la cazadora. Maureen cogió su abrigo de las manos de la mujer del traje pantalón y agarró a Siobhain del brazo. Salieron del Centro de Día.

Podía tratarse de un recuerdo del pasado; era improbable que el violador hubiera entrado en el Centro a plena luz del día. El personal no había visto a nadie en la sala exceptuando a Gurtie. Por su propia experiencia con los recuerdos del pasado, Maureen sabía lo difícil que era diferenciarlos de la realidad y sabía que la tensión podía desencadenarlos. Quizás este episodio fuera un efecto secundario de la entrevista con Joe McEwan. Maureen echó un vistazo a la calle para ver si veía algún peatón o algún coche ocupado. El único coche que había era un Ford azul, pero dentro había dos personas y estaban hablando tranquilamente.

Maureen y Siobhain caminaban despacio y torcieron la esquina.

– No fue Gurtie -susurró Siobhain.

– Sé que no fue Gurtie a quien viste, cariño. ¿Puedes decirme su nombre?

Siobhain se dobló hacia adelante y se quedó rígida. Cerró con fuerza los ojos y vomitó trozos blancos de pan y escupió sobre sus zapatos.

Maureen la ayudó a ponerse derecha.

– Lo siento, Siobhain, lo siento.

Maureen se paró junto al bordillo y esperó a que el tráfico se detuviera para cruzar hacia la cabina, pero Siobhain le tiró de la manga.

– Iba a llamar a Leslie -le dijo Maureen.

– A casa -dijo Siobhain-. A casa.

– Pero no puedo estar contigo todo el día y creo que alguien tendría que hacerte compañía.

Siobhain no le hizo caso y siguió tirándole de la manga.

– A casa -repitió, y siguió caminando hacia su casa.

En el vestíbulo había un niño pequeño que llevaba un corte de pelo de doble capa y sujetaba una pelota de fútbol. Llevaba una camiseta del Manchester United. Se pegó contra la pared para dejarlas pasar y se quedó mirando a Siobhain mientras ésta subía las escaleras arrastrando los pies. Cuando acabaron de pasar, el niño se puso a jugar de nuevo: le daba cabezazos a la pelota contra la pared del vestíbulo. Intentaba que la pelota no tocara el suelo y dejaba marcas de barro redondas en la pared color crema. Tendría seis o siete años, era demasiado pequeño para salir solo.

El olor a brezo no era tan penetrante como recordaba Maureen: estaría acostumbrándose a él. Le preparó a Siobhain una taza de té mientras oía el golpeteo rítmico de la pelota del niño contra la pared del vestíbulo de abajo. Sacó la bolsa de té de la taza y le añadió tres terrones de azúcar.

Siobhain bebió un buen trago.

– Azúcar -dijo.

– Es bueno para cuando una sufre un shock -dijo Maureen, y agarró la taza por la base y la acercó a la boca de Siobhain.

Con la vista fija en la moqueta, Siobhain se bebió el té rápido, tomando largos tragos. Esbozó una sonrisa. El té le había dejado una mancha marrón en la comisura de los labios. Maureen cogió la taza y la dejó en el suelo.

– Siobhain, de verdad creo que tendrías que ir a casa de Leslie, no deberías quedarte sola. Lo único malo es que tendrías que subirte a la moto…

– No -susurró Siobhain, sacudiendo despacio la cabeza-. No.

– Siobhain, no puedo quedarme contigo todo el día y creo que ahora no deberías de estar sola.

– Quédate.

– No puedo, de verdad. Tengo que hacer unas cosas.

Siobhain apretó los labios, volvió la cabeza hacia Maureen y se quedó mirándola con una expresión dolida y enfadada en sus ojos.

– Quédate.

– No puedo quedarme, Siobhain. ¿Puedo llevarte a casa de Leslie?

Siobhain volvió la cabeza hacia el otro lado.

– Quédate.

– Siobhain, puedo quedarme un par de horas pero no todo el día.

La cara de Siobhain se volvió roja y empezó á temblar de rabia e impotencia. Tenía el cuello tenso y abrió la boca para soltar un grito sordo y terrible. Se levantó y caminó arrastrando los pies mientras tiraba del brazo de Maureen, sacudiéndolo para que se levantara. Arrastrándola, empujándola y dándole codazos, obligó a Maureen a ir hacia el recibidor. Abrió la puerta y la empujó hacia el rellano. Cerró la puerta y Maureen se quedó quieta, sorprendida de estar en el descansillo frío. Oía a Siobhain respirar al otro lado de la puerta.

– Siobhain, al menos enciérrate con llave, joder.

Siobhain corrió el pestillo y se apoyó contra la puerta.

– Esperaré aquí fuera, ¿vale? -dijo Maureen en dirección a la puerta-. ¿Vale?

Siobhain no respondió. Maureen oyó que volvía hacia el salón arrastrando los pies. Abajo, el niño pequeño dejó de jugar y subió los tres primeros peldaños. Miró a Maureen a través de la barandilla. Esbozó una sonrisa ancha. Se le habían caído los dos dientes de delante. Maureen le devolvió la sonrisa y el niño bajó los escalones y se puso a jugar otra vez.

Maureen se sentó en el último peldaño y se fumó un cigarrillo para calmarse. En el piso de Siobhain no se oía nada. Llamó a la puerta, sin hacer mucho ruido para no asustarla, y abrió la ranura del correo.

– Siobhain, ¿estás ahí?

El recibidor oscuro estaba en silencio. La luz procedente del salón, y que se reflejaba en la moqueta, estaba quieta. Siobhain no se movía

– ¿Estás ahí?

El niño pequeño dejó de jugar de nuevo y volvió a mirarla a través de la barandilla. Le sonrió. Maureen inclinó la cabeza.

– ¿Estás bien, enano?

El niño levantó la pelota de fútbol para que Maureen la viera.

– Qué chula. Ahora baja las escaleras y sigue jugando un ratito.

El niño volvió a desaparecer. Maureen abrió la ranura del correo otra vez.

– ¿Siobhain?

Oía que Siobhain decía algo. Hablaba en voz muy baja en el salón, casi susurraba. Pegó la oreja a la puerta y tuvo que concentrarse mucho para entender lo que decía. Siobhain estaba recitando la programación televisiva del sábado.

Maureen llamó a Leslie al trabajo.

– Cielo -le dijo-, soy yo. Ha habido una emergencia de la hostia. Siobhain ha tenido un ataque de pánico. Cree haber visto al hombre del Northern. No sé si se trata de un recuerdo o qué. Necesito que me lleves a casa de Benny y que te quedes con Siobhain mientras yo me ocupo de unos asuntos. ¿Puedes escaparte?

– ¿Dónde estás?

– En la cabina de debajo de casa de Siobhain. Quizá no te deje ni entrar. Puede que tengas que quedarte sentada en las escaleras. A mí me echó.

– ¿Cuánto tiempo estará así?

– Días, semanas, un mes. No lo sé.

Leslie se quedó pensando en ello unos momentos.

– Voy para allá -dijo, y colgó.

Maureen salió de la cabina. Tenía que irse con Leslie unos veinte minutos y no quería dejar sola a Siobhain, por si se daba la posibilidad remota de que no se tratara de un recuerdo del pasado. Pensó en el niño pequeño. Cruzó deprisa la carretera y echó un vistazo al vestíbulo. Todavía estaba allí.

– Eh, coleguita -le dijo-. ¿Cuánto rato vas a estar aquí?

– Hasta la hora de la cena -le contestó.

– ¿Y a qué hora cenas?

El niño la miró sin entenderla. Tendría seis o siete años, por Dios, no sabría ni decir la hora.

– Oye, no importa -le dijo Maureen, y sacó un billete de una libra del bolsillo y se lo puso delante-. Si ves a un hombre que entra y sube a casa de la chica e intenta echar la puerta abajo, sales fuera y empiezas a gritar para que venga gente. ¿Podrás hacer eso, hombretón?

– Mi mamá no me deja salir de aquí -dijo el niño mirando el billete.

– ¿Y podrías quedarte dentro y gritar desde aquí? -le preguntó Maureen y señaló la parte alta de las escaleras.

– Sí -le contestó el niño-. Eso sí puedo hacerlo.

– Recuerda, si un hombre sube y aporrea la puerta, tienes que quedarte aquí y ponerte a gritar muy fuerte, ¿vale?

– Sí. ¿Por qué tengo que hacerlo? ¿Su marido va a pegarle?

– No lo hará si lo impedimos.

El niño miró el billete y luego a Maureen con los ojos muy abiertos, sorprendido.

– ¿Puedes impedir que un hombre le pegue a mi mamá?

Alzó la vista hacia ella; su mirada vieja y perpleja esperaba la respuesta.

– Puedes llamar a la policía -le contestó Maureen. El niño botó la pelota una vez, sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa cínica-. O puedes contárselo a la gente. Eso hará que se sienta incómodo.

El niño volvió a botar la pelota.

– Vale -dijo mientras asentía con la cabeza y pensaba en ello-. Muy bien.

– De todas formas, ¿sabes la chica de arriba? Si viene un hombre, te pones a gritar muy fuerte y te daré otra libra cuando vuelva.

Sonrió a Maureen como si ella le hubiera concedido la vida eterna.

– Gritaré muy fuerte -dijo el niño.

– Y haz que la gente suba, ¿vale?

– Muy, muy fuerte -dijo, y se puso a jugar con la pelota otra vez. Maureen subió corriendo las escaleras y abrió la ranura del correo. Siobhain seguía susurrando los horarios y los programas para sí misma.

Leslie estaba aparcando frente al portal cuando vio que Maureen se le acercaba.

– ¿Cómo conseguiste escaparte del trabajo? -le preguntó Maureen.

– Dije que mi madre se había puesto enferma. ¿Así que vamos a casa de Benny?

– Sí, tengo que coger el papel de la baja y enviarlo o me echarán, Luego tendrías que venir y quedarte con Siobhain o llevarla a tu casa. Eso sería lo mejor.

Leslie sacó el casco de sobra del compartimiento del asiento, se lo dio a Maureen y cruzaron la ciudad. Pasaron por delante de la catedral, subieron por la Great Western Road y atajaron por una calle secundaria para ir a Maryhill.

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