26. Acido

Los ruidos de la comisaría se apagaron y el despacho se quedó en silencio. Ya no se oía el silbido y habían parado la calefacción. A medida que el calor opresivo de la tarde fue desapareciendo, la mesa de madera y la silla se encogieron y empezaron a soltar gemidos suaves y crujidos sonoros. Fuera, estaba oscureciendo.

La puerta se abrió de repente y McEwan entró. Se quedó de pie junto a la mesa y se puso a jugar con un lápiz roto, mordiendo el extremo partido.

– Ya puede marcharse -le dijo despacio y en voz baja-. Quiero que colabore con nosotros. Tenemos que protegerla. Esto es un aparato de alarma -dijo mientras ponía encima de la mesa una pequeña caja gris del tamaño de un paquete de tabaco-. Funciona como un busca. Si aprieta este botón, nos podrá avisar y un coche patrulla llegará donde usted esté en unos minutos. Cójalo.

Se lo acercó empujándolo por la mesa.

– ¿Qué les ha dicho Siobhain? -le preguntó Maureen.

– Y quiero que vuelva aquí mañana a primera hora.

– ¿Dónde está?

McEwan arrancó un trozo de lápiz con la uña. Parecía angustiado.

– Está en el vestíbulo.

Lo dijo como si fuera una pregunta.

Maureen cogió el busca y rozó a McEwan al pasar junto a él para marcharse.

A Siobhain ya no le brillaban los ojos y estaba temblando. Caminaba despacio, arrastrando los pies y dando pasitos de geisha. Maureen sólo pudo llevarla hasta la carretera, principal y paró un taxi. Acompañó a Siobhain hasta la puerta y la abrió, pero Siobhain se quedó quieta con la cabeza gacha mirando el suelo. Maureen le preguntó si quería coger el taxi para ir a casa, pero ella no le contestó. El taxista se inclinó y bajó la ventanilla.

– Vamos -dijo impaciente-. Me ha parado usted.

Maureen hizo que Siobhain avanzara dos pasos y que cogiera la cinta de piel que había dentro del taxi. Le dobló la pierna derecha y, cogiéndola por el tobillo, se la introdujo en el coche. Le dobló la pierna izquierda y empujó el trasero de Siobhain con el hombro mientras le ponía el pie izquierdo junto al otro. Siobhain estaba helada y se quedó agazapada junto a la puerta del taxi. Maureen empujó con suavidad la cadera de Siobhain para que se desplazara en el asiento y volvió a salir. El bolso de charol rojo estaba en la calzada. Maureen hurgó entre el fajo de billetes de veinte libras y encontró un sobre con la dirección de Siobhain.

– Al número 53 de Apsley Street, por favor.

Pero el taxista se negó a llevar a Siobhain sola.

– De ningún modo -dijo-. Está colocada.

Maureen entró en el coche y se sentó junto a Siobhain.

Un Ford azul siguió al taxi a una distancia poco discreta.

La dirección del sobre correspondía a la primera planta de un bloque de pisos de Dennistoun, a tan sólo dos manzanas del Centro de Día. El vestíbulo era triste y oscuro, y estaba cubierto de periódicos gratuitos y propaganda de restaurantes de comida para llevar. Un olor acre a meado y a gato entraba por la puerta trasera. Subieron despacio las escaleras hasta el primer piso. Maureen encontró la llave en el bolsillo de Siobhain. Era de una cerradura de seguridad y estaba sujeta, solitaria, a un llavero astillado de Shakin' Stevens.

Cuando Maureen abrió la puerta, le llegó una ráfaga de olor a brezo. En la mesa del recibidor había un jarrón grande con flores de esta planta. El perfume dulce flotaba en la casa y remitía a un paisaje extenso y brutal situado a cientos de quilómetros de aquel piso pequeño de techos bajos y decoración barata. Los muebles eran de segunda mano pero estaban en buen estado; las paredes de todas las habitaciones eran de un color blanquecino. El único objeto personal que había en el salón estaba encima del televisor: un pequeño marco con una acuarela de un arco iris lila y amarillo. Metida en una de las esquinas del marco, tapando la pintura, había una fotografía de un niño pequeño. Llevaba unas botas de agua rojas, unos pantalones por la rodilla grises y un jersey azul cielo. Estaba de pie en la ladera verde de una montaña en un día de viento, mirando a la cámara con timidez y esbozando una sonrisa triste.

Maureen sentó a Siobhain en un sillón y encendió la estufa de gas. En la cocina preparó dos tazas de té y las llevó al salón. Movió una butaca para sentarse enfrente de Siobhain, que no se movía.

– Siobhain -dijo Máureen-. Siobhain, ¿puedes hablar?

Aún no se movía. Maureen le tocó el pelo. Como no reaccionaba, pasó la mano por delante de su cara y Siobhain parpadeó.

– Siobhain, lo siento mucho. No sabía que iban a preguntarte por lo ocurrido en el hospital. Lo siento mucho.

Siobhain dejó escapar el suspiro más hondo que había oído Maureen, como si todas las Madres de Irlanda hubieran espirado al mismo tiempo. Maureen se vino abajo. La casa no tenía teléfono, así que cogió el llavero de Shakin' Stevens y salió a buscar una cabina.

– Leslie -dijo cuando ésta contestó-. Leslie, he hecho algo horrible.


Leslie le dijo su nombre, pero tampoco consiguió que Siobhain reaccionara. Maureen le indicó que fueran a la cocina.

– ¿Por qué estás aquí con ella? -susurró Leslie con apremio-. Tendría que estar en un hospital.

– No, Leslie, no puedo llevarla a un hospital. Sería su peor pesadilla.

– ¿Por qué no se hizo cargo la policía?

– Si la hubiera dejado en la comisaría, seguro que la habrían mandado a un hospital.

Se quedaron en la cocina y Maureen le contó lo que había pasado.

– Déjame que llame a un médico -dijo Leslie-. Quizá necesite medicación.

Maureen no estaba muy convencida, pero Leslie le juró por su madre que no permitiría que llevaran a Siobhain á un hospital.

Maureen miró en el baño y Leslie en los cajones de la cocina, pero no encontraron nada que llevara el nombre de un médico.

– Vamos a mirar en su habitación -sugirió Leslie.

Abrieron la puerta y, al otro lado de la cama, vieron un tocador antiguo con un espejo triple. Enfrente, en la mesa donde tendrían que haber estado los cosméticos, había un ejército de botes de pastillas dispuestos en pelotones de cinco. Los tres espejos los reflejaban y aumentaban las cantidades. En todas las etiquetas figuraba el nombre del mismo médico.

Leslie bajó a la cabina. Volvió a subir y dijo que el doctor Pastawali no quería ir. Le había dicho que a veces Siobhain sufría estas crisis y que a la mañana siguiente se habría recuperado. Maureen cogió el número y fue a llamarle otra vez desde la cabina.


Se había mostrado tan seca por teléfono que supuso que el doctor Pastawali estaría enfadado con ella pero estuvo dulce y cortés.

– Buenas tardes, señoritas -las saludó cuando le abrieron la puerta-. ¿Dónde está la señorita McCloud, por favor?

Era un hindú de unos cincuenta años y tenía los ojos negros y tristes. Se puso en cuclillas junto al sillón donde estaba Siobhain y le tomó el pulso y la presión. Le estuvo hablando en voz baja todo el rato, le hacía preguntas breves sobre su salud y pasaba a otra cuestión cuando Siobhain no respondía. Al final, consiguió que ella le mirara.

Maureen estaba en la puerta cuando el médico hizo que Siobhain moviera las manos y sacudiera los pies. El doctor Pastawali le cogió la mano y le susurró algo ininteligible.

– Estoy muy cansada -dijo Siobhain en voz baja.

El médico llevó a Maureen a la cocina.

– No va mandarla al hospital, ¿verdad?

– No -dijo él-. Voy a mandarla a la cama.

Siobhain no puso nada de su parte para que Maureen pudiera desvestirla. Después de pasarse media hora haciéndole preguntas y halagándola e intentando con grandes esfuerzos quitarle los pantalones, Maureen se rindió y la metió en la cama vestida. Apagó la luz cerró la puerta sin hacer ruido y volvió de puntillas al salón.

Leslie había encendido el televisor y veía las noticias de la noche. En la pantalla apareció la foto de la boda de Douglas y Elsbeth. La habían retocado para ensombrecer al cura y a Elsbeth y destacar la cara de Douglas. La expresión arrogante de su rostro hacía que pareciera una persona pedante y antipática.

– Qué foto más mala -dijo Leslie mientras Maureen se sentaba en el sofá a su lado.

Estaban entrevistando a Carol Brady frente a la puerta de una casa. Estaba pálida y temblaba de rabia. Se quejaba de la incompetencia con la que las fuerzas policiales de Strathclyde estaban llevando la investigación y decía que deberían concentrarse en presentar cargos contra la persona que había asesinado a su hijo. Ellos sabían quién era y ella también. Pronunció un discurso que tenía preparado sobre las consecuencias desastrosas de los programas de reinserción social y del peligro que entrañaban, no sólo para los ciudadanos sino también para aquellas personas que habían sido reintegradas en la sociedad y que no eran capaces de adaptarse. Cualquiera que estuviera familiarizado con el caso captaría que Brady sugería que lo había hecho Maureen.

Leslie se inclinó hacia adelante y apagó el televisor.

– No tienes suerte, Mauri -dijo.

– ¿Te importa si nos quedamos a pasar la noche? -le preguntó Maureen-. Quiero estar aquí por la mañana por si sigue igual.

– No -dijo Leslie-. No me importa.

Sacaron los cojines del sofá y de los sillones y se hicieron con ellos una cama en el suelo. Leslie apagó la luz y se dispusieron a dormir en el salón. Había corriente. Maureen dejó el busca de la policía a su lado en el suelo y lo tocó cuando se tumbó para asegurarse de que lo tenía al alcance de la mano.

Leslie tenía puesta la chaqueta de cuero pero Maureen sólo podía taparse con el abrigo. Se puso en el lado más cercano a la estufa y la dejó encendida, pero no hacía más que acentuar el frío húmedo que iba calando en las zonas de su cuerpo que no estaban expuestas al calor. La farola que estaba justo enfrente de la ventana salpicada de gotas de lluvia inundaba la habitación con una luz cálida y anaranjada. Maureen estaba tumbada boca arriba y miraba el baile de luz que se formaba en el techo a medida que caía la incesante lluvia.

– Si no hubiera ido a ver a Martin, no le habrían matado y si no le hubiera hablado a la policía de Siobhain, no la habrían interrogado. Le estoy jodiendo la vida a la gente.

– Cállate, Mauri -susurró Leslie adormilada-. No tiene nada que ver contigo.

– Sí que tiene que ver. Es culpa mía. Me lo he tomado como un juego y no sé lo que me hago. Podría estar poniéndote en peligro a ti o a Liam o a cualquiera. Incluso a Siobhain.

– Maureen, por favor, cállate y duérmete.

– No puedo, me siento tan imbécil. Estuve allí un par de horas antes. Fui la última persona que le vio con vida…

– No pudiste ser tú la última, Maureen -dijo Leslie en voz alta y enfadada-. No habrían dejado que te marchases si hubieras sido la última.

– ¿Eso crees? ¿Crees que le vio alguien más después de que yo me fuera?

– Sí. ¿Por qué te importa tanto?

– No lo sé. ¿Crees que tengo buena memoria?

– ¿Para los detalles y esas cosas?

– Sí.

– Tranquila, Mauri. ¿Podemos dormir ya?

– En primer lugar, nunca tendría que haber ido a ver a Martin y menos volver después una segunda vez. No sé en qué estaría pensando o por qué intento encontrar a la persona que lo hizo. No hay nada que pueda hacer, incluso si le encontrara.

– ¿Porqué?

– Bueno, si está relacionado con lo que ocurrió en el Northern la policía querrá hablar de ello con Siobhain y con las otras mujeres, y mira lo que le ha hecho a ella el interrogatorio de esta tarde. Podría matarla.

Leslie se dio la vuelta y miró el techo.

– ¿Así que vas a rendirte?

– Joder, tengo que hacerlo. En el Northern todo el mundo sabía lo de la lista del tipo ese, Frank. Quiero decir que quizá yo he sido igual de torpe en otras cosas.

– No va detrás de la gente a la que interroga la policía, ¿verdad? Va detrás de los que interrogas tú. Eso significa que vas por buen camino.

– Pero incluso si encontrara a quien lo hizo, no podría llevarle a la policía. Necesitarían testigos y tendrían que interrogar a las mujeres. Sólo Dios sabe cómo podría afectarlas eso.

Leslie se giró y la miró.

– No puedes dejarlo -parecía enfadada-. Joder, da igual que no puedas entregarle a la policía, Maureen. Tenemos que asumir la responsabilidad de este asunto y hacer algo para ponerle fin.

– Pero la policía…

– A la mierda la policía. El hecho es que ahora tú eres la persona que más sabe sobre todo esto. No podemos cruzarnos de brazos y quedarnos tan tranquilas, por el amor de Dios. Tenemos que impedir que siga haciendo daño a otra gente.

– Pero no sabría qué hacer.

– Bueno -dijo Leslie en un tono sarcástico-, podemos colgar carteles o algo así. ¿Y si escribimos cartas a los periódicos?

– Vamos, Leslie.

– Nada de «vamos, Leslie». Es el momento de la verdad, Maureen. ¿Te importa de verdad o simplemente te gusta discutir de política?

– No, pero…

– Si de verdad te importa, tenemos que encontrar a este tío y dejarlo fuera de circulación.

– Yo no voy a matar a nadie.

– Si no lo haces tú, lo haré yo.

Leslie volvió a darse la vuelta, cruzó los brazos y se puso las manos debajo de los axilas mientras soltaba gruñidos que reflejaban su enfado.

– Todavía no sabemos si se trata de un hombre -dijo Maureen con cautela-. No sabemos si el violador del Northern es la misma persona que mató a Douglas o a Martin. Por lo que sabemos, los asesinatos los podría haber cometido una mujer.

– Claro que es un hombre, joder -le espetó Leslie-. Lo que te pasa es que no quieres equivocarte.

– Quizá no sepamos nunca…

Leslie se incorporó con impaciencia. El haz de luz de la calle le iluminaba la parte de atrás de la cabeza y le oscurecía la cara. Alzó el dedo delante de Maureen y lo movió con agresividad.

– Tienes que encontrar a ese cabrón. No sólo por ti, sino por Martin y por Siobhain y por todas las otras mujeres, porque puedes apostar lo que quieras a que a ese hijo de puta no lo han pillado cada vez que ha hecho algo de este tipo. ¿Crees que se volvió así de animal haciendo punto de cruz? Se ha estado preparando, ha practicado con otra gente, ha estado ocupado y me apuesto lo que quieras a que la ciudad está llena de mujeres cagadas de miedo por lo que les hizo. Y cuando le encontremos, tendremos que pararle los pies, nada de intentar educarle o de dejárselo a la policía. Digo que tendremos que eliminarlo, joder.

Apartó el dedo de la cara de Maureen y tiró de los bolsillos de su chaqueta. Encontró un paquete de tabaco, lo abrió con un golpecito y se puso un cigarrillo entre los labios.

– Joder, Leslie, por Dios -dijo Maureen y se agarró con fuerza al borde de su abrigo-manta y lo subió un poco-. Cálmate.

– Lo siento -dijo con brusquedad, y hurgó en su bolsillo para buscar cerillas.

– Deberías sentirlo -dijo Maureen-. ¿A qué ha venido eso?

– Lo odio, lo odio.

– ¿Odias el qué?

– Cuando nos vemos tan impotentes, como si no pudiéramos hacer nada. Nos pegan y nosotras decimos «para, por favor». Nos vuelven a pegar y nosotras, «para, por favor». Tendríamos que pegarles nosotras a ellos.

– Pero si recurrimos a la violencia, entonces, ¿en qué nos diferenciamos de ellos?

– ¿Moralmente?

– Bueno, moralmente seríamos iguales.

Leslie sacudió la cabeza.

– Por Dios todopoderoso, joder, Maureen, ¿has pensado bien en ello? Está bien que tú y yo nos preocupemos por nuestra categoría moral. A nosotras no nos dan una paliza cada día de la semana. A estas mujeres las tratan como a una mierda y nosotras fundamos asociaciones y nos preocupamos por nuestra categoría moral. Es de chiste, joder. El movimiento se está convirtiendo en un casa de beneficencia, me cabrea. No somos unas desvalidas, joder, somos unas cobardes de mierda.

Encendió el cigarrillo y Maureen le vio la cara iluminada por la llama de la cerilla. Fruncía el ceño en un gesto de enfado, juntando las cejas con fuerza.

– ¿En qué situación en concreto te cabrea eso? -le preguntó Maureen, y en ese momento estaba segura de que no era por nada que ella hubiera hecho.

– Simplemente me cabrea, ¿vale?

– Vale, pero cuéntame el caso.

Leslie le dio una calada al cigarrillo.

– La verdad es que no quiero hacerlo -le contestó ella y expulsó el humo.

– Bueno, como quieras.

El humo se arremolinó alrededor de la cabeza de Maureen.

– ¿Te acuerdas de la mujer a la que violaron tres hombres en el West End? -le preguntó Leslie en voz baja-. Cuando acabaron, le echaron ácido en la cara.

– Lo leí en el periódico. Fue hace bastante.

– Fue hace dos años y medio. Se llamaba Charlotte. Estuvo en la casa de acogida un tiempo.

– No lo sabía.

– Pues sí -dijo, y chupó el cigarrillo.

– Dame una calada -le dijo Maureen, y alargó la mano para que Leslie le diera el cigarrillo. Cuando se lo pasó, se tocaron las puntas de los dedos un instante y Maureen notó lo fría que estaba su amiga.

– Su marido la pegaba y recurrió a nosotros. Tenía cicatrices en la cara, ya sabes, el tipo de marcas que hacen que te estremezcas cuando las ves. Tenía la nariz aplastada y un ojo más arriba que el otro. Ina dijo que era porque le habían fracturado el pómulo y no se lo habían arreglado, simplemente lo habían dejado tal cual. A veces, veías cómo el pómulo se le salía de sitio cuando comía. Tenía la mejilla toda llena de cicatrices, aquí -dijo Leslie y dibujo un círculo en su mejilla con el dedo-. Los cortes más atroces estaban hechos encima de otros anteriores, por lo que los médicos no habían podido cosérselos. No podían coserlos a nada, sólo a tiras de piel colgando. No pudieron recomponerle la cara, tuvieron que dejar que las heridas cicatrizaran. Eso te demuestra lo chiflados que están esos cabrones. Tienen la sangre fría de volver sobre los mismos cortes por segunda vez. -Leslie le quitó el cigarrillo a Maureen y le dio una calada ansiosa-. Bueno, empezó a mejorar, a recuperarse de verdad. Se apuntó a un cursillo y consiguió un trabajo de jardinera. Iba a montar su propio negocio en cuanto ahorrara el dinero, había ido al banco a exponerle el proyecto al director, todo. Alquiló un pisito y se fue de la casa de acogida. Cuatro meses después leí en el periódico que había habido una violación. La habían cogido en Byres Road por la mañana, se la llevaron a una casa y la estuvieron violando durante ocho horas. Luego le echaron ácido en la cara. Cuando se marcharon, fue arrastrándose hasta el recibidor y consiguió salir al rellano. Dijeron que su estado era crítico. En el trabajo todos hablamos de lo ocurrido y luego vino Annie y nos contó que se trataba de Charlotte.

Leslie hizo una pausa, lo que no era típico de ella, y se frotó un ojo con la palma de la mano. El cuello, largo y delgado, lo tenía doblado hacia abajo y el vello débil de la nuca y los nudos de la columna vertebral que quedaban iluminados por la luz de la farola estaban totalmente relajados.

– Se dirigía a Lanarkshire a trabajar cuando la cogieron. Yo sabía que había sido su marido, todos lo sabíamos, joder. Solía violarla, la cogía en la calle, todo igual… ya se había llevado antes a sus colegas para que la violaran, así que llamamos a la policía y les dijimos que creíamos que había sido él. Bueno, el caso es que Charlotte murió y la policía dijo que no podían hacer nada, que no había ni pruebas ni testigos. El marido sabía que se lo habíamos contado a la poli y empezó a ir a la casa de acogida y ¿sabes lo que hicimos? Nos escondimos. Estuvo ahí fuera cada día durante semanas, joder. Llamamos a la policía y vinieron a buscarle y le dieron un escarmiento pero volvió a aparecer por allí. Se quedaba al otro lado de la carretera, en la parada del autobús, con un ojo morado y el brazo escayolado, mirando a la ventana fijamente, observando a todos los que salían de la casa. Hubo tres mujeres que se marcharon porque no lo soportaban más. Y nosotros nos escondimos, y no voy a hacer lo mismo otra vez, joder.

– Pero elegisteis la opción más responsable -dijo Maureen-. No podíais hacer nada que no perjudicara a la casa de acogida.

Leslie no lo creía así.

– Sí, vale.

– ¿Qué pasó luego?

Leslie se hundió en los cojines.

– Fue a peor. Una de las mujeres solía esperar en la parada del autobús de la carretera y él empezó a hablar con ella. La advertimos, se lo contamos todo, joder. Ella se marchó. La última vez que la vi tenía la cara llena de cicatrices -dijo Leslie, y volvió a tocarse la mejilla-. La misma señal, como si el tío marcara a sus mujeres o algo así. Tenía los ojos vacíos, asustados. Intenté hablar con ella pero salió corriendo.

Leslie se quedó mirando la habitación oscura unos segundos.

– No puedes dejarlo ahora porque se esté acercando y te dé miedo, Mauri. El tipo ese, Martin, era un buen hombre, ¿verdad? Él querría que atraparas al asesino.

– Sí, era un buen hombre pero no quería problemas y yo hice que los tuviera.

– Yo estaré contigo, Mauri, te lo prometo…

Maureen estaba tumbada junto a Leslie con la mano sobre el busca e intentaba dormir.

Leslie tenía razón, no podía huir. Quienquiera que fuese el asesino, sabía que ella había ido a ver a Martin, la habían seguido o vigilado o algo parecido. Podían matar a cualquiera de los suyos en cualquier momento y Maureen no siempre estaría preparada. Si pudiera hacer que el asesino fuera tras ella cuando Maureen le estuviera esperando, cuando estuviera lista.

No podía mancharse las manos de sangre, ni de la del violador ni de la de nadie. Pero aun así, cuando pensó en el tobillo escamoso de Yvonne, supo que no sólo quería detener al hombre que había provocado que lo tuviera así; quería hacerle daño, que sintiera una pequeña parte del dolor que habían sentido las mujeres. Conseguir que no volviera a suceder no era suficiente. Se quedó dormida con la imagen de la mano de Martin sobre su barriga, señalando a la nada.


Se despertó a las nueve y fue a ver cómo estaba Siobhain. Estaba tumbada boca arriba y descansaba las manos y los brazos rechonchos en el cabezal de la cama. Tenía la cabeza hundida en la almohada y la boca y los ojos abiertos, pero no se movía.

Maureen se sentó despacio en el borde de la cama.

– ¿Siobhain? -No se movió. Maureen alargó la mano y le apartó un mechón de pelo de la cara-. ¿Has dormido?

Siobhain siguió quieta. Maureen tuvo una subida repentina de adrenalina y la cogió por los hombros y la sacudió.

– Despiértate, Siobhain, despiértate -le gritó en plena cara.

Siobhain levantó la mano despacio.

– Deja de hacer éso -le dijo, y bajó los ojos para mirar a Maureen-. Ayúdame a salir de la cama.

Maureen retiró las mantas y le puso los pies en el suelo.

Siobhain se levantó y se desvistió despacio. Se quitó los pantalones y la camiseta, cogió un jersey de pico de la cajonera y se lo puso. Estaba recién lavado y era acampado. Se embutió dentro de unos pantalones de nailon lilas y se puso una cazadora azul. Los puños de la chaqueta eran elásticos y le apretaban las muñecas.

– ¿Adonde vas?-le preguntó Maureen.

– Al Centro -contestó Siobhain-. Ahí es donde quiero estar

– Iré contigo -dijo Maureen. Lo dijo porque sentía que era lo que debía hacer: en realidad no deseaba pasarse el día sentada en una silla de plástico en una sala llena de humo.

– No -dijo Siobhain tajante-. No puedo ocuparme de mis cosas si estás ahí conmigo.

Cruzó el vestíbulo arrastrando los pies torpemente y entró en la cocina. Abrió la nevera, sacó un bote de leche y se sirvió un vaso. Untó con margarina cinco rebanadas de pan, las puso una encima de la otra y se las llevó a su cuarto. Se sentó en el tocador, empezó a destapar los botes de pastillas, sacó las que le correspondían y las dispuso delante de ella.

Leslie se movió adormilada en el salón. Se dio la vuelta y vio a Maureen, que estaba de pie en el recibidor oscuro,

– ¿Estás bien, Mauri? -le dijo, se frotó la cara y estiró las piernas. Tenía los ojos rojos e hinchados.

– Quizá tendrías que levantarte, cielo -dijo Maureen-. Siobhain ya está despierta. Se va.

– Oh -dijo Leslie incorporándose-. Entonces, ¿ya está bien?

– Eso parece.

Siobhain ya había acabado de tomarse las pastillas. Había tapado los botes y se estaba comiendo las rebanadas de pan con margarina. Maureen se fue al salón y ayudó a Leslie a colocar los cojines otra vez en el sofá. Siobhain apareció por la puerta y Maureen alzó la vista.

– ¿Te vas, cielo?

Siobhain asintió con la cabeza y se dirigió al recibidor. Oyeron que la puerta se abría. Maureen cogió el busca, se pusieron los abrigos y examinaron el salón para asegurarse de que no se olvidaban nada. Siobhain se marchó y ellas la siguieron. Bajaron las escaleras, salieron a la calle y la alcanzaron en la esquina. Leslie le tocó el brazo.

– ¿Adonde vamos?

Siobhain parecía que no se había dado cuenta de que Leslie la había tocado.

– Siobhain va al Centro de Día -dijo Maureen-. Te acompañaremos -añadió dirigiéndose a Siobhain por si ésta pensaba que estaba hablando a sus espaldas.

Llegaron a la entrada principal y Siobhain entró sin darse la vuelta para mirarlas.

– ¿Está bien, Mauri?

– No lo sé -contestó ella-. Parece que está mejor pero no sé cómo está normalmente.

Maureen esperó un minuto y entró tras Siobhain en el Centro de Día. La recepcionista antipática volvía a estar sentada a la mesa. La cara se le iluminó sólo un instante cuando vio a Maureen.

– Hola -dijo Maureen-. ¿Has visto a la chica que acaba de entrar?

– ¿La gorda? -dijo la mujer en un tono despectivo.

– Sí. Sufrió un shock y me preguntaba si podrías vigilarla, sólo para controlar que no vuelve a sentirse mal o algo así.

La mujer suspiró.

– Bueno, está bien -dijo de mala gana.

– Llamaré más tarde para ver cómo está -dijo Maureen cuando salió.

– Oye -le dijo Leslie-. Me quedan días libres por coger en el trabajo. Podría pedir fiesta hoy y llevarte a dar una vuelta por ahí, si quieres.

– No, tengo que ir a la comisaría. Puede que me pase allí un buen rato.

El Ford azul siguió a Maureen hasta la parada, dobló la esquina y esperó a que cogiera el autobús.

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