11. Shirley

Parecía que cada vez que Maureen iba a la Clínica Rainbow o estaba nublado o llovía. Bajó del autobús, cruzó la autovía vacía y siguió el muro de unos tres metros de altura que conducía a la entrada.

La clínica estaba situada en una vaquería reconvertida, construida en unos terrenos que pertenecían al Hospital Psiquiátrico Levanglen. Era un extenso edificio de una sola planta con despachos prefabricados en la parte trasera, donde se encontraban las oficinas. Maureen entró, pasó por delante de los teléfonos públicos, cruzó el vestíbulo principal y siguió por el pasillo hasta la sala de espera. Las paredes eran amarillas y en ellas había pósters de perritos, gatitos y monos. Cuando estaba llena de pacientes, la sala, animada por sus diálogos histéricos, parecía sacada de un chiste sarcástico.

Justo al otro lado de la puerta de entrada, pasada la mesa de Shirley, había varias puertas cortafuegos que conducían al pasillo donde estaban los despachos de Angus, de Douglas y del doctor Murray. Douglas le había hablado bastante del doctor Murray, normalmente de una forma no muy cariñosa. Se habían peleado por si podían ampliar o no el número de plazas de la Rainbow para incluir a pacientes a quienes se iba a reintegrar en la sociedad después de que hubieran estado ingresados mucho tiempo en un psiquiátrico. Douglas creía que no disponían de los recursos necesarios para hacerse cargo del servicio pero Murray estaba resuelto a dirigir el proyecto y a que su nombre figurara en todas las cartas. Douglas decía que Murray se estaba autopromocionando tanto, que daba asco.

En la sala de espera sólo había una chica joven sentada en una esquina que fingía estar leyendo un maltrecho número de una revista de decoración. Llevaba una cazadora de piel, unos pantalones militares y unas pesadas botas. Parecía que se había cortado el pelo ella misma: lo llevaba corto e irregular con mechones largos que le salían de detrás. Llevaba la manga izquierda de la chaqueta arremangada para mostrar unas marcas furiosas de cortes cicatrizados en la parte interior de la muñeca. Las cicatrices visibles son una buena forma de evitar que la gente feliz se le acerque a uno para hablar. Maureen volvió la cara y se sentó en una silla de plástico pegada a la otra pared.

Había conocido a muchos depresivos en el hospital. Eran una compañía interesante cuando conseguía engatusarles para que hablaran: parecían tener más los pies en la tierra que la mayoría de la gente. Los depresivos, en plena posesión de sus facultades mentales, pueden calcular correctamente sus posibilidades de tener un cáncer, de ser víctimas de un delito sexual o de ganar la lotería. No te decepcionan cuando les conoces.

La puerta cortafuegos que conducía a los despachos se abrió y el doctor Murray entró muy atareado, en la sala de espera con un fajo de archivos. Puso la mitad sobre la mesa de Shirley y se fue hacia el vestíbulo principal con el resto. La chica de los pantalones militares le observó marchar. Maureen deseó que no le estuviera esperando a él. Murray ni siquiera había advertido su presencia. La puerta del vestíbulo se abrió y Shirley entró con una bandeja de hojalata con tazas humeantes, leche y azúcar. Dejó la bandeja sobre el mostrador, levantó la mirada y vio a Maureen.

– ¿Helen? -dijo sorprendida de verla-. ¿Qué haces aquí?

Maureen le hizo un gesto con la mano para que saliera con ella al pasillo del vestíbulo.

– Shirley, no me llamo Helen sino Maureen O'Donnell.

– ¿Eres Maureen O'Donnell? Pero si salió una foto tuya en el periódico de ayer.

– Lo sé, lo sé. La fotografía era de otra persona.

Shirley no se molestó en disimular su incredulidad. Maureen no se ofendió en especial, Shirley habría visto de todo y que una ex paciente se hiciera pasar por la última sádica de la ciudad no estaba más allá de los límites de lo imposible.

Maureen quería demostrarle quién era.

– De verdad que soy yo. Mira.

Shirley echó un vistazo al carné de la biblioteca de Maureen y a su tarjeta de crédito y les dio la vuelta para buscar más pistas en el reverso.

– Muy bien, de acuerdo. Puede que no me creas, pero si damos por hecho que soy quien digo ser, ¿me responderías a algunas preguntas?

Shirley lo pensó.

– No lo sé. No tiene que ver con cuestiones médicas, ¿verdad?

– No, no. Sólo quería saber quién ha podido ver mi historial.

– Bueno… de acuerdo, pero dejaré de responderte si me preguntas cosas raras. Y no quiero que hablemos de Douglas. Si eres Maureen O'Donnell entonces probablemente tú sabrás mucho más sobre él que yo y ya han venido periodistas por-aquí para preguntarme por él. ¿De acuerdo?

– Totalmente, Shirley.

Shirley se relajó y apoyó la espalda contra la pared del pasillo, mal iluminado.

– Bien -dijo Maureen-. Primero, ¿cómo supo la policía que venía aquí al psiquiatra? Yo no se lo dije.

Shirley se quedó callada un momento. Pensaba su respuesta con cautela.

– Lo único que sé es que la policía llamó a seguridad el domingo a primera hora y consiguieron que les dejaran entrar en los despachos.

¿Sabían lo que buscaban?

– Sí, entraron en el ordenador, teclearon el archivo correcto e imprimieron tu historial. Lo comprobé. Fue el único que buscaron.

– ¿Cómo archiváis los historiales?

– Por nombre y fecha.

– ¿El mío estaba archivado por Helen?

– Sí.

– ¿No pudieron utilizar otros datos para obtenerlo?

– No. Funcionamos con MS-DOS. Sólo utilizamos esos dos datos. Nos vendieron el sistema antes de que alguno de nosotros supiera cómo era.

– Así que no sólo sabían que había estado aquí. También sabían qué nombre utilizaba cuando venía.

– Sí.

– No le dije a nadie qué nombre usaba -dijo Maureen mientras guardaba el carné y la tarjeta en la cartera-. ¿Qué tipo de información hay en ese archivo? ¿Están las notas de mis sesiones de terapia?

– No -dijo Shirley, segura-. Es sólo un archivo de tipo administrativo. Sólo tiene las horas de visita, quién te trató, dónde fuiste, cosas por el estilo.

– ¿Cómo pudieron saber que estuve aquí, Shirley?

– Daba por hecho que alguien que trabajaba aquí habría visto la fotografía del periódico, habría recordado la cara de la chica y les habría llamado, pero supongo que eso no es posible si tú eres la Maureen de la que hablan.

– Lo soy, Shirley, de verdad.

:-Bueno, supongo que eso lo aclara todo -dijo Shirley-. No entendía cómo la chica de la foto había podido venir a la clínica en enero pasado sin que yo la hubiera visto nunca.

– Sí, bueno, no vino.

– ¿Ha estado ella aquí alguna vez?

– No, ni por casualidad.

Maureen se mordió el labio. Alguien ya la conocía pero fingía que la había reconocido por la foto del periódico.

– Oí que alguien tenía una aventura con una paciente -susurró Shirley.

– ¿Quién te dijo eso? -preguntó Maureen molesta, como si Shirley hubiera deshonrado a Douglas.

– Una del personal de limpieza.

– Bien -dijo Maureen ansiosa por cambiar de tema.

– Me contó que los había sorprendido. Lo estaban haciendo.

De repente Shirley vio que estaba incomodando a Maureen.

– Lo siento -dijo-, supongo que ahora no tiene importancia. Creía que había sido con otra persona.

Maureen no se lo podía creer.

– ¿Estaban follando en la clínica? -preguntó-. ¿Les sorprendieron en la clínica?

Shirley se mordió el pulgar y pensó en ello.

– Pensaba que se llamaba Iona pero el nombre podría ser falso.

– No era yo -dijo Maureen enfadada.

Shirley se volvió menos cordial de repente y se puso derecha.

– En realidad no sé quién eres. No quiero seguir hablando de ese tema.

– De acuerdo, como quieras -dijo Maureen, sorprendida de que a Shirley la historia no le hubiera impactado más.

– ¿Cuánta gente trabaja aquí?

Shirley lo pensó un momento.

– Unas cincuenta personas, incluyendo los diversos turnos y el personal de limpieza.

– Dios mío, ¿cincuenta?

– Sí. De hecho, podría ser que fueran más. Es un cálculo aproximado.

– Otra cosa -dijo Maureen-. Parece que la policía cree que mi psiquiatra era Douglas y no Angus. ¿Sabes de dónde pueden haber sacado esa idea?

– Bueno, prácticamente interrogaron a todo el mundo. Para serte sincera, estaban todos en la sala de personal mirando el periódico y decían que recordaban a la chica de la foto. Una de las enfermeras dijo que una vez había intentado pegarle.

Maureen sonrió.

– Así que, básicamente, sólo Dios sabe lo que le habrán dicho a la policía.

– Básicamente, sí.

– ¿Seguro que en mi historial decía que mi psiquiatra era Angus?

– Bueno, sí. Tendría que ser así, ya que lo mencionas. No sé por qué la policía piensa otra cosa.

– ¿Y también decía a quién me enviaron después?

– Sí.

– Dios mío, Shirley. Me has ayudado mucho.

– ¿No vas a entrar a ver a Angus? Está muy afectado por lo ocurrido. Le encantaría verte. Podrías llevarle el café.

– ¿Le encantaría verme ahora que estoy involucrada en una investigación por asesinato?

– Helen, te fuiste de aquí y no volviste ni acabaste al otro lado de la carretera, en Levanglen. Por lo que a nosotros se refiere, eres todo un éxito.

Volvieron a la sala de espera. La chica de los pantalones militares levantó la mirada.

– Ya no falta mucho -le dijo Shirley-. El doctor está acabando de comer.

Echó tres terrones de azúcar y una gota de leche en una de las tazas de café y se la dio a Maureen.

– Supongo que recuerdas dónde está su despacho.

– Sí.

Maureen recorrió el pasillo. Pasó por delante del despacho de Douglas y se sintió un poco culpable, como si él fuera a salir en cualquier momento y fuera a enfadarse con ella por volver a la clínica. Llamó a la puerta de Angus y éste le dijo que pasara.

– Hola -dijo mirándola. Parecía que no la reconocía. Se levantó y se le acercó para saludarla-. Hace tiempo que no nos vemos -dijo buscando alguna pista-, ¿verdad?

Maureen asintió.

El despacho estaba oscuro, era acogedor y apestaba a tabaco. Tendría que ser un lugar con mucha luz pero una capa de humo y las persianas medio cerradas hacían que siempre estuviera en tinieblas. Pegados a la pared, había dos sillones de piel con respaldos altos. Estaban separados por una raquítica mesita de café con un cenicero y una caja de pañuelos de papel encima. Detrás del sillón que estaba más alejado de la puerta, había un ficus de casi dos metros de altura. Angus tenía unos cuarenta y cinco años. Le estaban saliendo canas y tenía unas entradas agradables, lo justo para que pareciera un hombre curtido. Vestía como un terrateniente venido a menos, con chaquetas desgastadas de tweed y pantalones de pana viejos. Fumaba un cigarrillo tras otro y su amor por el tabaco había creado un vínculo inmediato entre ambos. Durante sus sesiones se sentaban en los sillones, se inclinaban hacia adelante, se acercaban mucho y fumaban mientras Maureen le relataba los peores episodios de su infancia. Se daban fuego mutuamente y se iban pasando el cenicero. Angus sujetó su cigarrillo con los dientes, se subió las gafas de montura metálica y esbozó una leve sonrisa confusa y expectante, esperando a que Maureen se presentara.

Maureen soltó una risita y le dio la taza de café.

– Shirley me pidió que te lo trajera.

Cogió la taza y la dejó sobre la mesita. Se volvió hacia ella y le estrechó la mano.

El ficus alto estaba precioso cuando Maureen iba a sus sesiones pero ahora las hojas presentaban unas manchas marrones amenazadoras.

– La planta ya no está tan bonita -dijo.

– Sí, lo sé. No entiendo qué le ha pasado. La volví a podar y todo. Creía que podía ser el humo del tabaco pero la lavo una vez al mes. Supongo que, a veces, simplemente se mueren.

Dio un golpecito a una de las hojas sanas con el dedo índice y de repente levantó la mirada.

– ¡Helen! -dijo.

Maureen se rió.

– Por un momento no sabías quién era, ¿verdad?

– No, pero ahora ya me acuerdo de ti.

Apagó el cigarrillo en el cenicero y con las dos manos le cogió la suya, estrechándosela afectuosamente.

– Helen, ¿cómo estás?

– Bien -sonrió.

– Estás estupenda. Espera, siéntate, siéntate. -Hizo que se sentara en uno de los sillones-. Me siento incómodo, no me habría olvidado si hubieras venido en otro momento pero es que ahora… ¿Has oído lo del señor Brady? Su despacho está al otro lado.

– Le han matado.

– Sí.

Maureen vio cómo unas lagrimitas se asomaban a sus ojos. Se sentó y encendió otro cigarrillo con una calada larga.

– Es una pesadilla -dijo en voz baja.

– ¿Erais muy amigos?

Asintió con la cabeza.

– Nos conocíamos desde hacía muchos años. Es inconcebible. Incluso para sus pacientes… Lo último que necesita alguien que sufre una enfermedad mental crónica es tener que volver a contar su caso a un sustituto… Estamos intentando hacernos cargo nosotros mismos pero no estamos en nuestro mejor momento. Ninguno de nosotros es capaz de aceptar lo ocurrido -sonrió con tristeza-. Hemos tenido que cancelar el grupo de apoyo psicológico del que normalmente se hacía cargo Douglas. No queríamos contarles lo que había pasado pero tuvimos que hacerlo.

Angus vio que Maureen tenía las manos vacías y le acercó el paquete de cigarrillos. Maureen sacó uno y alzó la mirada mientras lo encendía. Angus la estaba mirando.

– Ya ves -sonrió-, me acuerdo de ti.

– De hecho, por eso he venido. Por Douglas.

Angus la miró sin entender muy bien a qué se refería.

– No me llamo Helen. Ese es el nombre que utilizaba aquí. En realidad soy Maureen O'Donnell. ¿Te suena de algo?

– Por el amor de Dios, lo he leído en el periódico. Pero había una fotografía.

– Sí, es de mi compañera de trabajo. Se equivocaron al sacar la foto.

Sonrió haciendo una mueca.

– No es propio de los periódicos equivocarse, ¿verdad?

– No sabía que fueran tan incompetentes.

– Han estado acosando al personal de la clínica y a los pacientes -dijo, indignado-. A los pobres pacientes.

– Son unos locos, ¿verdad?

– Así que tú eres Maureen. Quería verte para hablar de la aventura que tenías con Douglas. No fue nada ético por su parte, estaba muy mal. Quería que lo supieras.

– Bueno, los dos tuvimos la culpa, la verdad.

– ¿Os conocisteis aquí?

Maureen le contó que estaba esperando el autobús y que Douglas la había recogido. Dejó fuera de su relato el sexo salvaje y distorsionó los hechos para que Douglas pareciera estar libre de culpa.

Angus sacudió la cabeza.

– No. Eras vulnerable. Teníamos el deber de cuidar de ti y Douglas faltó a él -le apretó la mano-. Estuvo mal.

Maureen notaba el olor a humo de su aliento. Angus le soltó la mano y se recostó en el sillón.

– Le encontraron en tu casa, ¿no? -dijo-. ¿Cómo lo llevas?

– Soy inmune a todo desde que tú me trataste.

Se sonrojó un poco y echó la ceniza en el cenicero.

– Nadie es inmune a un shock como éste -dijo con tristeza-. ¿Sigues con Louisa Wishart en el Hospital Albert?

– Sí.

– ¿Te trata bien? ¿Puedes hablar con ella?

Maureen asintió con la cabeza.

– Sí, muy bien. Escucha, Angus, ¿puedo hacerte una pregunta?

– Dispara.

– Parece que la policía cree que Douglas era mi psiquiatra. ¿Sabes por qué pueden pensar eso?

– Sí -dijo-. Me preguntaron si eras paciente mía pero no te reconocí por la foto del periódico, así que les dije que no. No siempre tenemos los archivos completos y, como están en el ordenador, no podemos deducirlo por la caligrafía de las notas, que es lo que solíamos hacer antes. Espero que les hayas dicho que yo era tu psiquiatra.

– Aún no, pero lo haré.

– Bien. Eso cambiará la forma en que se recordará a Douglas.

– Angus, ¿tienes idea de quién pudo hacerlo?

– ¿Sabes qué? -dijo, suspirando ruidosamente y con los ojos llenos de lágrimas-. No tengo ni puta idea.

Nunca antes le había oído decir un taco como Dios manda. La miró e hizo una pausa.

– ¿Y tú? ¿Sabes quién lo hizo?

El tono de su voz era más alto de lo normal: sonaba como si la estuviera acusando.

– Tampoco tengo ni idea -dijo Maureen en voz baja.

Se acabaron de fumar los cigarrillos rápido y en silencio. Maureen deseó no haber ido.

– Debo seguir con mis consultas -dijo Angus-. Dentro de diez minutos tengo terapia con una paciente y todavía no he revisado mis notas.

Angus se levantó, se dirigió a la puerta y la abrió.

– Siempre que quieras volver a vernos, llama a Shirley ¿de acuerdo?

Maureen quería ponerse a gritar o a llorar o cualquier otra cosa, pero no se le ocurrió nada que decir.

– Yo no lo hice, Angus -le dijo Maureen cuando pasó a su lado para salir del despacho.

– Lo sé -dijo sin sonar muy convincente-. No quería decir eso.

Entró en su despacho, cerró la puerta y la dejó sola en el pasillo.


La parada del autobús que iba a la ciudad estaba justo al otro lado de la autovía, enfrente de la entrada del edificio principal del hospital y del muro largo y alto. Detrás de la parada, en lo alto de un terraplén con hierba, sobresalían unos bloques de pisos de hormigón. Era la parada de autobús donde Douglas la había recogido la primera noche que se acostaron. Una anciana de aspecto dulce, muy maquillada, esperaba bajo la marquesina. Miró a Maureen cuando ésta se metió debajo y le sonrió con amabilidad.

– Esta lluvia -dijo.

– Sí -dijo Maureen y esperó que ése no fuera el principio de una conversación en toda regla-. Es horrible.

La autovía estaba desierta. Al otro lado de la carretera, a la salida del hospital, apareció una figura, una mujer gorda con gafas y el pelo corto, liso y sucio. La chaqueta azul de plástico se le abría para mostrar una camiseta sin mangas de un color dorado brillante y atada a la nuca, que ella llevaba sin sujetador. Aunque lo necesitaba. Sus enormes pechos se balanceaban con inestabilidad por encima de la cintura. Intentaba cruzar la carretera pero se había quedado clavada mirando a derecha e izquierda.

Maureen salió de la marquesina y la llamó.

– ¡Suicida, vamos!

Tanya la Suicida la miró desde el otro lado.

– ¡Ahora puedes cruzar! -le gritó Maureen.

Tanya cruzó hasta la mitad de la carretera y volvió a mirar a derecha e izquierda.

– No viene nadie, Tanya, puedes cruzar.

Tanya reaccionó, cruzó la carretera corriendo y se detuvo justo en el césped de detrás de la parada. Se dio la vuelta, miró a Maureen a través de las gafas salpicadas con gotas de lluvia y alzó un dedo amarillento por el tabaco a un centímetro de la nariz de Maureen.

– ¡Yo te conozco! -gritó-. ¡Helen!

Tanya la Suicida era una mujer eternamente joven y de pelo canoso que, como sugería su apodo, tenía la costumbre de intentar suicidarse. En toda la ciudad la llamaban Tanya la Suicida: todos los servicios de urgencias la conocían o habían oído hablar de ella. Constantemente la sacaban del río Clyde cuando la marea estaba baja, le hacían lavados de estómago por haber ingerido sustancias raras, o la apartaban de las vías del tren en las estaciones principales. Se conocieron en la sala de espera de paredes amarillas de la Rainbow. Maureen estaba histérica y era la segunda vez que iba a la clínica. Había tenido ataques de ansiedad toda la mañana, había mirado mal el reloj y había aparecido una hora antes. Tanya había entrado, se había sentado a su lado y le había contado a gritos la historia de su vida. Era infeliz y no dejaba de hacer cosas malas para que le dieran unas pastillas que la atontaban y engordaban pero que ella prefería porque «no pueden detenerte por estar gorda, Tanya». Era una de las muchas costumbres raras que tenía al hablar: repetía lo que le habían dicho otros sin el ingenio suficiente para plagiarles bien y cambiaba las palabras o la entonación. Tenía que ir a ver a Douglas una vez a la semana y recoger la medicación que le daba la enfermera. No podían darle más de la que le correspondía para una semana porque no se fiaban.

Se acurrucó debajo de la marquesina y le dirigió unas palabras a la anciana que esperaba.

– No veía bien -gritó Tanya- porque tenía las gafas mojadas.

La anciana se dio cuenta de que Tanya estaba un poco loca, no hacía falta ser un profesional cualificado para adivinarlo: tenía una voz estentórea y una capacidad de concentración igual a la de un pez de colores fumado. La anciana volvió la cara y, como si lo hiciera con toda la naturalidad del mundo, se fue de debajo de la marquesina para esperar bajo la llovizna.

– ¿Has visto? -gritó la Suicida, señalando a través del cristal a la anciana nerviosa-. ¡Será estirada!

– Déjalo, Suicida -dijo Maureen.

– ¡Maleducada de mierda!

– No le grites, puede que sea muy tímida.

Tanya meditó la idea un momento.

– Hola. ¿Eres muy tímida?

Maureen la tiró de la manga.

– No, Tanya. Déjalo, ¿vale?

– Es una pena que sea tímida. Se quedará sola. Tienes que divertirte tú sólita, gorda idiota.

El autobús en dirección a la ciudad salió de la nada. Tanya subió, le mostró su pase al conductor y le contó que se lo habían dado porque no estaba bien de la cabeza. El conductor le dijo que ya lo veía y Tanya fue a sentarse. La anciana de la parada rechazó la oferta de Maureen cuando ésta se apartó para dejarla subir primero. Esperó a que se hubieran sentado y escogió el asiento más alejado de Tanya que había.

Tanya la descubrió cuando el autobús se puso en marcha.

– Es ella, la de la parada.

– Sí, ya vale, Suicida.

– ¡Hola!

– Sí, déjalo, Tanya. Ya le habías dicho hola.

– ¿Sí?

– Sí.

– ¡Lo siento!

La anciana miró por la ventana. Tenía el cuello en tensión por el miedo. Tanya se arrimó a Maureen y se puso bien la camiseta de lamé para que no le hiciera arrugas, estirándola por debajo de los enormes pechos que descansaban sobre el michelín de su barriga. Rascó la camiseta para quitar algunos restos de comida.

– Me gusta tu camiseta, Suicida. ¿Dónde te la has comprado?

– En una tienda. Douglas está muerto -dijo.

– Lo sé.

– Su mamá es diputada.

– Eurodiputada.

– Sí, y no pude verle.

– ¿Cuando fuiste a tu sesión?

– Sí. Se había ido.

– ¿A qué hora tienes la sesión?

– El martes a las once, el martes a las once, hora nueva, intenta recordarlo.

– ¿A qué hora fuiste la semana pasada?

– Siempre voy a la misma hora porque no me acuerdo.

– Sí; lo sé, pero ¿a qué hora ibas antes de que te la cambiaran?

– El miércoles a la una, el miércoles a la una.

– Entonces, ¿no tuvisteis terapia la semana pasada?

– No. La policía me dijo que era porque ya estaba muerto. Me pasé horas allí porque Douglas no vino.

– Es una lástima, Tanya.

– Mis vecinos se pasaron el fin de semana golpeando las paredes y tenía que contárselo.

– Es una lástima. ¿Se lo dijiste a alguien?

– Se lo dije a los policías. No escuchan. Me preguntaron por Douglas pero no escuchan.

– ¿Qué quieres decir que no escuchan?

– Que no escuchan. Creen que soy tonta. Me dijo gracias pero vi cómo se reía de mí. Llevaba bigote.

– Conozco a ese policía. También fue muy grosero conmigo.

– Sí, no me gusta… Mi amiga le vio.

– ¿Tu amiga vio al hombre del bigote?

– No. Ella le vio. Ella le vio cuando estaba muerto.

– ¿Vio a Douglas?

Tanya asintió con la cabeza, emocionada.

– Sí -dijo Tanya-. Entonces.

– ¿Era un fantasma?

Tanya la miró con recelo.

– Los fantasmas no existen.

– Es verdad, lo siento, tienes razón. Los fantasmas no existen.

– Los fantasmas no existen. Sólo en la tele.

– Entonces, ¿cómo le vio cuando estaba muerto?

– ¿Qué?

– Tu amiga, la que le vio. ¿Cómo le vio?

Tanya la miró como si Maureen fuera tonta.

– Con los ojos.

Tanya abrió desmesuradamente los ojos y sacó la barbilla hacia fuera, enfadada con Maureen porque le hacía preguntas inútiles.

– Lo tenía delante.

– ¿Cuando ya estaba muerto?

– Sí, cuando ya estaba muerto.

Maureen todavía estaba confusa.

– Lo siento, Tanya. No lo entiendo.

– Estaba muerto y ella le vio.

– ¿Cuándo?

– Cuando me preguntaron…

– No. ¿Cuándo le vio tu amiga?

– Cuando él no pudo verme a mí porque estaba muerto.

– ¿El miércoles a la una?

– El miércoles a la una.

– ¿Cómo se llama tu amiga, Tanya? ¿La que vio a Douglas?

– Siobhain. La veo en el centro de día. Ahora ella también está gorda.

– ¿Cómo se apellida?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Creo que la conozco.

– Ah.

– ¿Sabes cómo se apellida?

– McCloud.

Maureen anotó el nombre en la parte de atrás del billete de autobús.

– ¿Te refieres al centro de día de Dennistoun?

– Sí.

– ¿Siobhain va mucho por ahí?

Suicida resopló.

– Prácticamente vive allí.

De camino a la ciudad, Tanya hizo comentarios indiscretos sobre los pasajeros a voz en grito. Ninguno se dio la vuelta para mirarla. Le contó a Maureen una compleja historia acerca de un pastor alemán que había encima de su televisor y que se rompió. Maureen pensaba que estaba describiéndole una alucinación hasta que se dio cuenta de que el pastor alemán era una figurita de porcelana. Cuando se bajaron del autobús, Maureen la llevó a una tienda de regalos muy elegante y le compró otra.

– Ésta es mucho mejor -le berreó Tanya a un hombre asustado que se encontraba en la tienda-. Lleva correa.

Tanya quería ir con Maureen. Tuvo que explicarle varias veces que iba a la universidad y que Tanya necesitaba un pase para entrar.

– No puedo entrar porque no tengo pase.

– Eso es, Tanya. Necesitas un pase.

– Cómprame uno.

– No se compran.

– ¿No?

– No. Te lo tienen que dar.

– ¿Me darán uno?

– No.

– ¿Porqué?

– Porque eres demasiado alta.

Tanya insistió en esperar con Maureen hasta que llegara el autobús. Maureen subió y le dijo adiós efusivamente con la mano a través de la ventana pero la Suicida no le hizo caso.

En el sótano de la biblioteca, Maureen le pidió ayuda a una bibliotecaria para encontrar las escalas salariales de los psiquiatras. Le sacó una publicación médica de detrás del mostrador. Douglas debía de ganar unas 45.000 libras al año. Le dio las gracias a la mujer y cogió el ascensor hasta el último piso.

Fue pasando los periódicos antiguos y los hojeó para encontrar noticias referentes a la conferencia sobre ecología de Brasil. El presidente la había inaugurado oficialmente el miércoles por la mañana. El artículo iba acompañado de una fotografía de Carol Brady y personas vestidas con ropas caras.

La biblioteca de la Universidad de Glasgow está en un edificio de ocho pisos construido en lo alto de la colina Gilmorhill. Las paredes son todas de cristal ahumado, lo que da a la ciudad, que se halla a sus pies, un aspecto irreal. Se sentó en una mesa y miró hacia el edificio de la universidad neogótica; desvió su mirada hacia abajo, hacia el río, y siguió hasta Govan y el aeropuerto, buscando la fábrica de bombillas de la parte oeste, junto a la autopista. Posiblemente era el edificio más bonito de Glasgow. No podía verlo.

Angus era el único psiquiatra que había conseguido que Maureen se sintiera comprendida, el único con el que había conectado y ahora él pensaba que ella había matado a Douglas. Ni siquiera estaba enfadado con ella. Debía pensar que estaba muy loca. Dobló los periódicos con cuidado y los devolvió a su sitio. Se fue de la biblioteca y cogió el autobús de vuelta a casa de Benny, ansiosa por verle y sentir su amabilidad natural.

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