IX

Bien se entendían entre ellos, aunque al final terminaran destrozándose también los unos a los otros. Sí, el fiel secretario, el perro guardián, acabaría por asesinar a su amo [61]; pero ¿qué importa?, eso no quita para que, desde el primer instante, sus relaciones con él fueran fáciles y corrientes como una seda. Con astucia aldeana, Tadeo había asumido la actitud más pasiva de callar, aguardar, obedecer, hacerse chiquito y abstenerse de toda iniciativa; de modo que su jefe, el Jefe, comenzó a utilizarlo poco a poco, y a probarlo conforme lo necesitaba, para convertirlo pronto en su íntimo e indispensable instrumento, que era, con seguridad, lo que de antemano había proyectado, deseado y querido, sin imaginarse que este instrumento, volviéndose en contra suya, podría serlo de su muerte. En verdad, eran tal para cual. ¡Con qué grosera satisfacción aplaude el secretario las insolencias de Bocanegra, y cómo se regodea en los vulgares triunfos que las debilidades, miserias y vilezas ajenas le proporcionan!

Por cierto, la degradación de nuestro ambiente público no dejaba de suministrar con frecuencia materia abundante para tan abyectos festines. Y voy a reproducir aquí la crónica correspondiente a uno de ellos, extractada del manuscrito de Requena. Este patán (¡que engañe a quien no conozca, como yo los conozco ahora, sus afanes de escritor clandestino!) describe la recepción del Presidente Bocanegra en la Academia Nacional de Artes y Bellas Letras, acto al que también yo tuve ocasión de asistir para presenciarlo desde la tribuna de invitados especiales, y se permite ser sarcástico describiendo aquella orgía de bestialidad y humillación, que a mí, en cambio, me había dejado, lo recuerdo bien, indignado, deprimido, lleno de asco. Insolente, ironiza Tadeo: «Buena, muy buena ha estado la ceremonia. Y el doctor Rosales, que tanto se había desviado por lograr su mejor éxito, puede dormir satisfecho esta noche: los periódicos de la mañana calificarán con justicia de lucidísimo el acto. Nuestro muy ilustre Presidente, que ya era doctor honoris causa, recibe ahora las palmas académicas. Si quisiera, podría ostentar por su turno, o combinados, el birrete de doctor, el espadín de académico, el bastón de mariscal, las charreteras de almirante y hasta, ¿por qué no?, el capelo cardenalicio, como hacen otros muchos jefes de Estado. Pero no, ¡qué va! Nuestro Bocanegra no se paga de baratijas. En lugar de esas galas, el único símbolo de su poder que le gusta exhibir son las espuelas de plata, que jamás se le caen de los talones, aunque jamás se le haya visto tampoco montado a caballo [62]

»Pues así, con sus botas y sus espuelas, y la camisa despecheretada, ha acudido el hombre a sentarse entre los papagayos de la Academia [63]; junto a su digno ministro de Institución Pública (quien en vano había tratado de sugerirle con toda clase de circunloquios la conveniencia de vestir, si no la casaca, al menos un traje de etiqueta) y a la derecha del Presidente de la Docta Casa, nuestro laureado y decrépito poeta don Hermenegildo del Olmo, que se mostraba, si obsequioso y torpe, muy decorativo con la suntuosa pelambrera cana sobre el verde terciopelo del cuello, bordado de ramitas y constelado de caspa. Despatarrado entre ambos, Bocanegra se pasó todo el tiempo que duraron los discursos, y no fue poco, mirando al techo, con los brazos cruzados y la expresión ausente. Pero, entre tanto, la fiesta discurría, como digo, brillantísima. Nadie faltaba, por supuesto. Los plumíferos asignados a la inmortalidad, todos ocupaban sus sillones; y los aspirantes a ingresar, más o menos pronto, en ella, periodistas, profesores de dibujo o literatura castellana, poetas de week-end, se apelotonaban en las tribunas, ansiosos de hacerse notar.

»Es lógico que el Jefe los mire y no los vea, a todos estos plumíferos. Yo mismo, a quien sin duda consideran ellos una perfecta nulidad, negado por completo a las gracias del bien decir que ellos cultivan, soy sin embargo objeto de sus deferencias más cumplidas cuando alguno me encuentra al alcance de su lengua, sólo por mi cargo de secretario del Todopoderoso, y porque saben que el ministro me considera discípulo suyo. Cuando uno era un pobre gato tirado en la cuneta de la carretera, un paria, un ignorante, podía sentir respeto acaso por quienes escriben bonito, y publican versos en los periódicos, y hablan por la radio. A qué negar mi entusiasmo de entonces por las grandes figuras de nuestro Parnaso [64] y, sobre todo, por Carmelo Zapata, quien, negro y todo, quizás precisamente por serlo, es urbi et orbi reconocido y proclamado nuestro primer poeta joven, sin que desde hace cuarenta años decrezca su fama, ni haya soñado nadie en arrebatarle tan honroso título. Cada domingo, en el prestigioso suplemento literario de El Comercio, nos regalaba, entonces como ahora y siempre, sus inigualables tiradas líricas, dignas con frecuencia de la pluma del propio Rubén Darío [65], y por mucho que los maldicientes se rieran de que en la redacción el gallego Rodríguez le tenía que corregir la ortografía y algún que otro verso mal contado, ¿por qué no los escribía el gallego, si tan capaz era? La ortografía y las reglas de composición son, después de todo, conocimientos mecánicos, que cualquiera puede aprender, y nada más que los pedantes como Rodríguez hacen de eso cuestión capital; nada más que los fariseos de la cultura [66]. Luego, con el tiempo, los he ido conociendo, a unos y otros, al negro Zapata y a quienes no lo son, a todos. ¿Para qué hablar? Cada vez que me tropiezo a uno de estos personajes, me pongo a exagerar adrede la rudeza de mis modales y de mi vocabulario. ¿No me tienen ellos por un bárbaro iletrado? Pues que me dejen gozar del espectáculo de sus zalamerías, cuando vienen a bailarme el agua para que les haga cualquier pequeño favorcillo administrativo. No sospechan los infelices que este ignorante, este doctor de secano, como sé que me llaman, si quisiera, podría desplegar condiciones literarias superiores a las suyas. Estoy seguro de que, tras haber publicado unas cuantas pamplinas en los periódicos, ellos mismos se despepitarían, pasado no mucho tiempo, por venir a proponerme los honores del gremio, muy contentos de poder contar en su seno al joven y distinguido secretario de Su Excelencia. Y no veo por qué, si Zapata tiene un sillón de peluche donde depositar sus voluminosas posaderas [67], iban a ser de peor condición mis fondillos. Pero no, jamás se me ocurrirá cosa tal. Por un lado, me da vergüenza la sola idea de participar en esa feria de vanidades; y por otro, me gusta balconear [68] esta clase de espectáculos, como lo he hecho hoy, no desde el salón, ni siquiera desde la tribuna de invitados, sino desde la penumbra de algún rincón ignorado que me permita ver sin ser visto. Así me he divertido a mis anchas contemplando al Jefe tan repantigado, con sus botas altas y la camisa abierta, en medio de la ilustre corporación reunida en honor suyo. Y por cierto, hubiera dado algo por penetrar en el pensamiento de Bocanegra, adormilado ahí como un cocodrilo al sol, mientras, por ejemplo, se despachaba catedráticamente el sociólogo Toño Zaralegui a propósito de las peculiaridades de nuestro idioma nacional, expresión del genio de la patria [69], tan enriquecido por la aportación de las proclamas, discursos y decretos de este hombre extraordinario, Antón Bocanegra, nuestro nuevo académico de número, en cuyo estilo inconfundible y vigoroso, fruto de un espíritu original, late la pujanza de una raza nueva, abocada a los más altos destinos, etcétera, etcétera, etcétera. La cara del Presidente no reflejaba nada. Y, en cuanto a la del doctor Rosales, que era, como yo sabía bien, quien le redactaba los discursos a Su Excelencia, tampoco acusó el efecto de los ditirambos que su colega dispensaba con tanta largueza [70]. Yo, maliciosamente, espiaba, para rastrear en su expresión sombras de azoramiento, de vanagloria, de susto, de algo; pero mi hombrecito estaba tan pendiente de la organización del acto, siempre sobre ascuas, temeroso de alguna falla, que todo aquello le pasó por alto, y ni siquiera pensó que los únicos méritos literarios invocados en el haber del nuevo académico eran obra de su docta pluma.»

Загрузка...