Esta mañana, conforme repasaba yo mis papeles, de pronto me entraron ganas de reír, aquí, solo en mi habitación. Resulta que en esta historia nuestra, que chorrea sangre por todas partes, sin embargo, tal como voy documentándola, parecería tener reservada la raza canina una actuación casi constante, con papeles bufos unas veces, y otras dramáticos; o, si dramáticos es mucho decir, por lo menos, serios. Después del episodio de la perrita Fanny (al que nadie negará carácter histórico, con intervención de las grandes potencias mundiales y fortalezas volantes en juego), un perro deberá ser también ahora el protagonista de cierto pasaje que encuentro en las memorias del secretario Requena, y que considero indispensable reproducir en su integridad, por cuanto ilustra oportunamente -aun cuando no tenga en sí mismo importancia decisiva- algunas peculiaridades del ambiente donde se incubó la actual tragedia de nuestra patria. No necesito subrayar el cinismo y la prepotencia insolente de que hace alarde Tadeo en su relato, y el extremo a que habían llegado las cosas. Sin preocuparse lo más mínimo por presentar la propia conducta a una luz algo más favorable, narra un hecho que le honra muy poco, y lo hace en un tono rebuscado quizás, de desalmada indiferencia, como si se propusiera desafiar a sus hipotéticos lectores. Cuenta que un día, poco después de abrirse las oficinas, compareció en la antecámara don Luisito Rosales, con la pretensión de entrar al despacho del señor Presidente, llevando un perro de la cadena. «Vaya una ocurrencia -comenta el secretario particular-. Por mucho que fuera ministro del gobierno, y preceptor mío, hubiera faltado yo a mis deberes de secretario privado permitiéndoselo. -Pero, doctorcito querido -le dije-, ¿cómo se le ocurre? Yo no puedo dejarlo pasar a presencia del Jefe con ese animal a rastras. Ni lo piense, doctor; ni lo piense… -Me miró con desolación, escrutando todavía en mi cara la posible revocabilidad de mi actitud. Confirmé-: Ni pensarlo -y agregué-: Además, esta mañana no lo va usted a poder ver, ni con perro ni sin perro (pues de pronto me había irritado el viejo imbécil, y ya no me daba la gana). Ahora me sonreía él, conciliador, propiciatorio. Se había resuelto a darme parte de su secreto (pues claro está que en eso había un secreto), y ganarme a su causa. Se me acercó mucho y me dijo con ojillos cómplices en voz muy baja, aunque no había nadie más en mi despacho; me dijo: -Querido Tadeo: este perrito, ahí donde lo ves, es una maravilla, y hará las delicias de Su Excelencia. No te imaginas la sorpresa que le traigo a nuestro gran hombre. Pero tú vas a disfrutar de las primicias. Sí, tú vas a tener ese privilegio. Aguarda. -Echó una mirada alrededor-. ¿Dónde podríamos apartarnos para que veas lo que este animalito sabe hacer?
«Confieso que el demontre del viejo había conseguido meterme en curiosidad. Y como no tenía nada mejor de qué ocuparme en aquel rato, ordené al conserje que no dejara pasar a nadie hasta nuevo aviso, y me fui a encerrar con el doctor y su perro en aquel mismo cuarto de baño presidencial donde por vez primera conocí al caudillo y a su plana mayor [111].
»-Bueno, vamos a ver qué maravilla es ésa -dije, cruzando los brazos cuando estuvimos allí; y me quedé a la espera. Por toda respuesta, el doctor levantó al perrito y lo depositó sobre la mesilla auxiliar que había junto al lavabo, liberado de collar y cadena. Enseguida se puso enfrente y, con un movimiento brusco, alzó los dos brazos. El animalucho, entonces, tenso, a la expectativa, comenzó a abrir y cerrar la boca nerviosamente. Don Luisito escondió, rápido, a la espalda su mano izquierda manteniendo la diestra en alto; y, por fin, hizo con ella la señal que el perro aguardaba. Se oyó un ladridito, seguido de otro, y de otro, y de otro, a compás de la mano del doctor, que marcaba el ritmo; un ritmo lento, solemne y bien medido, al que sucedió luego una serie de ladridos cortos, vivos, militares: en suma, con asombro me di cuenta, no había duda: aquel perro estaba cantando, si así puede decirse [112], o estaba ladrándolo, ejecutaba, en fin, nuestro himno patrio; lo ejecutaba y, la verdad sea dicha, ¡bastante bien! Algo increíble. Había terminado el segundo tiempo; el doctor dejó caer su mano, y se quedó mirándome: ¿Qué tal? me interrogaba, satisfechísimo, con la vista. Yo no expresé nada: se me estaba ocurriendo una idea. Medité unos instantes; luego, le pregunté: -¿Y es ésta la sorpresa con que quiere usted obsequiar al jefe por su cumpleaños?
»En su cara conocí que había atinado: mi idea funcionaba. El cumpleaños del Presidente era de allí a cuatro días: ocasión de grandes festejos; y el doctor se apresuró a declarar, con un brillo de entusiasmo en los ojuelos: -Sí, precisamente; eso es; eso; pero yo quería que tú lo vieras primero; combinar las cosas contigo, programarlo todo, para que la presentación sea un completo éxito. Pienso, por ejemplo, en la ceremonia de la Escuela Politécnica; no sé si ahí, o acaso…
»Estaba excitadísimo; había picado el anzuelo. Le corté: -Conque ése era su plan… Vea, doctor, usted me va a dejar el perrito hasta la tarde. A última hora de la tarde, o bien yo se lo llevo a usted, o usted mismo viene a buscarlo, como prefiera. Tengo que pensar. La cosa es seria.
»-¿Dejarte el perro? De ninguna manera. ¿Para qué quieres que te lo deje? Yo del perrito éste no me separo. Has de saber que yo personalmente le doy de comer y no dejo que nadie lo cuide. Sólo a María Elena, a mi propia hija, se lo encomiendo cuando salgo de casa; ni siquiera de Ángelo me fío, siendo hijo mío también, porque los varones, ya se sabe cómo son.
»Aquello me indignó. El viejo me desconfiaba. -Pero venga acá, don; usted me ofende. Está bueno eso. De manera que acude a pedir mi ayuda, y ni siquiera se fía de mí.
»-Alto ahí, joven; no hay que ser tan susceptible, no hay que sulfurarse tan pronto. En primer lugar, yo no he dicho que no me fíe de ti, sino de mi propio hijo… -¿Y me va a comparar ahora con semejante… con Ángelo? Vamos, doctor, le suplico.
»Quiso sincerarse, y no se lo permití. -Nada, nada -dije perentoriamente, poniéndole al animalito su collar y cadena-; usted, doctorcito, se me marcha ahora, y deja aquí a este sabio bajo mi custodia, que yo me ocupo de disponer las cosas del modo más conveniente para usted.
»En resumen, lo despaché expeditivamente. Todavía escaleras abajo se iba protestando y haciéndome recomendaciones majaderas. -Ya sabes que a la tarde vuelvo a buscarlo.
»Cuando me quedé solo, aún no había pensado lo que haría con el perro. Volví al retrete donde lo había dejado, lo miré y dije: -Conque eres un perro sabio ¿eh? Pues ahora mismo me vas a ofrecer una audición privada del himno nacional-. Y lo planté de nuevo sobre la mesita, con cadena y todo. Yo mismo me reía, viéndome imitar al doctor con los dos brazos en alto. ¡Ahora!, le grité al perro; e hice el gesto de la mano, tal cual había visto que el viejo lo hacía. Pero ¡como si nada! El muy taimado del bicho me miraba fijo, sin abrir el pico ni dar señales de hallarse dispuesto a entonar la melodía. Dos o tres veces repetí la mojiganga con igual resultado nulo. Aquello me enfureció. De un tirón, lo bajé de la mesa. -Así es que su señoría no se digna cantar para este negrito, ¿verdad? [113]. Pues ¡aguárdese, perro sabio!- Salí, busqué en el cajón de mi mesa una cinta y, con mucho cuidado, muy despacio, hice en ella un nudo corredizo; luego fui, le pasé el lazo por el pescuezo, y lo colgué de una percha en el guardarropa. -Así verás quién soy yo. Le presento mis respetos, señor Caruso [114] -y me incliné, mientras se balanceaba en los estertores.
»Cuando a la tarde, y bien temprano, llegó el doctor, yo no sabía cómo decírselo. -¿Dónde está el perro? -me preguntó enseguida con sofocada ansiedad. -Siéntese, doctor; siéntese; ahorita-. Él lo hizo, con una sonrisa que aparentaba absoluta confianza. Pero a la vez quería leer disimuladamente mi cara cerrada y seria. Empezó a charlar, y su locuacidad parecía inagotable. Me contó cómo había conseguido, a fuerza de paciencia, de castigos y recompensas, enseñar a aquel perro a modular el himno. Me dijo de qué manera le había venido la idea. Su primer esbozo, todavía impreciso y medio subconsciente, debió de acudirle cuando, hace tiempo, leyó en las Selecciones del Reader's Digest [115] la bella hazaña de un brasileño, criador de pájaros y patriota, que, mediante hábil, ingeniosa y paciente orquestación, había enseñado a un conjunto de aves diferentes a ejecutar el himno nacional. A mi doctor le había entusiasmado la curiosa noticia, en la que veía una muestra de cómo el hombre puede hacer que la Naturaleza, las especies volátiles y canoras de la selva, reducidas a domesticidad, concierten sus voces maravillosas para cantar la grandeza de la patria. Se lo imaginaba al brasileño parado ante las jaulas, dando la entrada por su orden a las distintas voces…
»-Pero, en realidad, aunque eso haya podido influir, lo que de veras despertó mi inspiración fue…, ni te lo imaginas. ¿Te acuerdas aquel día, en la parada, cuando un perro perturbó la solemnidad del acto con ladridos intempestivos, y yo bajé de la tribuna presidencial a propinarle una patada? Pues entonces fue que se me iluminó el cerebro. Verás: el perro estaba ladra que ladra; ya cansaba; y yo vine a acertar a darle el puntapié justo cuando la banda que tocaba el himno saltaba del andante maestoso al allegro y él empezó a proferir alaridos cambiando también el ritmo. Yo entonces me dije: ¡Caramba! Bueno, así son los grandes inventos de la Humanidad. El resto fue buscar un animalito dócil, inteligente y de buen timbre, y extremar con él la paciencia. Eso hice, y los frutos, tú los has visto. -Se interrumpió-: Bueno, anda, entrégame mi perro, que tengo prisa. ¿Has pensado cómo vamos a presentárselo al jefe? En ti confío, ya sabes. No quiero ocultarte que en ese animalito, al que tantos desvelos he consagrado, tengo cifradas mis mejores esperanzas. Espero de él no otra cosa que mi reivindicación moral. Nada más, pero tampoco nada menos. No pretendo premios, recompensas ni regalos; pero quiero hacer ante el jefe un alarde incontestable de mis dotes pedagógicas, para desmentir la maledicencia de los enemigos y opositores empeñados en desacreditar mi obra e impugnar mi capacidad como ministro de Instrucción Pública. Nada de polémicas en los periódicos, nada de argumentos y contrarréplicas, sino hechos, ¡hechos! Ese modesto perrito, capaz de entonar ante Su Excelencia el himno de la Patria; y todo ¿por virtud de quién? Pues, por obra y gracia de este humilde servidor, de este educador tan discutido y denigrado, del doctor Rosales en persona, quien, según los necios propalan, no tiene idea de lo que es la enseñanza…
»Se echó a reír del disparate. Ahora verían… Y volvió a insistir en que le devolviera su perro. -Vamos ¿dónde está mi valedor, menos irracional que quienes me combaten? [116]
»Estaba excitado el viejo, eufórico, y me dio rabia. -Aquí, doctor, venga por acá -le dije fríamente; y me levanté, encaminándolo hacia el guardarropa. Abrí la puerta y prendí la luz.
»-¿Dónde está? No lo veo. -¿Cómo iba a verlo mirando al suelo? Señalé con el dedo hacia el bulto, que hubiera podido tomarse por una bolsa colgada de la percha. El doctor no dijo ni pío; sólo se le cayeron al suelo los anteojos. Se los recogí, lo saqué por un brazo y le hice sentarse en una butaca, junto a mi sillón. Estaba pálido y me echaba miradas de extravío.
«Entonces yo tomé la palabra y le expliqué mis motivos. Con voz adusta, lenta y bastante firme, le dije, entreverando el tono de reproche dolorido con el de cariñosa protección: -Parece mentira, doctor, que un hombre de sus años y de su experiencia pueda incurrir… Vea, yo le prometí hacer lo mejor para usted; pues eso -señalé hacia la puerta del guardarropa-, eso, doctor, es lo que más le conviene: eliminar el cuerpo del delito. -Hice una pausa-. ¿Se da cuenta -proseguí-, la irreverencia que significa poner el himno nacional en la boca de un perro? Irreverencia no es nada. Se trata, en verdad, de un delito de lesa patria. Sencillamente. Y todavía ¡proponerse perpetrar semejante ludibrio en presencia del Jefe del Estado! Pero, doctor, usted se ha vuelto loco…
»Mientras hablaba, iba observando yo el efecto de mi discurso. El hombrecito estaba anonadado. Me miraba con los ojos vidriosos, trataba de comprender y no salía de su asombro. Proseguí: -¡Qué disparate! ¡Quién sabe si, en lugar de ese pobre bicho, no hubiera sido usted quien se tuviera que colgar de desesperación por los resultados de su impremeditada y ligerísima iniciativa. (Me sentí hablar como él mismo hablaba; no en vano había sido mi preceptor; en las ocasiones serias, adoptaba sin proponérmelo su estilo de elocución.) Porque yo -proseguí-, que soy su amigo, estoy convencido de que sólo la falta de reflexión, y no el espíritu de burla, ha podido inducirlo a usted, todo un ministro del gobierno, a cometer acto tan punible. Por muy contento puede darse de haber tropezado conmigo. ¿Se imagina los titulares del Boletín del Ejército, el comentario del Mangle López por la radio? Pero tranquilícese, doctor, que ha tenido la suerte de dar conmigo… Diga: ¿conoce el asunto alguien más que yo?
»Denegó lenta, tristemente con la cabeza, a la vez que me untaba una mirada canina [117]. Debía de sentirse perdido, el viejo zascandil… Ya estaba hecho el trabajo; asunto concluido. Seguí abundando sobre el tema, para asustar y tranquilizar alternativamente al hombrecito, y hasta conseguí que me diera las gracias -con un apretón de manos y la expresión de la mirada, pues parecía haber perdido el habla. En fin, cuando se dispuso a irse, le di una palmada en el hombro y pude arrancarle una lastimera sonrisa con algunas bromas: -Alégrese, doctor. La oportuna muerte de ese chucho le salva a usted de la horca: lesa patria, pena capital. Y me pasé, como de costumbre, el dedo por la garganta.»