XXVI

Durante mi conversación con tía Loreto, de la que adelanté ya alguna noticia, hubo de quedar flotando en el aire, como quizás se recuerde, un pequeño problema de novela detectivesca, cuya clave por rara ventura poseo. El problema era éste: doña Concha, la Presidenta comunica a su amiga íntima y pariente mía que Tadeo acaba de asesinar a Bocanegra; pero sólo después de formulado este anuncio suena el disparo que había de dejarnos huérfanos de Presidente… ¿Eh? Si me propusiera yo escribir esa novela de misterio, desplegaría toda una serie de hipótesis ingeniosas, como posibles soluciones alternativas, antes de resolverme a ofrecer la verdadera a la voracidad del curioso lector; pero como no se trata aquí de novelas más o menos entretenidas, sino de establecer los hechos históricos, debo apresurarme a informarlo, mediante documentos fidedignos, escuetamente, de lo que en verdad aconteció.

Decía que he llegado a saberlo por una venturosa casualidad. Ni yo ni nadie hubiera conocido nunca el detalle íntimo del drama, si el propio traidor no se encarga de consignarlo por escrito con destino a la posteridad, de la que yo me estoy haciendo ministro. La noche misma del crimen, y mientras se aproximaba el desenlace -¡increíble aplicación literaria la de nuestro cumplido secretario de la Presidencia!-, solito en el silencio de su oficina, garrapateaba el joven Tadeo, acuciosamente, páginas que debían quedar sueltas sobre su mesa, y que esa rara casualidad, cuyo nombre propio mencionaré luego, se encargó de traer a mis manos pecadoras, juntas con todo el resto del manuscrito, tan explotado por mí para la preparación de este trabajo.

«Consummatum est! [175] -clama Tadeo al comienzo de sus páginas postreras. Y aclara-: Ya todo está hecho; no tiene remedio. La recepción, tan brillante como de costumbre, ha terminado; se han retirado a sus casas los invitados, dignatarios diversos, civiles y militares, miembros del cuerpo diplomático, escritores, hermosas damas y apuestos caballeros; y, enseguida, casi de repente, el silencio ha inundado el Palacio, y la ciudad entera. Con la sangre cargada de alcohol y de cansancio, cada cual por su lado, duermen ahora todos en el olvido de cotidianas miserias, afanes y temores.

»Todos, menos yo. Sólo yo, aquí, velo, porque sólo yo sé qué día tremendo será el de mañana. Los periodistas mismos, después de entregar a la imprenta su habitual reseña melosa de la fiesta, descansan tan tranquilos, sin sospechar el ajetreo, la áspera sensación que la próxima jornada les reserva. Pero yo, que estoy al tanto, espero.

»Y ella también. También ella, simulando el sueño, aguarda, entornados los ojos, al lado suyo, hasta que el corpachón dormido y abotargado de Bocanegra empiece a agitarse en los estertores de la muerte [176] que con tanto cuidado le ha preparado la mano amantísima de su cónyuge, y que yo, su secretario particular, su protegido, su hombre de confianza, le he servido disuelta en la bebida.

»Sí, ya se habrá quedado satisfecha ella: cumplido está lo que tanto anhelaba. Y la cosa ha sido, por cierto, muy fácil; en eso tenía razón; hasta demasiado fácil: una vez agregado el líquido (líquido por fin, no polvos) a la garrafa de su aguardiente, él mismo se administraría las sucesivas tomas al reclamarme con la mirada -según su costumbre- un vaso tras otro. Y él mismo declaró por último que la dosis había sido más que suficiente cuando -también según costumbre vieja- empezó a dar señales de pesadez en los párpados, en la lengua, en la mano, esas señales consabidas, a cuyo toque de retreta obedecían siempre los convidados, y algunos de ellos con diligencia tanta que hasta se marchaban sin despedirse del anfitrión, considerando ocioso, o incluso impertinente en su estado, cumplir el mundano requisito. No imaginarían anoche esos comedidos que desperdiciaban así su última oportunidad de estrechar la mano al Presidente Bocanegra. Yo, por mi parte, lo acompañé a su cuarto como quien…

»¡Ay! Si esa mujer leyera mis pensamientos, de seguro se reía de mí. Y ¿no los adivina acaso? Me parece oírla, oír su tono burlesco: ¡Mandria! Con ella no hay quien pueda. ¿Cómo será capaz esa fiera, me pregunto yo, de mantenerse ahí agazapada junto a su víctima, aguardando a ver si los efectos del líquido son tan infalibles como le han prometido?… Bueno; yo, por mí, ya hice mi parte, y ahora sólo me toca esperar. Hasta que ella no dé el grito de alarma convenido para poner en movimiento la tramoya y comenzar la farsa, tengo que estarme aquí. Pero ¡qué largo se hace el tiempo! ¡Qué lentos son los minutos, qué perezoso el reloj en las horas de la noche! A lo mejor, la han engañado, le han vendido acqua fontis en lugar de veneno [177], y mañana la carcajada va a ser homérica [178]. Aunque lo dudo: ¿engañarla a ella? No. Lo que puede haber ocurrido es que también ella le tenga miedo a lo mucho que falta por hacer, y se esté concediendo un respiro; y todavía no se anima a levantar el telón. En el fondo, nadie es tan fuerte como pretende; y acaso en estos momentos está ella sentada junto al cadáver, o parada en la puerta, sin atreverse a desencadenar la acción que con tanto cuidado ha previsto. Por otro lado, quién sabe si Bocanegra habrá pasado, o pasará, directamente del sueño de la borrachera al de la muerte, o si, a pesar de lo que aseguran, una agonía cruel…»

Aquí, a mitad de página, se corta en seco la divagación de Tadeo [179]. Los puntos suspensivos soy yo quien los ha añadido; en el manuscrito no figuran; esa hoja se quedó sin terminar. En cambio, otra hoja aparte acude a explicarnos después -¡bajo tales circunstancias y en aquellos momentos: singular manía!- todo lo que a continuación había ocurrido. Había ocurrido que, en lugar de los gritos convenidos y esperados, mediante los cuales debía ella alborotar el Palacio pidiendo socorro tan pronto se resolviera a descubrir la muerte, supuestamente repentina, de su marido, lo que Tadeo oyó, lo que sacó a Tadeo de sus morosas reflexiones, fue el timbre que Bocanegra tenía instalado en su mesilla de noche para, desde su cuarto, llamar al secretario cuando se le antojara. No hay que decir con qué inmenso sobresalto éste, que ya lo daba por muerto, sentiría la llamada de su jefe: una llamada de ultratumba. Aunque reflexionó de inmediato que era ella; que ella, Concha, y no Bocanegra mismo, tenía que ser quien desde allí oprimiera el botón; y en esta confianza acudió enseguida para ver qué pasaba…

No; ni era manía, ni tampoco una pueril preocupación literaria, que, en la ocasión, hubiera resultado demasiado inconcebible, sino que el joven Requena, sospechándose cogido en una trampa de la que tal vez su instinto le había prevenido aunque en vano, quiso, a todo evento, dejar esas líneas donde constan de su puño y letra los hechos decisivos, con lo cual, si su aprensión resultaba cierta, podrían servir de prueba acusadora contra su cómplice, y vengarlo.

La aparición oportuna de esos papeles explotaría como una bomba llegado el momento. Que fueran a caer, como cayeron, en poder de quien los detentaría medrosamente hasta pasármelos a mí, era algo imprevisible, y que en manera alguna invalida sus cálculos, correctos en principio. De todos modos, y aunque ya no haya lugar a darles curso procesal en los tribunales de justicia -pues ¡buenas están las cosas para lindezas tales!-, prestarán al menos testimonio ante el más alto tribunal de la Historia; y, por su parte, la Historia misma lo ha vengado ya sin necesidad de ellos.

«A toda prisa acudí al dormitorio del Presidente -concluye Tadeo su relato-; pero, en vez de encontrarme allí a Concha, como no dudaba que la encontraría, pues estaba seguro de que era ella quien por alguna razón me llamaba, con quien me enfrenté fue con el propio Bocanegra, visión mortal, medio incorporado en la cama. Sentí que mi expresión se ponía tan cadavérica como la suya: me quedé pasmado, en el marco de la puerta. Muy despacio, muy bajito, fatigosamente, pero sin quitarme de encima aquellos ojos, me dijo: -Ella misma, ¿sabes?; ella misma me lo ha contado todo. Me lo ha contado no más para que, antes de reventar, ¿sabes?, pueda llevárteme por delante. -Se detuvo a tomar aliento, y agregó, ronco: -Pero yo no voy a matarte, no. ¡Vive, desgraciado! -Rebuscó bajo la almohada arañando la sábana con sus uñas sucias, agarró ávidamente la pistola y me la tiró con asco. Yo la alcancé en el aire. La contemplé un momento, alcé otra vez los ojos, y enseguida (ni sé siquiera cómo me vino la idea; quizás para librarme de su mirada) le encajé un tiro. Su cabeza golpeó contra la pared. Y yo entonces me volví hacia el pasillo, esperando que Concha -¿dónde se habría metido ésa…?- apareciera por fin al ruido del pistoletazo.

»Pero no apareció. Ni tampoco voy a buscarla ahora; ¿para qué?; ya no tiene objeto. Me vuelvo a mi oficina, y dejo en este papel noticia de lo sucedido, cosa de que el cuento no quede descabalado. Mi disparo, después de todo, no ha hecho más que precipitar la muerte que ya Bocanegra tenía dentro del cuerpo; quizás, ahorrarle sufrimientos; despenarlo.»

Éstas son las últimas palabras que Tadeo Requena escribió. El resto del cuento, como él lo llama (los cuentos de la realidad quedan descabalados siempre), se conoce, y sólo a medias, por diversas fuentes complementarias. Algunos datos me ofreció, recuérdese, mi tía Loreto. Y ahí está todavía Pancho Cortina que, si le diera la gana, podría ilustrar hasta el menor detalle de los muchos que faltan. Se sabe, por ejemplo, que doña Concha lo llamó por teléfono, aunque se ignora lo que previamente tuvieran tramado ambos; se sabe que acudió él, dejando abajo a sus guardaespaldas; se ignora por qué. Se ignora lo que hizo arriba hasta encontrar a Tadeo; se ignoran las palabras que entre ellos se cruzaran, si las hubo; se sabe, sí, que el otro no pensó o quizás no tuvo tiempo de defenderse…

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