Es así cómo el Ministro Plenipotenciario de España -un funcionario, según puede advertirse, bastante celoso y nada tonto [41]- refiere a sus superiores jerárquicos la muerte del senador Rosales. Que no anduvo descaminado al apreciar el alcance del episodio, bien se ve: el tiempo se ha encargado de mostrarlo. Mucho me hubiera interesado a mí conocer su reacción frente al hecho de que, pocos meses después del luctuoso acontecimiento, el hermano mismo de la víctima tomara posesión de una cartera ministerial, jurando fidelidad a quien, expresa o tácitamente, todo el mundo señalaba como autor moral del asesinato. Pero, por desgracia, en mi descabalada colección de documentos falta -si es que, como doy por seguro, lo hubo- copia del informe correspondiente.
En cuanto a los comentarios que por todas partes se hicieron, aquí en nuestro medio ambiente, sobre el proceder del tal Luisito Rosales, no necesito que nadie me los refiera.
A granel los he oído para todos los gustos y en todos los tonos, desde el indignado hasta el despectivo, desde el divertido hasta el sarcástico. Ni siquiera faltó un periodista, el gallego Rodríguez [42], que compusiera una letrilla, bastante mala por cierto, llena de los cien mil disparates, pero no menos colmada de ironías punzantes, donde, además, había una puntadita de paso para mi tío, el general Malagarriga; puntada injusta en el fondo, pues, aun cuando sea innegable que él había sido el primero en servir, como decía el gallego, a PP, el Padre de los Pelados, aceptando el Ministerio de la Guerra, cosa que yo mismo tuve que desaprobar en su día, el caso de este pobre Antenor no presentaba las particularísimas circunstancias agravantes que hacían imperdonable el de Rosales. La verdad es que si el propósito perseguido por Bocanegra al incorporarlo a su gabinete (me refiero a Luisito Rosales) era, como se suponía, desacreditar y ensuciar de una vez por todas, después de haberla arruinado, el nombre de esa vieja e ilustre familia, nadie dudará que lo consiguió con creces: la rechifla entre las personas decentes fue inmensa, tanto más que el aliento de la envidia atizaba en muchos casos el fuego de la indignación moral.
En contraste, me llamó la atención hallar en las memorias de Tadeo Requena un párrafo donde, incidentalmente, no ya disculpa, lo que en él sería mucho, sino que hasta defiende con pasión (con lo que en tan frío y desabrido sujeto puede llamarse pasión) la vituperada conducta de su preceptor, frente a quien, en otros aspectos, suele mostrarse crítico en exceso. Aquí, hace francamente su apología… Rara avis es el bípedo implume [43]; y más, este espécimen extraño que se llamó Tadeo Requena. A lo largo de su manuscrito, la personalidad más bien insignificante, mínima del doctor Rosales le preocupa, lo obsesiona, e incluso diría que lo fascina. A pesar del fastidio visible que esta especie de sujeción imaginativa le produce, y de la impaciencia con que a veces quisiera sacudirse de ella, vuelve una vez y otra y siempre, gira, y torna, y se da de cara, sin dominar nunca la situación. Cuanto más quisiera afirmarse frente al endiablado viejo, más se siente resbalar en presencia suya; más desconfianza, más recelo muestra. Al principio, lo desconcierta la amabilidad del prócer. Se pregunta, palurdo, si esa benevolencia (condescendencia es la palabra que emplea él) no sería sino una manera de adular al jefe. Y cuando el otro le abre de par en par ante los ojos el cofre de sus tesoros culturales, ve en ese despliegue, no generosidad, sino un deseo de humillarlo, seguro como podía estar el doctor de que su educando, aunque hundiera, ansioso, ambas manos en el arca de tales joyas, siempre obtendría botín mezquino en comparación con lo que debía dejarse allí; y, para colmo, este pequeño botín tenía que ocultarlo todavía como si fuera robado, porque de cualquier manera tales adornos eran impropios de él, y se despegarían de su figura.
No me atrevo yo a negar que tuviera razón el mozo, siquiera en parte, cuando piensa, por ejemplo, que había una fuerte dosis de vanidad en los extemporáneos alardes eruditos del doctor Rosales, y que aquel pobre chiflado (que es lo que en el fondo era el tal Luisito) lo tomaba a él como pretexto para dar rienda suelta a sus fantásticas charlatanerías. Sí, Luisito Rosales había sido siempre un extravagante sujeto, y su muerte confirmaría luego que esa extravagancia tocaba los linderos de lo patológico. En la cortedad de nuestro ambiente, seguía soñando el hombrecito con sus tiempos de estudiante en París, un París ya bastante pretérito, y por si fuera poco, falseado todavía por su imaginación en el recuerdo. Sumido en nuestro crudo trópico, se sentía siempre docteur ès lettres por la Sorbona [44]; y eso es grave. ¿Puede extrañar a nadie que el joven Tadeo no le entendiera? Lo que él esperaba de su parte -y hubiera entendido bien- es la actitud propia de uno de los señores de San Cosme, de un Rosales, que en circunstancias equis toma bajo su protección a un muchacho del poblado, y se pone a instruirlo. Y ese muchacho del poblado, que era él, se ajustó desde el comienzo, casi por instinto, a semejantes expectativas. Pero, para confusión suya, nada fue así: el doctor rompía a cada paso el esquema, y lo dejaba a él danzando en la cuerda floja… Tadeo parece perdido en conjeturas, tratando de comprender por qué el otro se esfuerza, se afana y se esmera con él tanto. Lo que más le desconcierta son las frases ambiguas de aquel loco: nunca está seguro de si habla de veras o en burla; nunca ve claro a dónde quiere ir a parar con cuanto dice o hace…
No es, por supuesto, cosa que ataña directa, ni apenas tampoco indirectamente, al argumento de los hechos históricos cuya documentación y esclarecimiento tienden a preparar las presentes notas; mas, a pesar de ello, recogeré aquí algo de las memorias del secretario particular en cuanto se refieren a su relación con el doctor Rosales y a su contacto inicial con el mundo de los señores, que antes sólo había entrevisto. Exultante de gozo, y con baladronadas que poco encubren el temor, antes lo delatan, cuenta por ejemplo Requena su primera entrada en la casa que el ministro de Instrucción Pública tenía puesta ahora en la Capital. El joven pueblerino ansiaba encontrar allí a los hijos de don Luisito, y temblaba al mismo tiempo ante la sola idea de enfrentarse con ellos; o, para decirlo exactamente, con ella, con María Elena; pues el chico, Ángelo, apenas podía preocuparle. «María Elena -relata luego- me saludó como si jamás antes me hubiera visto. Ahora traspasaba yo esas puertas convertido en brillante promesa; era un distinguido representante de la nueva generación que, vigorizada con la infusión de sangre popular, constituye las mejores esperanzas de la Patria [45], y seguramente creyó generoso de parte suya, y discreto, y prudente, olvidarse del harapiento y del descalzo que quedaba atrás, y no acordarse de haberme observado tantísimas veces desde el balcón o desde detrás de la reja, cuando ella cuidaba al bobo de Ángelo y se entretenía mirando a la calle, mientras yo procuraba, como los demás, lucirme, dándole el espectáculo gratuito de nuestras majaderías, de nuestros alardes, durante las tardes largas y aburridas del pueblo.»
Así escribe; quiere colocarse retrospectivamente por encima de las circunstancias; y hasta mistifica muy a sabiendas [46], pues las parrafadas que cita de los periódicos, y hacia las que afecta un talante irónico, pertenecen a momentos posteriores, son de cuando se publicó su nombramiento para el cargo de secretario del Presidente y por lo tanto no se refieren al pobre gaznápiro que ese insensato de Luis Rosales introdujo aquel día en su casa. Cuenta enseguida que, al presentárselo su padre como un joven de «nuestro» pueblo de San Cosme, ella, María Elena, le echó una mirada límpida y olímpica (dos palabras que, sin duda, aún no había él oído por entonces: otra especie de pequeño anacronismo) [47], mientras que Ángelo (hecho ya un zanguango -dice- con cañones de barba en su cara cretina) dio en cambio muestras de agitado regocijo (¿qué había de disimular el infeliz tonto?), traicionando así la impasibilidad de su hermana.
Impasibilidad falsa, estudiada, y que a nadie podía engañar. «¿Que nunca me había visto antes? ¡Bueno! Ganas me estaban dando de recordarle aquella vez en que nos sorprendió a unos cuantos, pegados a la reja de la ventana, y bien calladitos, cazándole moscas a Ángelo para ver cómo se las comía el muy asqueroso. Huimos, claro, al sentirla acercarse pero todavía estoy viendo la indignación que le ardía en los ojos y le escaldaba la cara, al tiempo que sacudía por un brazo al tal Ángelo, como si nosotros tuviéramos la culpa de que fuera bobo… ¿Se le iba a haber olvidado?»
¡Repugnante escena! Y ¡qué reveladora! La verdad es que yo mismo no me explico para qué tenía Luisito que haber metido así en su propia casa a aquel bellaco; y la única respuesta es que, sencillamente, nuestro hombre estaba medio deschavetado, sin que se le pueda culpar ni de eso ni de nada: era lo que se dice un irresponsable; y tampoco soy yo de los que creen que si había aceptado el Ministerio que le ofreciera el verdugo Bocanegra fue por pura vocación de vileza, sino a lo mejor por mera chifladura, absurdo, disparate, cualquier cosa, lo que menos se piense. Sus motivos eran del todo incalculables. De pronto, se le ocurre un día entusiasmarse con el mozo avispado cuya educación había tomado a su cargo, y, viendo que progresaba tanto y que aprendía con tanta facilidad, ya todo le parece poco: hasta lo sienta a su mesa… La reacción del otro es típica: si aquel señor le daba semejante trato, era para burlarse de él y ponerlo en aprietos. Por lo pronto, se ofrecía la función de circo de su cortedad, de su torpeza, de su falta de maneras, y luego (dos pájaros de un tiro) se propiciaba así para el futuro a quien, sin duda, estaba llamado a prosperar bajo la decidida e inequívoca protección del Jefe.
Tadeo encuentra objetable, cuando no reprobable, todo lo que su preceptor hace. Aun las enseñanzas de que con tanta avidez aprovecha le parecen poco prácticas: «no comprendía -dice- que yo no estudiaba para ser ningún sabio, y que de cualquier manera siempre estaría a punto de mostrar la hilacha [48]. Ignorante y muchacho como era, entendía yo mejor que él lo que me convenía y necesitaba para defenderme en la lucha del mundo. ¿Fiorituras, pamplinas? A quoi bon, monsieur? [49] -le remeda-. Ese barniz de que él hablaba con desprecio era precisamente lo que a mí me hacía falta, y nada más». El estilo de las memorias evidencia, sin embargo, que su curiosidad, su interés, su aplicación y sus dotes rebasaban con mucho los límites de tan sumario aprendizaje. Pero la cosa era hallar censurable, por fas o por nefas, a quien lo acogía y beneficiaba.
Sólo en un punto, como antes dije, encuentra plausible la conducta de Rosales; y es, por cierto, en el cuestionable punto de su aceptación del ministerio. Al joven Tadeo Requena, el hecho de que don Luisito entrara al servicio de quien acababa de asesinar a su hermano el senador, lejos de parecerle una ignominia, o siquiera una debilidad, le revela del modo más inesperado la inteligencia, sagacidad, sensatez y tino de su preceptor. Para él, Rosales demostró ahí un sentido muy agudo de las oportunidades, y se acreditó como persona lo bastante prudente para escarmentar en cabeza ajena, y lo bastante habilidosa para sacarle a la situación el posible partido, acomodándose a tiempo. «El de ministro -reflexiona- no es puesto desdeñable, y mucho menos cuando se ofrece bajo la alternativa de ruina y aun de muerte. El doctor Rosales -añade- supo darse cuenta, antes de que fuera demasiado tarde para él, de que ya hoy nadie puede oponerse impunemente a las reivindicaciones populares, como había pretendido hacerlo, con toda su brutal arrogancia, su hermano mayor, el odioso don Lucas. Y ¿acaso es malo aceptar la realidad?», se pregunta.