XI

«De todas maneras, y por lo que a mí se refiere -continúa Tadeo-, parece claro que el Presidente me tiene cada vez mayor confianza, y que se propone utilizarme en cuantas gestiones, por una u otra circunstancia, le merezcan particular cuidado. Las cuales, no siempre tienen que ser de riesgo, ni tampoco de aquellas que los pusilánimes suelen considerar desagradables. En medio de los actos de tragedia se intercala de vez en cuando, como en el teatro clásico, algún entremés bufo [77].

»A este género pertenece el episodio que pudiéramos llamar del Niño raptado, en cuyo desenlace me tocó a mí participar por especial encomienda del Jefe del Estado, cuando ya llevábamos toda una semana de chismes, comidilla y sensacionalismo. La noticia de que había desaparecido un Niño Jesús de la Exposición Nacional de Artes Populares y Folclore Nativo, organizada por el Instituto de Artes, Ciencias y Letras de la Nación (o, dicho en menos palabras, por Tuto Ramírez), corrió la ciudad como reguero de pólvora, y saltó de inmediato, cómo no, a los titulares de los periódicos. Por supuesto, el kidnapping [78] se descubrió enseguida, ¿no había de descubrirse? La Exposición constaba, creo, de sólo veintiocho piezas en su género, hoy entregadas en custodia al Museo; entre las cuales, nueve Niños Jesuses en la cuna, tres sets [79] de Reyes Magos, cuatro Cristos, otras tantas Vírgenes, y lo demás, santos surtidos, todo ello imágenes de factura popular, es decir, obra de paisanos mañosos, quienes, durante la época de las lluvias, matan el tiempo y distraen la forzosa ociosidad tallando con su navaja en palo blando esas figuritas que, no vacilo en confesarlo, a mí me parecen una porquería, aunque ahora le haya dado a la gente por admirarlas con los ojos puestos en blanco… Pues, como digo, el robo del Niño Dios se descubrió de inmediato. Y -lo que es más- tampoco tardó en saberse el nombre del raptor.

»Lo grave del caso es que el raptor no era, según hubiera podido conjeturarse, ni uno de tantos escolares como se hizo desfilar por la Exposición, ni un vulgar ratero, ni siquiera un cleptómano conocido, como don Serafín Lovera, sobre cuya persona recayeron sospechas en un primer momento, sino -quién lo hubiera pensado- una de nuestras primeras glorias nacionales: el poeta y académico Carmelo Zapata. Cómo se averiguó, no podría precisarlo; lo único que sé es que el rumor era cierto; pues cuando -convertido en voxpopuli [80]- llegó a ser tan denso como para que nadie pudiera ignorarlo, el ilustre poeta acudió espontáneamente, a la hora de cerrarse el local de la Exposición, portando en la mano un paquetito misterioso, preguntó por el señor Secretario, y -encerrado con Tuto en su despacho- le hizo entrega solemne de lo que resultó ser, no precisamente la imagen sustraída, sino un precioso Niño Jesús, de escayola, sobre cunita de bien pintadas pajas, comprado por él -explicó- en la santería para sustituir a ese mamarracho -así dijo- que, en señal de protesta, y por motivos de reverencia y de decencia pública, se había creído obligado a retirar de la Exposición, sustrayéndolo a la mirada incauta de nuestras púdicas doncellas y matronas, así como de la inocente población escolar que, a diario, etcétera, etcétera. Ya es conocida la verborrea del Gran Vate, nunca corto en palabras. Tal fue la explicación de su acto: por motivos de reverencia y de decencia pública. En cuanto a estos motivos, sólo más adelante deberían esclarecerse. Por lo pronto, Tuto Ramírez, en su carácter de secretario de la Exposición, se negó, y con razón sobrada, a hacerse cargo del Niño Jesús sustituto, alegando que la figurita, por muy linda, y agradable, y perfecta que fuese, como producto al fin de la industria moderna aplicada a servir el gusto religioso de nuestra época, de ningún modo podía reemplazar allí a una obrita, modesta si se quiere, pero de neta inspiración popular, cuyo valor -declaró con énfasis- residía precisamente en el tosco candor de un artista desconocido, humilde exponente del genio de la raza [81]. Entonces Carmelo, que también tiene el suyo [82], montó en cólera y, con los ojos revueltos de negra furia, le replicó a Tuto, según parece, que sólo por respeto a lo representado no le estrellaba aquel Niño Jesús en la cabeza, o se lo metía por los hocicos; pero que supiera de todos modos que él no pensaba, en ningún evento, restituir aquella vergüenza impía. -Está bien; como usted prefiera, don Carmelo -le respondió Tuto pálido de rabia-. Yo, con llevar el caso a la Superioridad, me doy por cumplido. Y, muy digno, se puso a arreglar papeles sobre su mesa para desentenderse de la presencia del poeta; quien, muy digno también, se retiró a su vez dando un portazo. A Tuto Ramírez, claro está, le faltó tiempo para venir con el cuento a la Superioridad. Y la Superioridad, que tiene bastante mala entraña, comisionó a su ministro de Instrucción Pública, don Luisito Rosales, para que entendiera en el asunto y rescatara la obra de arte sustraída. Cada vez que el Jefe convocaba especialmente a su ministro, este pobre entraba a su presencia medio azorado. -¿De qué se trata? -me había preguntado al pasar por delante de mi mesa en la antesala; y yo, por toda respuesta, le gasté la broma habitual: me recorrí la garganta con el dedo pulgar de la mano derecha, dando a entender: estrangulación. Enseguida, con el mismo dedo, le indiqué la puerta de Su Excelencia y, siguiendo las instrucciones de éste, me colé tras él en la sala. Cuando mi don Luisito oyó al Presidente confiarle semejante encargo se tranquilizó primero, y luego se sobresaltó: -¿Yo? -protestó, asustado. -Usted, claro; pues ¿quién si no, señor ministro? -le replicó Bocanegra con gran cachaza-. Usted, doctor, tiene que averiguarme bien los motivos que han inducido al Liróforo Celeste [83] a perpetrar su hurto, y persuadirlo luego de que, por el bien de la Patria, nos devuelva el santito, y todo se quede en mera broma. -Está bien, está bien; pero usted sabe, Jefe, cómo se las gasta Carmelo; usted no ignora que en punto a educación el Gran Vate no hila muy delgado. Va a negarse, porque tiene mucha soberbia, y hasta si se tercia me va a faltar al respeto… -Don Luisito quería darle a su resistencia un tono semijocoso. -¡Ah, eso no! ¡Ah, eso nunca! -exclamó con sorna el Presidente-. Usted, doctor, si tal llegara a ocurrir, que no lo creo, le amenaza con llevar el asunto al Juzgado, por la vía criminal, y ya verá cómo el Vate se me raja. Sí, doctorcito, se me raja, créalo, no lo dude. Además -concluyó-, para cualquier lance, hágase acompañar de Tadeo Requena, que es joven y fuerte. Ya lo oyes -añadió, dirigiéndose ahora a mí-, tú vas a acompañar al doctor.

»Lo que él quería era tener a alguien que le contara la escena, para gozarla y reírse; pues, tras el primer acto cuyo desarrollo le había referido Tuto Ramírez al detalle, se la prometía muy sabrosa. Y ¿quién mejor testigo que yo, su secretario fiel?… Mi trato con Carmelo Zapata se había reducido hasta entonces a casi nada, si bien su nombre, su personalidad y su obra me eran conocidos desde mis tiempos de paradisíaca inocencia literaria, cuando en San Cosme el gallego Luna me prestaba los números atrasados de El Comercio dominical para mi solaz y recreo como él decía. Luego, en la Capital ya, durante la época de mis estudios, don Luisito Rosales consideró sin duda que contribuiría poderosamente a mi educación conocer al Gran Vate, cuyos versos traía yo aprendidos del pueblo, y me envió un día a visitarlo, previos arreglos telefónicos e invocación del alto interés que mediaba en hacer pronto de mí un hombre de pro. No me avergüenzo de la emoción candorosa con que me acerqué entonces al santuario de las musas. Carmelo Zapata era alguien; tras haberme hecho esperar un tiempito razonable, me había recibido, sentado, pluma en ristre, ante su escritorio, entre el reluciente yeso de una bonita Victoria de Samotracia, a su derecha, y el famoso cenicero artístico que, adornado con un Don Quijote a caballo, le habían obsequiado las damas del Ateneo Pedagógico en la ocasión memorable y reciente de sus bodas de oro con la Poesía, tan celebradas por el país entero. El bardo me acogió benévolamente, cuando una tos mía lo sacó de la meditación en que se hallaba sumido; fue amable conmigo, paternal; y en pocas pero bien pensadas frases me adoctrinó sobre la importancia que el poeta tiene para la sociedad, de la cual él es alto exponente, alma y verbo. -Desdichados los pueblos -clamó-, desdichadas las naciones que no saben reconocer, honrar y venerar a sus Vates… -¿Y eso es todo lo que te ha enseñado Carmelo? -comentó luego el doctor Rosales, cuando le hube referido la entrevista. No volvió a enviarme más a su casa, y optó -muy satisfecho en el fondo- por instruirme él mismo en las Bellas Letras, con sus pesadeces griegas y latinas. Ahora, años más tarde, Bocanegra lo obligaba a bregar con el Vate en el enojoso asunto del Niño Jesús perdido y hallado en poder suyo, al solo fin de divertirse con el enredo, y me enviaba a mí como testigo, relator y cronista privado.

«Pero el espectáculo no resultó, sin embargo, tan divertido como Su Excelencia se prometía. Por lo pronto, el pobre don Luisito dejó pasar todo aquel día sin tomar providencias; y sólo al siguiente inició la temida operación, interponiendo el hilo del teléfono entre su cara timorata y la bemba del Vate: que se había enterado del incidente de la Exposición, y le quedaría muy agradecido si, cuando buenamente le fuera cómodo, venía a darse una vueltita por su despacho para buscarle al caso una solución amigable. El poeta, a quien el Niño Jesús se le había convertido entre las manos en una papa caliente [84], se personó de inmediato, portando, no uno, sino esta vez dos paquetitos, que depositó al entrar, juntos, sobre la mesa donde yo escribía, o fingía escribir, a su llegada. Por lo visto, traía ánimo de avenirse; su acritud era conciliadora, o así me pareció en el primer momento. Explicó que, durante su visita a la Exposición había sufrido un verdadero shock al darse cuenta de la indecencia con que estaba representado el Niño Dios en una de aquellas imágenes; y por consiguiente -no de modo subrepticio, eso era una vil calumnia, sino más bien con ostentación y alarde, como lo demuestra el hecho de que todo el mundo lo supiera- se apoderó de la sacrílega imagen, y… -Pero veamos el quid ¿De qué se trata? Sépase de una vez la razón… -apremió el doctor Rosales. Entonces nuestro hombre, sin decir más nada, desenvolvió uno de los paquetitos que había dejado sobre mi mesa y, cuando lo hubo descubierto (era, desde luego, el Niño robado): -Vea, señor ministro -dijo-: éste es el quid. Y se quedó aguardando con triunfante y, en el fondo, un tanto inquieta expectativa. Don Luisito se encajó los lentes, contempló el objeto y, después de observarlo un rato, preguntó: -¿Qué tiene de particular? Muy bonito no lo es, desde luego; es un adefesio [85], pero¡como los otros!; ni más ni menos.

»En el silencio, en la atmósfera, percibí la indignación desconcertada del poeta Carmelo. Se volvió a mí (yo fingía siempre ocuparme de mis cosas), y apeló: -Venga, joven, hágame el favor, que el señor ministro es medio ciego; vea usted por sus propios ojos. -Me acerqué a la imagen, hacia la que Zapata señalaba ahora. El dedo del poeta apuntaba, rígido, a la entrepierna del desnudo Infante. En verdad, debo confesarlo, aquello era un poco exagerado, bastante exagerado. La figurita había sido favorecida, no por la naturaleza, pero por la fantasía del artífice, con demasiado pródigos atributos de una virilidad que en edad tan tierna hubieran debido reducirse a mera e insinuada promesa, nunca desplegarse en realidad tan cumplida. -¡Ah, eso! -exclamó ahora el doctor, al tiempo que yo soltaba la risa. Seguramente la navaja del rústico escultor había tropezado ahí con algún nudo de la madera y, en la alternativa había preferido pecar por carta de más, antes que por carta de menos: eso era todo. Pero el Vate estaba indignadísimo, más quizás que por mi risa, por la débil reacción del ministro. -Comprenderá usted -argumentó, cargado de razón- que esto es una irreverencia insufrible; y yo, como buen católico, no estaba dispuesto a consentirlo. Por eso fue que me llevé la cosa a casa, y luego, para que nadie pueda echarlo a mala parte, ni sospechar un interés mezquino, ni pueda hablarse (¡qué estupidez!) de hurto, he comprado para regalársela al Museo, esta otra imagen. -Y aquí, mientras lo decía, deslió el encantador, beato Niño Jesús adquirido en la santería, con su manita regordeta bendiciendo, y cubierta la barriguita por delicado cendal… -Pues lo siento mucho, mi ilustre amigo; créame, que lo lamento en el alma; pero el trueque que usted propone no puede aceptarse, dado el estado a que ha llegado este asunto. Y va a permitirme que le haga el reproche de haber procedido en él con demasiada ligereza e impremeditación-. Era evidente que el doctor Rosales, con la vista huida, medía sus palabras; pero yo observaba en la cara de Carmelo Zapata que, pese a tanta precaución, eran veneno para nuestro laureado poeta, quien se iba poniendo de color ceniza. -Su objeción -siguió el doctor-, su objeción contra esa imagen es, desde luego, muy respetable, aunque, la verdad, yo no acierto a descubrir malas intenciones, sino acaso impericia, en quien la ha tallado. Pero, de todas maneras, usted pudo dirigirse discretamente al Secretario del Instituto, o a mí mismo, y nosotros… -De modo -interrumpió el Vate en mi estallido de soberbia-, de modo que encima se permite usted llamarme indiscreto. Era lo que faltaba -gritó, furioso, con las pupilas encarnizadas-. Pues sepa usted, señor ministro, que tendrá que responderme de esa injuria en el campo del honor. Le enviaré mis padrinos.

»Ante tal salida, me volví a observar con curiosidad a mi don Luisito; y lo vi que, desde su anonadamiento, se erguía con un desconocido relámpago de ira en los ojos. Pero sólo fue un chispazo; de inmediato, en tono ligero, familiar y terriblemente sosegado, le replicó: -Mira, Carmelo, escucha; me vas a hacer el favor de no ser tonto [86].

»Nunca lo hubiera esperado. Uno trata a las personas tiempo y tiempo, pero nadie sabe nunca lo que cada cual puede llevar oculto en el buche. Carmelo bajó la vista al suelo, donde relucían sus botines, y dejó pasar un rato más que mediano antes de resolverse a decir nada. Lo primero que dijo, y lo dijo con una voz entre pesarosa y reflexiva, fue: -Pues esto no puede quedar así. Si usted no se bate conmigo, tendré que desafiar a Tuto Ramírez.»

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