¡Buena caja de sorpresas es el mundo [17], y bien de ellas encierran las tales memorias! ¡Quién lo hubiera adivinado! Pocas son las cosas que se escapan a mi observación en esta desconocida Atenas del trópico americano [18]. Reducido por mi enfermedad al mero papel de espectador, desde mi butaca veo, percibo y capto lo que a otros, a casi todos, pasa inadvertido. Son las compensaciones que la perspectiva del sillón de ruedas ofrece al tullido. ¿Se imagina a un ratón que, asomado a su agujero, o a un canario en su jaula, pudiera tomar nota de cuanto, descuidadas, hacen y dicen las gentes? Quieto en un ángulo del café, mientras los demás van y vienen, o instalado acaso tras los jugadores de billar que, al inclinarse para perfilar con esmero sus carambolas, me muestran el fondillo de sus pantalones, he corrido yo más mundo, y más cosas he visto, que otros apurándose, desalados, de un lado a otro. Pero, con eso y todo, he de confesarlo: el joven secretario Tadeo Requena me dio el gran chasco. Ahí, el ratón y el canario fallaron: descubrir las memorias fue para mí un asombro del que todavía no salgo. ¿De modo que este sujeto gris, callado, inteligente sin duda, pero brutal, y sobre todo frío como un lagarto, despreciable en definitiva; esta especie de arribista desaprensivo, acabado ejemplo de la mulatería rampante que hoy asola el país, resultaba ser en el secreto de sí mismo nada menos que todo un señor dotado de aficiones literarias; y no sólo eso, sino un crítico implacable de la sociedad en torno suyo, muy capaz el hombrecito de darle a sus rencores la forma del sarcasmo; que pertenecía en fin a la clase de individuos que se permiten la extravagancia, sólo disculpable para un inválido, de emplear sus horas sobrantes en garrapatear y emborronar hojas y más hojas, por el puro gusto de delatarse, traicionarse y venderse; quiero decir que, en el fondo, era uno como yo, un animal de mi especie [19], un congénere mío? Si en lugar de caer en mis manos por pura casualidad, el montón de papeles va a parar en la basura, como hubiera sido normal en los tiempos que corremos y con el desorden que hoy reina en todo, ¡adiós para siempre Tadeo Requena! Junto con su cuerpo acribillado a tiros, se hubiera enterrado su nombre oscuro, y una parte de la historia contemporánea, si no importante para el resto del mundo, al menos curiosa y aleccionadora para nosotros y, hasta cierto punto, ejemplar. Pues es lo cierto que estas memorias constituyen la pieza maestra en la serie de documentos que estoy reuniendo y que me propongo extractar aquí como base de mi futuro libro.
Hay en ellas, por supuesto, bastantes cosas que, o no vienen al caso, o a veces diluyen lo interesante en multitud de pormenores triviales o accesorios, sólo relacionados con el autor mismo y sus preocupaciones; pues el tal sujeto era de veras egocéntrico, bajo aquella apariencia entre feroz y servicial que lo había convertido en el perro guardián del Presidente [20]. De su manuscrito me prometo omitir o resumir todo lo que no afecta al curso de la vida pública, aun cuando, para empezar, y aquí mismo ya, no me resistiré a reproducir algo del relato que hace sobre los orígenes de su buena fortuna y la manera como le aconteció venir -o, mejor, ser traído- a la Capital (a la Corte, pudiera haber dicho; y aún me extraña que no pusiera a contribución el joven Tadeo aquella cultura precaria y apresurada que el doctor Luisito Rosales le había hecho ingerir, y que él, aunque pretenda disimularlo con desdenes, ingurgitó sin duda ávidamente, para invocar en ese punto los antecedentes ilustres que la Historia -con mayúscula- ofrece a su raro destino; sí, me extraña que, en su manía de grandezas, no le acudiera a las mientes, digamos, la halagadora comparación, que resulta obvia, con el famoso e imperial Donjuán de Austria [21]…). Da comienzo a sus memorias el secretario Requena -lo cual no es mala idea, y prueba lo seguro de su instinto literario- con algunas reflexiones generales, o lugares comunes, acerca de la vida humana y de lo incalculable de la suerte. «Inescrutable» es la palabra pretenciosa que emplea y repite. Exclama: «¡Si de veras pudiera uno leer el porvenir!…»; y esta exclamación, este suspiro, es la primera frase que trazó su pluma, para seguir lamentando enseguida que las señales del destino, borrosas siempre, suelan a menudo ser engañadoras; que muchas veces emprendes algo bajo lo que consideras excelentes auspicios, y luego todo te sale al revés; aun cuando, con frecuencia, también aquello que al pronto te había parecido una desgracia cambia a lo mejor de sentido y resulta una bendición, de modo que viene a confirmar por último los signos iniciales; así que, en definitiva, nunca se sabe… El pobre Tadeo Requena lo escribe, es claro, para abrir con cierta dignidad retórica el tema del fabuloso giro de su fortuna y subrayar lo mucho que para él tuvo de cosa inesperada, de sueño increíble [22]. «Yo era entonces un mero desgraciado, nadie; menos que nadie, nada. Desde mi actual posición condesciendo más de una vez, no sin complacencia, a reconocerme retrospectivamente en aquel abandono. Ni conciencia tenía, Dios me valga, de mi estado miserable; ni cuenta me daba tan siquiera, pues mi suerte era al fin la misma suerte negra de tantos otros, de todos», explica.
La verdad es que su pasmo un tanto retórico ante las inesperadas vueltas del mundo hubiera podido crecer aún más, y bien amargamente, en ponderaciones si antes no viene la muerte a cortar el hilo de sus puntuales memorias. Los acontecimientos postreros fueron de veras pródigos en posibles y muy dramáticas ilustraciones del tema. Pues ¿quién le iba a haber dicho, por ejemplo, al Presidente Bocanegra que su iniciativa de recoger, educar y tener consigo a ese joven Tadeo ejercería influencia tan funesta sobre el tinglado de su poder y de su reputación terrible, arruinado de un solo golpe? Quizás la mirada mortal que el caudillo echó a su secretario -la mirada última, entre estertores ya- estuvo fijada sobre el recuerdo de la fecha y ocasión en que encargara a un hombre de su confianza, el entonces comandante y hoy coronel Cortina, de ir al poblado de San Cosme, y buscar al muchacho y traerlo enseguida a su presencia… En cuanto al propio Tadeo, ¿cuándo hubiera podido imaginarse este infeliz que el mismo hombre, el mismo Pancho Cortina que fue a sacarlo del pueblo en cumplimiento de órdenes superiores, ese comandante Cortina, objeto visible de su admiración desde el primer instante, sería por último quien habría de matarlo a él como a un perro, poniendo así también el epílogo (un epílogo de sangre, escrito con la pistola) a estas memorias en cuyo pórtico aparece como ángel mensajero y custodio? Sí, desventurado Tadeo Requena: tú mismo ignorabas hasta qué punto es imprevisible el curso de la humana existencia, y qué tremenda verdad encerraban las frases y artificios de literato aficionado con que diste comienzo a tus memorias…
Después de ese exordio, no inoportuno ni torpe, aunque tampoco original [23], entra el autor con gentil andadura en el relato directo. Sin más preámbulo, comienza ahora a contar su vida el futuro secretario. Dice así (y transcribo): «Alrededor de diecisiete años o dieciocho debía de tener yo por entonces. Era ya hombre crecido, y no hacía nada de provecho. Pero ¿qué podía hacer? Trabajo, allí no lo había; el pueblo, como el país entero, dormitaba; las gentes hablaban despacio, se movían despacio; muchos se iban yendo a echar el bofe en las factorías holandesas, algunos, con más suerte, alcanzaban a llegar hasta los Estados Unidos, y allí se quedaban para siempre. Yo sabía que también, un día u otro, pero pronto ya, tendría que irme a mi vez y buscarme la vida; más, por el momento, prefería no pensar en nada y me pasaba el tiempo papando moscas como un idiota. ¿Hubiera podido sospechar, soñar siquiera, lo que me aguardaba? El Presidente Bocanegra significaba para mí por aquel entonces poco más que esa imagen bigotuda, con una banda terciada al pecho, que se repetía en las paredes de todas las cantinas, en la panadería, en la comisaría, en la escuela; ese retrato sempiterno, y un aura remota de poder incontrastable, hecha de los más vagos temores y esperanzas; cuando de pronto, cierto día, increíblemente, yo, como por arte de magia, me veo llevado ante su presencia… Serían dos de la tarde, o poco más; y, medio recostado a la sombra, contra el quicio, aguantaba yo el calor, a la puerta del almacén del gallego Luna, junto a la plaza. De pronto, se oye estruendo de motocicletas: la policía. Estiro el pescuezo: uno, dos guardias; enseguida, un jip, y dentro del jip un oficial. Despacio me acerqué a curiosear, como todos. ¡Demonio! ¡Si era a mí a quien buscaban! Cuando el jefe, asomando la cabeza, preguntó por Tadeo el de la Belén, los grandes me miraron con aprensión y los chicos me señalaron con alborozo, con oficiosidad. Entonces uno de los guardias, agarrándome del brazo, sin más explicaciones me metió en el carro, junto a su comandante.
»-No tengas miedo -rió éste, con los dientes muy blancos bajo el bigote muy negro; quería tranquilizarme.
»-Yo no tengo miedo -le respondí, arisco. Pero me estaba acordando entonces del Juancito Álvarez, sólo un año mayor que yo, a quien poco antes lo habían prendido así, junto con otros dos hombres ya mayores, sin que nunca más se volviera a saber de ninguno.
»Mi suerte iba a ser muy distinta. El oficial consiguió infundirme confianza. Me aseguró que nada malo había de ocurrirme, sino al contrario. Me dijo su nombre: Soy el comandante Francisco Cortina, me dijo; quería ser amable. Yo, por mi parte, no entendía nada. Reflexioné: Lo que sea, sonará. Era una manera de estar tranquilo: después de todo -pensé-, para los pobres, nada es nunca demasiado bueno, pero tampoco puede ser demasiado malo. Y me puse a contemplar el camino. Jamás antes había salido yo de San Cosme; atravesamos varios pueblos, yo los miraba, y la gente me miraba a mí al pasar como flecha… No se me olvidará la entrada en la capital. Ahí sí me hubiera gustado que el jip no corriera tanto. Aquello lucía como en las películas. Bastantes veces había recorrido, con los ojos, en el cine del pueblo, las calles de Nueva York, de Chicago, conocía sobre todo México, me había asomado a Buenos Aires, a París, a Londres [24]. A nada de eso se parecía esta ciudad, siendo la capital. Pero, en cambio, tenía la ventaja de ser real; estaba ahí, de bulto, y yo dentro de ella. Nuestro jip, como rata que se escabulle, recorría calles y calles, hasta refugiarse por último en un patio que -lo supe luego- pertenecía nada menos que al Palacio Nacional, y es este mismo patio, precisamente, que ahora puede verse desde la ventana de mi cuarto, cruzado de jips a toda hora y lleno de guardias discutidores o chanceros. El comandante Cortina pertenecía a la casa. Me condujo por escaleras y pasillos; y yo seguí sus botas altas y lustrosas, el tintineo de sus espuelas, hasta una habitación donde por fin nos detuvimos y me mandó esperarlo. Allí me estuve; allí, es decir: aquí; pues era, estoy casi seguro, este mismo antedespacho donde ahora tengo instalado mi escritorio, y que entonces estaba dispuesto como una sala, con diván, butacas y sillas. Me senté en un rincón, y aguardé quién sabe el tiempo, rabioso ya de hambre al cabo de un rato, pues quizás si habría comido en todo el día una o dos bananas: en casa, yo nunca quería comer de lo poco que hubiera; no me gustaba que luego me gritaran vago. Pensé con disgusto en mi vieja, siempre sucia y gruñendo, con su piara de negritos a la zaga [25]. ¿Cuándo me echaría en falta? ¿Mañana? ¡Nunca! Ya le habrían ido con la noticia, y estaría toda alborotada. Sí, claro, ¿cómo no iban a haberle llevado enseguida el cuento? Aparte la chiquillería, el gallego Luna y otros más habían visto a los guardias botarme en el jip -el gallego Luna, a quien (en ese instante vine a recapacitar sobre ello) le sorprendí entonces, de refilón, una mirada astuta y burlesca, muy de gallego, que no acerté a interpretar en la confusión del momento, pero que por lo pronto se me quedó grabada. Luego, más tarde, corriendo el tiempo, supe, sí, que nadie en el pueblo se había sorprendido ni alarmado; supe que desde siempre me habían tenido por una criatura destinada a altas protecciones; supe que mi propia madre, al enterarse, había comentado con cierto encono: ¡Ya iba siendo hora de que, por lo menos, lo metieran con una plaza en la policía!; y que había pronosticado con amargura: Por supuesto, él se olvidará en seguida de su gente… Y la verdad es, ahora que lo pienso, que yo hubiera querido hacer algo por ellos; y algún día, cuando crezcan más los negritos, no faltará ocasión de que lo cumpla. Hasta el presente, harto trabajo he tenido con cuidar de mí mismo. En cuanto a ella, la pobre, ya eso no tiene remedio: está bajo tierra hace como cuatro años. Tendré que ir alguna vez al cementerio del pueblo a buscar su sepultura para hacerle poner una lujosa lápida… pero ¿qué podía yo imaginar entonces? Ni siquiera sabía dónde me encontraba. Estaba como en un sueño en el cual, aceptando lo inverosímil, uno transita sin inmutarse por las situaciones más absurdas. Parecerá mentira; pero, en medio de aquella rareza, traído como en volandas a aquel salón lujosísimo y para mí nunca visto, lo único que me preocupaba era el hambre que, como un gato, me arañaba dentro del estómago. Me habían dejado solo; y, a la distancia, en otras habitaciones, se oían de vez en cuando pasos, o susurros, o un portazo. Yo, que casi no me atrevía a moverme de mi sitio, estaba dándome plazos para alzarme y echar a andar hasta que alguno me atajara; cuando, de pronto, vi entreabrirse la puerta…»
Así es como refiere Tadeo Requena su entrada en la casa presidencial. Cuenta a continuación que, después de tanta espera, esa noche cenó -como un bárbaro, dice- y durmió -como un tronco- en el cuerpo de guardia; y sólo bien entrada la mañana siguiente, reanudándose el lúcido sueño del nuevo Segismundo cuyo papel había comenzado a representar [26], fue introducido otra vez en el Palacio y llevado por fin a la augusta presencia de Bocanegra. ¿En qué circunstancias? Más valdrá reproducir las palabras exactas del interesado. Su naturalidad ingenua describe las maneras y estilos del inmundo dictador que hemos padecido, con elocuencia mayor que los indignados dicterios y apostrofes de sus peores detractores.
«El comandante Cortina en persona -continúa relatando Tadeo Requena- acudió a buscarme al otro día, y de nuevo me hizo subir las escaleras de mármol. ¡Venga conmigo, por favor, joven!, me dijo. Y yo lo seguí a través de galerías y corredores [27], ensuciando con mis alpargatas las lustrosas maderas del piso, hasta un lugar del todo extraño para mí entonces, una pieza que yo, pobre ignorante, ni siquiera barruntaba; pues era aquélla, por cierto, la primera vez en mi vida que me asomaba a un cuarto de baño, con sus mosaicos rutilantes y sus curiosísimas instalaciones. Más grande y mejor, tampoco lo he visto nunca después, la verdad. Era lo que se dice un salón; y, en efecto, allí se encontraban reunidas en aquel momento un montón de ilustres personalidades entre las cuales descubrí, con asombro y cierta sensación de alivio, a alguien que yo conocía: al doctor don Luisito Rosales, el hermano de nuestro difunto senador. Lo conocía, digo. Sí, igual que los perros realengos [28] pueden conocer al dueño de la mansión. ¿No había de conocerlo? Pero mi alivio era tonto, porque él, en cambio, jamás había reparado en mí ni sabría de mi existencia más que de la de cualquier otro hijo de lavandera que, acaso, una vez que otra, ayuda a entregar la ropa y aprovecha la ocasión para admirar furtivamente el interior de la casa grande. Ahora, la casa de los señores, o de los Rosales, como también la llamábamos, estaba cerrada desde hacía algún tiempo: desde la muerte violenta del senador. Entonces se dispersó la familia: la viuda se fue para Nueva York con los hijos, y el otro hermano, este don Luisito, se instaló poco después en la Capital, y raramente iba a San Cosme; sobre todo, desde que lo nombraron ministro del gobierno… Pues ahora, de sopetón, me lo veo en aquella sala de baño, entre otros caballeros que, al entrar yo a la zaga del comandante, dardearon miradas de reojo sobre mi encogida presencia, sin distraer no obstante su atención de otro, hacia el que, con ansiosa deferencia, se volcaban todos. Medio oculto por la concurrencia, ese otro era -casi me muero del susto cuando lo reconocí- el mismísimo Presidente Bocanegra, Bocanegra en cuerpo y alma, con los ojos obsesionantes y los bigotazos caídos que yo tanto conocía por el retrato de la cantina; aunque, claro está, sin la banda cruzada al pecho; pues Su Excelencia, único personaje sentado en medio de aquella distinguida sociedad, posaba sobre la letrina (o, como pronto aprendí a decir, en el inodoro), y desde ese sitial estaba presidiendo a sus dignatarios [29].
»No podía sospechar yo a la sazón que se me había introducido así, de golpe y porrazo, en el círculo íntimo de los privilegiados, en un santuario cuyo acceso implicaba el honor supremo en el Estado, ni que centenares y miles de sujetos habrían envidiado, de haberla conocido, mi casi fabulosa fortuna. Todo esto lo aprendería después, y sería el propio doctor Rosales quien me lo enseñara, como tantas y tantas otras cosas que tan útil me ha sido saber en lo sucesivo. Al doctor debo agradecérselo, y no sería de hombre bien nacido negarle el reconocimiento que le debo, por más que me administrara sus enseñanzas con bastante pesadez y, en lugar de irse al grano, se regodeara cansándome con innecesarias prolijidades. Así, por ejemplo, a propósito siempre de esta confianza y familiaridad que nuestro caudillo solía cicatear tanto y que a mí me otorgó desde el primer instante, el doctor se creyó en el caso de aburrirme en su día con una larga conferencia atiborrada de datos (quién sabe si, a lo mejor, hasta inventados por el) sobre el lever (o «levantada», como enseguida me aclaró) de los reyes de Francia, disertación trufada todavía de anécdotas escasamente relacionadas con el tema, como un cuento de la muerte de Sancho no sé cuántos de Castilla, a quien el traidor Bellido alanceó cuando su indefenso rey exoneraba el vientre junto a una tapia [30]; y dilatada aun, por si fuera poco, mediante latosísimas digresiones político-morales sobre los arcana imperii [31], como él se escuchaba declinar, y acerca de las antecámaras que, si protegen al poderoso, lo aíslan al mismo tiempo y enrarecen su atmósfera. De toda aquella palabrería procuraba yo siempre desechar la hojarasca y obtener algún fruto. Creo que lo obtuve, y esto, en verdad -modestia aparte-, es mayor mérito acaso del alumno que del propio preceptor.
Pero, volviendo ahora a mi relato: como decía, para desconcierto de aquel infeliz patán que era yo por entonces, descubro de pronto, en medio de tan empingorotada reunión, nada menos que a Bocanegra; y vengo a descubrirlo cuando ya él tenía clavados sus ojos en mí. Casi pego un salto; pero por suerte no me faltó el aplomo, y conseguí mostrarme de lo más tranquilo, con una tranquilidad -pienso- que debía de parecer ya hasta insolente. Me interpeló desde su trono (y fue la primera vez que oí su voz áspera, curiosamente matizada de inflexiones tiernas, casi quebradizas): -Así que éste es el Tadeo -exclamó-. Acércate, muchacho, acércate… [32] -me dijo. Ahora, y no antes de ahora, se dieron por notificados los demás de mi presencia, y vertieron sobre mi cabeza humilde el bálsamo de sus miradas de simpatía; incluso me empujaron suavemente hacia el caudillo… Con desconfianza, con incredulidad, le oí entonces hablar, en forma un tanto sibilina, sobre planes, proyectos y designios relacionados conmigo, de entre cuya nebulosa pude sacar en limpio tan sólo que me confiaba por lo pronto a los buenos oficios de su ministro de Instrucción Pública (es decir, el doctor Rosales, allí presente), así como a los del comandante Pancho Cortina, que hasta allí me había conducido, para que ambos velaran, respectivamente, por mi bienestar físico y mi formación espiritual, preparándome -y en el más breve plazo posible, ¿entendido?- para desempeñar cualquier misión o puesto que se me asignara. -Quiero verlo sin tardanza hecho un doctorcito en Leyes, ¿eh?; pero ¡sin tardanza!»