II

Ahora me explico por qué el cine, y por qué la literatura, y los relatos históricos, y hasta los cuentos que hacen de viva voz a sus nietos los testigos presenciales de semejantes sucesos, dejan siempre una falsa impresión de movimiento vertiginoso [10], cuando el horror de épocas tales consiste más bien, curiosamente, en la lentitud con que los acontecimientos se dilatan, sometidos a una expectativa insaciable, tensa, que estira hasta lo insufrible los minutos, y las horas, y los días, y las semanas, y los meses. Ocurre que, sin quererlo, el narrador aglomera en el relato asesinatos sobre incendios, incendios sobre violaciones, violaciones sobre robos, y así todo se acumula, revuelve y aprieta, muy concentrado; siendo más cierto que en la realidad, y tal como las cosas se desenvolvieron, no hubo nada de semejantes bataholas, entreveros, bullas ni atropelladas, sino, sencillamente, que tal vez una mañana, cuando está uno terminando de afeitarse, alguien, otro huésped de la misma pensión, acude a contarle con la excitación natural que el Presidente Bocanegra ha amanecido muerto después de la trasnochada de una fiesta oficial en Palacio. Y claro es: se conjetura en seguida y se da por hecho que habrá sido un ataque al corazón, pues ya antes se solía temer con celosa y compungida maledicencia que sus excesos alcohólicos, y otros, lo empujaran a tan repentino fin. Pero no será hasta luego, más tarde, a la hora del café, en la sobremesa, que al cabo vendremos a enterarnos (por lo demás, en manera todavía bastante confusa, bajo la forma de un rumor que el resto de la jornada deberá confirmar) de la sensacional versión: Su Excelencia murió asesinado, y nada menos que por su propio secretario particular, el joven Tadeo Requena, a quien tanto había protegido; y muy probablemente a consecuencia -podía sospecharse- de líos de alcoba; y de que el matador, a su vez, aquella misma madrugada… Etcétera. Con ritmo lento, siguen escanciándose las noticias. La gota de agua que cae no basta a apagar -al contrario, estimula- nuestra sed de novedades. Ya todo será poco de ahí en adelante. Se inventa, se fabula, se miente, se confía a la imaginación la tarea de satisfacer con engañoso pasto a la voraz curiosidad, muy despierta por la certidumbre de que van a seguir ocurriendo cosas, y siempre al acecho. Se quisiera no tener que dormir; ni faltan quienes salgan a escrutar, a ventear en la noche las víctimas de que, puntual, informará la mañana, cuando no a promoverlas por su mano. O aquéllos a quienes, si la mano les tiembla, no les tiemble la voz delatora, y matan con el aliento, con la sombra de la sospecha, con la mirada. Viene luego el regodeo en los detalles macabros, el asombro y la admiración de las pretendidas ejemplaridades. Apareció el Chino López suspendido de un árbol por los pies, en la Cortada de San José Bendito, y, observando que entre los podridos dientes le habían atascado la boca con sus propios testículos, ¿quién no recordaría sus siniestras y celebradas gracias de castrador avezado, y quién no traería a colación el nombre del difunto senador Rosales, su «cliente» más notorio? [11]. O ¿cómo no suponer, por ejemplo, que al majadero de José Lino Ruiz (Dios lo haya perdonado) lo que le costó el pellejo fueron -pues ¡qué otra cosa iba a ser!- sus ufanas series de interminables carambolas en el Gran Café y Billares de La Aurora; y al gallego Rodríguez, sus gramatiquerías puntillosas en las columnas de El Comercio? [12]

Dos periodistas españoles trabajaban en la redacción de ese gran diario local, y los dos perecieron, a lo que parece, víctimas de su propia insolencia. Al otro, Camarasa, muchos se la tenían jurada desde que, hará cosa de un año o dos, publicó aquel famoso y tontísimo artículo sobre Cómo se hace una nación, que levantó tal polvareda y que había de resultarle fatal en la oportunidad de las actuales circunstancias. Es el colmo, perder la vida por haber querido hacerse el gracioso. Pero siquiera esa broma contenía una punta política, y bastante punzante si se va a analizar, pretexto que nadie hubiera podido aducir, en cambio, ni con los palmetazos pedantes del gallego Rodríguez, ni con las inocentes carambolas del pobre José Lino. De todas maneras, bien lejos estaría su autor, cuando se divirtió en borronear esa eutrapelia, o paparrucha, de imaginarse el precio que, no muy a la larga, tendría que pagar por ella. Camarasa era un andaluz zafado, medio sardónico, incapaz de retener la lengua, ni la pluma; pero, en el fondo, no mala persona.

Cierto es también que en la ruleta de períodos turbulentos como éste se ve funcionar más al desnudo y más en crudo ese misterioso factor de la vida humana al que llamamos suerte: la buena o la mala suerte de cada cual se manifiesta entonces a través de las más estupendas combinaciones del azar. Pero hay casos en que hubiera sido menester casi un milagro para torcer destino tan perfectamente previsible, dadas las circunstancias, como el de nuestra desdichada Primera Dama de la República [13], la inefable doña Concha, a quien centenares, quizás, de voluntarios, allá en el chiquero-prisión de la Inmaculada, pasaron por las armas (con este eufemismo canalla se lo significaba, guiñando el ojo) antes de que un sádico imbécil pusiera término al general entretenimiento machacándole el cráneo. La ilustre matrona se había labrado con su conducta un final tan lamentable, hasta el punto de que algunos pudieran considerarlo merecido castigo. No en vano -alegaban- se luce la pechuga ante todo un pueblo durante años y años, en fotografías, en noticiarios de cine, por la televisión [14]. También la publicidad puede volverse arma de doble filo… Pero hay algo que todavía nadie conoce, y es uno de los secretos que yo revelaré al mundo: a saber, que la buena señora se tenía muy ganado en efecto tan horrible acabóse, y no por la venial, aun cuando contumaz ya, e inveterada culpa de provocar urbietorbi [15] con sus abultados pectorales encantos, sino en razón de manejos criminales a los que sin duda, la llevaron no sé qué infelices veleidades de heroína shakespeareana [16]. Así se desprende claramente de las memorias de Tadeo Requena, y así habrá de explicarse y documentarse llegado el momento en las presentes notas.

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