Me pregunto si hago bien en extenderme tanto y recoger tan al detalle pamplinas como éstas, aquí encerrado en mi cuarto, cuando los principales actores del cuento han muerto ya de muerte violenta, mientras la gente afuera sigue matándose con frenesí, y pende en verdad de un hilo la vida de cada uno de nosotros. Me pregunto si son dignas siquiera de la historia pequeñeces semejantes… Pero, bien pensado, creo que sí. Sobre el fondo de la situación desencadenada por ellas, anécdotas como la referida adquieren un sentido trágico; la frivolidad puede alcanzar dimensiones trágicas; puede tener el efecto de un bofetón o de un escupitajo.
Se comprenderá que no voy a recoger los infinitos ejemplos donde la vanidad de esa mujer venía disfrazada de actividades culturales, de política social, de beneficencia, de esto o de aquello, para así engañar a algunos. He tomado ese caso único, por cuanto en él se la ve muy al desnudo. Y con desnudez tan obscena, por cierto, que los dicterios del respetable público (recuerdo bien las apreciaciones vertidas en mi tertulia de La Aurora) extendían con unanimidad a su dueña la condición perruna de la pequeña Fanny. ¡Grandísima!, era el invariable estribillo de cada nueva observación. Y ¡claro que era una grandísima! Con verla bastaba: sus actitudes, su manera de mirar, su voz un poco ronca, sus risotadas sonoras, sus vestidos, su mera presencia, rezumaban liviandad, suscitando en los hombres reacciones de agresiva concupiscencia. Pero esto, por sí solo, no hubiera sido nada. Lo verdaderamente explosivo en su persona era la mezcla de tal liviandad con la ambición. Sin este último poderosísimo ingrediente, sus trapicheos, o devaneos, no hubieran sobrepasado la categoría de peccata minuta [106]; lo que los agravaba era el combinarse con aquella urgencia suya casi compulsiva, de intrigar, urdir y tramar sin pausa, mediante la cual se transformaban en fuerzas, y fuerzas demoníacas, lo que de otro modo hubieran podido llamarse sus debilidades. Echar sus redes, y envolver en ellas a todo el mundo: ése era su deporte. Ni siquiera creo que premeditara sus planes con vistas a objetivos claros; a lo mejor, sus designios se dibujaban, o se esbozaban, en el tejer y destejer, como simples ocurrencias, como antojos que decaían luego, olvidados; o bien adquirían fijeza obsesiva, en cuyo caso podía obcecarse tanto en el empeño, que ella misma quedara enredada con sus propios hilos.
Sospecho que algo de esto hubo en su lío con el secretario Requena, en el que tanto le sirvió de cómplice y encubridora su prehistórica amiga, Loreto. La muy imbécil, de todas maneras la hubiera secundado ciegamente, aun sin necesidad de que la otra lagartona explotara su delirante manía de la Presencia Maravillosa, canalizándola hacia las sesiones de espiritismo donde también captaría la voluntad del joven Tadeo. En cuanto a éste, es curioso el modo como llegó a dejarse arrastrar hasta una alianza criminosa -y, al mismo tiempo, descabellada-, que tan funesta había de ser a la larga para todos, no sólo para ellos, los autores de la conspiración, ni en general para los protagonistas de la escena pública, sino para la nación entera, e incluso para el infeliz cronista que reúne, ordena y pone en limpio las presentes notas. Diríase que nuestro hombre fue víctima de una fatalidad ineluctable, capaz de moverlo en contra de las más firmes propensiones de su carácter, y aun en contra de su instinto, que lo hacía reacio. Según se desprende y puede colegirse de sus palabras, así como de sus reticencias, cuando en las memorias que tengo aquí alude al espinoso tema de sus relaciones con la Primera Dama de la República, ella fue quien tomó la iniciativa, quien hizo todos los avances y quien desplegó una audacia sin límites, mientras Tadeo, fiel a su táctica cazurra de vergonzoso en Palacio [107], se limitaba a ver venir las cosas con desconfianza, recelo y una frialdad calculadora, sin jamás aventurar paso alguno al que no hubiera sido previamente, no diré invitado, sino empujado o tironeado. Antes de tironearlo hasta la cama, se le había acercado ella varias veces, con diversos pretextos; y, después del consummatum est [108], cuando sus tretas hubieron conducido al previsto fin y eran ya en cierto modo prisioneros el uno del otro, no cejó ella ni por un momento en las maniobras para rendirlo a su arbitrio, y conducirlo a donde mejor le diera la gana, como dueña y señora.
A las tenidas espiritistas que, con toda puntualidad, celebraba los martes bajo su dirección o patrocinio, en una salita del Palacio, un grupo de iniciados, fue a donde se le había metido en la cabeza llevarlo. «Te quedarás bobo -le había prometido ella- cuando veas qué gente acude allí; de esta semana no pasa que vengas»; pues él se había estado resistiendo, «sobre todo -explica- porque tengo la propensión, y casi el hábito ya, de resistirme a cuanto me propone la Gran Mandona [109]. Luego, cedo. O no cedo, según. Pero por lo pronto y como cuestión de principio, me resisto. Esta vez cedí, pensando que me encontraría allí por lo menos al arzobispo mitrado. En cuanto a los espíritus…»
Es curiosa la actitud de Requena frente a los espíritus; en definitiva, no difiere mucho de la que siempre observaba frente a los seres de carne y hueso. Por lo pronto, iba dispuesto a hallarlo todo mal y falso. «Si no encuentro a los espíritus, encontraré por lo pronto a personas de viso, y me daré el gusto de averiguar con qué clase de entes ultratelúricos se trata sociedad tan distinguida…» Lo divertido del caso (y no me abstendré de consignarlo, pese a su indecencia, porque después de todo la petite histoire, la nariz de Cleopatra [110], explica, aclara y hace más comprensible la Historia con mayúscula), lo divertido del caso, digo, es la razón, apenas esbozada, pero seguramente decisiva, por la que Tadeo se mostraba al comienzo tan renuente a las sesiones de espiritismo. Esta razón no era otra sino su temor a que doña Concha aprovechara la oscuridad de la sala para gastarle cierto tipo de bromas a las que, por lo visto, tenía especial afición la buena señora. A su manera fría, directa y brutal, pero con mal encubierto embarazo, lo declara el secretario. «Tanta insistencia -escribe- me fastidiaba ya. Esta mujer se cree siempre que puede llevarme, como a una criatura, a donde se le antoje. Y sobre todo, tenía yo muy pocas ganas de que no se le ocurriera aprovechar la oscuridad de la sala para ponerse a maniobrar por debajo de la mesa y reventarme los nervios. Ella se pirra por eso; le divierten las manipulaciones a hurtadillas de la gente, no sé si por el placer del riesgo o por el gusto asqueroso de ponerle el gorro al lucero del alba. Pero yo no puedo soportarlo, no le encuentro el chiste; y ya más de una vez me había visto obligado, por ejemplo, a repeler con brusco humor su mano buscona en la penumbra del auto oficial, a espaldas del chófer… Pero, por suerte -añade, aliviado-, a los espíritus, siquiera les testimonió más respeto; allí no se propasó nunca.»
No he resistido a la tentación de copiar ahora este párrafo (ya veremos, cuando haya que preparar el texto para publicarlo), porque, con toda su grosería, lo encuentro sabroso y expresivo. Como el faro de un automóvil que, inesperadamente, ilumina una escena torpe en el rincón de algún jardín público, esas palabras revelan de golpe la índole de los personajes y la naturaleza de sus relaciones, y no me refiero tanto a las relaciones carnales como a las relaciones psicológicas. El joven Tadeo estuvo siempre a la defensiva con ella; desde el primer momento. Siempre le desconfió y la temió, detestando quizás lo que había de dañino en su persona, aunque quizás sin darse cabal cuenta de en qué podía consistir o dónde residía la amenaza.
"Yo lo comprendo; nunca tuve con ella otro trato que el superficial y mínimo, pero sí comprendo perfectamente el miedo de quienes se le acercaban más. Atraía, sin duda alguna, y asustaba al tiempo mismo. Hasta se me ocurre pensar… Después de los detalles que sobre su terrible muerte me ha contado mi tía Loreto, pienso que sólo el terror debió de ser lo que desencadenara la bestialidad de aquel idiota y moviera su mano asesina. Otra explicación, no la encuentro; esos crímenes estúpidos suelen tener raíces oscuras, pero muy simples. En el espíritu entenebrecido de aquel infeliz debió alzarse de pronto una ola de pánico al sentir entre sus brazos a la señora hermosa y aureolada de prestigio (sobre todo, esto: ¡la Primera Dama!), y ver que: sonreía, ¡a él!, y que lo acariciaba, ¡a él!; y que pretendía agradarle. Sí, me imagino su espanto. Aterrorizado, agarraría entonces el pedrusco, y golpearía, y golpearía, y golpearía, hasta dejarle la cabeza deshecha…
¡Pobre Primera Dama! Caída del trono, había perdido también por completo el dominio sobre sí misma, y se puso a emplear sus habituales armas sin ton ni son, del modo más insensato, concediendo sus favores a cualquiera, a los guardias de la prisión, al primero que los solicitaba (y «solicitar» es aquí, por otra parte, un eufemismo que suena a ironía sangrienta), en búsqueda ciega de alguna protección; braceando, desesperada, como el náufrago que sólo consigue así hundirse más y más.