XXVII

Pero ya va siendo hora de revelar quién me proporcionó ese manuscrito de Tadeo Requena, pieza maestra de la presente historia. Fue Sobrarbe, el oficial administrativo que trabajaba a sus inmediatas órdenes en la Secretaría particular de la Presidencia. Sobrarbe, sencillamente; y en esto, como se verá enseguida, no hay misterio alguno.

Conviene aclarar por de pronto -aunque tales circunstancias de índole doméstica y privada carezcan en sí de importancia- que Sobrarbe se hospeda en la misma pensión donde yo vivo desde hace ya quién sabe cuánto tiempo: la Pensión Mariquita (y bien que este nombre le encaja al tal Sobrarbe, dicho sea entre paréntesis); una casa, por lo demás, acreditada, bastante aceptable, en realidad, para lo que suelen ser las pensiones, y que a mí me conviene por más de una razón: en primer lugar, porque ahí tengo una pieza en la planta baja, contigua al comedor, lo cual me resulta, no sólo cómodo, sino casi indispensable dadas mis condiciones físicas, con el sillón de ruedas y demás impedimenta; luego, porque está situada en lugar céntrico, a dos pasos del café de La Aurora; y en fin, porque me tienen consideración en el precio, habida cuenta de mi antigüedad, y no me ahogan si alguna vez he tenido que retrasarme en los pagos… También Sobrarbe, soltero et pour cause (si bien muy distinta de la mía) [180], es allí uno de los huéspedes inmemoriales. Y aunque, a pesar de ello, nuestra relación no había pasado jamás de los corrientes y obligados buenos días, buenas noches, más alguna que otra parrafada muy de cuando en cuando (sin perjuicio, como es inevitable, de estar recíprocamente al tanto de nuestra vida y milagros respectivos), ahora, en los tiempos azarosos que vivimos, se abandonan más los formalismos, se acortan las distancias y la gente se acerca, para bien o para mal; y así ocurrió con Sobrarbe, quien, al enterarse de que mantengo trato frecuente -los rumores, que yo nunca desmiento, pretenden calificarlo de íntimo- con el viejo Olóriz, cuya imprecisa importancia, o influencia, dentro de la política actual, no deja tampoco de susurrarse, vino, entonces y no antes, a confiárseme en la cuestión del manuscrito.

Yo, por supuesto, lo acogí encantado, sin transparentar mi sorpresa ni mi interés; pero eso sí, que se dejara de pamplinas: ¡bueno soy yo para que quiera nadie contarme cuentos de hadas! Al fin, Sobrarbe es un inocente, y no me costó gran trabajo hacerle largar cuanto traía en el buche. Se reduce a esto: que, habiendo encontrado, desparramadas sobre la mesa de su jefe, y leído -¡cómo no!-, las hojas escritas a última hora por Tadeo, decidió, en vista de su asombroso contenido y del contexto general de la situación, incautarse de esos papeles comprometedores; ítem más: arramblar de paso con el mamotreto que no tardaría mucho en descubrir dentro de la gaveta. Había llegado allí tan campante, orondo, feliz y contento como cada mañana; y, aunque algo inusitado notó ya al atravesar el patio, sólo arriba supo, y lo supo de labios de un ujier, todo lo que había ocurrido, con su enorme gravedad: que, en las altas horas de la madrugada, el señor Requena le había pegado un tiro a Su Excelencia estando éste en la cama -y Sobrarbe subrayaba con su mirada maliciosa las implicaciones atribuidas por él al lugar y hora [181]-; a raíz de lo cual, el coronel Cortina, quien, muy oportunamente, había caído también allí como llovido del cielo, despachó en dirección opuesta al asesino, acribillándolo a balazos. (Todavía podían verse ahí, en efecto, las manchas de sangre.) De manera que en aquel momento había en la casa dos cadáveres, por falta de uno; y a poco son tres: pues por su parte el coronel Cortina se había roto el coco al bajar las escaleras, y privado de conocimiento se lo llevaron en busca de primeros auxilios. -Imagínese, señor Pinedo, el desorden que había en Palacio… Pero no vaya a creerse: cuando digo desorden no quiero dar a entender barullo, ni gritos, ni prisas; nada de eso, sino más bien desorden moral: una especie de estupefacción, un desconcierto y un pánico que se manifestaba en forma negativa: mucho silencio, mucha cautela, disimulo… La misma Presidenta (es natural, pobre señora, tras de tantísima desgracia), parece que no daba pie con bola… Entonces yo -prosiguió Sobrarbe- me prendí al teléfono como el tierno recental a la ubre materna para avisar a mis dos compañeras de oficina, imponerlas de lo ocurrido y recomendarles que si no querían, no vinieran, pues aquello iba a resultar un poquito fuerte para sus delicados nervios; vinieron, claro está; la curiosidad pudo más; pero entre tanto yo, que ya antes (y no por curiosidad sino por sentimiento del deber) había inspeccionado la mesa de mi recién extinto superior jerárquico [182], y casi me caigo de espaldas, señor Pinedo, se lo juro, cuando leo… Bueno, en vista de aquella barbaridad, escondí, raudo, esos papeles y me puse a rebuscar los cajones de su mesa (sin necesidad de forzar cerraduras, pues la llave estaba puesta), hasta dar por fin con este montón de pliegos en cuya escritura trabajaba él siempre cual hormiguita hacendosa, sin que yo hubiera conseguido jamás echarles un vistazo, y me creí en el caso de poner a salvo… -Con los demás recuerditos de Tadeo -completé yo, sonriendo.

No esperaba, la verdad, que mi lance tendría tan fulminante resultado. Sobrarbe enrojeció, el muy incauto, hasta las cejas, y me echó una mirada de espanto, como el ratero a quien sorprenden en plena operación; calló un momento, sin saber qué decirse, y luego retribuyó mi risita aviesa con otra, falsona y cómplice. Pero ¡que no esperara ya escaparse de entre mis garras! Quieras que no, medio titubeando, le saqué del cuerpo su pillería; tuvo que confesármelo: entre otras cosas de poca monta, Requena guardaba en su oficina, dentro de preciosa cajita metálica, cierta suma de dinero, una bonita cantidad, sus ahorros probablemente (qué no iba a ahorrar, con la vida de fraile que llevaba, recluido en Palacio, a mesa y mantel: sus sueldos casi completos), y el muy palurdo los juntaba ahí, en billetes, acumulados uno sobre otro, de cuyo depósito Sobrarbe se había declarado a sí mismo con celosa diligencia heredero universal y beneficiario único, si bien ahora se mostraba dispuesto -¡conmovedor desprendimiento!- a transferírmelo, en unión de los manuscritos, pues todo ello lo había retenido sólo por motivos de elemental seguridad y con el ánimo de evitar que pudiera extraviarse. Por lo tanto, a mi juicio se sometía; que yo decidiera. Después de todo, el señor Requena no tenía, al parecer, parientes, ni tampoco amigos; así es que…

Ante confesión tan general, le otorgué a Sobrarbe indulgencia plenaria. Para él era un compromiso poseer tales cosas -digo, los manuscritos-, y en cuanto al dinero, que por su naturaleza resulta difícil de identificar, sobre todo si se lo maneja con prudencia, podríamos siempre hallar una solución adecuada a las circunstancias del caso y a los tiempos que corren. Lo importante ahora eran los papeles. Se quedó muy contento de entregármelos a mí, y, supongo, espero que entendió cuánto le convenía ser discreto; aunque con personajes de esa calaña nunca se está demasiado seguro.

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